EL CAMINO AL OESTE

 

 

 

I

 

 

 

El gran Pullman avanzaba a toda máquina, con tal dignidad de movimiento que una mirada desde la ventanilla parecía meramente demostrar que las llanuras de Texas fluían hacia el este. Las vastas planicies de hierba verde, las superficies de tonalidades apagadas de mezquites y cactus, los pequeños conjuntos de casas de madera, los bosques de árboles ligeros y tiernos, todo se deslizaba deprisa hacia el este, por encima del horizonte, un precipicio.

Una pareja de recién casados se había subido a aquel vagón en San Antonio. La cara del hombre estaba enrojecida por los muchos días al viento y al sol y, como consecuencia directa de su nueva ropa negra, sus manos de color ladrillo no dejaban de moverse, con extrema aprensión. De vez en cuando bajaba la vista a su atuendo con circunspección. Iba sentado con una mano apoyada en cada rodilla, como un hombre que aguarda su turno en una barbería. Las miradas que dedicaba a otros pasajeros eran furtivas y tímidas.

La novia no era guapa, ni tampoco muy joven. Llevaba un vestido de cachemira azul, con pequeñas guarniciones de terciopelo aquí y acullá y profusión de botones de acero. Torcía la cabeza de continuo para contemplar sus mangas abombadas, muy almidonadas, tiesas y altas. La cohibían. Era bastante evidente que había cocinado y que esperaba seguir cocinando, obedientemente. Los rubores provocados por el descarado escrutinio de algunos pasajeros cuando entró en el vagón rara vez se apreciaban en aquel semblante poco agraciado de extracción humilde, trazado con líneas apacibles, casi hieráticas.

La felicidad de ambos saltaba a la vista.

–¿Habías viajado alguna vez en un vagón así de lujoso? –preguntó él, sonriendo deleitado.

–No –respondió ella–. Nunca. Qué elegante, ¿no?

–¡Muchísimo! Y dentro de un rato iremos al vagón restaurante a darnos un gran banquete. No hay mejor comida en todo el mundo. Cuesta un dólar.

–¿Uy, sí? –exclamó la novia–. ¿Un dólar? Vaya, eso es demasiado... para nosotros, ¿no, Jack?

–Bueno, no en este viaje –respondió él, espléndido–. Un día es un día.

Más tarde se puso a explicarle cosas sobre trenes.

–Verás, hay mil millas de una punta a otra de Texas, y este tren lo atraviesa de cabo a rabo parando solo cuatro veces –hablaba orgulloso, como si el tren fuese suyo. Le señalaba los deslumbrantes accesorios del vagón, y lo cierto es que los ojos de ella se abrían más y más al contemplar el terciopelo estampado verde mar, los relucientes dorados, plateados y cristales, la madera que resplandecía con el mismo brillo oscuro que la superficie de un charco de aceite. En un extremo, una robusta figura de bronce sostenía una estructura que los separaba de un compartimento contiguo, y en el techo se distribuían armoniosamente unos frescos de color oliva y plata.

A ojos de la pareja, su entorno reflejaba el esplendor de su casamiento aquella mañana en San Antonio. Este era el espíritu de su nueva vida, y el rostro del hombre en particular sonreía radiante, con un júbilo que en opinión del mozo negro le confería un aire ridículo. En ocasiones, este individuo los observaba de lejos, con una amplia sonrisa traviesa de superioridad. Otras veces los intimidaba con mano izquierda, de forma que no les resultase del todo evidente que lo estaba haciendo. Empleaba con sutileza todos los ademanes propios del más legítimo esnobismo. Los vejaba, pero ellos se mostraban casi ajenos a dicha vejación, y enseguida olvidaban que una serie de pasajeros los envolvía de cuando en cuando con gozosas miradas de burla. La tradición dictaba que en teoría su situación tuviese algo de infinitamente cómico.

–Llegaremos a Yellow Sky a las 3:42 –anunció él, mirándola a los ojos con ternura.

–¿Ay, sí? –dijo ella, como si no lo supiese de antemano. Las muestras de sorpresa ante las afirmaciones de su marido formaban parte de su papel de esposa afable. Se sacó de un bolsillo un relojito de plata y, al ver como ella lo sostenía y se quedaba mirándolo con el ceño fruncido, el rostro del recién casado se iluminó.

–Se lo compré a un amigo mío en San Antonio –le explicó con tono jovial.

–Son las doce y diecisiete minutos –dijo ella, alzando la mirada hacia él con una suerte de coquetería torpe y tímida. Un pasajero, al percatarse del juego, en un exceso de socarronería, se dedicó un guiño a sí mismo en uno de los numerosos espejos.

Finalmente se encaminaron al vagón restaurante. Dos hileras de camareros negros con relucientes trajes blancos fueron testigos de su entrada con el interés, así como con la compostura, de quienes han sido prevenidos. La pareja fue a parar a manos de un camarero que parecía recrearse en dirigir el rumbo de su comida. Los consideraba con la actitud de un capitán paternal, con un semblante que irradiaba benevolencia. Su condescendencia, entrelazada con la habitual deferencia, no les resultaba obvia. No obstante, al regresar a su vagón, sus rostros revelaban una sensación de liberación.

A la izquierda, siguiendo durante millas una extensa pendiente púrpura, se oteaba una pequeña franja de neblina por la que se desplazaba el insondable Río Grande. El tren se aproximaba formando un ángulo, cuyo vértice era Yellow Sky. En ese momento se hizo evidente que, a medida que se acortaba la distancia hasta Yellow Sky, la agitación del marido aumentaba de forma proporcional. Sus manos de color rojo ladrillo se empeñaban aún más en hacerse notar. A veces se le veía incluso bastante ausente y distraído cuando la recién casada se inclinaba hacia delante para dirigirle la palabra.

