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Akal / Anverso

Esteban Hernández

El tiempo pervertido

Derecha e izquierda en el siglo XXI

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Este brillante ensayo analiza cómo hacer política en una época de incertidumbres en la que la confianza en el futuro se ha perdido, en la que las revoluciones conservadoras trastornan el orden político y en donde el liberalismo y la socialdemocracia tradicionales apenas si consiguen mantenerse en pie. El tiempo pervertido analiza quiénes ganan y quiénes pierden en este nuevo orden político y social, cómo se está reconstruyendo el capitalismo, qué nuevas fuerzas políticas está produciendo y quién sacará partido de todo ello. Mediante un análisis descarnado, privado de justificaciones puramente ideológicas, y atento a los cambios subterráneos, Esteban Hernández se pregunta, ante todo, qué hacer en este momento histórico en el que todo lo sólido vuelve a desvanecerse en el aire.

«Esteban Hernández hurga en el subsuelo, allí donde está el poder y encallan las ideologías.» JOSEP RAMONEDA

«Una lectura necesaria en tiempos de incertidumbre e inestabilidad.» CLARA RAMAS

«Un manual de intervención inmediata imprescindible para la planificación política del momento.» FERNANDO BRONCANO

«Hernández tiene la notable habilidad de narrar la crónica de la batalla ideológica mientras esta se libra de espaldas a la mayoría.» DANIEL BERNABÉ

«Un libro que debería ser de obligada lectura para todo el espectro político del país.» MANUEL ESCUDERO

«Esteban Hernández es una brújula infalible para salir del laberinto posmoderno en que se pierde la izquierda». JUAN SOTO IVARS

«El tiempo pervertido nos proporciona una brillante reflexión sobre nuestra inédita desconfianza en el futuro.» SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ

Esteban Hernández es periodista de El Confidencial. Analista político de referencia, es autor de El fin de la clase media (2014), Nosotros o el caos: así es la derecha que viene: Un análisis del nuevo conservadurismo en la empresa y en la política (2015) y Los límites del deseo. Instrucciones de uso del capitalismo del siglo XXI (2016).

«¿Quién gobernará el futuro? La respuesta no está en los discursos y en las proclamas sino en lo que estos esconden. Esteban Hernández hurga en el subsuelo, donde está el poder y encallan las ideologías.»

Josep Ramoneda

«En este provocador ensayo, Esteban Hernández nos obliga a reflexionar respecto de las expectativas frustradas del futuro y las angustias del presente, que tanto peso ganan en la política actual. Una lectura necesaria en tiempos de incertidumbre e inestabilidad.»

Clara Ramas

«Esteban Hernández dibuja con tanta lucidez como desgarro las líneas de fuga del mundo contemporáneo, sometido a una cuarta revolución neoconservadora que responde al fin de la globalización y el comienzo de la geopolítica de los grandes poderes. La izquierda (mundial, europea, española), sin embargo, sigue atada a un guión que fue escrito para un mundo que ha desaparecido. Un manual de intervención inmediata imprescindible para la planificación política del momento.»

Fernando Broncano

«Hernández tiene la notable habilidad de narrar la crónica de la batalla ideológica mientras esta se libra de espaldas a la mayoría. Este libro funciona a modo de cartografía de nuestro presente, pero sobre todo de mapa de un futuro inmediato en el que el panorama político cambiará irremisiblemente».

Daniel Bernabé

«Esteban Hernandez, uno de los pensadores progresistas más lúcidos e inspiradores en el panorama español, se asoma al abismo de las ideologías con su mirada sin compromiso, una mirada que no renuncia a los conceptos de izquierda y derecha, pero explora su significado a estas alturas del siglo XXI. El resultado es una guía inspiradora en los tiempos de encrucijada que vivimos. Un libro que debería ser de obligada lectura para todo el espectro político del país.»

Manuel Escudero

«Esteban Hernández es una brújula infalible para salir del laberinto posmoderno en que se pierde la izquierda, porque sabe dónde está el poder y cómo se las apaña para no ser visto».

