Cubierta

Fernando Díez

CIENCIA
Y CONSCIENCIA

El paradigma cuántico
y la búsqueda espiritual

Editorial Kairós

SUMARIO

  1.  
    1. Presentación
    2. Introducción
  2.  
    1. 1. Sobre la búsqueda de la Trascendencia
      1. Dioses en miniatura. La perspectiva india
      2. Energías físicas y psicológicas
      3. ¿Un plan inteligente?, la perspectiva de la filosofía india
      4. Consciencia y energía
      5. Un juego de tres: ciencia, filosofía y mística
      6. La pregunta crucial
    2. 2. Sobre el nuevo paradigma
      1. Nuevo modelo, vida y sociedad
      2. En busca de los límites
      3. El significado filosófico del nuevo paradigma
    3. 3. Sobre el ser humano
      1. La consciencia
      2. La consciencia como autoconsciencia
      3. Interpretando órdenes
      4. Autoconsciencia y espirituali­dad
      5. Instintos y valores
      6. Una cuestión de luz
      7. La historia personal
      8. Conocimiento y conducta
      9. La naturaleza de la búsqueda
      10. Consideraciones previas
      11. El ego
      12. La felici­dad y el camino espiritual
      13. Los demás son el infierno…, y el gozo
    4. 4. El trabajo sobre uno mismo
      1. ¿Qué se puede hacer?
      2. Una metodología espiritual
      3. Yoga y meditación
      4. Algo sobre mística, tantra y yoga
      5. La meditación y su práctica
    5. 5. Sobre la transformación personal. Un resumen de nueve reflexiones
      1. 1. Reflexión sobre la consciencia
      2. 2. Reflexión sobre los instintos y los valores
      3. 3. Reflexión sobre el trabajo de superación
      4. 4. Reflexión sobre los principios de la conducta
      5. 5. Reflexión sobre las dificultades de la vida
      6. 6. Reflexión sobre la felici­dad
      7. 7. Reflexión sobre el apego
      8. 8. Reflexión sobre la libertad
      9. 9. Reflexión sobre la filosofía india y su convergencia con la ciencia
  3.  
    1. Lecturas recomendadas

PRESENTACIÓN

Un día, hace ya casi cuarenta años, salí de casa a buscar la verdad. Así de sencillo, así de rotundo y así de solemne. Y así de verdadero, porque no solo dejé un excelente trabajo, una vida acomodada y una carrera profesional de notable éxito, sino que también me deshice de todos mis enseres en un radical anhelo de comenzar de nuevo, conocer el mundo y aprender; y me lancé a la carretera. La brújula de mis aspiraciones, sin saber bien por qué, se orientó pronto hacia la India. A partir de ese momento mi único afán fue el conocimiento; en reali­dad el conocimiento espiritual. En unos cuantos años, escalón tras escalón, renuncia tras renuncia, acabé en una vida ascética y contemplativa, de cuenco y esterilla, en las orillas del Ganges en Benarés. Más de una década después volví a España. Desde entonces no he hecho otra cosa que investigar la consciencia y la naturaleza humana con el fin de encontrar un camino que nos haga asequible el logro de la sereni­dad, el espacio donde las vivencias humanas sacan a la luz lo mejor de uno; más no se nos puede pedir, no tenemos más, pero lo mejor de uno puede ser algo muy notable.

Soy consciente, por supuesto, de no ser el primero que lo intenta, hay infini­dad de textos, caminos, filosofías y doctrinas. La singulari­dad de este ensayo es que utiliza la nueva física como fundamento, como campamento base, de la aspiración espiritual, ya que pretende mostrar cómo el actual modelo científico, basado en la física cuántica, nos deja en las mismas puertas de la Trascendencia, lo que, de una forma indirecta, y aunque los científicos no se lo propongan en absoluto, implica la necesi­dad de irá más allá en la búsqueda de la certidumbre; la ciencia es consciente de que no puede alcanzarla, no pretende describir la naturaleza, sino describir lo que puede decir de ella mediante el método científico.

