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PRESENTACIÓN

¿QUÉ ES ANTES que nada Lewis? ¿Un profesor prestigioso que impartió sus enseñanzas en las aulas centenarias de la Universidad de Cambridge? ¿Un especialista serio de una materia científica que se conocía al dedillo la literatura medieval y renacentista? ¿Un polígrafo fecundo que convertía en maravilla lo que su pluma tocaba? ¿Un escritor infantil, con alma grande de niño, autor de obras geniales llenas de imaginación? ¿Un fabulador soberbio que no se echó para atrás ante la ficción científica? ¿Un biógrafo sincero que nos cuenta con franqueza —de veras, sin recovecos— su vida grande y sin par?

Fue, sin duda, todo eso. Pero además fue otras cosas: docente y educador, peregrino que regresa y cristiano fiel y bueno sorprendido por el gozo. Y por si esto fuera poco, fue un Quijote de la luz. Abominaba de la imprecisión y no quería las medias tintas. Lewis, el andante caballero que se lanzó a los caminos a desha­cer confusiones y a arrojar luz a lo oscuro, despejó zonas nubladas con su fina inteligencia. Uno de los episodios de su itinerario andante en pos de la claridad, ¿comparable por su hondura al combate del Quijote con los molinos de viento?, es esta obra admirable que el lector tiene en sus manos: El gran divorcio.

A lomos de Rocinante, el Hidalgo de la Mancha —«un soñador perseguidor de imposibles»[1]— se echó temprano al camino. «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos... cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel».

Lewis también madrugó para lanzarse a aclarar océanos de confusiones: cuando recibió la fe, cuando renació a la Vida.

¿Y qué es una confusión? La confusión, nos enseña el diccionario, es falta de claridad. Es una equivocación que emborrona los perfiles. Fina niebla intelectual que difumina los límites. Uno se halla confundido cuando lo trastoca todo. El confuso —incierto, indeciso, ofuscado— se halla perdido entre embrollos. Mezcla unas cosas con otras sin atinar a poner a cada una en su sitio. Turbado, sin claridad y en un mar de confusiones, el confuso está perplejo. Desorientado y dudoso, y sin saber qué decir.

No todas las confusiones desorientan por igual. La peor, la más alarmante —dañina como raposa, fiera astuta y carnicera que nunca ataca de frente—, es la mezcla embarullada de lo malo y de lo bueno. Complicar el bien y el mal, diluirlos entre sí hasta que no se distingan: he ahí la gran confusión. La unión entre el bien y el mal es la que Lewis divorcia. No hay separación mayor ni existe mayor divorcio. La historia viene de lejos. El irresoluto Macbeth, el personaje indeciso de Shakespeare, oye en su oído aturdido el susurro de las brujas: Fair is foul, foul is fair. Pero todo queda en eso, en tentación maliciosa. Con el correr de los años cambiará la situación. A fines de 1700, un ilustrado fogoso que quería llevar su luz al «pobre mundo en tinieblas», William Blake, ilustrado distinguido con cierta vena romántica, escribió El matrimonio del cielo y el infierno, obra en la que sin rodeos se cede a la tentación de confundir bien y mal.

Contra el programa ilustrado de confusión perniciosa dirige Lewis su ingenio. «Blake, dice Lewis, escribió El matrimonio del cielo y el infierno (...). La tentativa está basada en la creencia de que la realidad no nos depara nunca una alternativa totalmente inevitable; de que, con habilidad, paciencia y tiempo suficientes (sobre todo con tiempo), encontraremos la forma de abrazar los dos extremos de la alternativa; de que el simple progreso, o el arreglo, o la ingeniosidad convertirán de algún modo el mal en bien...». La secuela más funesta del iluminismo iluso es un sandio escepticismo. ¿Hay descalabro mayor, para quien solo confía en la luz de la razón, que empantanarse en tinieblas? ¿Contrariedad más dramática para quien blande orgulloso la navaja puntiaguda de la lógica y la crítica, el método y el análisis, que mezclar y confundir? Da igual todo, tanto da, las cosas nos dejan fríos. He ahí el desenlace del ilustrado perplejo.

