ANTONIO SCHLATTER

TRABAJO DEL HOMBRE, TRABAJO DE DIOS

La dignidad del trabajo manual en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

© 2017 by ANTONIO SCHLATTER

© 2017 by EDICIONES RIALP, S. A.

Colombia, 63, 8.º A - 28016 Madrid

(www.rialp.com)

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Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4895-8

A mi madre, cuyas manos me hicieron conocer,

sentir y amar las manos de Dios.

«Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo»

(Conversaciones, n.114)

«Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobre eminente laborando con sus propias manos en Nazaret»

(Gaudium et spes, n.67)

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

CITAS

PRÓLOGO

UN ALGO SANTO, DIVINO, ESCONDIDO

EL ALMA QUE SALE DE LAS MANOS

LA SOBREABUNDANCIA DE LO MATERIAL

LAUDATO SÌ

LAS RAÍCES CARNALES DEL ESPÍRITU

REALISMO ESCATOLÓGICO

CONFECCIONAR LA EUCARISTÍA

«¿NO ES ACASO EL CARPINTERO…?»

EL NUEVO DESCUBRIMIENTO DEL MUNDO

DIOS ESTÁ EN LOS PUCHEROS

LLAMADOS PARA TRABAJAR

ENTUSIASMAR A UN MUNDO CANSADO

EL ÚLTIMO ROMÁNTICO

BIBLIOGRAFÍA

ANTONIO SCHLATTER

PRÓLOGO

DE TODOS LOS SILENCIOS QUE HA HABIDO en la Historia del mundo, el silencio de los treinta años de la vida oculta de Jesús ha sido y será el más impresionante y el más elocuente que jamás se pueda imaginar[1]. Ese silencio era el que san Josemaría Escrivá constantemente escuchaba, pegando su oído a los muros de la casa de Nazareth. Era ese el silencio que contemplaba durante sus ratos de oración, asomándose por el ventanuco, sin dejarse ver. Sí, lo escuchaba y lo miraba, porque el silencio de aquella estancia se puede escuchar y mirar… y tocar. Es silencio de taller de carpintero, salpicado de golpes de martillo, de sol que ilumina el polvo y el serrín suspendidos en el aire creando infinidad de brillos y formas; silencio de suelo con virutas y astillas, de miradas cómplices entre un padre y un hijo. Silencio transformado en materia, y materia preñada de trascendencia.

En ese silencio se forjó la Santísima Humanidad de Cristo, a golpe de trabajo y cariño, de trabajo y alegría, de trabajo e ilusión… de trabajo, siempre de trabajo. De un trabajo manual, que silenciosamente crea gran variedad de sonidos. El fundador del Opus Dei fue un aplicado aprendiz en ese taller, y en aquel hogar que se abría paso en la habitación contigua donde, tras la estera de esparto, se oye la voz melodiosa de una mujer joven que canta mientras cocina, con olor a pan recién hecho y calor de horno de leña, con ruidos de un niño que entra y sale y ríe con sus amigos del pueblo.

Absorto ante el misterio y la maravillosa sencillez de aquellas escenas de familia, san Josemaría miraba con detenimiento las manos fuertes de José trabajando, las manos delicadas de María limpiando la casa, y las manitas de Jesús ayudando a José a llevarle un tablón y a María a subir el agua del río. Manos de criaturas felices y orgullosas de servir a Dios. Manos de Dios, orgulloso y feliz de servir a sus criaturas. En estas páginas queremos fijarnos en esas manos trabajadoras a las que él miraba y que son —al menos así queremos pensarlo— el trasfondo último de todas sus enseñanzas sobre el valor y dignidad del trabajo manual y de todo trabajo[2]. Tal vez sean aún muchos los que sigan buscando a Dios de un modo intelectual y no se hayan parado a pensar suficientemente en el hecho de que lo que más hizo Dios en la Tierra fue trabajar. Así también nos estaba redimiendo. Y ahí también, en el trabajo, le podemos encontrar.