Juan Soto Ivars

«En un mundo confuso, en el que derecha a izquierda, conservar o progresar, ya no son espacios comprensibles, El tiempo pervertido, de Esteban Hernández, nos proporciona una brillante reflexión sobre nuestra inédita desconfianza en el futuro. El libro de Hernández es a la vez una obra de historia y de ensayo, que nos coloca ante la evidencia de que se terminó un mundo que creía en el progreso tranquilo o en la modernización de viejos referentes. Con una prosa precisa, el autor nos lleva a través de un mundo lleno de señales de alarma.»

Soledad Gallego-Díaz

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Antonio Huelva Guerrero

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© Esteban Hernández, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4691-2

Prólogo

Este es un libro obligado. Me lo debía desde el momento en que fui consciente de que estaba viviendo una fantasía. Vi en los ojos de mis padres lo que suponían las prolongadas jornadas laborales, la continua preocupación por salir adelante, el esfuerzo incesante por la subsistencia y pensé que mi vida podía ser distinta. Como adolescente cuya educación sentimental se construye con Springsteen y The Clash, entre las pequeñas epopeyas de asfalto y la altivez que impugnaba lo establecido, deseaba encontrar un destino diferente del de pasar horas y horas en el trabajo y llegar a casa cargado de preocupaciones. Estábamos en otra época, pensaba, una que me iba a permitir forjarme mi propia vida, fuera eso lo que fuese, en la que las obligaciones salariales no determinarían mi tiempo de un modo radical y en la que pudiese sentirme un poco más libre. Para cuando nacieron mis hijos estaba trabajando de freelance y los días de descanso con los que contaba al año eran cuatro en Semana Santa y quince en verano. Los fines de semana y los festivos también estaba encadenado al ordenador, mirando de vez en cuando el horizonte por la ventana y pensando que la vida estaba ahí fuera, en algún lugar; adivinando algo al fondo que nunca podría tocar. Mis circunstancias objetivas han variado en alguna medida, pero conservo esa sensación, y supongo que así será en lo me quede de existencia, porque las cosas no tienen pinta de mejorar.

He escuchado a muchas personas de edades muy diferentes describir un sentimiento similar, de parálisis, de frustración, de ruptura de expectativas, de percibirse anclados en una situación de difícil salida. Provienen de distintas extracciones sociales y sus esperanzas y sus realidades son también dispares. Pero casi todos ellos se han acostumbrado a lidiar con la incertidumbre y las discontinuidades y se han adaptado a esa vida contingente; están a lo que hay y no piensan demasiado en lo que vendrá. Sin embargo, cada vez que verbalizan este tipo de sentimientos se suelen encontrar con un par de insistentes refutaciones. De una parte, están quienes subrayan que la nuestra es una época complicada (a causa sobre todo de los políticos), pero los tiempos que vienen serán mucho mejores. Estamos en un instante de cambio que, una vez atravesado, nos llevará a un mundo más satisfactorio. La tecnología, la innovación y las nuevas formas organizativas abren posibilidades enormes y debemos estar dispuestos a aprovecharlas. Eso supone adaptarse, prepararse y enfocarse, y no responder adecuadamente en ese plano explica las expectativas fracasadas. La segunda es más prosaica y señala con el dedo a las esperanzas defraudadas de la clase media, que son parte de un pasado que debe olvidarse, alimentado por personas con mentalidad obsoleta. Unos dicen que el deseo de vivir una existencia en la que se cuente con alguna capacidad de autodeterminación se cumplirá en el futuro siempre y cuando se hagan sacrificios en el presente, y otros simplemente desdeñan estos argumentos como si fueran proferidos por gente que ha desaparecido en el pozo de la historia pero que aún no es consciente de ello.

Presenté mi segundo ensayo en una librería cercana al bar en el que mi padre comenzó a trabajar cuando vino a Madrid, situado en una zona céntrica ahora de moda. En aquella época era usual compartir vivienda porque la capital no había podido absorber la gran cantidad de personas que habían llegado a la ciudad atraídas por el creciente número de puestos de trabajo. En su barrio había numerosas familias con hijos pequeños que se veían obligadas a compartir piso con derecho a cocina, ya que el parque de viviendas era escaso y los precios de las existentes resultaban prohibitivos. Hoy esos mismos pisos están destinados al alquiler, continúan siendo caros y muchos son compartidos. Ya no los ocupan emigrantes del interior de España que buscan su lugar entre el neón, sino ese tipo de gente que mira con suficiencia a quienes no se han acomodado a las exigencias del futuro o la que responsabiliza al obsoleto clasemedianismo de muchos de los males sociales.

