MI MARATÓN CONTRA EL CÁNCER
42 kilómetros de lucha contra la enfermedad
Jesús Martín Tapias
MI MARATÓN
CONTRA EL CÁNCER
42 kilómetros de lucha
contra la enfermedad
Mi maratón contra el cáncer.
42 kilómetros de lucha contra la enfermedad
© 2017, Jesús Martín Tapias
© 2017, Arzalia Ediciones, S.L.
Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid
Diseño de cubierta: Diego Lara
Diseño interior y maquetación: Luis Brea Martínez
ISBN: 978-84-17241-16-2
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.
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«Saquemos cuanto podamos de lo que tenemos, ya que nada sabemos del futuro».
Virginia Woolf, Momentos de vida
«Pain is inevitable. Suffering is optional».
Recogido por Haruki Murakami
en De qué hablo cuando hablo de correr
A Miguela, porque juntos somos
mucho más que dos.
A Julia y Lucía, por ser como son.
A mi hermana Fuencis.
Agradecimientos
Al editor, Ricardo Artola, por haber puesto en marcha a su equipo para que este libro esté en la calle en un tiempo récord; por haber dado vida a algo que empezó simplemente como una terapia personal y que poco a poco se convirtió en un sueño que clamaba por hacerse real. A todos ellos por el entusiasmo mostrado ante el proyecto.
A Paco Medina, mi compañero de maratón y de tantas otras batallas. Él se empeñó, como siempre, en ir «un poco más allá». Ni esta publicación ni algunos de los mejores momentos profesionales de mi vida habrían sido posibles sin su empuje y su confianza en mí.
A la doctora Mercedes Rodríguez Garrote, mi oncóloga desde el principio. Ha conseguido su propósito de mantener un perfecto equilibrio entre los efectos del tratamiento y la necesidad de mantener la calidad de vida del paciente.
Al personal del Hospital Universitario Ramón y Cajal de Madrid, especialmente a quienes en el Hospital de Día consiguen con su ternura y buen hacer que las terapias sean más llevaderas.
A la familia, cómo no, empezando por los abuelos. Por su apoyo constante y permanente. Y especialmente a la tía Merche, por sus tartas de zanahoria.
A decenas y decenas de amigos. Esa red que nos une, protege y defiende. Con ellos he compartido esta lucha desde el principio y de ellos he recibido todo el cariño y la solidaridad posibles.
A mis compañeros de trabajo, siempre pendientes, siempre animando, siempre apoyando...
Por último, a quienes desinteresadamente me han prestado su experiencia y saber: psiquiatras, psicólogos, expertos en deporte y rehabilitación, dietistas-nutricionistas y deportistas que sufren o han sufrido la enfermedad. Sus testimonios constituyen el eje central del mensaje de este libro, una invitación a mantener el optimismo frente a la adversidad.
Prólogo de Abel Antón,
excampeón del mundo de maratón
Para mí es un gran orgullo que Jesús Martín se haya inspirado en mi libro El Método Abel Antón para preparar unas carreras que ahora le ayudan a combatir su enfermedad.
Siendo el cáncer una enfermedad dura, es admirable el optimismo, la valentía y la fuerza con los que Jesús afronta su día a día en esta carrera de larga distancia.
Como en el maratón, la vida tiene etapas en las que se pone a prueba la fortaleza física y mental de las personas. Jesús está en ese kilómetro 30, el llamado «muro», que a muchos hace abandonar la carrera. Es admirable cómo él, gracias a una actitud positiva y una voluntad inquebrantable por superarse, no solo no se rinde, sino que tiene aliento para acabarla en buenas condiciones y animar a los demás a que también lo hagan.
Pienso, como Jesús, que con alegría y optimismo cualquier reto es superable. Por difíciles que sean las circunstancias, una actitud positiva es fundamental para llegar a la meta. Con esta filosofía he conseguido grandes éxitos en mi trayectoria deportiva y, por qué no decirlo, también personal.
Espero que este libro llegue a muchas manos para que su ejemplo sirva de inspiración a todos aquellos que en algún momento no encuentran las ganas de seguir adelante.
La meta está en el kilómetro 42 y 195 metros, no antes, y no hay que rendirse por muy duro que sea el camino.
