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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Harlequin Books S.A.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un caballero andante, n.º 1106 - marzo 2018

Título original: Lone Star Knight

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-760-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

No era verdad. No del todo. La vida no pasaba ante tus ojos justo antes de morir. Solo fragmentos, momentos aislados unidos como un vívido montaje en tecnicolor, junto con una extrema y aguda percepción de aquellos que iban a morir contigo.

Mientras la tripulación y otros once hombres y mujeres que iban en el vuelo charter desde Royal, Texas, hasta el país europeo de Asterland, se preparaban para el impacto con fuerte optimismo, plegarias susurradas o llanto suave, lady Helena Reichard pensaba en Asterland, el hogar que quizá no volviera a ver jamás. Pensó en sus padres, los condes de Orion y en el dolor que les iba a causar su muerte. En el cachorro que había querido de niña, en los proyectos que no podría finalizar y en todos los que podrían sufrir por ello.

Extrañamente, también pensó en el texano alto y atractivo, con ojos verdes risueños y pelo ondulado oscuro, que había bailado con ella en la recepción celebrada en el Club de Ganaderos de Texas dos noches antes.

Ya había conocido a hombres imponentes. Sofisticados. Mundanos. Con título y dinero. Sin embargo, no había conocido a nadie como Mathew Walker. Con su sonrisa fácil y cautivadora y su demoledor ingenio, se había mostrado encantador y al mismo tiempo sutilmente distante. Era evidente que se trataba de un hombre rico, aunque la mano que le había sostenido los dedos durante el baile, había exhibido los callos del trabajo físico sin rubor alguno. Había conseguido que deseara no tener que marcharse de Royal, Texas, tan pronto.

«Qué triste», pensó, «no haber dispuesto de la oportunidad de conocerlo mejor. Qué triste que mi última visión de Texas sea desde ciento cincuenta metros y descendiendo». Y luego no pensó en nada salvo el momento, mientras el jet, con el motor izquierdo en llamas, se sacudía y descendía los últimos cincuenta metros al suelo. Bajó la cabeza, cruzó los brazos sobre los tobillos y se preparó para el impacto.

A su espalda alguien gritó. Un sonido rechinante atravesó la cabina presurizada mientras toneladas de acero y combustible inflamable golpeaban la tierra para luego derrapar por el desierto sin el beneficio del tren de aterrizaje. Y el miedo… el miedo era paralizador mientras las llamas que habían estado confinadas únicamente al motor izquierdo de pronto envolvían la cabina y un dolor cegador y penetrante la consumía.

Capítulo Uno

 

–Justin… eh, Justin, espera –Matt Walker caminaba con gesto cansino hacia el puesto de las enfermeras de la unidad de quemados, cuando vio a Justin Webb que se dirigía al ascensor.

Justin se volvió, bebiendo de una taza de café que Matt sabía que contenía el peor café del mundo. Después de un escrutinio crítico, frunció el ceño.

–He ingresado a pacientes con mejor aspecto que tú.

Matt sabía que su amigo veía la barba incipiente, una camisa muy arrugada y ojos enrojecidos. Se pasó una mano por el mentón sin afeitar y movió los hombros para eliminar la rigidez.

–Estoy bien. Solo ha sido una noche larga.

–Querrás decir un montón de noches largas –bufó su amigo–. Sigue privándote de sueño de esta manera, y no le vas a ser de ninguna ayuda, Matt.

Los dos sabían de qué hablaba. Habían pasado casi dos meses desde el accidente de avión y desde que lady Helena Reichard fuera ingresada de urgencia en la unidad de quemados del Royal Memorial Hospital. Formaba parte de un grupo de dignatarios de Asterland y unos pocos personajes locales, entre ellos los amigos de Matt, Pamela Black y Jamie Morris, que iban rumbo a Asterland después de una elegante recepción diplomática en el Club de Ganaderos de Texas. Había transcurrido casi un mes entero desde que los socios del club designaran a Matt para que montara guardia ante la puerta de Helena.