Es una paradoja más de una época en la que la gran mayoría de la gente tiene menos poder de decisión, cuyas opciones vitales disminuyen y que al mismo tiempo que amplían los espacios en los que puede moverse, ve cómo se reducen sus posibilidades de ascender algún peldaño en la escalera social. Sin embargo, domina la convicción de que el mundo es más libre, que estamos avanzando continuamente y que las posibilidades de elegir cómo será nuestra vida han aumentado en gran medida. Y pensé que me debía una explicación acerca de cómo era posible que ese futuro potencialmente brillante nunca llegue, que el presente se estreche y que el pasado sea sinónimo de todo lo que va mal en el mundo.

El texto también responde a otra clase de deuda personal. Después de tanto tiempo incidiendo a través de artículos de prensa diaria en los problemas de análisis, en la falta de comprensión del mundo contemporáneo y en las contradicciones en que las izquierdas y las derechas oficiales caen permanentemente, me sentía en la obligación de explicar el punto de partida y de fijar el terreno concreto desde el cual se emiten esas críticas, también para quedar sujeto a ellas. Todo lo relacionado con la palabra escrita es hoy completamente secundario en cuanto a relevancia social y por tanto quizá sea un asunto sin importancia, pero sigo creyendo en que un libro es el mejor camino para ayudarnos a comprender lo que pasa ahí fuera, acercarnos más a la realidad y establecer un diálogo en el que puedan encontrarse puntos de coincidencia y de reunión. Quería participar activamente en el debate y este ensayo responde a esa intención.

He tratado de cumplir este deber para conmigo mismo subrayando algunos aspectos que apenas son objeto de atención a pesar de su vigencia. Por algún motivo, existe una gran dificultad para entender cómo se ha reconstruido el capitalismo, cuál es su estructura de clase, de dónde y cómo obtiene sus recursos, y quiénes salen ganando y quiénes perdiendo en el nuevo contexto, pero también para asimilar el giro geopolítico, el nuevo papel de EEUU y China, las tensiones dentro de la UE y el final del mundo hegemónico y unipolar, ese que hemos llamado globalización. A menudo tengo la sensación de que las transformaciones que están alterando nuestra vida diaria y nuestras opciones de futuro, y que han dado forma a las nuevas fuerzas políticas que atraviesan Occidente, son pasadas por alto mediante interpretaciones demasiado deudoras de las tradiciones ideológicas. Son muy sorprendentes las dificultades del materialismo contemporáneo para comprender las revoluciones conservadoras, fenómenos que no encajan del todo en la izquierda y en la derecha tradicionales, que juegan con la hibridez, que mezclan lo económico y lo cultural y que son las grandes triunfadoras políticas y sociales de los últimos cuarenta años. Del mismo modo, resulta peculiar cómo desde la derecha liberal se utilizan discursos relacionados con la libertad y la seguridad, mientras que en la aplicación de sus planes prima el materialismo de una manera insistente.