En honor a la verdad, Jack Potter empezaba a percibir que el lado oscuro de una acción lo oprimía como una pesada losa. Él, el sheriff del municipio de Yellow Sky, un hombre célebre, estimado y temido en su territorio, una persona prominente, había viajado hasta San Antonio para conocer a la muchacha a la que creía amar, y una vez allí, tras el acostumbrado cortejo, la había persuadido para que se casara con él, sin consultar con la población de Yellow Sky en ninguna fase de la transacción. Ahora se disponía a presentar a la recién casada ante una comunidad inocente que nada sospechaba.

Como es natural, los habitantes de Yellow Sky se casaban con quien se les antojaba, siguiendo la costumbre generalizada; pero era tal el sentido del deber de Potter para con sus conciudadanos, o de lo que ellos consideraban su deber, o de una formalidad tácita que no domina a los hombres en estos asuntos, que sintió que actuaba como un infame. Había cometido un crimen inaudito. Cara a cara con aquella muchacha en San Antonio, y espoleado por un penetrante impulso, se había lanzado de forma precipitada por encima de todas las barreras sociales. En San Antonio era como un hombre oculto en la oscuridad. En aquella remota localidad era fácil blandir un cuchillo que cortase todo lazo que lo atara a cualquier deber para con sus paisanos. Pero la hora de Yellow Sky, la hora de enfrentarse a la luz del día, era ya inminente.

Era perfectamente consciente de que su matrimonio iba a ser algo importante para la ciudad, algo que solo un incendio del nuevo hotel podía superar. Sus amigos no se lo perdonarían. A menudo había reflexionado sobre la conveniencia de avisarlos por telegrama, pero una cobardía inusitada se había apoderado de él. Tenía miedo de hacerlo. Y ahora el tren lo empujaba a toda velocidad hacia un escenario de asombro, júbilo y reproche. Echó una ojeada por la ventanilla a la línea de bruma que se cernía a paso lento en dirección al tren.

Yellow Sky contaba con una especie de banda de metales que tocaba de pena, para deleite del populacho. Rio sin ganas ante la idea. Si a los vecinos se les pasara por la cabeza que pudiese llegar acompañado de su nueva esposa, organizarían un desfile de la banda por la estación y los escoltarían, entre vítores, risas y enhorabuenas, hasta su casa de adobe.

Llegó a la conclusión de que emplearía todas las estratagemas y las habilidades del llanero para recorrer en el menor tiempo posible el trayecto desde la estación hasta su casa. Una vez en el interior de su seguro baluarte, podría promulgar una suerte de bando, para luego no reaparecer entre sus conciudadanos hasta que hubiesen tenido tiempo de disipar una parte de su entusiasmo.

La recién casada lo miró angustiada.

–¿Qué te preocupa, Jack?

Él se echó a reír de nuevo.

–No estoy preocupado, niña. Solo estoy pensando en Yellow Sky.

Ella se ruborizó al comprender.

Una sensación de culpa mutua invadió sus pensamientos y dio lugar a una ternura más delicada. Se miraron el uno al otro con un afectuoso resplandor en los ojos. Pero a Potter se le escapaba a menudo aquella risa nerviosa. El rubor en el rostro de ella parecía no borrarse nunca.

Quien había traicionado los sentimientos de Yellow Sky escudriñaba ahora el paisaje acelerado.

–Casi hemos llegado –dijo.

Justo entonces apareció el mozo anunciando la cercanía de la localidad de Potter. Sostenía un cepillo en la mano que, una vez desaparecida toda su displicente superioridad, pasó por las nuevas vestimentas de Potter mientras este se giraba despacio, de un lado y del otro. Rebuscó en su bolsillo y le ofreció al mozo una moneda, como había visto hacer a otros pasajeros. Era aquella una tarea pesada y muscular, como la de un hombre que hierra por primera vez a un caballo.

El mozo recogió su bolso y, conforme el tren aminoraba la marcha, los recién casados avanzaron hacia la plataforma cubierta del coche. En ese momento, las dos locomotoras y el largo convoy de vagones hicieron su entrada en la estación de Yellow Sky.

–Tienen que reponer agua aquí –dijo Potter, con una garganta estrangulada y una cadencia fúnebre, como la de alguien que anuncia la muerte.

Antes de que el tren se detuviera, él ya había barrido con la mirada toda la extensión del andén, y constató con alegría y asombro que en ella no había nadie más que el jefe de estación, quien, con ademán apresurado y ansioso, se dirigía hacia los depósitos de agua. Cuando el tren paró del todo, el mozo se apeó en primer lugar y colocó un pequeño escalón provisional en el sitio indicado.

–Vamos allá, niña –dijo Potter con voz ronca.

Mientras la ayudaba a descender, ninguno pudo reprimir unas risitas afectadas. Él se hizo con el bolso que acarreaba el negro, y le ofreció el brazo a su esposa para que se aferrara a él. Mientras se escabullían de allí a toda prisa, se percató con una ojeada abochornada de que estaban descargando los dos baúles, y también de que el jefe de estación, que se encontraba mucho más adelante, cerca del vagón de mercancías, se había dado la vuelta y corría hacía él gesticulando. Se echó a reír, y gruñó al hacerlo, al constatar el primer efecto de su dicha conyugal sobre Yellow Sky. Agarró el brazo de su esposa con firmeza a su flanco y huyeron de allí. A sus espaldas, el mozo se reía entre dientes, con necedad.

