Portadilla


El Colegio Mexiquense, A. C.


Dr. José Alejandro Vargas Castro

Presidente

Mtro. José Antonio Álvarez Lobato

Secretario General

Dra. Ma. del Carmen Salinas Sandoval

Coordinadora de Investigación

Falsa

A la memoria de

don Gilberto Rincón Gallardo,

agradecido porque pude conocerlo y ver de cerca su grandeza

Agradecimientos

Una primera versión de este trabajo participó en la quinta edición del Premio anual de Investigación sobre Corrupción en México, convocado por la Secretaría de la Función Pública del gobierno de la República y la Universidad Nacional Autónoma de México, cuyo jurado calificador la distinguió otorgándole la Mención Honorífica. La segunda y definitiva resultó de un proyecto de investigación desarrollado como parte de mis actividades dentro del Centro de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México donde estaba adscrito. El prestigiado Colegio Mexiquense, A.C., que poco después me concedió el honor de integrarme a su claustro académico, resolvió, con similar generosidad, publicar el reporte final bajo su sello editorial.

Es obligado, por tanto, agradecer a las tres instituciones que no sólo me motivaron o acogieron mi desempeño, sino que además lo hicieron fructificar. A la unam, de entrada, porque soy su orgulloso egresado; a la uaem, por haberme permitido servirla, y al Colegio, por aceptarme.

Obra modesta si no es que deficiente, ha sido honrada inmerecidamente al haber captado, sin derecho ni aportación que reconocerle, la atención del influyente profesor Leonardo Morlino, del Instituto Italiano de Ciencias Humanas de Florencia, quien tuvo la bondad de leer el texto y, más allá de toda expectativa de mi parte, escribirle un prefacio. Abrumado por un gesto tan magnánimo como injustificado, sólo atino a explicarlo por la simpatía que en él ha suscitado la creación, a iniciativa y con el patrocinio de El Colegio Mexiquense, de la “Red de Investigadores de la Calidad de la Democracia en América Latina”, de la que además aceptó formar parte y ser el generador de sus líneas académicas rectoras. Quede, pues, el testimonio de mi gratitud porque, al dispensarme este favor, le ha dado al presente una peculiaridad singular y, desde luego, un valor entrañable.

El licenciado Enrique Peña, entonces muy joven y prometedor político al que tuve el privilegio de conocer tempranamente en el servicio público, me permitió alguna vez, hace tanto tiempo que sin duda no lo recordará, conocer su postura y apreciar sus convicciones sobre los tópicos aquí desarrollados, habiendo sido aleccionador el punto de vista de un hombre que, a su preparación profesional y trayectoria pública, adiciona la honestidad intelectual y, sobre todo, los sólidos principios que lo hacen, en las esferas de poder donde ya sobresale, un personaje francamente excepcional por sus ideas e ideales.

Al doctor Francisco Lizcano, coordinador del cicsyh de la uaem, le valoro sus reiteradas muestras de confianza. Él sabe que aprendí mucho a su lado y que, aun a su pesar, lo considero ejemplo de rigurosidad y lucidez. A Juan José Alva, de quien tanto espero y al que tanto auguro una exitosa vida académica, le dedico este esfuerzo, sabedor de que en su momento lo continuará y mejorará.

Dejo al último, por ser el más íntimo, mi reconocimiento a quien debo enseñanzas y experiencias de los años más intensos de mi vida. A mi antiguo jefe y amigo de siempre, César Camacho. Nada de lo mío le es ajeno.

Prefacio

Leonardo Morlino

Para los gobernantes y ciudadanos de un país que haya tenido una larga y difícil transición a la democracia, se presenta, casi inevitablemente, un problema relevante, tal vez el más relevante de todos: cómo mejorar la calidad democrática haciendo cuentas con el propio pasado, la propia cultura, y con los recursos disponibles, a menudo limitados o muy limitados. Este es el problema que Edgar A. Hernández analiza en su libro y al cual busca dar una respuesta apasionada y sumergida en el México de inicios del siglo xxi. Para penetrar y comprender mejor los distintos capítulos de su obra, es conveniente partir de algunos elementos definitorios: qué cosa entendemos por consolidación democrática al final de un recorrido por una determinada forma de democracia; qué cosa es la calidad democrática a la cual se debe aspirar y cuáles son los mecanismos, tradiciones culturales y recursos que forman parte de la tradición política y social de México y que pueden, incluso, ser un obstáculo para tal calidad.

