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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Katherine Garbera

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un destino diferente, n.º 1079 - agosto 2018

Título original: Baby at His Door

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-658-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Evan Powell maldijo al destino por hacer sonar el timbre de la puerta justo en el preciso momento en que salía de la ducha. Tener dos trabajos consumía todo su tiempo y toda su energía. Acababa de terminar su clase de artes marciales y estaba en el único momento del día en que podía relajarse y disfrutar. El timbre volvió a sonar. Quería abrir antes de que el ruido despertara a su padre.

Se enrolló una toalla marrón a la cintura y se miró en el espejo del baño. Parecía un tipo duro. La clase de hombre que lleva una vida complicada. Sabía que el espejo no se equivocaba. En todo caso, suavizaba su verdadera imagen.

Rogó a Dios para que fuera uno de los novatos el que estaba llamando. Quizás Hobbs, el fichaje más reciente, que todavía estaba muy verde. Un vecino o un turista saldrían corriendo hacia las montañas si lo vieran aparecer con esas pintas. De no ser porque en Florida no había montañas.

Cruzó con cara de pocos amigos la casa en penumbra. El reloj del abuelo dio la una en punto. Si su vaca favorita no hubiera elegido esa noche para dar a luz, él ya estaría acostado. Solo una emergencia podía justificar que alguien llamara a esas horas. Sopesó la posibilidad de ir a su cuarto y ponerse unos pantalones, pero desechó la idea. No se sentía muy hospitalario y no tenía ganas de vestirse. Hizo un alto en la vitrina del comedor dónde guardaba las armas y escogió su revólver. Un calibre cuarenta y cinco que se ajustaba a su mano. Algo a lo que nunca había prestado demasiado atención.

Puede que ponerse los pantalones fuera una opción, pero no había alternativa para el arma. ¿Desde cuándo la vida se había limitado a vivir o morir? Sabía que esa filosofía tenía mucho que ver con el entrenamiento que había recibido en Quantico.

Encendió la luz del porche, abrió la puerta y escondió el arma. Había una mujer en la entrada. Era rubia, muy delgada y llevaba el pelo liso. Tenía un corte en la cabeza, que sangraba levemente, y sus enormes ojos azules expresaban conmoción.

–He tenido un accidente –dijo.

Su voz era un poco aguda y sin acento. Se balanceaba de un lado a otro, por lo que Evan decidió sujetarla. El tacto de la auténtica seda entre sus dedos resultaba extraño. Por un momento quiso disfrutar la sensación de acariciar el lujo, pero no podía. La gente que se quedaba pasmada delante de los escaparates de las tiendas no podía terminar babeando sobre su propio cuerpo.

–¿Dónde? –preguntó al recordar que era el sheriff y que había prometido proteger y servir a los civiles.

Ella se giró y señaló en dirección a la serpenteante carretera y más allá, hasta la autopista. ¿Habría venido caminando desde el lugar del accidente? De ser así, la mujer tenía que estar agotada. La violenta luz del neón resultaba muy molesta y mostraba a las claras el estado de shock y el cansancio de aquella mujer. Su piel era tan blanca que parecía traslúcida. Quería tocarla. La carne no podía ser tan suave cómo prometía. Algo preocupado, comprendió que ella lo excitaba. Tenía que estar más cansado de lo que imaginaba si aquella mujer había logrado burlar sus defensas. Tenía que haber tenido un aspecto chic y sofisticado, a tenor de su indumentaria y su corte de pelo, y hasta cierto punto, así era. Pero había algo que la confería un aire de inocencia y fragilidad. Muy lejos de ese aburrimiento depravado al que tan a menudo se había enfrentado con la clase alta.

Esas emociones estaban fuera de lugar y resultaban extrañas con una mujer de esa clase. Su ex mujer Shanna tenía esa misma mirada zalamera, pero ni pizca de fragilidad o inocencia. De hecho, su ex esposa era una auténtica piraña nadando entre los bancos de hombres que la acechaban en busca de una presa fácil.

–¿Dónde está su coche? –repitió Evan.

–En la linde de su terreno. Al menos, creo que es su propiedad. ¿Es usted el dueño del rancho Rockin’ PJP? Había una vaca y…

Su voz se fue apagando poco a poco, a medida que fue bajando la vista a lo largo del cuerpo de Evan y asumió que solo llevaba puesta una toalla. Abrió los ojos de par en par. Evan pudo cazar en su mirada un destello de especulación femenina antes de que el miedo se apoderase de ella. Forcejeó para liberarse, tirando de su brazo hasta soltarse. Evan dejó la pistola sobre la mesa del vestíbulo. Volvió a salir y la sujetó por los hombros antes de que tropezara con los escalones o se golpease en su desesperado intento de huir.