 

II

 

 

 

Faltaban veintiún minutos para que el expreso de California de la Southern Railway hiciese su entrada en Yellow Sky. Acodados en la barra del saloon The Weary Gentleman había seis hombres. Uno era un viajante que hablaba mucho y muy rápido, tres eran unos texanos que en aquel momento no se molestaban en abrir la boca, y dos eran pastores de ovejas mexicanos que por norma no pronunciaban palabra en el saloon. El perro del tabernero estaba tumbado sobre el camino de tablones que se extendía delante de la entrada. Tenía la cabeza sobre las pezuñas y, amodorrado, echaba un vistazo aquí y allá con la alerta constante del perro que de vez en cuando se lleva una patada. Al otro lado de la calle de arena se veían varias parcelas de hierba de un intenso verde, cuyo aspecto, en medio de las arenas que ardían bajo un sol abrasador, era tan fantástico que casi hacía recelar a la mente. Eran idénticas a las esteras de hierba empleadas sobre los escenarios para representar los pastos. En el extremo más fresco de la estación del ferrocarril, un hombre sin abrigo fumaba su pipa sentado en una silla inclinada. La orilla recién segada del Río Grande trazaba un círculo cerca de la localidad, y al otro lado se veía una gran llanura color ciruela de mezquites.

Salvo por el inquieto viajante y sus acompañantes en el saloon, Yellow Sky dormitaba. Apoyado con gracia sobre la barra, el recién llegado recitaba historias y más historias con la seguridad de un bardo que ha descubierto un nuevo público.

–... y en el preciso instante en que el viejo rodó escaleras abajo con la cómoda en las manos, la vieja subía con dos baldes de carbón, y claro...

El relato del viajante se vio interrumpido por un joven que de repente apareció por la puerta abierta y gritó:

–Scratchy Wilson está borracho y anda suelto disparando a dos manos.

Los dos mexicanos soltaron los vasos en el acto y se esfumaron por la puerta trasera del saloon.

El viajante, ingenuo y jocoso, respondió:

–Está bien, chaval. Suponiendo que así sea. Qué más da. Entra y tómate una.

Con todo, la información había hecho una mella tan evidente en el ánimo de los presentes que al viajante no le quedó más remedio que reconocer su importancia. Todos había adquirido un gesto adusto al instante.

–Bueno, díganme –dijo él, perplejo–, ¿de qué se trata?

Sus tres acompañantes hicieron el ademán que sirve de preámbulo a un discurso elocuente, pero el joven de la entrada se les adelantó.

–Significa, amigo mío –respondió mientras entraba en el salón–, que durante el próximo par de horas esta ciudad no será precisamente un remanso de paz.

El tabernero fue hasta la puerta, la cerró con llave y echó la tranca. Asomándose por la ventana, tiró de los pesados postigos de madera y también los atrancó. De inmediato, el lugar se vio sumido en una atmósfera tétrica y solemne, como de cripta. El viajante paseaba la mirada de uno a otro.

–Pero díganme –gritó–, ¿de qué se trata? A ver. ¿No me irán a decir que va a haber un tiroteo?

–No se sabe si habrá pelea o no –respondió un hombre con tono sombrío–. Lo que está claro es que habrá algún balazo... algún balazo de los buenos.

El muchacho que los había avisado hizo un gesto con la mano y dijo:

–Bueno, si alguien busca bronca, la tendrá seguro. No tiene más que salir a la calle y listo. Las balas lo están esperando.

El viajero parecía debatirse entre el interés de un forastero y la conciencia de arriesgar su propia vida.

–¿Cómo dijeron que se llamaba? –preguntó.

–Scratchy Wilson –respondieron todos al unísono.

–¿Y va a matar a alguien? ¿Qué van a hacer ustedes? ¿Esto ocurre a menudo? ¿Sale por ahí arrasando como ahora una o dos veces por semana? ¿Es capaz de forzar esa puerta?

–No, no puede echar abajo esa puerta –contestó el tabernero–. Ya lo ha intentado tres veces. Pero cuando llegue, será mejor que se tire al suelo, forastero. Me juego la cabeza a que disparará contra ella, y puede que alguna bala la atraviese.

A partir de ese momento el viajante no le quitó ojo a la puerta. Aún no le había llegado la hora de besar el suelo pero, como mínima precaución, se pegó sigilosamente a la pared.

–¿Va a matar a alguien? –preguntó de nuevo.

Los hombres rieron por lo bajini y con desdén ante la pregunta.

–Ha salido a pegar tiros, y va en busca de bronca. Con él no trae cuenta jugársela.

–Pero ¿qué hacen ustedes en estos casos? A ver, ¿qué es lo que hacen?

–Bueno, pues él y Jack Potter... –respondió un hombre.

–Pero es que Jack Potter está en San Antonio –lo interrumpieron los demás a coro.

–Vaya, ¿quién es ese Potter? ¿Qué pinta en todo esto?

–Ah, es el sheriff de la ciudad. Es el que sale y se enfrenta a Scratchy cuando le da por armar un cirio de estos.

–¡Madre mía! –exclamó el viajante secándose la frente–. Menudo trabajo el suyo.

Las voces se habían ido acallando hasta reducirse a meros susurros. El viajante deseaba hacerles más preguntas originadas por una angustia y una perplejidad cada vez mayores; pero al hacer la tentativa, los hombres se limitaban a mirarlo irritados y a instarlo por señas a quedarse callado. Un tenso silencio expectante se cernía sobre ellos. En las sombras recónditas de la sala, los ojos de los hombres brillaban mientras trataban de escuchar los sonidos que llegaban de la calle. Un hombre le hizo tres gestos al tabernero, quien, moviéndose como un fantasma, le tendió un vaso y una botella. El hombre se sirvió un vaso entero de whisky y apoyó la botella sin hacer ruido. Se bebió el whisky de un trago y volvió a mirar hacia la puerta, en medio de un silencio inquebrantable. El viajante vio que el tabernero, sin emitir sonido alguno, había sacado un Winchester de debajo de la barra. Después se percató de que, con una señal, aquel tipo lo instaba a acercarse, así que atravesó el local de puntillas hasta él.