Lewis se enfrenta resuelto a ese necio desvarío. El matrimonio del cielo y el infierno no es para toda la vida. Lewis quiere disolverlo. Y no por el prurito ingenuo de negar y renegar de doctrinas anteriores, sino para rehabilitar, como un artista indulgente que arde en deseos de «embellecerlo todo en una inmensa misericordia» (Gabriela Mistral), la inteligencia ofuscada. Restituido al saber su sano discernimiento —su capacidad de ver—, la voluntad malherida por la ciega obcecación de la razón en penumbra se lanza en busca del bien. Ya es voluntad responsable —un «ansia innata de Dios»[2]— a la busca de saciar «anhelos hondamente reprimidos».

La modernidad abona el suelo sobre el que crecen los mares de confusiones. Esa es la tesis de Lewis, y El gran divorcio es el juicio, incisivo y penetrante, perspicaz, mordaz y agudo, de esa época imprecisa. La modernidad postula la autosuficiencia fatua y el regodeo narcisista. ¡Ya está bien de que los humanos miren más allá de sí! Es momento de apreciar, como Narciso embobado contemplando su figura en las aguas de una fuente, nuestras propias cualidades y nuestras dotes soberbias. Se acabó el revolotear alrededor de las cosas para conocer a fondo su realidad insondable. ¡Que giren y rueden ellas en torno a mi cabeza![3] El yo pone condiciones para conocer el mundo. Impone sus estructuras a la experiencia posible. Consigue darse a sí mismo, sin pedir ayuda a nadie, la increíble ley moral. Domina la realidad y hace negocio con ella. Crea pseudopolis inmensas con ayuda de incentivos y protección policial. Tan solo cree en el progreso. Combate con ardor «tenaces supercherías populares». Solo él dirige el cotarro. No existe nada más que él. Para él no existe lo otro. Es un «gigante insensato» (Dante) o un volátil «homo-globo» (L. Marechal) o un orondo «gordo culto» (Lewis). Solo hay un inconveniente: que al final se queda solo. «El yo, dice muy agudo Adorno, no encuentra más que el yo».

Huérfano y abandonado, aislado como alma en pena, el yo quiere ser autónomo. La autonomía hace furor; es actual y moderna. El inventor y adalid de esa idea vitoreada es el ponderado Kant. Para Kant la voluntad es una causa espontánea que se pone en marcha sola. Empieza a obrar por sí misma, por su propia voluntad, sin mediar la inteligencia. La voluntad puede obrar por la representación de la ley. Y eso exige la razón. Con lo que la voluntad, si la miramos despacio, no es en resumidas cuentas sino la razón práctica. Como coincide con ella y está conforme y de acuerdo —las dos casan y convergen y concuerdan— «la voluntad es autosuficiente desde el punto de vista normativo»[4]. A una idoneidad así para crear los preceptos y las reglas y las normas se le llama autonomía. La voluntad soberana pone su propio deber —el imperativo categórico— y lo secunda impasible a costa de lo que sea. Eso es lo único que es bueno.

Pero Lewis nos advierte que esa autonomía arrogante es vanidad presumida. Son humos y altanería de estirados e indolentes. Un espejismo farsante que desorienta y confunde dándonos gato por liebre. Un modo muy lisonjero de encubrir el egoísmo. Una forma socorrida, recibida en sociedad con una salva de aplausos, de disfrazar el capricho. ¿Cómo dar rienda suelta a mis gustos, imponer sin miramientos lo que a alguien se le mete entre ceja y ceja? Declarándolo un mandato de la voluntad autónoma. Aparte de ser muy viejo, anciano y entrado en años, el tieso ideal autónomo —“liberación”, “progreso”, “emancipación” son términos agasajados tratados con miramiento— no cumple lo que promete. Lewis piensa que ese ideal autónomo esclaviza, que es celado emperramiento, que mengua la inteligencia y merma la voluntad. Termina, si a mano viene, confundiendo el bien y el mal. ¡Emborronar con tachones de la voluntad autónoma la clara regla moral! ¡Difuminar la frontera que separa el bien del mal! ¡Alardear de mayor de edad, de encontrar en uno mismo, solito y sin ningún apoyo, el patrón de la conducta! Todo eso son desatinos y desvaríos modernos que ensombrecen la razón y le ponen telarañas. La imprecisión de la mente deja a la voluntad incierta. ¿Por dónde abrirse camino? ¿Por qué sendero tirar? ¿Cuál es la ruta acertada? Para encontrar la respuesta es preciso distinguir la bondad de la maldad. Esa es la tarea de Lewis.