Eso ya lo sabes tú, Jesús, así que solo me queda decirte que tienes la meta al alcance de tus piernas.
Un abrazo muy fuerte.
Km 0
Sin la menor idea de lo que te va a ocurrir
Llegó el día. Has estado preparando el Maratón de Madrid durante meses. Entre salir a correr y acudir al gimnasio para reforzar musculatura, has entrenado prácticamente a diario. Si acaso con uno o dos días de descanso a la semana. Con sumo cuidado, sobre todo al final, para no dañar ninguna parte del cuerpo. Ojo a las lesiones de última hora, que pueden fastidiar en un minuto el esfuerzo de mucho tiempo.
La noche anterior hay que cenar algo de pasta y tratar de dormir bien. Los nervios también te pueden traicionar y reducir el rendimiento. No hay motivo; al fin y al cabo eres un aficionado que tiene previsto tardar entre cuatro y cinco horas para completar la carrera. Ese es el entrenamiento elegido del Método Abel Antón, el que has utilizado desde que saltaste de la carrera de 10 km al medio maratón hace ya unos cuantos años.
Además de corredor, has sido montañero, esquiador, tenista y ciclista, actividad esta que aún mantienes, especialmente en verano, cuando los golpes de calor desaconsejan los entrenamientos intensos. Y lo haces porque te gusta, y para competir, si acaso, contigo mismo. «Hace de todo, pero todo lo hace mal», decía de sí misma la cantante argentina Nacha Guevara en el espectáculo Nacha de noche. Pues algo así.
Eres, en definitiva, una persona deportivamente activa. No sé si es algo que viene de nacimiento o tiene que ver con la personalidad que te forjas a lo largo de la vida, pero es algo que está ahí. Dicen que por las endorfinas, que enganchan más que el tabaco, pero en positivo. Además, nunca has fumado. Tomas alcohol con moderación, aunque en España eso implica la posibilidad de pasarte de la raya en determinadas ocasiones. Nunca cuando se aproxima una carrera, por supuesto.
Te consideras una persona saludable. Con hipertensión moderada, cosas de la edad, que el running contribuye a contener, vigilante estricto de la próstata y con visitas al fisioterapeuta cuando la espalda sufre alguna contracción, que cada vez es más a menudo. Eso te obliga a reducir tiempo e intensidad, pero no a dejarlo. El deporte, piensas además, es lo que te ayuda a evitar que te crezca la barriga cervecera típica de los cincuentones.
Tienes energía para aguantar jornadas laborales de diez u once horas. Hubo una época de trabajo muy intenso en la que las salidas a correr a mediodía, con posterior bocata para no perder demasiado tiempo, te ayudaban a aguantar el tirón mejor que los días que no lo hacías. ¿Magia? No. Posiblemente endorfinas y mucha energía acumulada en las baterías internas del cuerpo.
Dicen las pruebas de esfuerzo, tan necesarias especialmente antes de enfrentarte al maratón, que mi corazón está estructuralmente sano, a pesar de esas molestas taquicardias que surgen de vez en cuando y que te obligan a ralentizar el paso o incluso a parar unos minutos para poder seguir después con la misma fuerza. Nada preocupante, según los cardiólogos que lo han visto.
La máquina funciona bastante bien, a pesar de los pequeños achaques que han ido apareciendo con los años, y eso te ha hecho pensar durante todo este tiempo que esos males que «les pasan a otros» es difícil que te alcancen a ti, que gozas de una especie de invulnerabilidad que te protege de las peores enfermedades.
¡Pues nada de eso! Todo este esfuerzo, realizado con gusto, por supuesto, no te diferencia en nada del resto de los humanos. Sí, de esos que dentro de un rato verás sentados en las terrazas de las avenidas por las que pasa la carrera, repletas de gente porque es la hora del aperitivo y estamos a finales de abril. Justo cuando tú ya llevas cerca de 40 kilómetros en el cuerpo. Y aunque no les envidias en nada, te preguntas qué pensarán al verte pasar sudoroso.