–Será mejor que me haga compañía detrás de la barra.

–No, gracias –dijo el viajante, transpirando–. Prefiero quedarme donde pueda salir corriendo por la puerta de atrás.

A lo que el bodeguero respondió con un gesto amable aunque autoritario. El viajante obedeció y, una vez sentado sobre una caja con la cabeza por debajo de la barra, la visión de varios accesorios de cinc y cobre, que guardaban cierto parecido con las piezas de una armadura, fue como un bálsamo para su alma. El tabernero tomó asiento cómodamente junto a él sobre otra caja.

–Verá –susurró–, este dichoso Scratchy Wilson es un hacha con las pistolas, un auténtico hacha, y cuando le da por ponerse guerrero, salimos disparados a nuestros escondrijos, como es natural. Debe de ser el último miembro de la vieja banda de criminales que solía rondar por el río. Cuando está borracho hay que temerle. Cuando está sobrio no da problemas... Es más bien simplón... No mataría ni a una mosca... La mejor persona del lugar. Pero cuando está borracho, ¡uuuh!

Se sucedieron algunos instantes de calma.

–Ojalá Jack Potter hubiese vuelto ya de San Antonio –dijo el tabernero–. Una vez le disparó a Wilson en la pierna. Él sería capaz de ponerlo en su sitio y desfacer el entuerto.

En ese momento oyeron a lo lejos el sonido de un disparo, seguido de tres alaridos enloquecidos. Aquello desató de inmediato a los hombres que se ocultaban a oscuras en el saloon. Arrastraron los pies de acá para allá. Se miraron unos a otros.

–Aquí viene –dijeron.

 

III

 

 

 

Un hombre con una camisa de franela granate, adquirida por razones estéticas y confeccionada por alguna mujer judía en el East Side de Nueva York, dobló una esquina y caminó hasta el centro de la calle principal de Yellow Sky. Empuñaba en cada mano un revólver largo y pesado de color negro azulado. De vez en cuando chillaba; y aquellos gritos resonaban en lo que a todas luces era un municipio desierto, sobrevolando estridentemente los tejados con un volumen que parecía no guardar relación alguna con la potencia vocal normal de cualquier hombre. Era como si la quietud que lo envolvía formase la bóveda de una tumba por encima de él. Aquellos gritos feroces y desafiantes resonaban contra muros de silencio. Las cañas de sus botas eran rojas con motivos dorados, como las que les encantaba ponerse en invierno a los niñitos que descendían en trineo por las laderas de Nueva Inglaterra.

El rostro del hombre ardía por la ira inducida por el whisky. Sus ojos, en blanco aunque ansiosos de emboscada, acechaban las ventanas y las puertas inertes. Se movía con los sigilosos pasos de un gato a medianoche. Tal como se le venían a la cabeza, bramaba ideas amenazadoras. Los largos revólveres se desenvolvían con soltura en sus manos, como peces en el agua, y se movían con una rapidez eléctrica. Los pequeños dedos de cada mano los tocaban a veces con la destreza de un músico. Las cuerdas vocales, que sobresalían por encima del cuello bajo de su camisa, se tensaban y se hundían, se tensaban y se hundían, movidas por la pasión. No se oía nada más que sus terribles provocaciones. Los apacibles adobes guardaban la compostura frente al paso de aquel energúmeno por mitad de la calle.

Nadie lo retaba a batirse en duelo, nadie. El hombre clamaba al cielo. Nadie acudía al reclamo. Bramaba, echaba humo y blandía sus revólveres a diestro y siniestro.

El perro del tabernero del saloon The Weary Gentleman no se había percatado del desarrollo de los acontecimientos. Seguía dormitando, tendido delante de la puerta de su amo. Al ver al perro, el hombre se detuvo y alzó el revólver en broma. Al ver al hombre, el perro se levantó de un brinco y se alejó en diagonal, con cara de pocos amigos y gruñendo. El hombre gritó, y el perro salió a todo galope. Cuando estaba a punto de entrar en un callejón, se oyó un estruendo, un silbido, y algo chisporroteó en el suelo justo delante de él. El perro dio un alarido y, girando sobre sus talones, aterrado, cambió de dirección de estampida. De nuevo se oyó otro ruido, otro silbido, y la arena se levantó pateada con saña delante de él. Muerto de miedo, el can se dio media vuelta, aturullado como un animal encerrado en un corral. El hombre se quedó allí riendo, con las armas apoyadas en las caderas.

Finalmente se sintió atraído por la puerta cerrada del saloon. Fue hasta ella y, mientras la aporreaba con uno de los revólveres, exigió que le diesen de beber.

La puerta seguía inalterable, cogió un trozo de papel del suelo de tablones y lo clavó al marco con una navaja. Después, cargado de desprecio, le dio la espalda al popular establecimiento y, tras caminar hasta el lado opuesto de la calle y girarse sobre los talones con rapidez y agilidad, disparó al trozo de papel. No hizo blanco por media pulgada. Se maldijo a sí mismo y se alejó. Luego descargó su fusilería como si nada sobre las ventanas de su mejor amigo. El hombre estaba jugando con esta ciudad. Para él no era más que un juguete.

Aun así, nadie lo retaba a batirse en duelo. El nombre de su viejo antagonista, Jack Potter, se le vino a la cabeza, y llegó a la conclusión de que sería una idea fantástica ir hasta la casa de Potter y, a fuerza de bombardearlo, convencerlo para que saliese a pelear. Se movió en la dirección que dictaba su deseo, entonando canciones apaches sobre cabelleras arrancadas.