Jesús era tekton (que significa “artesano, carpintero… trabajador manual”). Y era perfectus homo (perfecto hombre). San Josemaría mostró siempre un amor apasionado por el trabajo, y en concreto por el trabajo que se hacía con las manos. Se entusiasmaba cuando pensaba en Jesús artesano, un trabajador manual más como otros millones de profesionales que cada día ejercen ese tipo de trabajos. En realidad —deberíamos decir— como todas las personas que ha habido y habrá en el mundo, pues emplear nuestras manos no es sino una manifestación específica de nuestro ser personal. No es cierto por tanto —aunque a veces se piense así— que dedicarse a un oficio manual supone degradarse o no desarrollarse plenamente como ser humano. Muy al contrario, nos hace imitadores de Cristo.

Entre todos los textos que el fundador del Opus Dei nos dejó sobre el tema del trabajo, se acaban de cumplir ahora cincuenta años de una famosa homilía que pronunció en la Universidad de Navarra bajo el título Amar al mundo apasionadamente[3], y que ha sido calificada como «la exposición tal vez más poderosa de su espíritu»[4]. Teniendo como telón de fondo sus palabras, queremos con su ayuda adentrarnos en el taller de Nazareth y en el trabajo de la Sagrada Familia. Aquel taller, más que un espacio físico formado por piedras y adobe, es un lugar teológico privilegiado desde donde poder enseñar un mensaje: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: … la necesidad de no dejaros atemorizar ante una cultura materialista, que amenaza con disolver la identidad más genuina de los discípulos de Cristo»[5]. Para lograr este objetivo —repetimos— hemos de mirar a Cristo que trabaja con sus propias manos en el taller de José, en el hogar que formaban Jesús, santa María y el propio san José. Con su Encarnación, Cristo ha convertido todo el obrar humano en obrar divino[6].

No se trata de mostrar la superioridad de los trabajos manuales respecto a los demás; la misma clasificación de trabajos en superiores e inferiores ya entraña un profundo desconocimiento del sentido del trabajo[7]. El mensaje sobre la santificación del trabajo es, ante todo, un mensaje universal, aplicable por ello mismo a todo tipo de trabajo honrado, sea manual sea intelectual[8]. Pero sí vale la pena insistir en el valor ejemplar y la dignidad —el orgullo bueno— de quienes trabajan con sus manos. ¿Qué les decía san Josemaría a ese público que llenaba la explanada de la Universidad de Navarra, a ese pueblo de Dios en el que la señora de la limpieza estaba sentada junto al laureado doctor de Filosofía y Letras, el mantenedor del edificio junto a la investigadora, el prestigioso médico junto a la recepcionista…?: «Debéis comprender ahora con una nueva claridad que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo»[9]. Pues bien, en medio ya del contexto sociológico actual, esa enseñanza sobre el trabajo manual resulta ahora más entusiasmante y necesaria que nunca y debe seguir siendo expuesta con claridad en todos los ambientes; también en los intelectuales.