Retomando la literatura e investigaciones antecedentes sobre el tema (Morlino, 1998), se puede pensar que la consolidación es “un proceso complejo, a través del cual las estructuras democráticas, las normas y las relaciones entre el régimen y la sociedad civil son definidas de manera estable”.1 Este proceso implica el reforzamiento del régimen democrático, con el fin de evitar posibles crisis futuras. En otros términos, si en una democracia se da importancia a las relaciones entre las instituciones de gobierno y aquellas representativas, por un lado, y a la sociedad civil, por el otro, la consolidación puede ser vista principalmente como la construcción de relaciones representativas (más o menos) estables entre las instituciones de gobierno recién creadas, las estructuras intermedias emergentes y la propia sociedad civil. Tratándose de un proceso, puede suceder parcialmente y en algunos ámbitos más que en otros. Por lo tanto, es importante precisar cuáles son los principales fenómenos específicos que lo caracterizan. En la perspectiva que aquí interesa, es necesario poner atención en dos de estos fenómenos o sub-procesos. El primero se dirige desde la sociedad civil y los partidos hacia las instituciones de gobierno y, por ende, va de abajo hacia arriba: en este caso, los partidos son vistos en su función de expresión de las demandas de la sociedad y como medios de legitimación que crean o acompañan el consenso o apoyo hacia las instituciones de gobierno. El segundo fenómeno procede en el sentido opuesto: desde las instituciones y los partidos hacia los grupos o, en un sentido más amplio, la sociedad civil, y, por consiguiente, toma una dirección que va de arriba hacia abajo: en este caso, los partidos son entendidos como instituciones públicas que organizan, integran y, en algunas ocasiones, controlan a la sociedad a través de diversas modalidades de anclaje. De este modo, el consenso y la legitimación, por un lado, y el anclaje, por el otro, son las dos dimensiones principales de la consolidación.

La hipótesis de fondo que ha emergido, sobre todo en estudios precedentes de Europa del Sur (Morlino, 1998; especialmente capítulos 3-5), puede sintetizarse de esta manera: la consolidación es el resultado de la legitimación y el anclaje combinados de modo diverso, de donde se desprende que la legitimidad es un conjunto de posturas positivas de la sociedad hacia sus instituciones democráticas, que son consideradas como la forma de gobierno más apropiada.2 En otros términos, la legitimidad existe cuando entre los ciudadanos se encuentra ampliamente difundida la convicción de que, a pesar de las insuficiencias y los fracasos, las instituciones políticas existentes son las mejores posibles. Tal como lo dice Linz (1978, trad. It. 1981: 40), “en el fondo, la legitimidad democrática se basa en el convencimiento de que para un país dado, y en una situación histórica dada, ningún otro tipo de régimen podría asegurar con mayor éxito la persecución de las finalidades colectivas”. La legitimación —o bien, el desarrollo y crecimiento de las posturas positivas hacia las instituciones políticas— es el proceso que comprende a la legitimidad y es un aspecto importante de la consolidación democrática. La mayor parte de los estudiosos reconoce el papel de la legitimación,3 aunque obviamente existen diversos problemas manifiestos que la investigación empírica puede afrontar y, eventualmente, resolver sobre casos concretos. Por ejemplo, se advierte la necesidad de definiciones más precisas de la legitimación, que distingan entre posturas y comportamientos y que revelen, también, los distintos grados de aceptación de las instituciones. Resulta, además, oportuno hacer una distinción entre la legitimación de la democracia tout court y aquella de un régimen democrático específico. Sería útil incluso la caracterización de las condiciones concretas y del intervalo de tiempo de tal aceptación respecto de las fases analizadas, comprendiendo la transición y la evaluación; finalmente, sería conveniente conducir el análisis a un nivel más profundo, para pasar la frontera de la legitimación y buscar las explicaciones de estas posturas y comportamientos.4 Además, para muchos países es viable considerar una versión más atenuada de la aceptación de las instituciones, que puede definirse como consenso y que es el conjunto de posturas de adquisición pasiva y aceptación de las instituciones por parte de la sociedad, que se limita a registrar la ausencia de cualquier alternativa política practicable. No se trata de elegir sino de aceptar lo que existe, aun si es percibido negativamente. Como sugiere Przeworski (1986: 51-52), en algunos casos lo que cuenta realmente no es la legitimidad “de este sistema de dominio particular, sino la presencia o la ausencia de alternativas más deseables”. En otros términos, el consenso está basado en la percepción difusa a nivel de masa en donde “no existe alternativa”. Asimismo, las posturas y creencias pueden permanecer inmutables, sin transformarse en acciones políticas; es decir, hay un problema de potencial incongruencia entre las posturas y los comportamientos. Puede tratarse de una reticencia a criticar a las instituciones, acompañada por la aceptación pasiva de éstas; también puede tratarse de algo habitual, rutinario y desilusionador respecto de la capacidad de la democracia para resolver los problemas relativos a la desocupación, la asistencia a los ancianos o la salud. La consecuencia de esto es una incongruencia entre las posturas de las elites y las masas —tal como surge de las entrevistas y sondeos de opinión— y de su propio comportamiento. Establecer qué cosa impide a las posturas transformarse en comportamientos coherentes es un problema significativo, que presenta numerosos aspectos y amerita ser analizado empíricamente.