“Pueblo gris”. Esa es la bella metáfora para lo turbio y confuso. La existencia es cenicienta, la vida viste incolora y el mundo es indiferente cuando la mente confusa pintarrajea las cosas de un tono pardo e incierto que mezcla hasta el bien y el mal. El pueblo gris es un mar empedrado de ceniza. Bajo sus aguas sin luz no parece bullir vida. Solo una extensión opaca, sin azul esplendoroso ni resoles redorados, presume ante el ojo impávido. La vida en el pueblo gris, como navegar a tientas por los mares de calígine, es confusa y es incierta. Y además produce tedio. Por la existencia ignorante, eventual e indecisa, transcurren una tras otra las experiencias vacías y las vivencias monótonas. La vida en el pueblo gris es inexistencia vacua; muerte por adelantado. El que habita en lo incoloro vive distante del otro. El pueblo gris es centrífugo. Lo habita la egolatría. Entre las almas hermanas media una larga distancia. Falta amor entre los hombres. Los seres arrinconados que habitan el pueblo gris, después de haber perdido contacto con lo real, se atrincheran en sí mismos. Practican con entusiasmo el egoísmo individualista.

Hace falta ascender a la “Meseta Luminosa” para rehuir lo gris. En la planicie elevada bañada de claridad —ámbito fortificante de la pura teoría— el hombre empieza a «nutrirse de lo inteligible». Se adiestra en contemplar con desinterés la realidad de las cosas. Empieza a no reprimir las preguntas metafísicas y a dejarse embelesar por el misterio del mundo. Comprende que el bien es arduo pero lleno de atractivo. Y se lanza en pos de él, sin acedia ni pereza, venciendo cualquier obstáculo.

Al penetrar en las cosas y conocer sus secretos damos a la voluntad la facultad de elegir. Crecemos como personas y nos volvemos capaces de responder con amor al Amor inmenso y grande. El yo empieza a salir del yo, y a encontrarse con los otros, y a ascender pasito a paso a la Montaña esplendente, y a subir con entusiasmo a la Morada de Dios.

Nada de esto es posible sin ayuda de la gracia, representada por Lewis con la imagen sorprendente de un autobús volador. La gracia viene “de arriba”. Es un franco ofrecimiento, un regalo inmerecido que Dios nos hace a los hombres. Es cosa de cada uno aceptar la donación y subirse al autobús o mantenerse impasible y verlo pasar de largo. Pero si no rechazamos la dádiva generosa y huímos de la caverna —si dejamos de ser hombres que alejados de la luz son “semejantes a las sombras de sus sueños”—, viviremos una vida más plena y divinizada. Locke exhortaba encogido a no lanzarse al océano. «Quedémonos a la orilla del mar», decía corto y pusilánime. Lewis se opone al consejo. Él dice que hay que escapar, con ayuda de la gracia, del lóbrego pueblo gris y animarse a contemplar lo que la fúlgida luz de Dios revela a la inteligencia. Nos invita a que hagamos, con la ayuda de la fe y la gracia, el gran divorcio. Nos anima a rehabilitar la inteligencia para ver y discernir, a fortalecer la voluntad para elegir bien, «para convertirse y ser responsable de sí mismo y del mundo y dejarse ‘sorprender por el gozo’ y ser feliz con su encuentro».

JOSÉ LUIS DEL BARCO


1 R. GUARDINI, Tugenden, Grünewald/Schöning, Mainz, Paderborn 1992, p. 52.

2 I. de CASSAGNE, ‘El gran divorcio’, de C. S. Lewis, Gladius, 33, p. 76.

3 Cfr. I. KANT, Kritik der reinen Vernunft, en Kants Werke, Akademie Textausgabe, Band III, p. 12.

4 L. POLO, Ética, Unión editorial, Madrid 1996, p. 131.

A Barbara Wall,

la mejor y más resignada amanuense.

PREFACIO

BLAKE ESCRIBIÓ El matrimonio del cielo y el infierno. Si yo escribo sobre su divorcio, no es porque me considere un adversario a la altura de un genio tan grande, ni siquiera porque esté del todo seguro de saber lo que Blake quería decir. En un sentido u otro, el intento de celebrar ese matrimonio es permanente. La tentativa está basada en la creencia de que la realidad no nos depara nunca una alternativa totalmente inevitable; de que, con habilidad, paciencia y tiempo suficientes (sobre todo con tiempo), encontraremos la forma de abrazar los dos extremos de la alternativa; de que el simple progreso, o el arreglo, o la ingeniosidad convertirán de algún modo el mal en bien sin necesidad de consultarnos para rechazar definitiva y totalmente algo que nos gustaría conservar.