Dado que la certidumbre no se puede encontrar en el mundo físico, ya que el conocimiento que de él tenemos está basado en relaciones de incertidumbre que impiden un conocimiento más profundo, y dado también que el modelo cuántico incluye al observador en el hecho científico como condicionador de la reali­dad, se hace muy razonable pensar que se ha llegado al punto en el que la investigación científica deba girar ciento ochenta grados su dirección, de lo investigado al investigador, de lo observado al observador, dando así validez “científica” a la posibili­dad, y necesi­dad, de la búsqueda interior. Pero la búsqueda interior no es otra que la búsqueda espiritual.

Este paso lo dieron los antiguos filósofos místicos de la India hace ya más de veinticinco siglos, en la época de las Upanishads, cuando intuyeron la insustanciali­dad de la materia, su carácter aparente, y centraron todo el interés de su investigación en el observador como guardián de todos los secretos. En la vertiente científica, la interpretación ortodoxa de la mecánica cuántica, la de Copenhague, de Heisenberg (1901-1976) y Bohr (1885-1962), nos viene a decir algo inexplicable a la razón, que las partículas subatómicas carecen de reali­dad antes de la observación y que las teorías deciden lo que se puede observar –ya lo había dicho antes Einstein (1879-1955) en sus conversaciones con Heisenberg–, pero las teorías se sacan del intelecto, lo que viene a decir que nosotros se las imponemos a la naturaleza, no las sacamos de ella, como ya dijo Kant. El realismo filosófico se ha quedado sin suelo material donde sustentarse.

En Occidente fue Descartes el primero que comprendió, veinte siglos más tarde que en la India, que lo importante no es saber lo que existe, sino lo que podemos conocer. En la India la filosofía nace ya idealista. A veces pareciera que la ciencia no ha hecho otra cosa en su historia que cuantificar las intuiciones de los sabios upanishádicos del siglo VII-VI a. de C., incluso hay principios muy importantes en la metafísica india, como Brahman, Om, no duali­dad, gunas, Shiva-Shakti, el sunyata budista, etc., que se pueden trasmitir muy bien con conceptos, analogías y aproximaciones sacadas de la física cuántica. Aunque a muchos les duela, uno cree que ambos caminos, el científico y el místico, están condenados a encontrarse. Si ambos buscan lo Último, y no pueden tener otra aspiración, es obvio que han de llegar al mismo lugar, aunque la metafísica india lleve una gran delantera; se juega en su campo, el de la consciencia. Tampoco se puede decir que las Upanishads desarrollen una filosofía tal como se entiende esta en Occidente, hay demasiado material simbólico-poético y por supuesto no siguen un método deductivo, se salta a conclusiones sin mediar un procedimiento lógico, pero bien se puede decir que de ellas se puede extraer toda una metafísica de gran belleza, como reconocieron en su momento filósofos de la talla de Schopenhauer, Paul Deussen o Max Muller.

Lo que aquí cuento es una actualización, una síntesis que resume todo lo que, a lo largo de tantos años, creo haber aprendido, un informe sobre aquello que puede ser más útil a mi prójimo y puede ser trasmitido con palabras.

FERNANDO DÍEZ

La Alcarria, enero de 2013

INTRODUCCIÓN

Una de las finali­dades de este ensayo es analizar las implicaciones filosóficas y psicológicas del nuevo modelo científico basado en la teoría cuántica, un modelo que socava no solo los fundamentos de la física clásica –aunque sus predicciones se sigan aplicando con éxito a lo macroscópico y siempre que no se den veloci­dades y gravedades extremas–, sino incluso el discurso académico y social actual y, lo que es más difícil de salvar intelectualmente, el sentido común y la lógica. Cuando este nuevo paradigma científico –no tan nuevo ya que nació hace más de ocho décadas con la formalización de la mecánica cuántica por Heisenberg, la mecánica ondulatoria de Schrödinger (1887-1961) con su función de onda, la interpretación de Copenhague de Heisenberg y Bohr y el principio de incertidumbre del mismo Heisenberg–, con su correspondiente nueva filosofía, como siempre ocurrió, se inserte en el discurso social, tendrá que afectar también por fuerza a nuestra perspectiva y relación con el mundo en el ámbito ético; aunque tal vez por eso le esté costando tanto implantarse. Los físicos, como es lógico, no quieren involucrarse en nada que apunte hacia significados, y el “mensaje” cuántico es demasiado complejo para ser asimilado por la inmensa mayoría de la gente, incluso por los mismos físicos que lo desarrollaron. La interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, considerada la ortodoxa, que acepta que el mundo de las partículas elementales sin observación consciente carece de reali­dad y no es otra cosa que una abstracción matemática, una función de onda de probabili­dades, aun siendo consciente de haber topado con el misterio, con la consciencia, mira hacia otro lado y pretende ignorarlo, cancela todo intento de ir más allá en la explicación, y de dar significados, de las meras impresiones causadas por esa abstracción en los aparatos de medición, lo único que importa. De lo que no se puede medir, mejor es no decir nada, sobre todo dado el tremendo éxito de sus predicciones. Algo tendría que ver el positivismo lógico de la época, es muy conocida la frase de Wittgenstein: de lo que se no puede hablar, mejor es callar. Si a Heisenberg le preguntaban si las partículas eran reales, contestaba que su médico le prohibía hablar de metafísica.