–¡Estese quieta, por favor! No voy a hacerle ningún daño.

Resultaba extraño tener que prevenirla contra él. Desde que ocupaba el puesto de jefe de policía, la gente acudía a él en busca de protección. Aunque podía entender la reacción de aquella mujer a tenor de su aspecto. No era precisamente tranquilizador. Era, en palabras del gracioso de su ayudante, un tipo duro. Pero a pesar de todo, muy poca gente salía corriendo al verlo. Y si lo hacían, era porque tenían una buena razón. Y esa mujer no tenía ningún motivo para temerlo.

Ella le dirigió una mirada altiva, revelando el aplomo y la elegancia sobre los que él había especulado momentos antes. Evan la soltó y apartó las manos.

–Soy el sheriff.

–¿Dónde está su chapa? Y no se le ocurra enseñarme el arma.

Evan contuvo la risa. Le agradaba el carácter de la mujer, pese a que lo hubiera interrumpido en mitad de la noche. Sintió ganas de tocarla de nuevo. Quería comprobar si respondía con la misma prontitud a la pasión como a la furia. Le hubiera gustado acariciarle los brazos con las manos antes de soltarla. Habría apostado su salario a que su tacto era igual de suave y aterciopelado. Ella tenía esa mirada mimosa y consentida.

–No se vaya. Iré a vestirme, buscaré mi insignia e iremos a ver su coche.

–De acuerdo –dijo ella más relajada.

La expresión de confusión y temor se desvaneció y dio paso a una tenue sonrisa.

–¿Quiere usted esperar dentro o se sentirá más segura aquí en el porche? –preguntó.

–Esperaré aquí fuera.

No podía culparla. Pese a que no tenía ninguna intención de hacerla daño, ella debía confiar solo en su instinto hasta que él pudiera probar sus buenas intenciones.

–Tenemos dos perros que vigilan la propiedad. Si aparecen por aquí mientras me cambio, no se asuste. No hacen nada.

Acto seguido, Evan entró y se perdió escaleras arriba.

–Igual que su amo –murmuró ella.

Si bien sabía que ella no pretendía que él lo oyera, Evan se detuvo a medio camino y se giró hacia ella.

–No lo crea, señorita. Yo sí que muerdo.

Ella se irguió y se puso tan recta que a Evan le recordó un marine de veinte años. Ella retomó la palabra, pero un brillo especial en su mirada confirmó a Evan que no estaba realmente enfadada.

–Yo no he dicho lo contrario.

Evan avanzó hasta ella y le pasó un dedo por la mejilla. Su piel era tan suave como había imaginado.

–Claro que sí, preciosa. Solo que no esperabas que te oyese.

Reculó, consciente de que si seguía a su lado demasiado tiempo se sentiría tentado…Tentado de volver a tocarla, con los labios. Tentado de sujetar su cuerpo delicado entre sus fuertes brazos. Tentado de olvidar su sentido común y tomar lo que la mirada enérgica de ella trataba de ocultar.

–Si no hubiera querido que lo oyera no lo habría dicho en voz alta.

A Evan le gustaba su valor.

–Soy su única esperanza de no pasar la noche a la intemperie. Haría bien en recordarlo.

–Lo haré –asintió ella–. Lo lamento. Estoy cansada y asustada.

Evan ablandó el gesto. Ella parecía frágil y solo deseaba reconfortarla. ¿Cuántas veces tenía que aprender la misma lección? A pesar de estar escarmentado, volvía a caer en la misma trampa.

Las mujeres no eran el sexo débil, tal y como el hombre había asumido durante siglos. Eran poderosas. Y nadie lo sabía mejor que Evan Powell.

–No se preocupe. De hecho, me parezco a los perros en algunas cosas.

–¿Qué cosas? –preguntó picada por la curiosidad.

«Soy leal y confiado» pensó. Pero prefirió no mostrarse vulnerable.

–Dejaré que lo adivine.

Dio media vuelta, consciente de que era innecesario un último comentario, pero no pudo reprimirse.

–Por cierto, encanto. No le enseño mi «arma« a cualquiera.

Evan la dejó en el porche, pero no cerró la puerta de la casa. Podía cambiar de opinión y entrar. Guardó la pistola en la vitrina antes de subir a ponerse unos pantalones. Nunca dejaba las armas al alcance de cualquiera.