Poco importaba que estuviera extenuado. No era su bienestar el que se hallaba en juego. Sino el de Helena. Simplemente desearía saber de quién o de qué la estaba protegiendo.

Además de Matt y de Justin, solo otros tres miembros del club conocían los misteriosos detalles que rodeaban al aterrizaje de emergencia del jet y que había enviado a Helena al hospital. Aunque por fortuna nadie había resultado muerto, incluso en ese momento, dos meses después, todavía costaba digerirlo. Si el accidente ya era malo, ¿qué decir del asesinato que había tenido lugar y del robo de la joya? Se insinuaba el intento de un golpe de estado en el país europeo.

Al parecer, Helena Reichard era una pieza fundamental del rompecabezas; Matt entendía perfectamente lo vulnerable que era. También entendía que nada, absolutamente nada más, iba a sucederle durante su vigilancia.

–¿Cómo está? –preguntó mientras Justin se terminaba el café y tiraba la taza a la papelera.

–Bueno, si la oyes a ella, bien.

–Creo que preferiría oírtelo decir a ti –estudió la cara de su amigo–. ¿Cómo está de verdad?

Justin cruzó los brazos y miró a su amigo.

–Ya hemos pasado por esto.

–Compláceme. Repítelo.

–Mira, yo no soy su médico principal… solo la trato hasta que esté lista para la cirugía plástica. Chambers es su traumatólogo. Pero los gráficos hablan por sí solos.

–Para mí, no –apoyó el peso en una pierna–. Explícamelos.

–No eres su familia, Matt.

–Oh, por el…

–Espera. Espera –Justin alzó una mano–. Tranquilízate. No eres su familia, «pero», como eres lo único que se interpone entre ella y Dios sabe qué amenaza, necesitas saberlo. Y eso me da licencia para decírtelo –condujo a Matt hacia el sofá que había en el extremo del pasillo. Se sentaron–. Como ya sabes, casi todas las quemaduras son de segundo grado y limitadas al brazo izquierdo y la parte superior de la pierna. Es el fragmento de tercer grado que tiene en el dorso de la mano izquierda el que nos está causando problemas. Los tendones extensores, los que controlan el movimiento del dedo, se han visto involucrados. Hemos tenido que realizar un injerto. Por desgracia, ha habido complicaciones.

–¿Infección? –Matt se reclinó y se pasó el dedo índice por la frente. Justin asintió.

–Habíamos esperado evitarla… siempre lo esperamos, pero con una quemadura tan profunda y sucia, prácticamente era obligatoria. Ya se ha controlado, pero ha frenado su recuperación. Solo el tiempo dirá qué clase de movilidad recuperará.

Matt pensó en la mano adorable que había sostenido en la recepción del Club de Ganaderos. En la piel suave como pétalos. En los dedos finos y gráciles.

–¿Y su tobillo?

–Tampoco se sabe –Justin movió la cabeza–. Es una mala fractura. Mala de verdad. Incluso con cirugía y clavos, Chambers no puede garantizar que no le quede una cojera permanente.

Pensó en la mujer hermosa y vivaz con la que había bailado. En la mujer cuyos ojos azules habían brillado risueños con manifiesto interés. En la mujer que había pronunciado su nombre en su inglés perfecto, pero que lo había hecho sonar exótico. Esa mujer había estado más allá de la perfección.

Entendía que la mujer en la habitación del hospital, aunque todavía hermosa, tenía unas marcadas cicatrices y era potencialmente una mujer discapacitada… y que su proceso de recuperación requeriría mucho más que unir huesos y sanar piel. Y no podía descartar la impotente idea de que no había nada que él pudiera hacer para ayudarla.

–Necesitas dormir, amigo –la voz de Justin interrumpió los pensamientos de Matt–. Llama a alguien para que te releve.

–No es una opción. No esta noche, en cualquier caso. Mis hombres están ocupados, así que me toca a mí.