La filosofía, cuya fuente de alimentación principal fue siempre la ciencia, tiene en la actuali­dad una gran responsabili­dad y una enorme tarea por delante, interpretar y divulgar el significado de las teorías científicas, aunque de momento los filósofos muestren tan poco interés por el tema; insisten en que no se pueden mezclar campos epistemológicos, pero sin Galileo y sin Newton la filosofía se habría estancado, tal vez no habría surgido un Descartes ni un Kant. En la actuali­dad son los mismos científicos, algunos, los que apuntan hacia el misterio, aunque retiren luego apresurados el dedo indiscreto para que no se generen expectativas y no se deteriore su prestigio. Tal vez la ciencia haya sobrepasado y anegado a la filosofía, un vuelco interesante, ya que la física nació, allá en Grecia, y se mantuvo durante muchos siglos, como subordinada de la filosofía. Por otro lado, los conceptos manejados por la física clásica, basados en la interpretación realista de las partículas: tiempo, espacio, trayectoria, simultanei­dad o vacío entre otros, no son válidos para la interpretación de la mecánica cuántica. El problema está en que los nuevos conceptos que nacen de la nueva física son mucho más abstractos: estados superpuestos, de resonancia, ondulatoriedad, duali­dad onda-partícula, relativi­dad, tejido espacio-tiempo, antimateria, campo unificado, conectivi­dad, etc., conceptos que no se dejan aprehender ni desde la perspectiva de la física clásica newtoniana ni desde el sentido común. Todos estos conceptos, que conforman el modelo actual, necesitarán mucho tiempo para que la gente en general los asimile e incorpore a su forma de entender el mundo, sobre todo si los mismos físicos no se deciden a involucrarse y cruzar ciertos límites.

El paradigma científico actual oculta una dimensión nueva en la historia de la ciencia, porque ningún otro modelo anterior incluyó jamás la consciencia del observador en el discurso científico ni nos acercó tanto a la Trascendencia. Esto es lo que ocurre con el nuevo paradigma, aunque la ciencia no sepa en absoluto –ni le interese–, lo que ello pueda significar. Los físicos cuánticos se han topado con la consciencia, saben que no hay explicación posible del mundo subatómico sin tenerla en cuenta, pero pretenden ignorarlo dado lo escabroso del tema y centran su activi­dad en las precisas predicciones de sus teorías. La física cuántica, dicen, es la teoría más verificada de la historia de la ciencia, ¿por qué preocuparse de significados? Se sabe cómo funciona el mundo microscópico, pero no se quiere saber nada de sus sorprendentes implicaciones filosóficas. En reali­dad, no les corresponde a los científicos, si respetan su principio de objetivi­dad, sacar conclusiones y significados de los hechos físicos, para eso está la filosofía, la que ha de ser una nueva filosofía que aún no ha saltado a los libros de texto. No es lo mismo percibir el mundo como un espacio lleno de seres y cosas individuales que verlo todo como producto de una red de interrelaciones que nos unifican a otro nivel de reali­dad, y en el que nuestra percepción tiene mucho que ver con lo percibido. El teorema de ­Bell, uno de los de mayor trascendencia en la historia de la ciencia, demuestra sin paliativos la conectivi­dad universal, la imposibili­dad de que exista una partícula aislada del resto con enti­dad propia. El llamado principio de Mach (1838-1916) que tanto atrajo la atención de Einstein, viene a decir que todo acontecimiento ocurrido en un punto del universo afecta a todo lo demás. Cada ser humano, como cada ente individual, es un campo de fuerzas que se extiende sobre otro campo universal de donde nace, como todo, un campo que Einstein identifica con el espacio y que cualquier conocedor del pensamiento de la India identificaría con el Brahman vedántico.