El aspecto empírico más importante tiene que ver, sin duda, con un doble fenómeno: desde el punto de vista de la consolidación, es importante advertir el consenso y la ausencia de reacciones negativas a nivel de masa y observar la legitimidad (o legitimación) y el apoyo a nivel de elite. Por otra parte, las elites de las cuales se habla son sobre todo elites partidarias, pero también actores institucionales que no ocupan cargos electivos. Me refiero a la burocracia y a los militares. En efecto, si la burocracia no colabora, la consolidación será más difícil; pero será casi imposible en caso de que los militares no acepten las reglas y las normas democráticas. El periodo requerido para la maduración de las posturas que sostengan al sistema puede variar de un caso a otro. En algunos casos, algunas posturas positivas se desarrollan rápidamente, mientras que en otros el proceso de legitimación es más largo: puede durar años, puede ser interrumpido por crisis y su contenido puede ser profundamente transformado por cambios políticos que tienen lugar al interior del régimen. Al inicio de la transición democrática y de la instauración puede comprobarse un cierto grado de rechazo, de reacción y de crítica hacia las instituciones precedentes. Esta es la base sobre la que se pueden construir posturas positivas durante la consolidación. La situación es distinta a nivel de las elites. De un lado, entre los militares, la burocracia y, ocasionalmente, la magistratura, el proceso de legitimación puede ser lento y gradual. Del otro, para la clase partidista en el poder, la aceptación y el apoyo son reacciones inmediatas para la creación de un régimen y pueden durar años. En forma análoga, la elite de la oposición expresará inmediatamente posturas políticas más o menos radicales, destinadas a cambiar lentamente. Entre los dos niveles —elite y masa— existe una coherencia tendencial. En cambio, es diferente el tiempo de reacción que habitualmente es más lento a nivel de la población. Resumiendo: para los fines de la consolidación son necesarias creencias y acciones por parte de las elites —junto con algunos otros elementos decisivos, favorables o contrarios a las instituciones— y la aceptación por parte de los ciudadanos.

El funcionamiento concreto de una democracia se traduce, a nivel de masa, en la eficacia “percibida” del régimen. Resulta razonable suponer que la satisfacción de las demandas fundamentales, a través de acciones específicas de gobierno, pueda inducir a los ciudadanos a formar, mantener y reforzar posturas positivas hacia el régimen democrático. Seguramente, las percepciones de la población sobre la capacidad de un régimen para resolver los problemas relevantes son particularmente agudas en las nuevas democracias, en las que las posturas de apoyo al sistema ya descritas pueden no estar profundamente radicadas en la sociedad. La eficacia percibida de un régimen es, por lo tanto, el resultado de este conjunto de posturas, que están fundamentalmente ligadas a la legitimidad democrática y al reconocimiento de sus instituciones políticas como la forma de gobierno más apropiada. 5 Ello no obstante, puede sostenerse también la implicación inversa: si se considera en la sola perspectiva de los comportamientos, la eficacia puede influir sobre la legitimidad. Es la hipótesis sostenida inicialmente por Lipset (1959) y retomada también por Linz (1978). El proceso de “enganche” de la sociedad civil por parte de las elites e instituciones que aquí definimos como “anclaje” (Morlino, 2005), puede asegurar que la aprehensión o, incluso, el control, se dé sobre la sociedad en general o bien sobre alguno o algunos de los sectores específicos que la componen. El recurso metafórico del ancla y del anclaje ayuda a definir de manera más precisa las relaciones asimétricas que entran en juego cuando se considera la dirección que va de arriba hacia abajo. El “anclaje”, además, implica la posibilidad de una mutación y adaptación limitadas, si se considera que, una vez echada el ancla, la barca se puede mover en el agua sólo dentro de ciertos límites. Los partidos, por lo tanto, y en particular las elites partidistas, no son más vistos como la expresión de la sociedad civil, o sea, como los representantes de varios intereses en el ámbito de las decisiones y como los artífices del compromiso entre éstas, sino que adquieren ventajas directas de su propio mantenimiento y reforzamiento. Los partidos tienden, entonces, a institucionalizarse y desarrollar distintas formas de penetración, de regulación y hasta de control de la sociedad, aun manteniendo una cierta capacidad de adaptación, flexibilidad y mutación limitada.

¿Cómo se realiza este proceso? La respuesta más obvia parte de la clásica distinción entre la representatividad electoral y la representatividad funcional. En concreto, la primera implica un análisis de los partidos (y de las elites partidistas) en competencia mutua. Después de sucesivas elecciones y luego en el parlamento, la competencia se inicia y define —en formas más o menos estables y visibles— con base en modalidades y características específicas. La principal hipótesis que proponemos se funda en los análisis clásicos sobre la organización partidista y las elecciones.6 Ésta sugiere que, sobre todo en contextos altamente influidos por la ideología, la competencia obliga a los partidos a desarrollar organizaciones más eficientes y funcionales para conducir una propaganda electoral eficaz, estar presentes y activos en los intervalos electorales y crear y difundir una imagen muy definida a los ojos de los electores, incluso a través de la actividad parlamentaria. Una vez pasadas las campañas electorales, tras los efectos colaterales y no intencionales de la competencia, los partidos pueden adquirir la capacidad de orientar en cualquier medida las preferencias de la sociedad civil, a través de la estabilización de la oferta partidista y de su liderazgo (incluso a nivel parlamentario) y a través de la misma organización del partido y de la formación de identidades colectivas. No debe olvidarse que estos efectos se deben, en buena parte, a la aplicación de las mismas normas en elecciones sucesivas, dirigidas a regular la competencia partidista en cada democracia. Estas reglas incluyen el financiamiento público de los partidos, la fijación de límites y restricciones a la propaganda electoral, la existencia de umbrales más o menos altos para acceder a la competencia o para participar en la distribución de los asientos en las cámaras conforme a la fórmula electoral adoptada. Es necesario también asumir el análisis de otras reglas e instituciones, sobre todo aquellas reglas e instituciones que permiten a partidos y elites partidistas optimizar sus prestaciones. Piénsese, por ejemplo, en las reglas legales y constitucionales que fijan las relaciones entre gobierno y parlamento o en los reglamentos parlamentarios.

