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CUADERNOS
DE HORIZONTE
SERIE ¿QUÉ HAGO
YO AQUÍ?

Imagen
de la India

JULIÁN MARÍAS

DANIEL MARÍAS

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Título de esta edición:
Imagen de la India

Primera edición en
Revista de Occidente, 1961

Primera edición en
LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:
abril de 2018

© de esta edición:

LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:

www.lalineadelhorizonte.com
info@lalineadelhorizonte.com

© del texto: herederos de Julián Marías
a través de Casanovas & Lynch Literary Agency, S.L.
© del prólogo: Daniel Marías

© de la fotografía de cubierta: Rajeev Rajagopalan

© de la maquetación y el diseño gráfico:
Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-15958-93-2 | IBIC: WTL, 1FKA

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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de la India

LA INDIA DE JULIÁN MARÍAS

LA PUERTA ABIERTA

LOS OJOS

PAISAJE CON FIGURAS

EL VICEPRESIDENTE Y LOS CUERVOS

CIUDADES

CARA Y CRUZ DE DELHI

MYSORE O LA ESPERANZA

MEDITACIÓN DEL TIEMPO

LA INDIA COMO CIRCUNSTANCIA

El visitante de «La plaza de Berkeley»

Aceptación de la realidad

Felicidad y descontento

SOBRE EL AUTOR

JULIÁN MARÍAS (Valladolid, 1914 - Madrid, 2005)

Ensayista y filósofo, miembro de la llamada Escuela de Madrid nacida alrededor de la figura de José Ortega y Gasset. Pese a su oposición al régimen franquista, logró llevar a cabo una intensa actividad intelectual en España y el extranjero. Doctor en Filosofía, fundó con su maestro Ortega el Instituto de Humanidades en 1948, ejerció la docencia en universidades norteamericanas y colaboró en instituciones como la Real Academia Española, la Real Academia de Bellas Artes o la Fundación de Estudios Sociológicos.

Fue Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 1996. Autor de más de setenta obras sobre temas filosóficos y culturales, conferenciante de éxito, colaborador asiduo de varias publicaciones, dedicó también varios escritos a sus impresiones viajeras. Revista de Occidente reunió por primera vez estos artículos publicados en la prensa española e iberoamericana tras su viaje a India a finales de los cincuenta que han permanecido fuera de la circulación durante décadas.

SOBRE EL LIBRO

Contaba el filósofo Julián Marías que a sus diez años ya fantaseaba con el universo variopinto de la India. Cumplió con ese viejo sueño a los cuarenta y cinco, cuando en el verano de 1959 recorrió Mumbai, Bangalore, Mysore, Chennai, Calcuta, Delhi y Agra con ocasión de un congreso de Filosofía. India llevaba en ese momento poco más de una década de independencia, pero era ya el joven y anciano país sobre el que muy pronto planearía una enorme masa de viajeros occidentales en busca de algunas de las preguntas y respuestas que ya anticipaba Marías.

De su maestro Ortega y Gasset extrae la pasión por el mirar haciendo nuevo lo consabido, que es la esencia de las imágenes que configuran una idea de India: de su prodigioso cine, a sus ubicuas vacas; de sus muchedumbres urbanas al gentío de sus carreteras; la religión, la muerte y la vida y siempre la alteridad como circunstancia y confluencia de nuevos saberes. Entre los escasos testimonios españoles de la experiencia india, el de Marías, que recuperamos tras décadas de olvido, es de obligada lectura.

La India me había dejado una huella perdurable. La recorrí con los ojos abiertos, absorbiendo su realidad por todos los poros, intentando comprender, con avidez de penetrar lo más posible en aquel mundo radicalmente distinto al mío.

JULIÁN MARÍAS

TRAJE LA RETINA LLENA DE IMÁGENES,
DOLOROSAS UNAS, DESLUMBRANTES
OTRAS; Y UN VIVO INTERÉS POR ESE
PAÍS, QUE NO HE PERDIDO. DE TODO
ELLO BROTÓ UN PEQUEÑO LIBRO,
IMAGEN DE LA INDIA, QUE CUENTO
ENTRE LOS MÁS MÍOS, QUE ME AYUDÓ
A “DECIRME”, A PONERME EN CLARO Y,
POR TANTO, A SER YO MISMO.

JULIÁN MARÍAS

LA INDIA COMO CIRCUNSTANCIA

Felicidad y descontento

El indio, aun el que no tiene casa, produce una azorante y consoladora impresión de estar «en casa», chez-soi. Quizá esto sea la razón de que la palabra que más me viene al pensamiento en la India es «civilización». —¿Por qué no «cultura», que tanto prestigio ha tenido en este siglo? ¿Por qué en este contexto me repugna un poco, me sabe a cosa de libros, casi pedante?— La naturaleza de la India está tan llena de gente, tan poblada, tan humanizada; el indio está tan vinculado a ella, tan en casa, que todo es convivencia, vida «civil» —no urbana, casi siempre rural—, civilización, en suma.