Ellos disfrutando y tú, presuntamente, sufriendo y creyéndote un tío fuerte y sano. Pues no es del todo así. Resulta que llevas prácticamente las mismas papeletas que ellos en la lotería de ese reparto porcentual que establece que una de cada cuatro personas padecerán un cáncer a lo largo de su vida. La genética es una causa importante, pero a determinada edad también hay factores en los que nada influye ser un buen deportista que contribuyen a que aparezca la enfermedad.
Vuelvo a la línea de salida. Me sitúo, junto a mi colega de fatigas, en la zona que nos corresponde en función de las horas que vamos a tardar.
Me faltan algunos años para saber que estoy entre los elegidos para sufrir uno de los males que más matan todavía en el siglo xxi. Dice el diccionario que el maratón es una competición de resistencia o actividad larga e intensa. En aquel momento solo pensaba en llegar a la meta. Lo mismo que ahora.
Km 1
¿Por qué a mí?
Para alguien que ha hecho deporte con regularidad durante toda su vida, que no ha fumado nunca, que lleva una vida razonablemente sana, con una alimentación equilibrada y una ingesta de alcohol diríase que moderada en relación con otras muchas personas, recibir de golpe la noticia de que tienes un tumor en el colon tiene un efecto devastador. Al ¿por qué yo?, que todo el mundo se pregunta cuando le ocurre algo así, se añade el agravante de ¿por qué yo si he llevado siempre una vida sana, entre otras razones, para prevenir accidentes como este y llegar a la vejez de la mejor manera posible?
Pues así es el cáncer. No hay respuesta que valga. Llega de golpe y lo único que se puede hacer es afrontarlo.
Este es, sin duda, el primer kilómetro de lo que sin duda va a ser una dura y larga maratón. Yo corrí dos seguidas en Madrid, en 2008 y 2009, y sé lo que es eso. Afrontas la carrera con muchísima ilusión, y ello te ayuda a aguantar las interminables horas de ejercicio durante muchos meses antes de la prueba. A los casi 50 años que tenía yo en aquellos momentos, lo importante no era hacer marca, por supuesto, sino aguantar hasta el final, llegar a la meta sin dejar el cuerpo tan maltrecho como para tener que admitir que no ha valido la pena. No fue así en ninguno de mis dos maratones. Y espero que esa experiencia me ayude ahora a recorrer este otro maratón.
En el primer kilómetro de la carrera hay que empezar a poner en práctica la estrategia elaborada de antemano. En mi caso, compartida con el amigo que me acompañaba, era no gastar demasiada fuerza en la primera mitad, es decir, mantener un ritmo medio inferior al del entrenamiento, y llegar con los arrestos suficientes para afrontar la segunda parte y, sobre todo, superar el famoso e imaginario «muro de los 30 kilómetros».
Pero ¿cómo elaborar una estrategia ante algo que no te ha pasado nunca, que no tienes ni idea de cómo afrontar y que, lo más importante, hace saltar todas las alarmas por su gravedad extrema?
Las primeras claves te las dan los propios médicos. Entiendo que forma parte de su labor darte la mala noticia y al mismo tiempo recordarte que todavía estás vivo, solo enfermo, y que por suerte la palabra innombrable no es hoy en día sinónimo de muerte segura. En esos primeros metros de mi maratón fue el doctor que me hizo la colonoscopia el que dijo aquello de «me habría gustado daros mejores noticias, pero debéis tener en cuenta que de esto se sale y que en unos pocos años se puede volver a tener una vida normal».
¿Años? Pues puede que sí. No sé todavía, por tanto, si serán suficientes los 42,195 kilómetros del Maratón o tendré que recurrir a algún Ultra, algo que nunca en mi vida se me habría ocurrido intentar.
¿En qué piensa uno mientras corre un Maratón? Primero, en disfrutar de la carrera si las condiciones climatológicas son buenas y dejarse llevar por la inercia de las piernas, una zancada tras otra, y otra más. Y no, por supuesto, en la distancia que te espera, sino en que te estás moviendo bien, sin derrochar demasiadas fuerzas. Os recuerdo que todavía estamos en el primer kilómetro de la carrera.