Otras modalidades muy importantes de anclaje provienen también del circuito funcional, que requiere el examen de las relaciones que los partidos establecen con la sociedad civil, o sea, con las diversas elites económicas y no económicas, las asociaciones empresariales y los sindicatos, los sectores ligados a la agricultura, la industria y los servicios, y los ciudadanos en general. Se podría asumir que, en el circuito funcional, la capacidad de los partidos para dirigir y hasta controlar a los otros actores depende de algunas características específicas del Estado, así como de las reglas del régimen, del tipo de sistema partidario, de las características de los mismos partidos y de algunos aspectos de la sociedad. A falta de un término más apropiado, este fenómeno puede ser definido en su conjunto como la autonomía de la sociedad civil en sus distintos aspectos —elites económicas (principalmente empresariales), intelectuales y de información, así como las asociaciones de interés y otros tipos de asociación— respecto de las instituciones del Estado o de las elites partidistas y los partidos. Asumiendo el punto de vista opuesto, se puede hablar del control de las elites partidistas sobre la sociedad civil a través de las instituciones políticas.7 Hay aspectos importantes de este proceso de anclaje que deberían ser valorados. Éstos conciernen a las relaciones entre las elites partidistas y los partidos y: 1) las asociaciones organizadas, como las elites empresariales, los sindicatos, las asociaciones religiosas y los otros grupos de interés estructurados al interior del policy-making; 2) los intereses organizados, ligados al gobierno por un acuerdo cooperativo,8 y 3) las elites no organizadas pero activas, como, por ejemplo, los grandes y pequeños emprendedores privados, los intelectuales y los simples individuos que se encuentran dentro de una relación clientelar.

Sobre el tema de los vínculos entre los partidos y las elites económicas, los sindicatos y las otras asociaciones económicas, es necesario observar si los partidos y el sistema partidista en su conjunto están en grado de jugar el papel de gatekeeping hacia los grupos. Este es el papel jugado por los partidos en el gobierno y en la oposición (o por el sistema partidista en su complejidad), al controlar el acceso de los grupos de interés al campo en donde se toman las decisiones, al establecer las prioridades frente a la diversidad de demandas y, si es posible, al buscar resolver los problemas cotidianos de los ciudadanos. En consecuencia, para las asociaciones de interés y otras elites, la intermediación partidista puede convertirse en el mejor modo de proteger sus intereses. Por otra parte, la noción de gatekeeping se aplicaría sólo al sistema partidista y no a la magistratura, la burocracia o el ejército; y, un aspecto aún más importante, el gatekeeping no es la única modalidad de relación que los partidos pueden desarrollar respecto a los grupos de interés. En efecto, puede emerger cierta disposición, denominada neo-corporativismo o concertación, que consistiría en el acuerdo entre instituciones de gobierno y organizaciones de interés de varios tipos en aquello que comúnmente se conoce como “triángulo neo-corporativo”, cuando, además del gobierno, también las asociaciones, tanto empresariales como sindicales, entran en acuerdos que habrán de determinar las principales políticas económicas de un país.9 Sobre todo ahí donde los factores de cultura tradicional como la obediencia y la pasividad se combinan con la consecuente escasa autonomía de la sociedad civil, siendo ésta la razón más recurrente de que se desarrolle el clientelismo en todas sus formas específicas, a menudo integrado a la búsqueda de legitimación a través de cualquier reconocimiento más o menos generalizado de derechos sociales, como los que se refieren a la salud o la asistencia a los ancianos. Tal es, precisamente, el ancla que se halla en el centro de la discusión del trabajo que aquí se prologa.

En todo proceso de consolidación signado por ésta y otras anclas –y especialmente por diversas formas de clientelismo– ¿cuál calidad democrática es posible? Veamos, antes que nada, qué significa calidad democrática.10 Con respecto a la noción de “calidad”, si vemos el uso que se hace del término comúnmente en el mundo industrial y mercantil, emergen con claridad tres posibles connotaciones: 1) la calidad se define por los aspectos procedimentales establecidos cuidadosamente para cada producto; es decir, es importante seguir procedimientos de fabricación precisos y controlados en tiempo y forma; 2) la calidad consiste en contar con un producto que tenga ciertas características de elaboración, que esté hecho de ciertos materiales, que tenga formas y funcionamiento adecuados, junto con otros aspectos detalladamente definidos: es decir, se pone atención en el contenido; 3) la calidad del producto o el servicio deriva indirectamente de la satisfacción expresada por el cliente, por la demanda del mismo en más de una ocasión, independientemente de la forma en que fue elaborado o de sus contenidos actuales; este significado de calidad se basa simplemente en el resultado. Las tres diferentes nociones de calidad se formulan, por lo tanto, en relación con los procedimientos, el contenido y el resultado. Cada una tiene diferentes implicaciones para la investigación empírica. Aun con todos los ajustes exigidos por la complejidad del “objeto” bajo análisis —la democracia— sigue siendo necesario considerar estos conceptos mínimos de calidad mientras construimos definiciones y modelos de calidad de la democracia. Partiendo de estas premisas, sugeriré una definición de buena democracia y, por lo tanto, de calidad democrática, para después considerar en sus términos esenciales las principales dimensiones de variación.