El otro protagonista de este ensayo es la consciencia, autoconsciencia, nuestra categoría más universal, lo más “grande”, porque todo trascurre dentro de ella; brilla e ilumina desde nuestro yo superior como la linterna en el casco del minero le ilumina su camino y el entorno, es lo más elevado, el “observador”; lo demás, el cuerpo y el cerebro-mente, son producto material evolutivo. Aunque haya en verdad cosas “ahí” fuera, lo que percibimos existe solo en nuestra mente y, además, solo si lo ilumina la consciencia. Sin consciencia, sin apercepción, no existe nada. Solo existe aquello que ilumina la consciencia, lo demás se encuentra en estado virtual, como ocurre en el mundo subatómico; sin observación las cosas son meras posibili­dades superpuestas de existencia, una mera función de onda, un algoritmo matemático. Las memorias y todo tipo de conocimientos también se mantienen en estado virtual hasta que la consciencia, volitivamente, por asociación de ideas o por inercia, se las ilumina al ego una a una; en la mente solo cabe un objeto a la vez.

Ser autoconsciente es estar alerta al presente, en otras palabras, “aquí y ahora”, garantía de la armonía y el mejor hacer. Estar alerta, consciente, es fluir con el tiempo en su única reali­dad, el presente y la activi­dad volitiva que se esté ejecutando. En el aquí y ahora no caben los pensamientos, ni los recuerdos, ni los miedos o las culpabili­dades ajenas al momento; la reali­dad presente, lo que se esté haciendo o lo que la voluntad haya propuesto, ocupa toda la consciencia; en cuanto aparece un pensamiento ajeno al momento, un pensamiento ocupa, de ayer o de mañana, el presente se esfuma y se hace virtual, cediendo el paso al torbellino mental. No se puede ser autoconsciente de ayer o de mañana, eso son memorias o premoniciones, objetos de consciencia como todo lo que aparece en la mente; pero no consciencia, como los colores y las formas no son la luz. La luz no puede iluminarnos lo que pasó hace una hora, pero sí una fotografía tomada entonces.

El estado de alerta, awareness, no nos elimina los obstáculos de la vida, desde luego, están “ahí”, pero nos hace capaces de sortearlos, de seguir el mejor camino de los posibles y evitar nuevos tropiezos. No es lo mismo transitar por una calle llena de obras y maquinaria estando iluminada que a oscuras. Con luz, las zanjas y adoquines siguen estando ahí, pero ahora podemos encontrar la mejor manera de sortearlos. Esto es todo lo que la consciencia puede hacer por nosotros, iluminarnos el camino, nada más y nada menos, lo más importante de la vida, y conseguirlo es todo lo que se le puede exigir a un ser humano en aras de la vida buena, lo demás ya no depende de uno: hay una herencia y un nivel de azar en nuestras vidas debido a la libertad de elección. Aunque uno se encuentre en estado de alerta, le puede caer un tiesto en la cabeza.

Este ensayo está orientado hacia la superación personal, pero es fundamental analizar antes, porque es muy importante, si este progreso moral es posible, si existe algo universal que dé fundamento y validez ética a los actos; y todo esto solo será posible si existe una Trascendencia de donde emanen unos valores, unas leyes universales y, por tanto, un significado, un camino y una finali­dad. Esto es lo primero que queremos averiguar. Y lo haremos con el apoyo de los grandes descubrimientos que ha realizado la física de partículas en los últimos tiempos, porque la última ciencia cuántica deja al intelecto, tremendamente sorprendido, en las mismas puertas de la Trascendencia. Una puerta que no puede ser cruzada por el científico, pero sí por el filósofo, sobre todo si tiene algo de místico, a quien ponen todos los mimbres en las manos para configurar todo un sistema del universo y del ser humano.