El resultado de la colonoscopia condujo a otra cita médica de urgencia, el cirujano. Todavía dentro de la pesadilla, el especialista trataba de tranquilizarme: «Habrá que operar y seguramente dar sesiones de quimioterapia después. Pero no te preocupes, la cirugía es sencilla en tu caso y no causará demasiados destrozos. La cicatrización es rápida. Además —dijo el doctor después de tantear suavemente mi abdomen—, el hecho de que estés delgadito facilita mucho las cosas, ya lo verás». Y lo más importante, concluyó: «Hoy día hay muchas posibilidades de superar esta enfermedad».
Por fin una buena noticia relacionada con mi cuerpo. Haber evitado tener una oronda barriga propia de mi edad (cincuenta y seis en aquel momento) a fuerza de practicar tenis, bicicleta, natación, excursiones montañeras y, sobre todo, haber mantenido de manera regular el hábito de correr durante los últimos 15 años entre dos y cuatro días a la semana a intervalos que iban desde los 40 minutos, con sus correspondientes series y progresiones, hasta la hora u hora y media al preparar carreras largas, tenía ahora una consecuencia positiva, un pequeño clavo al que agarrarme para intentar salir del atolladero.
Km 2
¿A quién contárselo primero?
Del primer kilómetro ni te enteras. Se agolpan tantos corredores en el paseo de la Castellana que tienes la impresión de ir en volandas. Si en la salida te has colocado en el tiempo que te corresponde, lo más probable es que no haya demasiados adelantamientos. Ir hacia un lado o el otro supone un esfuerzo inútil y este es el momento de ahorrar fuerzas. La temperatura es buena y el ánimo estupendo. Se escuchan las primeras bromas, aquello de «¿queda mucho para la meta?», que se queda en el aire como recordatorio de que sí, de que aún quedan muchos kilómetros para llegar a la meta. Esto va a ser largo.
«En algunos años se puede volver a hacer una vida normal», dijo el primer médico. Pero de momento lo que toca es informar a la gente que te rodea. ¿Cómo? Por suerte no tuve que decidirlo solo. Miguela estuvo, está y estará en todo momento a mi lado. Compañera, esposa, amante, colega, la mejor ayuda posible en este momento transcendente de mi vida.
Nos ponemos de acuerdo desde el principio. A los padres, tan mayores, poco a poco y con anestesia. Todavía falta mucha información para conocer bien el alcance de la enfermedad y la forma de afrontarla, así que habrá que ir poco a poco. La intención no es ocultar, sino amortiguar el golpe. Para ellos, la palabra C tiene unas connotaciones muy duras, casi sinónimo de muerte segura; es lo que vivieron durante tantos años. Habrá que explicarles lo mismo que intentamos decirnos a nosotros mismos desde que tuvimos la primera noticia: estamos en el mejor de los mundos posibles, en un país con un sistema sanitario puntero y gratuito, en el que las posibilidades de superar una enfermedad de este tipo han aumentado notablemente. Estamos en el mejor lugar y en el mejor momento para afrontar algo así.
Las hijas, dos, de 21 y 18 años. La mayor en Córcega, de Erasmus, absolutamente pletórica de estar en una residencia con estudiantes de varias nacionalidades con los que está compartiendo probablemente algunos de los meses más felices de su vida. La pequeña, en plenos exámenes finales y con la Prueba de Acceso a la Universidad en un par de semanas. Respecto a ella, cordón sanitario informativo desde el principio. No debe saber nada hasta después de la PAU. La mayor, sí. Ya lleva unos días de vacaciones y es suficientemente madura. En el próximo Skype hay que decirle la verdad. De momento, solo la información disponible, que hay un tumor en el colon y que lo primero que han dicho los médicos es que hay que operar.
Nuestras amigas psiquiatras insisten en que no solo deben saberlo, sino que tendrían que estar a nuestro lado el día de la operación. Decidimos no hacerles caso, y esta vez acertamos, porque, al final, la operación, que parecía tan inminente, se pospone indefinidamente, como nos dirían enseguida.
La mayor, Julia, tiene que saberlo todo, porque una parte importante de su formación como persona, la que hemos querido trasladarle con nuestra propia forma de ver la vida desde que nació, incluye la enseñanza de que la vida es relativa, que es una lucha permanente, especialmente para quienes no hemos nacido en un entorno de derroche y serpentinas. No somos creyentes, pero a la postre nuestra educación y nuestro desarrollo personal se ha basado en la cultura judeocristiana que fija una condición permanente a la vida, que jamás podrás olvidar, y es que el hecho de vivir comporta también el de morir. Inevitablemente. La duda, la gran duda de todos, es cuándo, cómo, dónde… Pero en este mundo de desigualdades sociales y económicas crecientes, esa certeza nos iguala a todos.