Pensó en la mujer que lo esperaba en el porche. Se notaba a la legua que era de la gran ciudad. La clase de mujer con la que no convenía enredarse, pese a una parte de él quería hacerlo. Quería curarla la herida y acunarla en sus brazos. ¿Cómo era posible albergar un pensamiento semejante después de su experiencia? Evan no tenía una respuesta para eso.

 

 

Lydia no podía creer que estuviera en el porche de la casa del sheriff de alguna región remota. Florida resultaba sorprendentemente fría para el mes de mayo y daba miedo. Ruidos extraños acechaban en la oscuridad de la noche, y era incapaz de oír la bocina de algún coche o a algún taxista vociferando por la ventanilla. Ese extraño lugar no se parecía en nada a la propiedad que su tía tenía más al sur, en Deerfield Beach.

Pero no todo resultaba desagradable. El aroma de los naranjos en flor perfumaba el aire y la luna llena proyectaba divertidas sombras sobre la tierra. Respiró hondo y miró al cielo. Sintió un escalofrío y se abrazó para entrar en calor. Su traje de chaqueta y pantalón podía resultar muy atractivo de puertas adentro, pero en la calle ofrecía muy poca protección. Era caro, pero inservible. ¿Cómo ella?

Ese tipo de reflexiones eran demasiado deprimentes. Había destrozado el coche. No podía dar su nombre ni ninguna otra información a los policías. De hacerlo, se pondrían en contacto con su padre. Y ella no podía regresar a casa. Al menos, de momento.

Después del accidente, el ordenador del coche había dado la alarma de que una de las puertas estaba mal cerrada. Ella había comprendido que había algo en su interior que tampoco funcionaba correctamente. No podía volver atrás. Tampoco podía seguir hasta la casa de su tía Gracie porque su coche estaba siniestrado. Su futuro ya estaba escrito. El camino se presentaba largo y arduo desde donde ella estaba.

Tendría que improvisar sobre la marcha. Pero no se le daba bien tomar decisiones precipitadamente. La última vez que había intentado ser espontánea había encontrado a su novio en la cama con su amante. No quería recordar aquello.

Nunca había querido a Paul Draper, pero le gustaba y habrían tenido alguna oportunidad con un poco de buena voluntad. Pero Paul nunca había creído en el compromiso con una única mujer, especialmente con su esposa. Sorprender a Paul en la cama con otra mujer no le había roto el corazón. Pero sí la había llevado a pensar en si existía alguna razón para casarse que no fuera el amor. Se había marchado del apartamento de Paul sin hacer ruido y le había dicho a su padre que no iba a casarse. Por primera vez en su vida, su padre se había enfadado con ella y la había asegurado que se casaría con Paul. Al verse atrapada, Lydia había escapado durante la noche sin un plan, salvo salir de Nueva York.

En medio de la noche, había tomado una decisión desesperada que pudiera cambiar su destino. Tendría que ocupar el asiento del conductor si no quería tomar ese largo camino que, indefectiblemente, terminaba en el altar de la iglesia en septiembre. Tenía el verano para encontrar una alternativa. Tenía que encontrarse a sí misma antes de enfrentarse a la gran decisión. O bien accedía y se sometía a la voluntad de su padre o bien tomaba las riendas de su vida para siempre. Mientras caminaba hacia el rancho en busca de ayuda solo había llegado a una conclusión. Estaba decidida a no jugar el papel que su padre le había asignado.

Siempre se había sentido muy cercana a su progenitor, y la relación se había estrechado desde la muerte de su madre diez años atrás. Quizás por eso se había dejado engañar cuando él le había dicho que debía casarse por amor, nunca por dinero.

Había nacido fruto de una aventura y había vivido siempre en un elegante ático de Manhattan con sus padres, que nunca habían llegado a casarse. Se había educado en un internado exclusivo rodeada de hijos de músicos y políticos, y la situación de sus padres nunca había supuesto un problema. De hecho, su familia había sido perfectamente normal.

Su padre la arrastraría de vuelta a casa y la obligaría a casarse con Paul. Ella había creído que su padre respetaría la decisión de una mujer de veinticinco años, pero se había equivocado.

Hacía dos meses, había regresado de la oficina y había anunciado que debía estar casada con Paul en seis meses. Preguntó si tenía algún otro compromiso en mente. Lydia, pensando que se trataba de una broma, había dicho que no y que se veía como una solterona. Desde ese mismo instante, su padre había organizado su vida por completo. Había acudido a más citas a ciegas y cenas informales de las que jamás hubiera sospechado. Y había quedado claro que todos aquellos hombres solo la habían visto como un medio para conseguir algo.