Escribir este libro es también una impugnación a una manera de entender la política y la sociedad que está dando forma a un espacio público reaccionario. La sociedad se ha parcelado en grupos que establecen límites muy estrechos acerca de lo que puede ser dicho y lo que no, y que atacan con prontitud y determinación a quienes se salen de los márgenes. Se construye así una esfera comunicativa, a menudo amplificada por las nuevas empresas ligadas a lo digital, que no es más que un mero espacio de exhibición de fuerzas y de lucha por el poder, en el que lo sesgado, lo simple y lo interesado se mezclan con demasiada frecuencia. Una sociedad reaccionaria no consiste sólo en un conjunto de creencias, sino que comporta una actitud: la hostilidad hacia quien promueve ideas diferentes. En el fondo, no es más que el rechazo de todos aquellos que no se mueven por motivos instrumentales. Cuando la mayoría de las opiniones circulantes se sustancian en dar la razón a quienes detentan el poder, a quienes pueden proporcionar ventajas a la hora de realizar aspiraciones personales o a quienes pueden proveer de reconocimiento simbólico o material, salirse del carril suele ser un problema. En Los límites del deseo señalé esta situación afirmando que no escribía para nadie: que no hay un grupo de referencia, una corriente de opinión, un partido o un colectivo al que pretenda contentar y que me resulta irrelevante si encaja o no con su pensamiento o si aumentan o disminuyen las cuotas de poder internas que intentan preservar o ampliar. La tarea del pensador no es ser complaciente, para eso está buena parte de la prensa y de la academia. Escribir un libro, en mi caso, como en el de tantas otras personas, supone robarle horas al sueño y a la gente a la que quiero, de manera que no tengo intención de malgastar ese tiempo precioso en cálculos instrumentales. Y esta actitud la creo indispensable en un momento como el presente, en el que se denomina talento, con enorme ligereza, a repetir de un modo más brillante, ingenioso o novedoso las ideas de otros, en especial las de quienes tienen el poder.

Este es también el motivo que lleva a que el libro carezca de gráficos, a que haya intentado utilizar el menor número de datos posible y a que las citas se limiten a los casos en que realmente quedan justificadas. Todos ellos son instrumentos útiles y necesarios para comprender la realidad social, pero su uso excesivo oscurece mucho más que clarifica. A menudo esta sobrecarga obedece a gestos politizados: cuando la derecha quiere imponer un argumento emplea un gráfico y cuando lo hace la izquierda exhibe una cita. El problema es que ambas no pretenden más que ratificar sus posiciones previas y rebuscan hasta encontrar aquello que las refuerza. No suelen ser recursos para analizar mejor lo que está ahí fuera, sino instrumentos privados de su sentido que se pretenden intocables. Cuando se sustituye la verdad por las probabilidades, y estas por un modo de medición poco articulado, no tenemos más que un montón de pensadores que producen conocimiento irrelevante o, más habitualmente, que benefician a quienes poseen el poder y los recursos. Y lo mismo ocurre cuando se llama pensamiento a reordenar las palabras de otros sin situarlas en el contexto contemporáneo. La realidad social es muy difícil de capturar y necesitamos todos los instrumentos para acercarnos un poco a ella, de modo que considerar que con medios limitados e imperfectos conocemos con precisión qué está ocurriendo es una pretensión que conviene rebajar. Ese exceso esconde la fragilidad de sus instrumentos y la debilidad de sus puntos de partida, al mismo tiempo que ocluye las ideas. Ya no es dado pensar si lo expuesto no viene soportado por un conjunto de cifras o por un montón de entrecomillados, y eso es un problema mucho más grave de lo que parece.

Llegados a este punto, creo necesarias dos puntualizaciones para comprender mejor el texto. Como señalo a lo largo de él, la utilización que se hace del término conservador no tiene que ver ni con una acepción clásica, la de quien observa los cambios sociales con notable prevención, ni con el más usual hoy, el ligado a esas personas que conservan el amor por el franquismo y la extrema derecha en su corazón, aunque se digan demócratas. Es un concepto más radical, pero también y desde mi perspectiva, más ajustado a una realidad que es arrebatadora, que empuja con insistencia hacia el futuro y que no mira atrás. Este elemento ambiguo es central a la hora de comprender cómo la línea del tiempo está fracturada en muchos sentidos y cómo esa quiebra ha ayudado a reestructurar nuestra sociedad en un modo desfavorable para la mayoría de la gente.