Llora. Era de esperar. De repente, en su vida feliz y despreocupada, tan solo dedicada a sacar adelante el año universitario, aprender francés, conocer gente y empezar a asentarse como adulta, alejada de la protección de los padres, aparece una sombra negra. Intento ponerme en su situación. A lo largo de su aún corta vida no ha sufrido la pérdida de ningún ser querido; aunque bastante ancianos, viven sus cuatro abuelos, y con ellos mantiene una relación magnífica. Algún día se irán y le dolerá, pero entenderá que es «ley de vida», un hecho biológico irrefutable. Lo otro, la posibilidad de alterar el ciclo que abre la llegada de una enfermedad grave, se escapa a su cálculo mental inmediato. Tendrá tiempo para reflexionar y, como es una joven fuerte y positiva, llegará a la misma conclusión que sus padres: no queda más remedio que pelear y esperar.
La pequeña, 18 años recién cumplidos. Es la edad a la que mi primo más querido y cercano perdió a su padre por culpa de un cáncer. Lo viví muy de cerca. Es la edad a la que fluye la vida, cuando nada parece interponerse a la fuerza que te empuja a afrontarla con vigor, con esperanza. El mazazo marcó su existencia durante aquellos años y, probablemente, para el resto de su vida.
También llora. Se nos parte el alma al verla. «Es que —dice entre sollozos— nunca nos había pasado nada malo». Es verdad. Nuestra vida personal y profesional siempre fue de crecimiento constante, de cierta aunque no excesiva abundancia, pero con el desahogo suficiente para poder ir de vacaciones una o dos veces al año. Con amigos felices, familiares felices, aspiraciones felices… Incluso la adolescencia de las dos, con los típicos tiras y aflojas que las convierten poco a poco en personas independientes, capaces de tomar sus propias decisiones cada vez más alejadas de la protección familiar, había sido, estaba siendo, especialmente suave.
Es cierto que, en consonancia con la evolución del país, los buenos momentos económicos se fueron torciendo y hubo que apretarse el cinturón. Pero incluso lo dimos por bueno (todo positivo, siempre positivo), era el momento de que las adolescentes aprendieran que la historia es cíclica y que se basa en una sucesión de momentos de crisis entre los que de vez en cuando aparecen períodos de bonanza.
Este devenir, y una especial madurez desarrollada desde muy pequeña, habían formado una chica fuerte, dispuesta a asumir lo que hiciera falta. «Nunca nos había pasado nada malo», repetía. La única respuesta posible es que hay que estar preparados para cuando ocurra. Y ese era el momento.
Cómo soltar la «primicia»
Cómo periodista sé que lo que tengo entre manos es una primicia, aunque de alcance limitado. Es decir, no interesa al gran público sino a un número indeterminado de personas con las que tienes o has tenido relación en algún momento de tu vida. Y te encuentras verdaderas sorpresas.
El trabajo y los amigos van de la mano, casi en paralelo, pero cada uno por su lado. El trabajo, porque la actividad laboral se va a ver afectada de inmediato. Los amigos, porque son los primeros a quienes comunicar la nueva incertidumbre, los mejores para compartir el dolor sobrevenido, buscar sentido a lo inexplicable, encontrar cierto consuelo…
Pero poco a poco. La noticia ha sido un jueves por la tarde y el viernes tengo que ir en busca de la primera cita médica, Cirugía General. Los viernes no se trabaja en mi programa, El Intermedio, que emite La Sexta. Esa misma mañana llamo a la directora, Carmen, para comunicarle lo ocurrido, decirle que ello implica una carrera urgente de pruebas médicas que van a implicar ausencias de la Redacción. «Eso es lo de menos —responde—, tienes todo mi apoyo. Lo importante es que empieces el proceso y te repongas cuanto antes». Notas alarma en sus palabras tranquilas, las únicas posibles, pero se agradece. Lo uno y lo otro.