Quería encontrar a su príncipe azul y dejarse arrastrar por él. Pero había comprendido que, en la vida real, el príncipe guapo y rico no siempre era un buen partido. Podía ser alguien frío y distante. Y desde luego, su ideal en la vida nunca la tomaría en broma.

No quería casarse en virtud de su posición social con un hombre que solo veía en ella una enorme cuenta corriente. Eso la hacía sospechar acerca de los sentimientos de Paul hacia ella, si albergaba alguno. Era el segundo de a bordo en la empresa de su padre. No tenía nada que ganar casándose con ella, salvo un montón de dinero.

¡Oh, vaya! Se estaba poniendo sensible. Era demasiado joven y valiente para ponerse melodramática en un momento así. Pero todavía no había asimilado la lección. Esa noche, estaba cansada, tenía frío y le dolía la cabeza. Suspiró y se sentó en uno de los escalones del porche. Quería taparse la cara con las dos manos, pero la herida de la cabeza no se lo permitía. Así que descansó la cabeza sobre sus rodillas.

Cuando el apuesto sheriff regresara, tendría que mentir si quería aparentar que no era más que una mujer que había tenido un accidente. Ella amaba a su padre, pero no estaba preparada para volver a Manhattan. Seguía empeñado en casarla con Paul. Le había dejado una breve nota para que no se preocupara, pero lo conocía bien. Martin Kerr no la permitiría esconderse mucho tiempo.

Se preguntó si el sheriff creería que sufría amnesia. Lo dudaba. Además, en los culebrones, las víctimas de amnesia perdían instantáneamente la noción del tiempo y del espacio. Ella había malgastado su oportunidad. La verdad es que no se sentía muy capaz de inventar toda una historia.

Resultaría más fácil pensar en algo menos complicado. Ya se había encargado de esconder en la maleta la matrícula del coche para que no pudieran identificarlo. Y también había dejado en Nueva York su móvil para no verse tentada de responder a su padre. Tenía que idear una historia y un nombre falso. Y tenía que ser convincente, porque el sheriff parecía inteligente. También había hecho gala de un instinto depredador que había encontrado en muy pocos hombres. No iba a dejarse engatusar fácilmente. Le gustaba el sheriff. Le había gustado su figura delgada mientras hablaba con ella. También se había fijado en la línea de vello que descendía hasta perderse bajo la toalla, a modo de mediana que separase los músculos de su estómago. Y le había gustado la firmeza con que la había sujetado cuando ella había tratado de escapar. En especial, el hecho de que no la hubiera hecho daño.

Escuchó pasos y, de pronto, dos monstruos la rodeaban. Los perros, en su mundo, eran unos encantadores animalitos blancos con lazos rosas o amarillos en el pelo. Aquellos dos fantasmas querían comérsela viva. Entonces dos enormes lenguas ásperas empezaron a lamerle la cara y las piernas.

Lydia gritó y trató de ponerse en pie. Una mano fuerte la agarró del brazo y la levantó. Agradecida, se abrazó al sheriff. Sentía las lágrimas a flor de piel y la impotencia, no solo del momento, sino de toda una situación en la que su vida estaba en juego.

–¡Al suelo, chicos! –ordenó el sheriff.

Los sabuesos se quedaron quietos y, a un gesto de su amo, desaparecieron en la oscuridad. Lydia apenas podía controlar la respiración. El sheriff la frotó la espalda con la mano.

–¿Así que le gustan los perros? –preguntó lacónico.

–Me gustan los perros de los concursos. Están bien educados –replicó ella.

Lydia escuchó su propia voz, apenas audible, y se preguntó si él también era consciente de esa debilidad.

–Estos son perros de verdad para hombres de verdad, encanto. Nada que ver con esas mascotas que puedes encontrar en la ciudad.

–¿Cómo sabe que vengo de la ciudad? –preguntó alarmada.

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Estaba sorprendida de seguir con vida mientras miraba fijamente el amasijo de hierros frente a ella. Era como si le hubieran concedido una segunda oportunidad y quería aprovecharla. Si quería casarse por amor, tendría que buscar un hombre que valiera la pena. Las ideas que había sopesado tomaron forma y, por primera vez en su vida, tuvo la certeza de que había encontrado un objetivo. Y ese objetivo no era otro que encaminar su vida en dirección opuesta hacia donde la vida la había conducido hasta ese momento.

La policía, la grúa y la ambulancia llegaron casi a un tiempo. Lydia seguía sentada en la cabina del todo terreno. Se sentía como una princesa de cuento de hadas que acabara de despertar de un largo sueño. Solo que tendría que recorrer un largo camino antes de encontrar al caballero con el que vivir feliz por los siglos de los siglos.