Cuando llegó, la vivienda de Potter presentaba la misma apacible fachada que el resto de las casas de adobe. Desde una posición estratégica, el hombre lo retó a voz en grito. Pero aquella casa lo contemplaba como lo habría hecho un gran dios de piedra, sin inmutarse. Tras una espera considerable, el hombre se desgañitó lanzando nuevos retos, entremezclados con extraordinarios epítetos.

En ese momento dio comienzo el espectáculo de un hombre que se retorcía con la más implacable de las iras despertada por la inmovilidad de una casa. Bufó contra ella como el viento invernal arremete contra una cabaña de las praderas del norte. A lo lejos podría haberse confundido con el sonido de un tumulto semejante a una batalla entre doscientos mexicanos. Cuando ya no le quedaba más remedio, hacía una pausa para tomar aliento o para volver a cargar los revólveres.

 


[1] Euchred, tal como llama Tennessee a su compañero, es una derivación del juego de naipes euchre y pasó a significar “alguien engañado o desplumado en el juego”. (N. del T.)

[2] Véase nota al pie al final de este relato. (N. del T.)

[3] El compañero de Tennessee quiere decir “finado”; confunde deceased (muerto, fallecido) con diseased (enfermo), dos palabras de morfología y fonética muy similares. (N. del T.)

[4] Deformación dialectal de Jenny, que es en inglés un nombre genérico para la hembra de un burro, un mulo o un asno. (N. del T.)

 


[5] Luck quiere decir “suerte”. (N. del T.)

[6] Roaring significa “algarabía, tumulto”. (N. del T.)


[7] Las palabras y expresiones que aparecen en español en el texto original se resaltan en la traducción con comillas simples. (N. de la T.)

 


[8] El autor hará en lo sucesivo referencia siempre a grados Farenheit, como tradicionalmente se ha usado en los países anglosajones y aún a día de hoy en Estados Unidos. (N. de la T.)


[9] Las palabras y expresiones que aparecen en español en el texto original se resaltan en la traducción con comillas simples. (N. de la T.)

 

I

 

 

 

El Hotel Palace de Fort Romper estaba pintado de un azul claro, el tono que tienen las patas de una especie de garza y que delata su posición en cualquier entorno. El Palace, pues, estaba siempre chillando y aullando de un modo que confería al deslumbrante paisaje invernal de Nebraska una mera apariencia de silencio gris y pantanoso. Se alzaba señero en la pradera y, cuando nevaba, la ciudad, a doscientos metros de distancia, no era visible. Pero cuando el viajero se apeaba en la estación de tren estaba obligado a pasar por delante del Palace antes de llegar al conjunto de casas bajas de tablones que formaban Fort Romper, y era impensable que cruzase por el hotel sin mirarlo. Pat Scully, el propietario, había demostrado ser un maestro de la estrategia cuando eligió las pinturas. Es cierto que los días claros, cuando los grandes expresos transcontinentales, largas hileras de Pullmans oscilantes, atravesaban a gran velocidad Fort Romper, los pasajeros miraban el hotel apabullados, y quienes conocen los tojos parduscos y las subdivisiones de los verdes oscuros del este expresaban riéndose vergüenza, compasión y horror. Pero para los habitantes de aquella ciudad de la pradera y las personas que recalaban allí normalmente, Pat Scully había realizado una proeza. Ante aquella opulencia y esplendor, los credos, clases, egoísmos que día tras día cruzaban Romper sobre los raíles no tenían ningún color en común.

Como si las delicias a la vista de un hotel azul semejante no fueran lo bastante atrayentes, Scully tenía por costumbre ir todas las mañanas y los atardeceres al encuentro de los trenes pausados que se detenían en Romper y desplegar su seducción sobre cualquier hombre al que viese titubear con un maletín en la mano.

 

Una mañana en que una locomotora con una capa de nieve arrastró hasta la estación su larga ristra de vagones de carga y el único vagón de pasajeros, Scully logró el prodigio de captar a tres clientes. Uno era un sueco tembloroso y de vista aguda, con una maleta grande, reluciente y barata; otro era un vaquero alto y atezado que se dirigía a un rancho cerca de la línea Dakota; el tercero era un hombrecillo silencioso procedente del este, que no lo parecía y no lo declaraba. Scully los hizo prácticamente prisioneros. Era tan ágil, alegre y amable que los tres probablemente pensaron que sería el colmo de la brutalidad tratar de escabullirse. Recorrieron fatigosamente las crujientes aceras de tablones en pos del afanoso y pequeño irlandés. Llevaba un pesado gorro de piel encasquetado tan firmemente en la cabeza que de ella asomaban las dos orejas coloradas y rígidas, como si fueran de estaño.

Scully, concienzudamente, con una bulliciosa hospitalidad, los guió por fin a través de los portales del hotel azul. El espacio en el que entraron era reducido. Parecía simplemente un templo idóneo para una estufa enorme que zumbaba en el centro con una divina virulencia. En diversos puntos de su superficie, el hierro se había vuelto luminoso y brillaba, amarillo, a causa del calor. Junto a la estufa, el hijo de Scully, Johnnie, estaba jugando al High-Five con un viejo granjero de patillas grises y rojizas. Estaban discutiendo. Con frecuencia el granjero volvía la cabeza hacia un cajón de serrín –de color marrón por el jugo del tabaco– que había detrás de la estufa y escupía con un aire de gran impaciencia e irritación. Scully aniquiló la partida de cartas con una floritura de palabras en voz alta y empujó a su hijo al piso de arriba con parte del equipaje de los nuevos huéspedes. Él los condujo a tres lavabos con el agua más fría del mundo. El vaquero y el hombre del este se abrillantaron con ella hasta adquirir un vivo tono colorado que parecía el de un metal pulido. El sueco, sin embargo, se limitó a bañar los dedos con mucho tiento y temor. Fue un hecho notable que por medio de esta serie de pequeñas ceremonias los tres viajeros llegaran a convencerse de que Scully era muy benévolo. Les estaba prestando grandes servicios. Entregó la toalla a uno tras otro con un aire de impulso filantrópico.