–De acuerdo –Justin se incorporó tras mirarlo detenidamente–. Este es el plan. Tengo un paciente en la planta con fiebre, así que me quedaré por aquí un rato. Puedo cubrirte durante un par de horas.

–Gracias, pero es «mi» trabajo, no el tuyo.

La expresión de Justin manifestaba la misma pregunta que el mismo Matt se había hecho últimamente. «¿Estás seguro de que se trata de un simple trabajo?»

Ya no estaba seguro de nada salvo de que no se hallaba preparado para reconocer, ni siquiera ante sí mismo, que podría ser algo más. Sí, sabía que su compromiso se acercaba a lo posesivo y que pensaba en ella más de lo que debería. Después de todo, Helena era una mujer fascinante. No su tipo de mujer, pero fascinante de todos modos.

Sin embargo, todo se reducía a una cosa. Los cinco miembros del club que estaban al corriente de ese incidente, acordaron de que lady Helena Reichard era responsabilidad suya. Algo que él se tomaba muy en serio. Aun más después de lo sucedido la semana anterior. Había salido unos momentos y al regresar había encontrado a un hombre justo ante la puerta abierta de la habitación. Cuando Matt se acercó, el hombre había huido como perseguido por mil demonios, y en el pasillo a oscuras no llegó a verle la cara. Quienquiera que fuera, seguía suelto. Y a juzgar por sus actos, era una amenaza potencial.

–No voy a ninguna parte, Justin –afirmó.

–Sí –contradijo Justin con autoridad–. Te irás –señaló la habitación que había frente a la de Helena–. Está vacía. Usa esa cama. Asumo tu guardia un par de horas. Fin de la historia –cuando Matt abrió la boca para protestar, su amigo lo cortó–: Úsala –ordenó, y se fue al puesto de las enfermeras para recoger unos historiales.

 

 

Helena miró por la ventana de la habitación del hospital hacia la oscuridad que antecede al amanecer de esa mañana del oeste de Texas. La pesadilla la había despertado. Como hacía a menudo, se sentó en la oscuridad y libró una batalla perdida con los recuerdos intensos del accidente.

Contuvo la náusea que subió hasta su garganta. Habían pasado casi dos meses de noches interminables y aún no había sido capaz de reconciliarse con lo que le había sucedido. Y con lo que no le había pasado.

No había muerto. Milagrosamente, nadie había muerto. De hecho, Robert Klimt, un miembro del gabinete del rey Bertram, y ella eran los únicos gravemente heridos. Sí, había sobrevivido, pero las heridas eran un recordatorio constante y vengativo de que la vida, tal como ella la había conocido, nunca volvería a ser la misma.

Una rabia impotente le acaloró la piel mientras con cuidado se quitaba de la mano izquierda el guante de presión protector, que sería un compañero constante al menos durante un año. Se obligó a mirarla. A mirar el trozo desfigurador de piel injertada, la cicatriz repulsiva, los dedos rígidos e inútiles que quizá nunca volvieran a poder sostener una copa de champán, lucir un anillo o ser alzados para recibir el beso de un hombre.

Se echó para atrás la manga y se obligó a recorrer con la vista las cicatrices rojas que le llegaban casi hasta el codo. Tocó la piel y experimentó un escalofrío ante la sensación seca y caliente; luego, con gesto sombrío, subió los largos pliegues de la bata del hospital que le cubría las piernas.

Más doloroso incluso que el tobillo roto y las incisiones quirúrgicas de veinte centímetros que corrían a cada lado de él por debajo de la escayola, más doloroso aun que las quemaduras, era el trozo de piel de quince por doce centímetros que le habían sacado del exterior del muslo para injertárselo en la mano. Todavía parecía en carne viva. Todavía dolía. La esperanza era que también le devolviera el uso de la mano.

Esa era la esperanza. Se tapó la pierna, metió la mano en los pliegues de la bata y se odió por ceder a la autocompasión. Robert Klimt aún se debatía por salvar la vida. No lo conocía bien. Solo sabía que yacía en coma y que quizá no se recobrara. Sin embargo, ahí estaba ella, sintiendo pena de sí misma porque su perfección había sido mancillada.