Una democracia de calidad es una “buena” democracia, si se le entiende como aquel ordenamiento institucional estable que, mediante instituciones y mecanismos que funcionan correctamente, realiza la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Una buena democracia es, en primer lugar, un régimen ampliamente legitimado y, por tanto, estable, que satisface completamente a los ciudadanos (calidad con respecto al resultado): sólo para un complejo de instituciones que goza del pleno apoyo de la sociedad civil de referencia, es posible imaginar un avance ulterior en la realización de los valores propios del régimen. Si, por el contrario, las instituciones no son confiables, entonces muchas atenciones, energías y objetivos se consumirán por la necesidad de la consolidación o el mantenimiento, lo que, una vez superado el umbral mínimo, se vuelve un resultado apreciable. Segundo, los ciudadanos, las asociaciones y las comunidades que forman parte de este tipo de democracia, gozan de libertad e igualdad por encima de los mínimos (calidad con respecto al contenido). Tercero, los ciudadanos de una buena democracia tienen el poder de controlar y evaluar si el gobierno trabaja efectivamente por aquellos valores con pleno respeto a las normas vigentes, el así llamado rule of law; deben ser capaces de vigilar su aplicación eficiente y de evaluar la eficacia al tomar las decisiones y la responsabilidad política con respecto a las elecciones tomadas por el personal electo también en relación con las demandas expresadas por la sociedad civil (calidad con respecto al procedimiento). Obviamente, nos podemos encontrar con diversos grados de calidad y no sólo con formas diversas. En ambos casos sólo la investigación empírica permite indicar formas y grados prevalecientes. Referirse a una buena democracia es, como lo hace Hernández, reconocer que el buen gobierno es un gobierno democrático, “no tanto por el mandato que recibió de las urnas sino por su capacidad de ofrecer bienes públicos y servicios colectivos a la ciudadanía en general y a los más necesitados en lo particular”. Es en este marco, concluye, donde se inscribe la reivindicación de derechos ampliados que atiendan a necesidades emergentes y nuevos compromisos.

Sobre la base de tal definición, una buena democracia tiene al menos ocho dimensiones de variación, que deben colocarse en el centro del análisis empírico. Las primeras cinco son dimensiones procedimentales, por cuanto se atienen principalmente a las reglas y sólo indirectamente a los contenidos. Éstas son: 1) rule of law o el respeto a la ley; 2) accountability o responsabilidad electoral; 3) accountability institucional; 4) participación y 5) competencia. La sexta dimensión concierne al resultado y tiene que ver con: 6) responsiveness o reciprocidad, es decir, la capacidad de respuesta que encuentra la satisfacción de los ciudadanos y la sociedad civil en general. Las últimas dos dimensiones sustantivas: 7) respeto pleno de los derechos que pueden ampliarse en la realización de las diversas libertades y 8) progresiva ampliación de una mayor igualdad política, social y económica. El arreglo democrático del cual se considera la calidad supone principalmente las instituciones y los mecanismos representativos. Como se verá en las conclusiones, elementos de democracia directa entran en la valoración de la calidad más alta de una democracia. Pero hacer de la democracia directa la expresión más alta de la calidad democrática e ignorar la experiencia secular de la democracia representativa y sus posibilidades concretas de mejoramiento presentes en sus instituciones, es algo totalmente abstracto. Aquí, por el contrario, se quiere considerar, precisamente, cómo es posible, al menos en el papel, mejorar la realidad existente, caracterizada por la prevalencia de democracias representativas cualitativamente distintas. En este sentido, la accountability, que hace referencia a la experiencia de la representación democrática, se vuelve una dimensión central en la medida que garantiza a los ciudadanos y a la sociedad civil en general, un medio efectivo de control sobre las instituciones políticas, permitiendo atenuar las dificultades que objetivamente se crean cuando se pasa de una democracia directa a una representativa.

La accountability, pues, se basa implícitamente en dos asunciones de la tradición liberal que evidencian la interconexión entre todas las dimensiones enunciadas arriba. Primera asunción: si a los ciudadanos se les da genuinamente la oportunidad de evaluar la responsabilidad del gobierno, en términos de la satisfacción de sus propias necesidades y requerimientos, son capaces de hacerlo si poseen sobre todo una percepción relativamente precisa de sus propias necesidades. Segunda asunción: cada quien, solo o en grupo, es el juez de sus propias necesidades; no puede haber un tercero que decida por él sus necesidades. No explicitar estas dos asunciones es erróneo; es necesario, al contrario, tenerlas bien presentes. También es erróneo verlas solamente como una elección ideológica: cualquiera que ésta sea, se trata de reconocer que la experiencia de las democracias occidentales ha seguido una trayectoria liberal-democrática. Toda prospectiva de análisis sobre la calidad democrática debe considerar, por tanto, la realidad existente y eventualmente moverse desde ésta hacia una dirección marcada por una elección no liberal, pero igualitaria. En consecuencia, libertad e igualdad, como quiera que se entiendan, están vinculadas necesariamente a la responsabilidad y la responsiveness. Más aún, éste es el modo concreto para hacer más probable una mejor realización de libertad e igualdad desde el punto de vista del ciudadano y las asociaciones, en el ámbito de los mecanismos representativos. Con todo, también es indispensable para la buena democracia un eficiente respeto a la ley. El rule of law está entrecruzado con la libertad en el respeto a todas aquellas leyes que, directa o indirectamente, sancionan los derechos y su concreta realización. Ninguna libertad, igualdad o incluso la responsabilidad son posibles en la práctica si el respeto a la ley no se traduce en eficiencia y eficacia de las decisiones en las instituciones de gobierno y la administración. Más allá de los problemas de elección institucional, decidir y realizar políticas de calidad democrática tiene como presupuesto ineludible, precisamente, esta dimensión cuya ausencia volvería superfluo todo lo demás.