A continuación fueron a la primera habitación y, sentados alrededor de la estufa, escucharon los gritos que Scully dirigía a sus hijas, ocupadas en preparar el almuerzo. Ellos reflexionaban en el silencio de hombres curtidos que se comportan precavidamente entre gente extraña. No obstante, el viejo granjero, inmóvil, invencible en su silla, cerca de la parte más caliente de la estufa, apartaba la cara con frecuencia del cajón de serrín y dedicaba un entusiasta lugar común a los forasteros. Únicamente le respondían el vaquero o el hombre del este con frases cortas pero adecuadas. El sueco no decía nada. Parecía entretenerse en furtivas evaluaciones de cada hombre en la habitación. Uno habría pensado que poseía el sentido de tonta suspicacia que acompaña a la culpa. Parecía un hombre muy asustado.

Más tarde, durante la comida, habló un poco, encaminando la conversación exclusivamente hacia Scully. Manifestó que procedía de Nueva York, donde había trabajado diez años de sastre. Estos datos le parecieron fascinantes a Scully. El sueco hizo preguntas sobre las cosechas y el precio de la mano de obra. Apenas parecía escuchar las largas explicaciones de Scully. Sus ojos seguían errando de un hombre a otro.

Por fin, con una risa y un guiño, dijo que algunas de aquella comunidades del oeste eran muy peligrosas; y tras esta declaración enderezó las piernas por debajo de la mesa, ladeó la cabeza y volvió a reírse muy fuerte. Era evidente que lo que decía no tenía sentido para ellos. Lo miraban interrogantes y en silencio.

 

II

 

 

 

Cuando los hombres regresaron pesadamente a la habitación de la fachada, las dos ventanitas ofrecían vistas de un turbulento mar de nieve. Los enormes brazos del viento intentaban –poderosos, circulares, vanos– abrazar los copos según caían. El poste de una puerta, semejante a un hombre inmóvil con la cara pálida, parecía horrorizado en medio de aquel derroche de violencia. Con una voz jovial, Johnnie, el hijo de Scully, anunció la presencia de una ventisca. Los huéspedes del hotel azul, encendiendo sus pipas, asintieron con gruñidos de perezosa satisfacción masculina. Ninguna isla del mar podía estar más aislada que aquel cuartito donde zumbaba la estufa. Johnnie, el hijo de Scully, con un tono que delataba su opinión sobre su propia destreza como jugador de cartas, desafió a una partida de High-Five al viejo granjero de patillas rojizas y grises. El granjero aceptó con una burla despectiva y agria. Se sentaron cerca de la estufa y encajaron las rodillas debajo de un amplio tablero. El vaquero y el del este observaron con interés la partida. El sueco permaneció aparte, cerca de la ventana, pero su semblante mostraba indicios de una agitación inexplicable.

Una nueva disputa puso fin de repente a la partida de Johnnie y el granjero. El viejo se levantó lanzando una mirada de acalorado desprecio a su adversario. Se abrochó el abrigo lentamente y salió de la habitación con una dignidad majestuosa. El sueco se rio, en medio del discreto silencio de los presentes. Su risa sonó algo pueril. Para entonces los demás ya empezaban a mirarlo con recelo, como si quisieran indagar qué le pasaba.

 

Jocosamente se entabló otra partida. El vaquero se ofreció a formar pareja con Johnnie y todos se volvieron para pedir al sueco que participara junto con el hombrecillo del este. Hizo algunas preguntas sobre el juego y al saber que tenía muchos nombres, y que lo había jugado cuando se llamaba de otro modo, aceptó la invitación. Avanzó nerviosamente hacia los demás, como si esperase que lo agredieran. Por último, sentado, miró todas las caras y soltó una risa estridente. Fue una risa tan extraña que el del este alzó la vista rápidamente, el vaquero se quedó absorto y boquiabierto y Johnnie hizo una pausa, sosteniendo las cartas con los dedos rígidos.

Hubo un breve silencio. Después, Johnnie dijo:

–Bueno, empecemos. ¡En marcha!

Movieron las sillas hacia delante hasta que las rodillas de todos se apiñaron debajo del tablero. Empezaron a jugar tan concentrados que se olvidaron de la actitud del sueco.

El vaquero era un maestro de los naipes. Cada vez que tenía cartas altas las soltaba una por una, con un golpe resonante y una fuerza enorme, sobre la mesa improvisada, y recogía las bazas con un aire jubiloso de proeza y orgullo que estremecía de indignación el ánimo de sus adversarios. La presencia de un maestro consumado garantiza una partida intensa. En los rostros del sueco y su compañero se pintaba la desdicha cada vez que el vaquero estampaba contra el tablero sus ases y sus reyes mientras Johnnie, con regocijo en los ojos, no paraba de reírse entre dientes.

El juego era tan absorbente que nadie reparó a los extraños manejos del sueco. Prestaban una atención estricta a la partida. Finalmente, durante la tregua de un reparto de cartas, el sueco se dirigió de pronto a Johnnie:

–Supongo que han matado a muchos hombres en esta habitación.

Los demás lo miraron con la boca abierta.

–¿De qué diablos está hablando? –dijo Johnnie.

El sueco volvió a soltar su risa insolente, compuesta de una mezcla de falsa valentía y desafío.

–Oh, usted sabe muy bien a qué me refiero –respondió.

–¡Si digo que lo sé, miento! –protestó Johnnie. La partida se detuvo y todos clavaron la mirada en el sueco. Sin duda Johnnie pensó que como hijo del dueño debía formular una pregunta directa.