El mensaje, el símbolo en clave matemática que nos envía la Existencia en forma de teoría cuántica, solo puede ser entendido desde una perspectiva espiritual, espiritual en el sentido de que trasciende lo material. Una causa primera más allá de la materia, más allá del mundo cuántico, que es donde investigan los físicos teóricos, y de donde surge mágicamente una estructura plenamente ordenada sobre la que se va a levantar el mundo que percibimos, solo puede ser calificada como espiritual, tal vez por carecer de otra palabra mejor. Hubiera sido muy interesante en todo caso conocer la interpretación filosófica que hubiera dado el genio de Kant a las actuales teorías científicas.

El diseño del mundo que nos ofrece la física teórica, puramente lógico-matemático, no se puede interpretar intelectualmente ni siquiera por los mismos físicos. Sin embargo, basándose en algunas de las conclusiones filosóficas más evidentes de este diseño, que proporciona muchas pistas, como veremos, y teniendo a la filosofía india como referente, es mucho más fácil entender el tipo de universo al que la física nos apunta. La mayoría, por no decir la totali­dad de los grandes sistemas filosóficos occidentales, no ha resistido el embate de la ciencia, sin embargo, la filosofía india –el Vedanta y el shivaísmo de Cachemira– mantiene sus bastiones intactos con toda digni­dad.

La intuición platónica de que la esencia de la materia es matemática fue también una buena, no cabe duda, como la de Kant al afirmar que nosotros no sacamos las leyes de la naturaleza, sino que se las imponemos. Eddington (1882-1944) opina que la ciencia no ha hecho otra cosa en su historia que extraer de la naturaleza lo que previamente ha puesto, incluso Einstein, como ya dijimos, también habla de lo mismo al decir, en palabras de Heisenberg, que las teorías deciden lo que se puede observar. Inexplicablemente, en el mundo cuántico las cosas no existen si no preguntamos por ellas. De alguna misteriosa manera, la pregunta que el científico hace a la naturaleza genera la respuesta. Es como si las partículas no tuvieran vida propia y estuvieran a expensas de nuestros caprichos. Nuestra aportación, por tanto, a la generación de la reali­dad científica, es la más definitiva, algo importante que debe tenerse en cuenta en la futura dirección de la investigación científica.

Las implicaciones filosóficas inevitables de estas declaraciones, nacidas de mentes tan absolutamente privilegiadas, dejan bien claro la magnitud del cambio de modelo científico acontecido a lo largo del siglo XX. Un modelo que cae plenamente en el ámbito del idealismo filosófico, que parte de la premisa de que lo importante no es saber lo que realmente existe, sino qué es lo que podemos conocer –la metafísica se convierte en epistemología–, algo muy significativo, porque en reali­dad se trata de conocerse a sí mismo, la antigua aspiración filosófica.

Los primeros dos capítulos son de cierta compleji­dad místico-científica, aunque inevitable y necesaria para asentar los fundamentos no solo de las implicaciones filosóficas del nuevo paradigma científico, sino de toda posibili­dad de conocer y trasformarse, cuya premisa básica, como dijimos, es la existencia de una Trascendencia de cualquier orden, aunque no pueda ser verificada por la ciencia actual. Pero tampoco podemos entender la esencia de la materia si no es a través de un laberinto matemático inexpugnable; es un espacio de posibili­dades y de múltiples dimensiones y nosotros solo comprendemos aquello que trascurre en un mundo espacio-temporal y de tres dimensiones. Menos se puede entender si además la interpretación de Copenhague de la física cuántica, aceptada por la mayoría de físicos –Einstein no, desde luego siempre pensó que la física cuántica estaba incompleta–; nos dice que el mundo subatómico es una abstracción carente de existencia real.

La ciencia, ante la dificultad que representa la experimentación con entes tan microscópicos y sutiles como los que habitan el mundo cuántico, que no se dejan explorar y se interrelacionan con los aparatos de medida, está penetrando sin querer en las temidas arenas movedizas de la metafísica. En reali­dad, para creer lo que dicen los científicos se necesita tanta fe, incluso más, como para creer lo que dicen los místicos, que al fin y al cabo siempre han estado presentes en la historia y pertenecen a nuestro acerbo cultural. Los conceptos místicos, la gracia, la plenitud, etc., también son abstractos, pero uno puede sacar de ellos una cierta intuición, son suprarracionales, no irracionales. En cualquier caso, tanto el tema místico como el cuántico están al alcance de muy pocos, el resto de la humani­dad necesita mucha fe, o mucha intuición, para creerlos. En la perspectiva filosófica hindú ayuda el que se acepte el testimonio de los filósofos místicos como medio de conocimiento válido, además de la inferencia y la percepción. En reali­dad, a estos sabios yoguis, que pusieron todo su empeño vital en la búsqueda del conocimiento esencial, bien se les puede definir como científicos del espíritu; parten también de unas premisas y siguen un método experimental, como veremos, pero, a diferencia de los físicos teóricos, sí se comprometieron con las implicaciones psicológicas y morales de su investigación interior.