La segunda aclaración tiene que ver con una aparente ausencia, la de la mujer como fuerza política. No dedicarle un espacio en el libro implica, de antemano, obviar una de las revoluciones más importantes de la época. Pero mi intención es estudiar las transformaciones que están en marcha y que son instigadas desde una clase concreta de sistema, y en este sentido, como en otros, el papel de la mujer es mucho más secundario de lo que se nos intenta hacer ver. Si aquello en lo que vivimos se autodenomina capitalismo y no otra cosa, es porque el centro está situado en los recursos y en las distintas maneras de obtenerlos, y por tanto muchos aspectos de la vida política, social, relacional y antropológica le resultan indiferentes. Este es un libro en el que se intenta analizar quiénes, cómo y en qué sentido están promoviendo los cambios que vivimos. Las transformaciones poseen un motor para el cual cuestiones como el machismo o la igualdad son tenidas en cuenta sólo instrumentalmente. De manera que, si la escasa presencia de la mujer supone un motivo de reproche, ahorraos las recriminaciones personales y dirigidlas hacia el asunto en sí mismo en lugar de hacia quien lo enuncia, por favor.

El papel de la mujer en la sociedad del siglo XXI refleja además un tipo de ilusión muy presente en la política, que nada tiene que ver con que el cincuenta por ciento de la sociedad exija muy razonablemente tener los mismos derechos que el otro cincuenta por ciento, algo que es innegable, sino con la idea extraña de cierta izquierda de que esa mitad del género humano será la fuerza del presente y del futuro. Esta visión de la mujer como ejército de reserva de la resistencia no deja de ser peculiar, porque cae en el mismo marco de análisis que se reprocha a los obreristas: del mismo modo que unos creían que la clase trabajadora, por ser la explotada en el capitalismo, estaba destinada a vincularse a la izquierda, y lo siguen creyendo a pesar de que las pruebas en contrario son insistentes, la nueva izquierda cree que las mujeres, por hallarse en una posición subordinada, van a ser el centro de una fuerza mucho más progresista. Eso de que los perdedores se vinculan automáticamente con aquellos que en teoría les ofrece mejores opciones es una ilusión muy presente en la política contemporánea, pero su popularidad no borra el carácter de fantasía. La igualdad es un asunto que debe ser defendido por sí mismo y al margen de los resultados electorales que genere, pero creer en este tipo de ecuaciones demuestra la lejanía de la política contemporánea de muchos de sus principales actores. Desde luego, el capitalismo contemporáneo no se ha equivocado en este punto. El siglo XXI es un mundo de poder, como lo ha sido siempre. Puede sonar feo, hostil y agresivo, pero es lo que hay. Y las formas en que se ejerce, las consecuencias que produce y las resistencias que genera son el centro de este texto.

Pero este escenario de poder, de estructuras rígidas y de lucha cruenta por los beneficios y de estructuras rígidas no determina todo. Una parte importante de la vida son nuestras relaciones, los vínculos que establecemos con los demás sin esperar nada a cambio. Por lo tanto, no puedo dejar de agradecer todo lo que me han dado esas personas (sabéis quiénes sois, nos hemos ido encontrando en los últimos tiempos) que me recuerdan desinteresadamente el lado más relevante de nuestro deambular por este mundo. Nada sería lo mismo sin mis padres, sin mis hijos y, claro está, sin Blanca. Por suerte, el amor sigue siendo una fuerza poderosa, incluso ahora.

capítulo i

LA RESPUESTA ES SÍ

1.1. La línea del tiempo

Aunque nos parezca ya muy lejano, hubo un momento poco tiempo atrás en el que la política era sencilla de comprender. Una línea dividía el mundo en dos concepciones del Estado, en dos formas de organizar y repartir los recursos y de asignar el papel que el ser humano debía jugar en su sistema. Era así a nivel macro, con dos superpotencias enfrentadas, la URSS y EEUU, que pugnaban por el poder territorial y la hegemonía ideológica, dando forma a una tensión que se repetía en el plano nacional y a pequeña escala. Existían clases sociales, dominantes y dominados, poseedores de los medios de producción, clases medias, proletarios, subsunción del pueblo en el partido y tantos otros términos similares que configuraron una época. Pero en nuestro tiempo, ese que asoma tras la desaparición de la socialdemocracia keynesiana que dominó las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, después de la caída del Muro de Berlín, e incluso de un desvanecimiento neoliberal que está dejando su lugar a otro modelo hegemónico, la política ya no se nos aparece tan claramente delimitada. Las palabras izquierda y derecha han cobrado significados diferentes de aquellos que operaban en el pasado reciente y hasta hay quien señala que no tienen sentido en los tiempos nuevos. Los temas que dominan el debate público tienen poco que ver con los precedentes y discutimos sobre los perdedores de la globalización, los nacionalismos, el proteccionismo y el libre comercio, el cambio tecnológico, la digitalización, la inteligencia artificial, los populismos o los autoritarismos emergentes. El orden social occidental está en crisis y en el horizonte que se abre los términos conservador y progresista designan concepciones de la sociedad poco relacionadas, en apariencia, con el marco conceptual que habíamos utilizado. Sin embargo, la vieja división de la sociedad conserva aún su sentido, aunque sea por nuevos caminos. El mayor obstáculo para entender su expresión actual consiste en que o bien seguimos pensando en términos heredados, desde los que intentamos explicar un presente en mutación, o simplemente señalamos su desaparición en un mundo que afirma requerir de otras definiciones. No es así: derecha e izquierda son términos que continúan señalando elementos esenciales en nuestra estructura social, aunque se nos muestren borrados o difuminados por una avalancha de novedades.