–A ver, ¿adónde va a parar, señor? –dijo. El sueco le guiñó un ojo. Fue un guiño lleno de astucia. Tamborileó con los dedos en el borde del tablero.

–Ah, a lo mejor cree que no he viajado por ahí. ¿Quizá cree que soy un novato?

–No sé nada de usted –respondió Johnnie–, y me importa un bledo dónde haya estado. Lo único que digo es que no sé qué insinúa. Nunca han matado a nadie en esta habitación.

Habló entonces el vaquero, que no había apartado los ojos del sueco.

–¿Qué le pasa a usted, señor?

Era evidente que el sueco pensó que se enfrentaba a una temible amenaza. Se estremeció y se le blanquearon las comisuras de los labios. Lanzó una mirada suplicante hacia el hombrecillo del este. Mientras lo hacía mantuvo su aire de bravucón.

–Dicen que no saben de qué hablo –comentó burlonamente al hombre del este.

Este le contestó al cabo de una reflexión prolongada y cautelosa.

–No le comprendo –dijo, impasible.

El sueco hizo entonces un gesto dando a entender que le traicionaba el único de quien esperaba comprensión, además de apoyo.

–Ah, ya veo que todos están contra mí. Ya veo.

El vaquero estaba sumido en una profunda estupefacción.

–Oiga –gritó, al propio tiempo en que estrellaba furioso la baraja contra el tablero–. Oiga, ¿qué pretende, eh?

El sueco se levantó como un resorte, con la celeridad de quien huye de una serpiente en el suelo.

–¡No quiero pelear! –gritó–. ¡No quiero pelear!

El vaquero estiró sus largas piernas con indolencia y premeditación. Tenía las manos metidas en los bolsillos. Escupió en la caja de serrín.

–¿Y quién demonios quiere? –preguntó.

El sueco retrocedió rápidamente hacia un rincón de la habitación. Extendió las manos delante del pecho para protegerse, pero estaba claro que se esforzaba en controlar el miedo.

–Caballeros –dijo, con la voz temblorosa–, ¡supongo que van a matarme antes de que pueda salir de esta casa!

Sus ojos tenían la expresión de un cisne moribundo. A través de las ventanas se veía la nieve que se azulaba a la sombra del crepúsculo. El viento retumbaba en la casa y algunos objetos sueltos batían regularmente contra sus tablones como si un espíritu los bamboleara.

Se abrió una puerta y entró el propio Scully. Se detuvo, sorprendido, al ver la trágica actitud del sueco. Después dijo:

–¿Qué ocurre aquí?

El sueco se apresuró a responderle, acuciantemente:

–Estos hombres van a matarme.

–¡Matarlo! –exclamó Scully–. ¡Matarlo! ¿Qué está diciendo?

El sueco hizo un gesto de mártir.

Scully se volvió, severo, hacia su hijo.

–¿Qué pasa aquí, Johnnie?

El chico se había puesto hosco.

–Que me aspen si lo sé –respondió–. No entiendo nada. –Empezó a barajar las cartas, a juntarlas con un fuerte chasquido–: Dice algo como que en esta habitación han matado a muchos hombres. No sé qué le pasa. Está loco, no me extrañaría.

Scully pidió entonces una explicación al vaquero, que se limitó a encogerse de hombros.

–¿Matarlo? –repitió Scully al sueco–. ¿Matarlo? Oiga, usted no está en sus cabales.

–Ah, lo sé –contestó el sueco–. Sé lo que va a ocurrir. Sí, estoy loco, sí. Sí, por supuesto, sí. Pero sé una cosa –En su rostro convivía una mezcla de aflicción sudorosa y de terror–: Sé que no saldré vivo de aquí.

El vaquero respiró hondo, como si su mente estuviese atravesando los últimos estadios de desintegración. “Bueno, que me parta un rayo”, susurró para sí mismo.

Scully se volvió de pronto y encaró a su hijo:

–¡Has estado molestando a este hombre!

En la voz de Johnnie resonó una intensa protesta.

–Vaya por Dios, yo no le he hecho nada.

El sueco intervino:

–Caballeros, no se apuren. Me iré de esta casa. Me iré porque... –Los acusó con su dramática mirada–, porque no quiero que me maten.

Scully estaba enfurecido con su hijo.

–¿Vas a decirme qué está pasando, granuja? ¿Qué pasa aquí, veamos? ¡Contesta!

–¡Maldita sea! –gritó Johnnie, agobiado–. Te he dicho que no lo sé. Dice... él dice que queremos matarlo, es lo único que sé. No sé qué le pasa.

El sueco seguía repitiendo:

–No se preocupe, señor Scully, no se preocupe. Me iré de esta casa. Me iré porque no quiero que me maten. Sí, por supuesto, estoy loco, sí. ¡Pero sé una cosa! Me iré. Me iré de esta casa. No se preocupe, señor Scully, no se preocupe. Me marcharé.

–No se irá –dijo Scully–. No se irá hasta que yo sepa la razón de este conflicto. Si alguien lo ha molestado me ocuparé de él. Esta es mi casa. Bajo mi techo no permitiré que molesten a un hombre pacífico.

Lanzó una mirada terrible a Johnnie, al vaquero y al hombre del este.

–No se preocupe, señor Scully, no se preocupe. Me iré. No quiero que me maten.

El sueco se dirigió hacia la puerta que daba a la escalera. Era evidente que tenía la intención de recoger de inmediato su equipaje.

–No, no –gritó Scully, perentoriamente, pero el hombre empalidecido pasó de largo junto a él y desapareció.

–¿Y ahora qué hace este hombre? –dijo severamente Scully.