Considero que esta creencia es un error catastrófico. No podemos llevar con nosotros todo el equipaje a todos los viajes. En algunos quizá haya que incluir entre las cosas que debemos dejar atrás nuestra mano derecha o nuestro ojo derecho. No vivimos en un mundo en el que las carreteras sean radios de un círculo, o en el que los caminos, si continúan lo suficiente, se acerquen hasta encontrarse en el centro. Nuestra vida transcurre, más bien, en un mundo en el que los caminos se bifurcan en dos tras unos kilómetros, y esos dos, de nuevo, en otros dos. Y en cada una de las bifurcaciones hemos de tomar una decisión. La vida no es, ni siquiera en el nivel biológico, como un río, sino como un árbol. No marcha hacia la unidad, sino que se aleja de ella, y las criaturas se separan tanto más cuanto más crecen en perfección. El bien, al perfeccionarse, se diferencia cada vez más no solo del mal, sino también de otros bienes.

Yo no creo que todo el que elija caminos erróneos perezca. Pero su salvación consiste en volver al camino recto. Una suma equivocada se puede corregir; pero solo es posible hacerlo volviendo atrás hasta encontrar el error y calculando de nuevo a partir de ese punto. No basta, sencillamente, con seguir. El mal puede ser anulado, pero no puede “evolucionar” hasta convertirse en bien. El tiempo no lo enmienda. El hechizo se puede deshacer, poco a poco, “con murmullos retraídos de poder separador. De otro modo no es posible”. Es una alternativa insuperable. Si insistimos en quedarnos con el infierno (o, incluso, con la tierra), no veremos el cielo; si aceptamos el cielo, no podremos guardar ni un solo recuerdo, ni el más pequeño y entrañable, del infierno.

Y yo creo, sin duda, que el hombre que alcance el cielo descubrirá que no ha perdido lo que ha dejado (ni siquiera si se arrancó el ojo derecho), que en el cielo encontrará —mejor de lo que podría esperar—, aguardándole en las “Tierras Altas”, el núcleo de lo que realmente buscaba hasta en sus deseos más depravados. En este sentido es verdad que los que hayan completado el viaje, solo ellos, dirán que el bien es todo y que el cielo está en todas partes. Pero nosotros, en este extremo del camino, no debemos intentar anticipar esa visión retrospectiva. Si lo hacemos, nos exponemos a aceptar la proposición contraria —equivocada y desastrosa— y a suponer que todo es bueno y que en todas partes está el cielo.

¿Y qué hay de la tierra?, se preguntará alguien. Yo creo que cualquiera descubrirá que la tierra no se encuentra, al fin y al cabo, en una situación muy distinta. Considero que, si se elige la tierra en lugar del cielo, resultará que fue, desde el principio, una región del infierno. Pero si se pone en segundo lugar, tras el cielo, resultará que desde el principio fue una parte de este.

Solo quedan por decir dos cosas más sobre este libro. En primer lugar, debo expresar mi deuda con un escritor cuyo nombre he olvidado y al que leí hace algunos años en una revista americana muy coloreada que trataba de lo que los americanos llaman “ciencia ficción”. El desconocido escritor me sugirió la inquebrantable e irrompible cualidad de mi celestial tema, aunque él utilizaba la imaginación para un propósito diferente y más ingenioso. Su héroe viajaba al pasado, y en el pasado descubrió, muy adecuadamente, gotas de agua que podían atravesarlo como balas y sandwiches que ninguna fuerza podía morder, porque, como es lógico, las cosas pasadas no se pueden cambiar. Yo, con menos originalidad pero igual corrección (eso espero), he trasladado la situación a lo eterno. Pido al escritor de aquella historia, si alguna vez lee estas líneas, que acepte mi reconocimiento agradecido.

En segundo lugar, debo decir lo siguiente. Ruego al lector que no olvide que el libro es una fantasía. Tiene, por supuesto —o yo tengo el propósito de que la tenga—, una enseñanza. Pero las circunstancias transmortales son tan solo una hipótesis imaginativa. No son ni siquiera una conjetura o una especulación de lo que en realidad puede aguardarnos. Lo último que deseo es despertar verdadera curiosidad por los detalles del más allá.

C. S. LEWIS

abril, 1945.