«Una belleza como la tuya es un don preciado, pequeña. Eres una joya. Una piedra preciosa y perfecta para ser adorada y reverenciada por el mundo como un tesoro invaluable».

Palabras de su padre, palabras que había oído y creído desde que fue lo suficientemente mayor como para trepar hasta su rodilla y aceptar su adoración.

–Ya no, papá –clavó la vista en el silencio hueco–. Ya no soy perfecta.

Matthew Walker la había considerado perfecta. Lo había visto en sus ojos, ojos que había imaginado demasiadas veces desde el accidente. También lo había oído en su risa, la misma que le había alegrado los sueños, pero nunca los días. Había creído que iría a verla al hospital. Pero al no ser así, había experimentado las emociones encontradas de la decepción y el alivio.

Contempló otra vez la mano que no parecía suya, las feas cicatrices, los dedos rígidos que se negaban a trabajar como una vez habían hecho.

Matthew Walker ya no pensaría que era perfecta.

Nadie lo pensaría.

No había solicitado la ayuda de las enfermeras para salir con cuidado de la cama y sentarse en el sillón junto a la ventana. Llevaba una semana realizando esa proeza. La fina capa de transpiración que le cubría la frente era la única señal exterior del coste físico. La lágrima que caía por su mejilla se debía menos al dolor que a la creciente y lóbrega aceptación de que ya nunca sería ni parecería la misma persona… y de que el vals que había compartido con el alto y atractivo texano podría haber sido su último baile.

 

 

Matt se pasó una mano por la cara mientras permanecía como una sombra en el umbral de la puerta de la habitación de Helena. No sabía si se sentía mejor o peor por las tres horas de sueño que Justin había insistido en concederle. Aunque supuso que debía sentirse mejor que ella.

Parecía tan perdida allí sentada. Tan absolutamente sola. En absoluto la mujer segura y sensual que con habilidad y descaro había coqueteado con él en la pista de baile del club. Lo desgarraba esa expresión, pero no quería que supiera que estaba allí… contemplando esa cascada sedosa de pelo rubio caerle por la cara mientras inclinaba la cabeza y combatía las lágrimas que le inundaban los ojos.

En ese último mes había descubierto que lady Helena poseía orgullo en abundancia. No querría saber que alguien había presenciado su lucha… o su dolor. Tampoco querría saber que él había mantenido vigilia del otro lado de la puerta, o que el motivo de su presencia era protegerla de un enemigo desconocido con un plan todavía sin determinar. Ya tenía suficiente a lo que enfrentarse sin añadir a la lista una posible amenaza a su vida.

En silencio se apartó de la puerta y trató de aclararlo todo en su mente. Hacía tiempo que nadie le pedía que recurriera a su experiencia militar… pero se había puesto al día en un abrir y cerrar de ojos. Cualquiera que quisiera llegar hasta Helena, primero iba a tener que pasar por encima de él.

No le gustaba nada lo que sucedía. La única buena noticia reciente era que la investigación había aportado pruebas de que en realidad había sido un accidente, no un sabotaje, como se había sospechado en un principio. El incendio en un motor había provocado que algunos de los sistemas se bloquearan, incluido el tren de aterrizaje. Al impactar, las botellas de licor del bar se habían roto, el sistema eléctrico en el interior del lujoso jet había sufrido un cortocircuito y las chispas habían encendido el licor inflamable. Helena, que iba sentada más próxima al bar, había sufrido las mayores consecuencias.

El sabotaje había quedado descartado, pero no se había resuelto nada más.

–De acuerdo, Walker –musitó, sentándose en el sofá pequeño que había junto a la ventana en el exterior del pasillo de la habitación de Helena–, empieza por el punto A.