San Josemaría, en efecto, amaba apasionadamente el mundo, porque sentía a Dios presente en medio de las cosas más materiales y cotidianas de la vida. De ahí su entusiasmo (literalmente: se llenaba de Dios, se le notaba incluso en su rostro) cuando notaba que alguien había descubierto esa realidad de la presencia de Dios hasta en las cosas más materiales. Como aquel hijo suyo minero que vino a verle desde Asturias a Pamplona —precisamente por aquellos días de octubre—, con unos compañeros de la mina, y le regaló una piedra de carbón extraída por ellos mismos. Emocionado, le manifestó que para él era «no una piedra sino un diamante». Se refería así a algo que él mismo había predicado con frecuencia: «¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»[10]. O como esa hija suya (la Venerable Guadalupe Ortiz de Landázuri) que le regaló un ladrillo refractario, junto al ejemplar de la tesis doctoral sobre esos materiales que ella misma acababa de defender. Puso aquel ladrillo, sin valor aparente, bien visible en una vitrina de su habitación, junto a unos burritos decorativos; supo apreciar cómo aquella hija suya había descubierto ese “algo santo” que encierran las cosas más materiales. O también como otra hija suya (la sierva de Dios Dora del Hoyo), cuando mostraba con orgullo sus manos gastadas en las tareas del hogar, porque su mayor deseo era servir a las almas con esas manos como auténticas longa manus divinas. Non est abbreviata manus Domini[11], las manos de Dios no se han retirado, no han dejado de actuar. Al contrario, el amor de Dios se ha extendido, se ha encarnado, en las manos de su Hijo y en las de quienes le aman, para que las almas puedan tocar y conocer el valor sobrenatural de todo lo creado. La mano primera de Dios actúa a través de infinitas manos segundas.

Valgan estas líneas como prólogo más que suficiente para explicar el sentido y motivo del libro que tienes en tus manos. Espero que ayuden al lector a valorar desde ahora no tanto el libro, sino las manos que lo sostienen, tus manos, y las tareas que se pueden realizar con ellas. Y a partir de ahí, la necesidad de mirar las manos de Dios y su constante trabajo en medio del mundo. Pienso que de ese modo somos fieles a la mirada de san Josemaría, miramos donde él miraba: a Cristo trabajador manual. Y con la mirada de Jesús reconoceremos las manos de Dios «no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor»[12].

Sobre la estructura del libro, vamos a partir de una intuición de san Josemaría: para santificar el trabajo basta «una mirada de amor»[13]. Y ese va a ser el hilo conductor; un amor apasionado. Comenzaremos hablando del objeto y canal de ese amor: las manos, la materia y el mundo, que forman esa terna esencial en la que se juega la impresionante posibilidad de que lo divino y lo humano de verdad se toquen. No se unen en la línea del horizonte sino en el corazón, cuando vivimos santamente las acciones aparentemente más sencillas.

A partir de ahí abordaremos el objetivo/origen del libro: los tres cauces que Dios emplea para hablarnos de su amor apasionado por sus criaturas. Tres caminos andariegos para nosotros pues no nos sacan de nuestro sitio. Primero, ese camino que consiste en afirmar el sentido escatológico del trabajo manual y, con él, de toda tarea humana; luego, y en el centro de ese misterio de Amor, el Amor hecho materia en la Eucaristía; y en tercer lugar, el amor Encarnado en un Dios que se hace artesano.

Finalmente, en la tercera parte del libro, trataremos de los tres ámbitos en los que todo ser humano aprende a ejercitarse en esos oficios manuales y a descubrir en ellos el amor escondido de Dios y hacia Dios. El primero de ellos, el hogar, con todas las tareas domésticas que incluye y que nos hacen revivir el ambiente de la Sagrada Familia. Junto al hogar, la propia sociedad en la que se desarrolla el trabajo profesional del cristiano. Y acabaremos como lo hace la homilía: en el contexto universitario. No sólo por la cuestión circunstancial de que san Josemaría se dirigiera de hecho a la comunidad universitaria, sino porque se hacía —y se hace— especialmente necesario recordar que incluso en esos contextos en los que parece prevalecer el intelectualismo, también ahí los trabajos más materiales deben destacar como la base y el contexto natural del trabajo humano digno y santo.

Será pues el amor apasionado el trasfondo real de este libro sobre el trabajo de las manos. Como un enamorado que besa la flor, la foto, la carta… de la persona que ama, él besaba las manos de los sacerdotes recién ordenados, y besaba las manos de quienes se servían de ellas en su trabajo, porque sabía que eran también manos sacerdotales. En realidad estaba besando las manos de Cristo, que antes de ser llagadas sobre la Cruz del Calvario, fueron heridas y gastadas con el trabajo de la madera. Por ese amor que descubría en todos los trabajos, el fundador del Opus Dei se calificaba a sí mismo como “el último romántico”. Sabía que —como Cristo— si trabajamos es porque amamos.