Al poco rato me envía un WhatsApp el redactor jefe… «Todo mi apoyo, ya lo sabes…». También se agradece. No esperaba menos de unos superiores que son sobre todo amigos, con los que como a diario y con quienes comparto preocupaciones personales, familiares, laborales y, cómo no, la actualidad fundamentalmente política que analiza el programa de lunes a jueves. Cada cual con su opinión, a veces encontradas, unos días más apasionados que otros, pero siempre enriquecedores. Al menos para mí, y supongo y espero que para todos.
¿Cómo contárselo al resto? ¿Uno por uno? Mejor en grupo. En el primer momento posible convoco a los colegas de Redacción en la sala de reuniones. Lo cuento con pelos y señales, con datos, con alguna dosis de emoción, pero pidiendo no dramatizar. Bastante tengo con la que me ha caído. Les recuerdo, además, que todo es relativo. Lo sabemos muy bien quienes trabajamos a diario dando cuenta del sufrimiento de los demás. Aunque sea a distancia. El drama de los refugiados, los parados de larga duración, los desahucios. Dramas de cada día que afectan a miles y miles de personas. Millones. Mi caso es uno más. Mi drama personal, pero simplemente uno más. No dramaticemos. Caras largas y abrazos calurosos al término de la reunión.
En el programa trabajan muchas más personas, algunas también muy cercanas, pero considero que no debo hacer otra rueda de prensa. En un trabajo como el nuestro las noticias vuelan y lo único que tendré que hacer será responder a quienes pidan información. Y así sucede. Poco a poco, como por ósmosis. Algunos no se enterarán hasta varias semanas después, quizá al notar mis ausencias, al ver mi nueva delgadez y cierta palidez que ya provoca la enfermedad.
Km 3
El teléfono no para de sonar
Continuamos por un tramo fácil. Subo poco a poco por el paseo de la Castellana con Paco al lado. Hemos hecho juntos la dura travesía hasta alcanzar este momento. Él fue el primero en empujar para intentarlo, pero cuando tomamos la decisión de correr el Maratón fui yo quien tomó la iniciativa. Además de amigos y compañeros de trabajo durante muchos años, a partir de ese momento nos uniría algo más, un programa de entrenamiento destinado a llegar a la meta. Además, él era el jefe en aquel momento y tenía más responsabilidades. La mía sería intentar compatibilizarlas con las nuevas exigencias. Teniendo en cuenta el horario laboral, todo el día, la única solución posible para los dos era sacrificar la hora de la comida. La proximidad de la sede de RTVE en Prado del Rey a la Casa de Campo, y un gimnasio en el que cambiarse y comer algo antes de volver a la Redacción, hicieron el resto.
Amigos. Ahora tenía que pensar en esos otros amigos, los más cercanos, los de toda la vida. Teniendo en cuenta que la red es amplia y diversa, y que sería imposible intentar llegar a todos en unos pocos días, en este caso opto por la prudencia y el paso a paso. Con los más íntimos empieza con una llamada. Como entre ellos hay médicos, ellos son, sin duda, los primeros. Se muestran prudentes, me piden datos, que les envíe algo por WhatsApp de manera urgente para poder apreciar el alcance del asunto. Desconozco, y no quiero saberlo, si en estos casos se comportan más como médicos que como amigos, o al revés. Supongo que no pueden obviar ni lo uno ni lo otro, pero su primera reacción es similar a la del resto: «No te preocupes, esto no es lo que era…», etc., pero enseguida pasan a su otro lado: «Hay que tener más datos para poder valorar, ya nos irás informando, pero lo importante es que no te agobies…». Y el inevitable: «¿Cómo te encuentras?».
Pues mal, evidentemente, pero toca hacer de tripas corazón. Intentas ver la parte de «con los años se puede volver a hacer una vida normal», antes que la otra, la que no conduce a nada. Y como prefiero la primera, acepto el envite. Les digo a todos que al principio muy mal, que no te lo crees, que por qué yo, que qué ha podido pasar, en qué he podido fallar yo, el más deportista del grupo, el que llegaba a la comida de algún domingo con el cuerpo machacado y la sonrisa amplia después de una carrera, a la espera de que saliera la clasificación para poder decirles aquello de «He mejorado mi marca», u «Hoy no he ido del todo bien y he bajado un poco, pero he llegado a la meta, que era lo importante». Si en aquellos momentos me tocaba ser el raro del grupo, hoy me siento un auténtico marciano.