Los principales sujetos de tal democracia son los individuosciudadanos, las comunidades territoriales y las asociaciones de diversas formas, como por ejemplo una comunión de valores y tradiciones o una comunión de objetivos. En este sentido, una buena democracia puede realizarse en referencia ya sea a cierto territorio y cierta población, controlados por instituciones estatales y de gobierno democráticas, ya sea a entidades más amplias. El punto esencial es que los sujetos en cuestión están en el centro de una buena democracia cuando los procesos que van de abajo hacia arriba son los más relevantes, y no viceversa. De esta manera, el pasaje de las dimensiones indicadas del nivel nacional al supranacional —aunque no sin complicaciones y dificultades— es posible manteniendo constantes los mismos elementos que caracterizan a cada dimensión. Es necesario articular la calidad democrática mediante las diversas dimensiones elaboradas arriba si pretendemos afirmar la complejidad del fenómeno analizado. Dicha articulación implica dos aspectos. Ante todo, cada dimensión puede presentarse en formas y grados diversos, lo que implica puntualizar no sólo los indicadores, medidas que revelen cómo y en qué grado cada dimensión está presente en los diferentes países, sino también los modelos de buena democracia. Esta información empírica deberá posibilitar posteriormente el control del eventual incremento de la calidad democrática, al menos en tiempos medios. El razonamiento desarrollado hasta aquí nos lleva a dirigir brevemente la atención sobre las dimensiones constitutivas de la calidad democrática y sus condiciones esenciales.

El rule of law no es sólo la vigencia de algún sistema legal. El principio de la superioridad de la ley (el legum servi sumus ciceroniano); alguna capacidad, aunque limitada, para hacer que las autoridades respeten las leyes; las características de no retroactividad, generalidad, estabilidad, claridad, son elementos mínimos para la existencia de cualquier orden civil, así como requisitos para la consolidación democrática, junto con otros aspectos básicos como el control civil sobre los militares y la independencia del poder judicial. Aunque presente en grados y formas diversas, el rule of law relevante para el análisis de la “buena” democracia debe caracterizarse, por el contrario, por: la aplicación erga omnes de un sistema legal, también supranacional, que garantice derechos e igualdad de los ciudadanos; la consecuente ausencia, también en el nivel local, de áreas dominadas por organizaciones criminales; la ausencia de corrupción en los aparatos políticos, administrativos y judiciales; la existencia de una burocracia civil, central y local, competente, eficiente y universal en la aplicación de las leyes, responsable en caso de error; la existencia de fuerzas de policía eficiente y respetuosas de los derechos y las libertadas existentes y efectivamente garantizadas; el acceso igual y sin complicaciones de los ciudadanos a la justicia en caso de contencioso entre privados o entre éstos e instituciones públicas; una duración razonable del proceso penal y del contencioso civil o administrativo; la completa independencia del juez o del jurado de cualquier influencia del poder político. Para cada uno de estos puntos, relativos a la aplicación eficiente del sistema legal y la resolución equitativa del contencioso en el interior del sistema legal, existen diversos indicadores y datos relativos que pueden ser relevantes y analizados caso por caso, utilizando técnicas tanto cualitativas como cuantitativas. En su complejidad es posible, así, reconstruir para cada caso las características principales y el grado de rule of law existente en un cierto país.

Un acercamiento a los problemas concretos de actuación debe considerar algunos aspectos contrastantes en los que se están concentrando numerosas investigaciones. Ante todo, una aplicación rigurosa de las leyes o, en ciertos casos, la relación con una burocracia sólo aparentemente eficiente, puede tener consecuencias negativas para la mayoría de los miembros más débiles y vulnerables socialmente (O’Donnell, 1999: 312-313). Más todavía, la continua y muy difundida tentación de los políticos de usar la ley contra los adversarios cuando, por ejemplo, la oposición es condenada a permanecer como tal por mucho tiempo y no tiene oportunidad de una victoria electoral, o cuando el gobierno ve en la intervención de un juez un modo para fortalecerse contra la oposición; en caso de colisión entre los políticos, la tentación por parte de los propios jueces a recurrir al juicio, con el apoyo de los media, contra ciertas decisiones políticas no consideradas aceptables. En una palabra: usar la aplicación de la ley como una verdadera y propia “arma política” (Maravall, 2002). Existe también una tendencia creciente entre ciudadanos o grupos económicos a recurrir a la ley para hacer valer sus intereses, llevando a una judicialización de las democracias contemporáneas. Finalmente, en contraste sólo aparente con los puntos anteriores, se pueden recordar posicionamientos culturales difusos a nivel de masas en diversos países, desde Europa del Sur a América Latina o también a Europa del Este —incluso demasiado presentes en el sector empresarial de aquellas áreas— que ven las leyes como un obstáculo severo para realizar sus propios intereses, por lo que deben ser evitados de cualquier forma.