[1] G.K. Chesterton, El hombre eterno, Ed. Cristiandad, Madrid 2006, p.241.

[2] Aunque quede tanto por decir y profundizar sobre esa homilía, me remito ahora a la edición crítica que fue publicada hace unos años (J.L. Illanes, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, ed. crítico-histórica, Instituto Histórico san Josemaría Escrivá de Balaguer, Ed. Rialp, Madrid 2012, pp. 473-509), y a la bibliografía ahí reseñada. En lo que concierne al trabajo manual, iremos haciendo referencia a algunos de los estudios y análisis que ya se han ido haciendo sobre el tema. A partir de ahora, cuando mencionemos el texto de la homilía emplearemos la referencia numérica del texto tal y como aparece en el libro Conversaciones con Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Cuando empleemos el texto crítico de ese libro haremos mención expresa de ello.

[3] Homilía pronunciada por san Josemaría el día 8.10.1967 en el Campus de la Universidad de Navarra, y recogida posteriormente en el libro Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Ed. Rialp, nn. 113-123). Con frecuencia se hace referencia a ella simplemente como “Homilía del Campus”.

[4] S. Hahn, Trabajo ordinario, gracia extraordinaria, Ed. Rialp, Madrid 2007, p.127.

[5] Homilía de Juan Pablo II en la canonización de san Josemaría (6 de octubre de 2002).

[6] Es Cristo que pasa, n.112.

[7] Es Cristo que pasa, n.47.

[8] Al hablar de trabajo profesional san Josemaría añade de hecho con mucha frecuencia: «intelectual o manual» (Conversaciones nn. 1, 19, 35, 62. Cfr. Es Cristo que pasa nn. 53, 174, etc.).

[9] Conversaciones, n. 114.

[10] Amigos de Dios, 221. «Cuando dejamos que Jesús habite en nosotros, en nuestra vida hay una virtud muy superior a la del legendario rey Midas» (Carta, 15 de octubre de 1948, n.20). Él mismo regalaría a Pablo VI una lámpara de minero con la inscripción “piedra” como expresión última del mensaje de santificación del trabajo que el Romano Pontífice tan bien conocía y alentaba (vid. J. A. Íñiguez, P. Álvarez, Carlos Martínez, pescadero, ed. Palabra, Madrid 2012, p. 125-8).

[11] Isaías, 49, 1.

[12] Es Cristo que pasa, n. 48.

[13] Carta 24.III.30, n. 13.

UN ALGO SANTO, DIVINO, ESCONDIDO

«Es en medio de las cosas más materiales de la tierra,

donde debemos santificarnos,

sirviendo a Dios y a todos los hombres»

(Conversaciones, n.113)

«¡Intelijencia, dame

el nombre exacto, y tuyo,

y suyo, y mío, de las cosas!»

(Juan Ramón Jiménez, Eternidades, 1918)

EL TRABAJO ES UNA DE LAS BENDICIONES con las que Dios adornó al ser humano desde su Creación. Sin embargo, hay quienes erróneamente sostienen que se trate más bien de uno de los castigos perdurables impuestos a Adán y Eva, y a su descendencia, por desobedecer a Dios; en especial esos trabajos que suponen un esfuerzo físico mayor. San Juan Pablo II, saliendo al paso de esa falsa doctrina, contaba su propia experiencia trabajando en una cantera (Solvay)[1]. Fue ese trabajo duro, con todos sus rigores y privaciones, el que llevó al joven Karol Wojtyla a comprender que todo trabajo es, en realidad, una participación en la creatividad de Dios. Lo expresa bien su poema La cantera[2]:

Escucha bien, escucha los golpes del martillo,

La sacudida, el ritmo. El ruido te permite

sentir dentro la fuerza, la intensidad del golpe.