Ahora soy más raro que nunca. Una vez más es cuestión de porcentajes, pero aquellos momentos eran de satisfacción compartida, de sonrisas, del «estás loco, tío, a tu edad y corriendo tanto, un día te vas a hacer daño». Ese día podría llegar en cualquier momento, las lesiones aumentan y se agravan con la edad, y hay que estar preparados para una retirada temporal o incluso definitiva. Pero uno no cuenta con que el parón sea tan brusco, sobre todo tan inesperado.
Ahora toca explicárselo a los amigos. Algunos lo son desde hace cuarenta años, y ahí siguen. Son los imprescindibles. Otros han ido apareciendo en el trabajo, en viajes, en el colegio de las niñas, en las carreras… Hay un largo etcétera y, como tampoco quiero prescindir de ellos, es posible que tenga problemas. Lo compruebo en poco tiempo. La «necesidad» de mantener cierta cuarentena informativa inicial sobre algunos miembros de la familia provoca algunas tiranteces posteriores. «¿Por qué no me invitaste aquel día a la cena de los amigos más cercanos?», preguntaría mi querida hermana sin ocultar su irritación. La amiga en cuya casa celebramos la cena me cuenta que la llamó enfadada para pedirle explicaciones. Intuía algo, necesitaba saber más y se lo estaba escamoteando. Pero no quedaba más remedio.
Ella misma, mi hermana, sufriría después algo parecido. Un amigo cercano al que tardé un mes en comunicarle la nueva situación la llamó exigiéndole explicaciones sobre por qué no se lo había contado antes. Los dos casos fueron fruto, en mi opinión, del enfado que les producía la difícil asimilación de la noticia.
Yo entendía que podía ser así, y en aquellas primeras llamadas telefónicas procuraba restar dramatismo. Las reacciones fueron de lo más variopinto: desde el «No me jodas…» con posterior silencio, hasta algún llanto que me partió el alma. «¿Qué derecho tengo —pensaba yo— a causar dolor a la personas que más aprecio?». Pues al final es así, son ellas las que poco a poco se van enterando, llaman por teléfono las más cercanas o envían un WhatsApp las menos, interesándose por la cuestión fundamental de nuestras vidas, a la que más se alude el día de la lotería de Navidad, la salud.
Ellos y ellas conforman nuestra «red». La hemos tejido entre todos con el paso de los años y, aunque habitualmente es invisible, reaparece cuando resulta más necesaria. Está ahí. Y para mí, a pesar de la complicada gestión inicial, ha sido un auténtico lujo, uno de los mejores apoyos de la terapia médica.
Ha sido mi mujer, Miguela Arévalo, que sabe mucho de esto, la que más me ha hablado de la importancia de la «red» en este momento en que vivimos más unidos que nunca. Trabajadora Social especializada en Salud Mental desde hace más de un cuarto de siglo, en los últimos años ha desarrollado junto a la psiquiatra Lucía Álvarez-Buylla un «protocolo de continuidad de cuidados», cuyo objetivo es prevenir la salud mental de los menores y, en el caso de padecer algún trastorno, realizar una terapia en la que intervengan todos los profesionales del centro de Salud Mental en conjunto. Para ella, lo más importante para sacar a alguien del pozo de la enfermedad es recurrir a la «red» que constituye su entorno más cercano. Se trata de reintegrar en ella al excluido, hacer que su «red» lo acoja bajo los nuevos parámetros de su sintomatología y colabore activamente en la resolución del mal.
Me aconseja leer los siguientes párrafos del libro El trabajo en red, de José Ramón Ubieto. En él alude a un autor norteamericano que asoció la palabra «tribu» a la de «red»: «Concebimos la red como la tribu a la cual pertenece el individuo […]. Una red, para que funcione, debe reunir entre 15 y 100 personas. En la dimensión del tiempo, la red es la familia expandida a lo largo de varias generaciones; hoy en día se trata de los amigos, las parejas y los vecinos. […] Ofrece al individuo un sostén afectivo, intelectual, espiritual y económico».