Johnnie y el vaquero exclamaron al unísono:

–No sé, ¡nosotros no le hemos hecho nada!

La mirada de Scully era fría.

–¿Nada? –dijo.

Johnnie lo juró por alguien de mucho respeto.

–Te digo que es el chiflado más grande que he visto nunca. No le hemos hecho nada de nada. Estábamos aquí jugando a las cartas y él...

El padre de pronto le habló al hombre del este.

–Señor Blanc, ¿qué han hecho estos chicos?

El señor Blanc reflexionó de nuevo.

–No he visto nada malo –dijo por fin, lentamente.

Scully empezó a chillar.

–¿Pero qué hace ese hombre? –Miró ferozmente a su hijo–. Voy a azotarte por esto, chico.

Johnnie se puso frenético.

–Pero ¿qué he hecho yo? –vociferó a su padre.

 

III

 

 

 

–Creo que se han quedado mudos –dijo Scully finalmente a su hijo, al vaquero y a Blanc y, tras esta frase despectiva, salió de la habitación.

Arriba, el sueco estaba atando rápidamente las correas de su maletón. En un momento en que estaba medio de espaldas a la puerta, oyó un ruido, y al girarse se sobresaltó y profirió un fuerte grito. El rostro arrugado de Scully apareció sombríamente a la luz de la lamparilla que llevaba. Su resplandor amarillo, proyectado hacia lo alto, coloreaba solo sus facciones prominentes y dejaba sus ojos, por ejemplo, en una sombra misteriosa. Parecía un asesino.

–¡Hombre, hombre! –exclamó–. ¿Ha perdido la chaveta?

–¡Oh, no! ¡Oh, no! –replicó el otro–. Hay gente en este mundo que sabe casi tanto como usted... ¿me ha comprendido?

Por un instante se miraron fijamente el uno al otro. En las mejillas del sueco, mortalmente pálido, relucían dos puntos carmesíes, con los bordes muy marcados, como si se los hubieran pintado cuidadosamente. Scuffy depositó la luz sobre la mesa y se sentó en el borde de la cama. Dijo, meditabundo:

–Maldita sea, no he oído en mi vida una cosa semejante. Es un verdadero embrollo. No acierto a entender cómo se le ha metido esa idea en la mollera.

Poco después alzó la vista y preguntó:

–¿Y ha pensado de verdad que iban a matarlo?

El sueco escrutó al viejo como si quisiera leerle el pensamiento.

–Sí –dijo finalmente. Obviamente sospechaba que esta respuesta podría provocar un estallido. Mientras tiraba de una correa le temblaba todo el brazo y el codo le tiritaba como un pedazo de papel.

Scully descargó con la mano un golpe imponente contra el pie de la cama.

–Escuche, señor, en primavera vamos a tener una línea de tranvías eléctricos en esta ciudad.

–Una línea de tranvías eléctricos –repitió, estúpidamente.

–Y van a construir una nueva vía férrea desde Broken Arm hasta aquí. Por no hablar de las cuatro iglesias y la fantástica escuela de ladrillo. Y además también está la fábrica grande. Caray, dentro de dos años Romper será una me-tró-po-li.

Al acabar de preparar el equipaje, el sueco se enderezó.

–¿Cuánto le debo, señor Scully? –dijo, con un súbito vigor.

–No me debe nada –dijo el viejo, enfadado.

–Sí le debo –repuso el sueco. Sacó setenta y cinco centavos del bolsillo y se los tendió a Scully, pero él chasqueó los dedos, a modo de desdeñoso rechazo. Sucedió, sin embargo, que los dos se quedaron mirando de un modo extraño a las tres monedas de plata en la palma abierta del viajero.

–No acepto su dinero –dijo Scully por fin–. No después de lo que ha ocurrido aquí.

Entonces pareció concebir un plan.

–Venga –exclamó, recogiendo la lámpara, y se encaminó a la puerta–. ¡Venga! Venga conmigo un minuto.

–No –dijo el otro, profundamente alarmado.

–¡Sí! –le apremió el anciano–. ¡Vamos! Quiero que venga a ver una foto en mi habitación, al otro lado del pasillo.

El sueco debió de pensar que había llegado su última hora. Dejó caer la mandíbula y se le vieron los dientes, como a un muerto. Al final siguió a Scully al otro lado del pasillo, pero caminaba como si arrastrara unos grilletes.

Scully alumbró con la lámpara un espacio en lo alto de la pared de su alcoba. Iluminó una fotografía ridícula de una niña. Estaba recostada en una barandilla magníficamente ornamentada, y destacaba su formidable flequillo. La figura era tan elegante como el palo vertical de un trineo y, además, era de color plomo.

–Mire –dijo Scully, con ternura–. Es la foto de mi niña, que murió. Se llamaba Carrie. ¡Tenía el pelo más bonito nunca visto! Yo la quería tanto, era...

Al volverse vio que el sueco no contemplaba la foto, sino que, por el contrario, vigilaba atentamente la penumbra a su espalda.

whisky

Su primera maniobra fue levantarla a la luz. Visiblemente tranquilizado porque nadie la había manipulado, se la tendió al sueco con un ademán generoso.

Pusilánime, el sueco estuvo a punto de asir ávidamente aquel recipiente que infundía fortaleza, pero de pronto retiró bruscamente la mano y lanzó una mirada horrorizada a Scully.

–Beba –dijo el viejo, afectuosamente. Se había puesto en pie y ahora estaba plantado frente al sueco.

Hubo un silencio. Después Scully repitió: “¡Beba!”.

El otro se rio, descontrolado. Agarró la botella, se la llevó a la boca y cuando sus labios se curvaron absurdamente alrededor del cuello de la botella y el líquido pasó por su garganta, fijó una mirada feroz de odio en la cara del anciano.