Ya que nos referiremos al yoga de Patanjali como método universal de investigación interior y autoconocimiento, en uno de los últimos capítulos se describe su proceso, su significado metafísico y finali­dad, así como su herramienta fundamental, la meditación; y se expone un método práctico y muy detallado para llevarla a cabo, comenzando siempre por la respiración y sus formas, la puerta de entrada a cualquier método de meditar y todo intento de búsqueda de sosiego. También analizaremos a grandes rasgos las características del otro camino espiritual de la India, el del tantra, que en reali­dad es complementario del yoga. Tántrica es la parte de la cultura india que no es védica –previa, incluso, a la llegada de las migraciones arias que comienzan en el siglo XV a. de C.–, y que luego se desarrollará en paralelo en la periferia brahmánica, que acabará asimilando gran parte de su tradición.

El ensayo concluye con un resumen, en nueve reflexiones, sobre todo lo dicho y otros temas importantes para el logro de la vida buena. La diversi­dad, incluso la dispari­dad aparente de temas que aquí se analizan, se debe a la voluntad de tratar aquellos conocimientos, teóricos y prácticos, imprescindibles y necesarios para conocerse a sí mismo: la más alta aspiración. Conocerse a sí mismo es conocerlo todo. Una aspiración que ya ensalzan en el siglo VII a. de C. Tales de Mileto en Occidente y las Upanishads en la India. “Conócete a ti mismo” es la esencia del Vedanta y del tantrismo brahmánico, porque “tú eres Eso”.

El camino que vamos a seguir es el siguiente: describir el nuevo paradigma y sus implicaciones filosóficas y utilizarlo como garantía de la necesi­dad lógica de una Trascendencia. Una Trascendencia de la que se desprenden unos valores que justifican la posibili­dad de toda espirituali­dad y de un camino hacia ella. Un camino que pasa por el desarrollo de la capaci­dad de utilización de la consciencia como alfa y omega de toda superación, y cuya herramienta fundamental de trabajo es la meditación.

La luz de la consciencia amplía el campo de experiencias y conocimientos, pero en sentido estricto no se puede hablar de su desarrollo o transformación. La consciencia no puede cambiar, es lo que “es”, un ente universal como lo son las leyes naturales, una capaci­dad a la que tiene acceso evolutivamente nuestro yo individual, y que puede utilizar en mayor o menor medida para iluminar más o menos la reali­dad exterior e interior. El aprender a manejar esta luz es el alfa y omega de toda superación personal. Partimos de la premisa de que todos tenemos el conocimiento moral, pero solo lo aplicamos cuando lo iluminamos con la luz de la consciencia, lo único que puede disipar las sombras de la inercia, la pasión y el egoísmo, en resumen, de la ignorancia.

También partimos de la base de que mente y consciencia son dos cosas muy diferentes, aunque sea muy fácil confundirlas. El pensamiento occidental nunca ha distinguido entre ellas, en la India ambos conceptos se separaron ya desde las primeras Upanishads en el siglo VII a. C., y nunca han vuelto a juntarse, excepto en el positivismo indio, el materialismo charvaca de muy poca implantación, aunque casi tan antiguo.

Para que la meditación se haga eficaz, que es ampliar el uso de la consciencia, se necesita establecer una cierta metodología de vida –cualquier proceso, cualquier proyecto, sea de lo que sea, lo necesita–, así como adquirir unos conocimientos teóricos. En resumen, el proceso de superación personal, como cualquier otro, incluye la voluntad de ser, la aspiración, unos conocimientos y una activi­dad. De todo esto vamos a hablar, volviendo reiteradamente a la protagonista de la obra: la consciencia.