Me quedo con la cifra de personas necesarias para que funcione la red, reviso la mía y constato que incluso supero el máximo. Cuento en sucesivos círculos concéntricos a las personas que han mostrado preocupación por mi salud en los últimos meses. Entre la familia más cercana, mía y política, los amigos más próximos, los que lo fueron tiempo atrás y con los que mantengo algún contacto, los de fuera de Madrid, los corredores amigos, los del club ciclista, la asociación cultural con la que colaboro, los padres de las compañeras de mis hijas a los que todavía vemos de vez en cuando, superan el centenar al que alude Ubieto… ¡Cuánta riqueza junta, y yo sin saberlo!
Contrasto lo anterior con algo que leo en De qué hablo cuando hablo de correr, una de mis referencias como corredor. El escritor japonés Haruki Murakami narra en ese libro, una mezcla de ensayo y recuerdos personales, que cuando empezó su trayectoria como novelista decidió, junto a su esposa, modificar su manera de vivir. Decidió «dar prioridad al establecimiento de una vida tranquila, en la que pudiera dedicarme a escribir novelas, antes que a las relaciones sociales concretas con la gente de mi entorno». Remata con un lacónico: «No puedo poner buena cara a todo el mundo. Dicho lisa y llanamente, eso es lo que pasa».
Es una opción, y en su caso quizá la mejor. Además de decidir hacerse novelista en un momento determinado (en el libro recuerda exactamente dónde estaba y lo que estaba haciendo cuando le dio el punto), Murakami empezó casi al mismo tiempo a correr de manera regular hasta convertirse en un auténtico runner del que hay mucho que aprender. El japonés me da cierta envidia en ambos sentidos, primero porque en el interior de muchos periodistas (yo entre ellos) subyace el deseo de convertirse algún día en novelista. De éxito si puede ser, como consiguen algunos. Y segundo porque su manera de afrontar la vida como corredor es muy similar a la mía. Sin embargo, hay una enorme diferencia entre ambos en el aspecto señalado inicialmente, la renuncia a las relaciones sociales.
En cualquier caso, es muy posible que tenga que ver con la cultura japonesa, porque su aislamiento voluntario contrasta enormemente con la actitud de otro gran escritor, el norteamericano Ernest Hemingway, que mereció el premio Nobel de Literatura en 1954. Sus relaciones sociales fueron la base de su vida como escritor. Fue un viajero infatigable y buen amante de las fiestas regadas de alcohol, sanfermines incluidos, se casó varias veces y alimentaba permanentemente en su entorno lo más parecido a una red social de aquella época (salvo la inmediatez que proporciona la técnica, no hemos inventado nada) manteniendo correspondencia regular con otros escritores, amigos, periodistas, toreros… Eso sí, el norteamericano murió a los sesenta y un años con la salud bastante destrozada.
Son dos casos bien opuestos en lo que se refiere a relaciones sociales. ¿Con cuál me quedo? Reconozco que me costaría mucho trabajo no poner buena cara a (casi) todo el mundo. A mi mujer y a mí nos cuesta mucho renunciar a una convocatoria de amigos hecha con todo el amor del mundo, y eso que a veces nos encontramos con la dura disyuntiva de tener que elegir entre dos, pero como no somos escritores profesionales y en esto de correr también somos simples aficionados, nuestra opción ha sido la de tener una red amplia, con diversos grados de intimidad, por supuesto, y alimentarla en la medida de nuestras posibilidades.
Algunos ejemplos: entre ir al cine y quedar con amigos a tomar algo normalmente nos decantamos por esto último, lo que significa que nos perdemos muchas de las películas que nos gustaría ver.
Durante los primeros meses posteriores a la «noticia» las llamadas telefónicas y los mensajes de apoyo y cariño fueron incontables. Entre mi mujer y yo procuramos atender a todos y cada uno de ellos con la atención y el afecto correspondiente. A veces resulta un poco pesado, lo reconozco, pero procuramos que nadie se quede sin la respuesta adecuada. Se lo debemos. Lo esperan de nosotros y no nos gustaría defraudar a nadie.
Ahora, en estos momentos difíciles que atravesamos, esa red supone una ayuda inestimable. A quienes la conforman les debo, además, la obligación de intentar curarme. No puedo defraudarles. No quiero.