Escucha bien, escucha, eléctrica corriente

de río penetrante que corta hasta las piedras,

Y entenderás conmigo que toda la grandeza

del trabajo bien hecho es grandeza del hombre…

Todo viene de lejos, todo sigue adelante.

En todo lo que pasa mira presente Aquel

que te llega en el rítmico golpear de martillos.

Los golpes, la fuerza, la intensidad, el cansancio… «el rítmico golpear de martillos», el trabajo hecho mirando a «Aquel que te llega»… constituían, según su visión madura, la trama y la urdimbre del trabajo como actividad específicamente humana. Los animales actúan —parece querer decirnos—, sólo las personas han recibido el don de ser trabajadores. Así se entiende que «toda la grandeza del trabajo bien hecho es grandeza del hombre». Ese es el verdadero trasfondo, enormemente positivo, del mandato divino. «Dios formó a Adán con el barro de la tierra, y creó para él y para su descendencia este mundo tan hermoso, ut operaretur et custodiret illum, con el fin de que lo trabajara y lo custodiase»[3]. El primer oficio manual que hubo en el mundo fue el de alfarero, el trabajo con el que Dios formó al hombre. Luego, ese mismo Dios, pondría en manos del hombre el mundo que en el principio había creado de la nada, ut operaretur (para que lo trabajara).

Con esa perspectiva tan positiva y sobrenatural del trabajo humano, con ese sentido tan gozoso e ilusionante de lo que significa cooperar con nuestras manos a hacer la obra de Dios, en este primer apartado del libro vamos a reflexionar sobre ese mismo mundo que Dios creó y puso en nuestras manos. Será como profundizar en la oración sacerdotal de Jesús en la Última Cena: «No te pido que los saques del mundo, sino que los protejas del Maligno»[4], y que luego reaparece tan hermosamente expresada en la Carta a Diogneto, describiendo así el modo de actuar de los primeros cristianos: «los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo». El amor y la necesidad del mundo es parte esencial del mensaje y de la vida cristiana. Pero no ya sólo del mundo entendido de un modo genérico —que también—; sino del mundo material, físico, en el que se desarrollan nuestros días[5].

Pues bien, a pesar de la claridad con la que esta doctrina aparece tanto en la Sagrada Escritura como en los albores del Cristianismo, lo cierto y verdad es que en nuestros días afirmar que un cristiano debe amar al mundo resulta casi escandaloso para ciertos espíritus pusilánimes. Cuánto más si lo que se llega a decir es que ese amor al mundo ha de ser un amor apasionado. En los oídos de personas recelosas, una afirmación así era entonces como ahora difícil de aceptar. Y sin embargo, sobre ella giran las palabras de san Josemaría en su homilía: «Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno (Cfr. Gen 1, 7 y ss.)»[6].

En unos tiempos como los nuestros en los que el materialismo parece haber ganado la partida de un modo definitivo a cualquier visión trascendente y espiritual del mundo y de la realidad; en esta época en la que Dios se ha visto expulsado del Paraíso que Él mismo creó, a manos del viejo Adán —como si de una arcana revancha se tratara—… justo en estos tiempos es donde resulta más necesario «devolver a toda la realidad material su noble y original sentido»[7].

Para lograr ese objetivo final resulta imprescindible esa mirada de amor auténtico sobre el mundo y sobre el ser humano, que es precisamente la mirada que la Sagrada Escritura nos sugiere emplear desde su génesis: «En el principio Dios creó… y vió que era bueno» (el mundo); «y vio que era muy bueno» (el ser humano). Con ese brillo en los ojos de un Creador enamorado de sus criaturas, con ese amable mirar que Dios ha puesto en las retinas de todos los corazones humanos, podemos acercarnos a la realidad que nos rodea y conocerla en toda su profundidad, conocer su verdad, «el nombre exacto de las cosas».