En resumen, el análisis empírico del rule of law democrático en un determinado país debe proceder cuidadosamente, debido a la existencia de tendencias contrastantes, pero permanece como un aspecto esencial de la calidad democrática. ¿Cuáles son, entonces, las condiciones fundamentales que permiten al rule of law estar presente en alguna medida no mínima y esencial? Investigaciones sobre varias dimensiones de este tema sugieren que la difusión de valores liberales y democráticos entre los individuos, y especialmente entre la elite, junto con la existencia de tradiciones burocráticas y los medios legislativos y sobre todo económicos para consentir su pleno desenvolvimiento, son las condiciones necesarias para el gobierno de la ley democrático. Empero, estas condiciones existen en muy pocos países y son muy difíciles de crear. Asimismo, es difícil cultivar y desarrollar esta dimensión de la calidad democrática. La estrategia más concreta y razonable sería proceder en corto, con pasos medidos que sigan las líneas y objetivos que emergieron arriba.

Pasando a la segunda y a la tercera dimensión, la accountability o responsabilidad electoral y la accountability institucional son la obligación de los líderes políticos electos de responder por sus decisiones políticas cuando les es requerido por los ciudadanos electores u otros cuerpos constitucionales. Schedler (1999: 17) sugiere que la responsabilidad tiene tres características principales: la información, la justificación y el castigo/recompensa. El primer elemento, la información sobre el acto político o serie de actos de un político u órgano político (el gobierno, el parlamento, etcétera), es indispensable para evaluar la eventual responsabilidad; el segundo elemento se refiere a las razones suministradas por los gobernantes por sus acciones y decisiones; el tercero es la consecuencia diseñada por el elector o cualquier otra persona o cuerpo que realice una evaluación de la información, las justificaciones y otros aspectos e intereses detrás del acto político. Estos tres elementos requieren de la existencia de una dimensión pública caracterizada por el pluralismo, la independencia y la participación real de una gama de actores individuales y colectivos.

La accountability puede ser electoral e institucional. La accountability electoral es la que puede hacer valer el elector en relación con el electo; el gobernado en relación con el gobernante sobre las acciones realizadas por este último. Esta accountability se caracteriza por ser periódica y dependiente de las diversas fechas electorales nacionales, locales y, eventualmente, supranacionales: el elector juzga y ejerce un poder de recompensa cuando vuelve a votar por el mismo candidato o la misma lista, o bien de castigo, cuando vota por un candidato distinto, se abstiene de votar o anula su boleta electoral. Asimismo, la accountability electoral configura una relación entre individuos políticamente desiguales, como son, justamente, el gobernado y el gobernante. Esta puede volverse más o menos continua, dependiendo de la frecuencia de las elecciones o en presencia de referendos sobre temas que conciernen al gobierno central. Para que exista accountability electoral debe haber un nivel de competencia política y de distribución de las fuerzas que consienta la alternancia en los diversos niveles gubernamentales. En ausencia de alternancia y, por lo tanto, de un sólido bipolarismo entre dos partidos, la accountability electoral sólo se puede dar a nivel de alternancia entre candidatos y es, por lo mismo, muy débil, cuando existe. La accountability institucional es la responsabilidad que los gobernantes tienen de responder a otras instituciones o actores colectivos que tienen la habilidad y el poder de controlar la conducta de los gobernantes. Se caracteriza por su continuidad, por ser formal y sustancialmente establecida y por el hecho de configurar una relación entre iguales. En concreto, se refiere a la actividad de control del gobierno que desarrolla la oposición en el parlamento; a las diversas valoraciones y decisiones emitidas por la Corte, si se encuentra activa, y por las cortes constitucionales, las agencias auditoras, los bancos centrales y otros cuerpos presentes en las democracias, y, finalmente, a la actividad desarrollada también fuera del parlamento por los partidos, los medios y las otras muchas asociaciones intermediarias, tales como sindicatos, asociaciones empresariales y similares (véase O’Donnell, 1999). Para que haya accountability institucional es necesario, sobre todo, un sistema legal que, como se mencionó anteriormente, provea los órganos de evaluación y control independientes, amén de estructuras intermediarias fuertes y bien establecidas, por ejemplo, los partidos; una oposición política responsable y vigilante; medios de comunicación independientes que estén conscientes de su función civil, y redes bien desarrolladas de organizaciones y asociaciones activas e informadas que compartan valores democráticos.

Dada la bien conocida opacidad y complejidad de los procesos políticos, tanto en el momento de la información, como en el de la justificación y la evaluación, los políticos tienen una amplia oportunidad para manipular sus contextos al grado de absolverse de cualquier responsabilidad concreta. La subversión de la responsabilidad puede convertirse en una práctica frecuente de nuestras democracias. En esta línea, la responsabilidad se convierte frecuentemente en una frase recurrente más conectada a la imagen de un político que a cualquier decisión que pueda haber tomado o a resultados que pudiera haber alcanzado. Los resultados negativos son fácilmente justificados haciendo referencia a situaciones imprevistas o tomando ventaja de una prensa favorable para influir en la opinión pública. Al mismo tiempo, no debemos olvidar que, de los buenos resultados obtenidos gracias a un liderazgo cuidadoso (incluso si en ocasiones es a costa del sacrificio de los gobernados), se pueden obtener consecuencias negativas o punitivas para el líder titular en la próxima temporada electoral, cuando las incertidumbres del momento o un mejor manejo de la imagen por parte de la elite política contrincante, se convierten en aspectos dominantes de la campaña electoral.