He visto Calcuta medio inundada por las tremendas lluvias del monzón; el automóvil en que iba apenas podía avanzar, y no sin riesgo; las anchas calles, las carreteras tenían hasta oleaje —al día siguiente una mujer se ahogó en la calle, sin más—; los indios de los barrios más míseros, entre camiones que se abrían paso por el agua, carros tirados por cebúes que se esforzaban duramente, saltaban con el agua a media pierna, en un mundo que se diría hostil y adverso. ¿Lo sentían así? Pienso que no: la sonrisa florecía en los rostros; nos orientaban sobre el camino menos inundado, menos improbable, con naturalidad apacible; aceptaban con idéntico gesto la hospitalidad de nuestro coche. No se sentían «enajenados», perdidos en un mundo «inaceptable», un mundo que «no era mundo». Aquello era Calcuta, aquello era el tiempo del monzón, en que el suelo se convierte en agua: la realidad tal como es.

La consecuencia es que, tomadas las cosas en conjunto, la India me parece un país feliz. ¿Feliz? ¿Con la miseria, la privación de lo más necesario, el hambre frecuente, la infraalimentación de casi todos, los niños que mueren desnutridos o enfermos, los leprosos que de vez en cuando se ven? Posiblemente, la India es un país infortunado, pero feliz: unlucky, but happy —he dicho allí a algunos amigos—. La felicidad o infelicidad no se refiere propiamente a la «situación», sino a la «condición» del hombre; solo nos hace infelices lo que no aceptamos, lo que últimamente rechazamos, lo que no podemos hacer «nuestro», aquellas porciones de nuestra circunstancia que no podemos «reabsorber», frente a las cuales falla la humanización que intenta nuestro imaginario proyecto; las que nunca llegan a ser «mundo».

Se preguntará si es posible, si es imaginable siquiera, que el hombre acepte el nivel de vida de amplias zonas de la India. No me atrevería a contestar sí o no sin anteponer algunas consideraciones. «Nivel» de vida quiere decir el nivel «desde donde se vive». Es algo fijado, en última instancia, por un acto de libre decisión del hombre —no individual de cada uno de ellos, por supuesto, pero conviene que su carácter colectivo «resultante» no oscurezca su origen—. Un nivel es solo «infrahumano» respecto a una pretensión determinada. En el neolítico, el nivel de vida fue altísimo, una fabulosa humanización, casi «sobrehumana»... del paleolítico. La vida colectiva de la India es en gran medida, quién lo duda, «primitiva», acaso elemental, pero me parece instalada en un sólido, henchido nivel de humanidad.

Pero hay cosas —dirá un occidental, diré yo mismo, que incurablemente lo soy— que no se pueden, que no se «deben» aceptar. En efecto, y este es el fermento activo de la India: la conciencia, sobre todo de las minorías rectoras, de que hay que elevar un grado el nivel de vida, de que hay que ejecutar una nueva instalación de la sociedad india a una altura que se pueda mirar sin inquietud, sin dolor, sin remordimiento. Esta es, si no me equivoco, la empresa primera de la nueva India, de la India independiente, penetrada de la certidumbre de que «ha llegado su hora», de que farà da sè.

Por lo demás, ¿es que nuestra orgullosa petulancia cree que todo en la vida es «aceptable», o que, si lo es, el hombre sabe aceptarlo? Supuesto que todo marchase bien en nuestras sociedades de Occidente, que no hubiese hambre, ni desorden, ni opresión, ni injusticia —y qué lejos estamos de ello—, queda la muerte. Sea como quiera la comedia, venía a decir Pascal, el último acto es sangriento. ¿Ha aprendido el Occidente, ha aprendido el hombre a aceptar la muerte, a humanizarla, a «reabsorberla»? Cuando tenemos la impresión —siempre insegura—, de que alguien lo ha logrado, nos parece el héroe, alguien que es más que hombre, superhombre o más: santo.

Si se piensa: ¿qué país es más distinto de la India, más opuesto a ella?, la respuesta inmediata sería: los Estados Unidos. El país de más alto nivel de vida, lleno de cosas, de bienes de este mundo, de técnica perfecta, de masas con acceso real a todo ello, de mínima desigualdad social. Pero, por debajo de esto, si descendemos a los estratos básicos, me parecen los Estados Unidos más afines a la India que Europa y gran parte de Hispanoamérica. Yo también definiría la actitud radical de la vida norteamericana como «aceptación de la realidad». La diferencia con la India no estribaría tanto en el momento de la aceptación como en la idea de la realidad. El indio la toma «tal como es»; el americano, «tal como puede ser»; si para el primero es «así», para el segundo es «un repertorio de posibilidades». De ahí el carácter dinámico de esa aceptación.

El mayor mal que podría sobrevenir al pueblo indio, el gran peligro que se cierne sobre él es, a mi entender, este: que se sienta «privado» de ciertos bienes antes de que le sean realmente «accesibles». Que mire su pobreza no como «la condición de la vida» —así lo ha sido para el hombre casi siempre, así lo es hoy todavía para casi toda la humanidad—, sino como un agravio, una injusticia, algo inaceptable, que hace imposible la felicidad. Porque esa actitud, el descontento respecto a la condición, es el fermento de la desgracia.