Desde esa perspectiva, el sentido del trabajo manual cobra toda su profundidad pues, aunque sea cierto que todo trabajo sin excepción deba tener como fin último cooperar en la labor creadora y corredentora de Dios, el trabajo manual muestra mejor que ningún otro a los hombres de todos los tiempos que Dios nos ha dado el mundo como una tarea inacabada que él mismo pone una y otra vez en nuestras manos con cada generación, y cuya evolución intergeneracional sigue con gran interés; con el interés propio de un Padre amoroso.

La llamada a ser contemplativos en medio del mundo no es una llamada más —como las ha habido durante tantos siglos de la Iglesia— a tratar a Dios en medio de las circunstancias ordinarias y del trabajo cotidiano. Busca romper claramente con esa tendencia habitual a ver el trato con el mundo, la vida corriente y material, como algo meramente compatible con la vida cristiana hasta alcanzar y arraigarse en el núcleo de la lógica de la Encarnación[8]. «Para el cristiano Dios no solamente está más allá del mundo: lo encuentra también en él»[9]. Dicho con otras palabras: no es suficiente hacer algo santo (rezar) mientras se hace algo profano (trabajar). Es necesario hacer santa la misma tarea aparentemente profana. De ese modo descubrimos el quid divinum, invisible a los ojos; lo más esencial que tienen las cosas: «Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[10]. El mundo no ha sido creado pues por Dios para luego desentenderse. Al crear, Dios deja una impronta suya. Y es por eso que «a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales»[11].

Todo lo que hemos dicho tiene tres implicaciones importantes, tres conceptos sobre los que van a girar los tres capítulos de este primer apartado: mundo, materia y manos. En primer lugar conlleva el deseo —verdadera ilusión— de perfeccionar el mundo material, de mejorarlo; supone además saber atenerse a la realidad material más inmediata, sin pretender idealizarla o sustraerse de ella como si fuera algo negativo; y finalmente, como corolario inmediato de lo anterior, lleva a comprender el gran valor y dignidad tanto de los trabajos realizados con nuestras manos como de las propias manos que los realizan. Siguiendo el orden que creemos más adecuado vamos a profundizar en primer lugar en el valor de nuestras manos, como instrumento esencialmente humano y humanizador; luego trataremos de la dignidad (sí, dignidad) de esa materia que nuestras manos trabajan; y terminaremos refiriéndonos y volviendo a ese mundo apasionadamente amable que configura y surge del trabajo manual.

[1] San Juan Pablo II, Don y misterio, BAC, Madrid 1996, pp.36-7.

[2] San Juan Pablo II, La cantera I, La materia.

[3] Amigos de Dios, n.57.

[4] Jn, 17,15.

[5] Sobre el concepto “Mundo” y el sentido —los sentidos— con el que usa ese término san Josemaría, puede leerse la voz “Mundo” en J.L. Illanes, Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Instituto Histórico san Josemaría Escrivá de Balaguer, Ed. Monte Carmelo, Madrid 2013, pp. 868-875, y la bibliografía ahí reseñada.

[6] Conversaciones, n.114. «Ha querido el Señor que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el “amor al mundo” que late en el cristianismo…» (Forja n.703); «El mundo nos espera. ¡Sí!, amamos apasionadamente este mundo porque Dios así nos lo ha enseñado: «sic Deus dilexit mundum...» —así Dios amó al mundo…» (Surco n.290).

[7] Conversaciones, n.114.

[8] M. Rhonheimer, Transformación del mundo (La actualidad del Opus Dei), ed. Rialp, Madrid 2006, pp. 53-90. Sobre el contexto teológico en el que se mueve la espiritualidad del trabajo que enseña san Josemaría puede leerse un muy buen resumen en E. Burkhart-J. López, op.cit. tomo III, pp. 134-151.

[9] M. Rhonheimer, op.cit. p. 72.

[10] Conversaciones, n.114.

[11] Ib.