La misma acción, con frecuencia ideológica e instrumental, de los partidos u otros componentes de la oposición política, o incluso de actores mediáticos que están en posición de dirigir procesos públicos, en ocasiones en terrenos inconsistentes, reconfirma la dificultad de hacer valer la responsabilidad. La carencia de diferencias claras entre líderes titulares y líderes partidistas —el jefe de gobierno con frecuencia también controla los partidos— significa que los partidos, sean de oposición o de mayoría, están impedidos para desarrollar su papel de perros guardianes de sus electores. En el nivel parlamentario, la disciplina partidista es considerada más importante que la responsabilidad hacia los electores y, en la práctica, la mayoría parlamentaria apoya al gobierno sin controlarlo. Además, debe existir también una clara distinción entre el líder responsable, ya sea del gobierno o de la oposición, y los abogados intermediarios de los actores partidistas, que abarcan desde los militantes hasta los simpatizantes. Esto debe desencadenar posteriormente un proceso progresivo que oriente cómo los partidos deben controlar el gobierno u organizar su oposición. Como ya lo argumentó Maravall (1997), las formas mediante las cuales los líderes gubernamentales pueden evitar la responsabilidad son numerosas. Al mismo tiempo, si la responsabilidad institucional es nula o extremadamente débil, la responsabilidad electoral queda como el único instrumento para garantizar esta dimensión de la calidad de la democracia. Sin embargo, las oportunidades para poner en práctica la responsabilidad electoral son sólo periódicas y, en algunos casos, los ciudadanos deben esperar varios años antes de que la próxima elección tenga lugar. El resultado es que obtenemos un tipo de “democracia delegativa” (véase O’Donnell, 1994) —una democracia de pobre calidad en la que los ciudadanos emiten su voto y posteriormente son ignorados hasta la próxima elección—. Los ciudadanos son abandonados sin oportunidad alguna para controlar la corrupción y el mal gobierno, y no hay otras instituciones realmente capaces de garantizar la responsabilidad institucional.

Las condiciones centrales para asegurar la accountability son, pues, bastante obvias y quedan más o menos claras por la discusión anterior. Sin embargo, algunas deben mencionarse explícitamente. Primero, además de las genuinas alternativas electorales y el bipolarismo entre los partidos políticos, para que cualquiera de las formas de responsabilidad tenga algún grado de efectividad, debe también estar presente la otra, para reforzarse mutuamente. Segundo, son necesarias las cortes de justicia y otras instituciones públicas independientes del ejecutivo y el legislativo, capaces de ejercer concretamente las revisiones previstas por la ley. Tercero, es también esencial que los ciudadanos interesados, educados e informados, que hayan internalizado los valores fundamentales de la democracia, permanezcan involucrados en el proceso político. La cuarta condición es la presencia de fuentes de información independientes. Finalmente, la responsabilidad electoral y la institucional son viables cuando una gama de actores intermediarios de distintas dimensiones, tales como los partidos y las asociaciones, están bien establecidos en el plano organizacional y presentes en la sociedad civil.

Cuando se analiza la calidad democrática es frecuente referirse a la responsiveness o reciprocidad, es decir, a la capacidad de respuesta de los gobernantes a las demandas de los gobernados que son satisfechas. Tal dimensión está ligada a la precedente en el plano analítico. En efecto, el juicio de responsabilidad por parte de los gobernados conlleva también alguna conciencia de sus demandas y una evaluación de la respuesta de los gobernantes en términos de conformidad o no a tales demandas. Por lo tanto, la responsiveness se considera en conexión con la accountability. En su conjunto, Eulau y Karps (1977) ya habían evidenciado cómo la responsiveness es un modo de conjugar la representación —se puede añadir— “en acción”, analizándola en sus cuatro principales componentes en relación con las políticas en el centro de la atención pública, los servicios de seguridad a los individuos y grupos que se representan, la distribución de beneficios materiales a los propios representados mediante la administración pública o de otro modo, la creación de bienes simbólicos que refuerzan o reproducen un sentido de confianza y apoyo de los gobernados hacia los gobernantes. Sin embargo, ella presenta problemas muy complicados para el control empírico. Por una parte, se puede pensar que los ciudadanos, incluso los más cultos, informados y participativos, no siempre conocen sus deseos y necesidades, quizá en situaciones en las que nociones muy especializadas son indispensables para alcanzar a evaluar efectivamente aquellos deseos y necesidades. Por lo tanto, hay que recurrir a soluciones simplificadas. La medida de la satisfacción de los ciudadanos es con facilidad controlable empíricamente, mediante los sondeos que se han realizado durante años en muchos países, sobre todo los europeos occidentales, así como en países latinoamericanos y de Europa del Este, y ocasionalmente en otros. Una segunda medida de responsiveness se puede controlar indirectamente, considerando la distancia entre las personas y los gobiernos en determinadas políticas, y no sólo sobre la línea derecha/izquierda, como lo han hecho algunos estudiosos.

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