El punto A, las joyas Lone Star, tres gemas que durante generaciones habían sido confiadas a la custodia del club, habían sido robadas. Antes de esa situación desagradable, jamás las había visto. Como todos los miembros del Club de Ganaderos, había jurado protegerlas como parte del legado de Royal a la posteridad. Como los demás residentes de Royal, las había conocido a través del folclore y la leyenda populares, y de vez en cuando se había preguntado si existían. Bueno, pues ya no se lo preguntaba. Había visto dos de las piedras con sus propios ojos después de que Justin las recuperara en el lugar del accidente. El ópalo negro, que representaba la justicia, era magnífico. La esmeralda, que representaba la paz, era deslumbrante. Las había sostenido en la mano y maldita sea si no había sentido una sensación dinámica de…

«¿De qué?» Movió la cabeza sin querer creer que incluso en ese momento, casi dos meses más tarde, seguía convencido de que le habían calentado la palma de la mano con energía y calor.

Descartó eso y se concentró en el punto B: la piedra que faltaba, un raro diamante rojo. El diamante representaba liderazgo y completaba el círculo de la prosperidad de la que dependía Royal. La gran pregunta sin resolver era dónde diablos estaba. Y si no se encontraba y reagrupaba con las otras gemas, ¿la economía próspera de Royal se caería como un castillo de naipes según predecía la leyenda?

Como no tenía la respuesta para esas preguntas, pasó al punto C. Riley Monroe estaba muerto. Riley ya se encargaba del bar del Club de Ganaderos incluso antes de que hubieran aceptado a Matt como miembro. La ira no bastaba para explicar lo que sentía por el canalla que lo había matado. Y todo porque había codiciado las joyas.

Esa indiscutible conclusión solo fomentaba más preguntas. ¿Cómo había podido averiguar alguien de fuera la existencia de las joyas, descubierto dónde se guardaban y logrado robarlas? ¿Por qué el ópalo y la esmeralda iban a bordo del avión con rumbo a Asterland? Volvía a toparse con un callejón sin salida y una serie de preguntas sin contestar.

Apoyó los codos en los muslos y contempló sus manos unidas. Al punto D. Milo Yungst y Garth Johannes.

Cuando los otros cuatro miembros del club que conocían esa misión se habían reunido por última vez, les había confiado la preocupación que despertaba en él esa pareja.

–No me importa que Yungst y Johannes sean representantes del gobierno de Asterland. Me importa un bledo que los enviaran a investigar el accidente del avión –había mirado alrededor de la sala de reuniones privada del Club de Ganaderos a Justin Webb, a Aaron Black, al jeque Ben Rassad y a Dakota Lewis–. No confío en ellos. Y no me gustan sus métodos. Y todavía me gusta menos la táctica de interrogación que emplearon con Pamela.

El ceño de Aaron le indicó que estaba de acuerdo con él. Pamela había ido en el avión con Helena y Jamie Morris. Así mismo, Pamela era una buena amiga de Matt. La había acompañado por el pasillo el día que se casó con Aaron.

Y eso fue lo que lo llevó al punto E y al motivo de su presencia en el exterior de la habitación de Helena en el hospital. Había sido en aquella reunión cuando llegaron a la conclusión de que Jamie y Helena necesitaban protección. A Ben le habían asignado el bienestar de Jamie. Matt se había ofrecido voluntario para velar por Helena… una misión que los cinco habían convenido que era necesaria hasta desentrañar el misterio.

Al menos había comenzado como una misión. Tal vez fuera fatiga, tal vez no, pero ya estaba listo para reconocer que en algún momento había pasado a ser algo más.

Aunque no podía permitirse el lujo de permitirlo. Pero fue eso lo que lo impulsó a regresar a la habitación de ella. Con las manos en los bolsillos de atrás, apoyó un hombro en el marco y estudió el perfil hermoso y torturado que lo había acosado desde hacía tantas noches como la conocía.

Contempló ese perfil solemne. La mano dañada, la pierna inmovilizada en una escayola que iba desde el pie hasta media pantorrilla. Entonces no pudo evitar preguntarse que si no se trataba más que de una misión, ¿por qué deseaba curar el dolor que los ojos de ella revelaban pero que Helena jamás admitiría?