A la hora de designar qué significan uno y otro en el siglo XXI sería una tarea inútil tomar como objetivo las esencias e intentar definir un núcleo fijo que se repite de la misma manera en todas las épocas. En parte porque ello alienta discusiones ociosas, cuanto favorece los debates puramente terminológicos, pero también porque dejaría de lado el hecho de que las esencias no existen más que a través de sus expresiones; o, en otras palabras, que los núcleos no son inmóviles. Quizá sea más provechoso, desde una visión de a pie, analizar cómo está operando esta división hoy, qué ideas se ponen en juego y qué fuerzas actúan y definen nuestro mundo. Esta tentativa se puede realizar desde diversos ángulos, todos ellos válidos, pero quizá el más relevante sea el del vínculo con el tiempo, porque es el dominante hoy y por lo ilustradoras que resultan sus contradicciones.

Conservador y progresista son conceptos que han aludido, desde su origen, a distintos modos de relacionarse con el tiempo. Los conservadores son aquellos que se resisten a los avances y fijan diques frente a ellos, puesto que consideran prioritario mantener una realidad bien establecida, anclada en tradiciones y costumbres. Entienden que las innovaciones empujan hacia el deterioro de las estructuras sociales, ya que no suelen distinguir entre lo que debe ser resguardado y lo que debe ser alterado; la civilización es un proceso histórico que ha sedimentado a través de los siglos, por lo que cualquier cambio ha de ponerse entre paréntesis y ser realizado gradualmente y con cautela. Las virtudes atesoradas, en general en forma de costumbres, dan cohesión a una sociedad, de modo que su transformación rápida e irreflexiva desemboca en traumas colectivos. Los progresistas, por el contrario, ven en el mundo como un flujo en continuo avance, y si bien pueden establecer prevenciones respecto de la velocidad excesiva, creen que estamos destinados a seguir dando pasos a través de los cuales sustituimos lo existente por algo mejor, un movimiento que, al fin y al cabo, constituye la historia. Es esa tensión entre lo que el paso del tiempo ha resguardado y lo que debe mejorarse la que está de fondo, y cada una de estas opciones se sitúa a un lado diferente de la línea, apostando por frenar los cambios hasta que demuestren que no son peligrosos socialmente, o por acelerar los procesos para transformar aquello que impide mejores expresiones de los individuos y sus colectivos. Desde hace muchos años conservadurismo y derecha vienen a ser lo mismo, y progresismo e izquierda también.

Ambos marcos de pensamiento contaban con formas más radicales que compartían el punto de partida pero que diferían en su intensidad y velocidad, como eran la reacción y la revolución. La primera colocaba como telón de fondo un pasado idealizado, como si la historia partiera de una situación idílica que hubiera ido corrompiéndose; el revolucionario percibía la potencialidad del futuro y buscaba la realización de sus posibilidades a través de una ruptura brusca que abriera la puerta a esos horizontes que el presente estaba obstruyendo. Unos entendían el pasado no como el origen, sino como la realización casi perfecta del ser humano; los otros encontraban en el porvenir esa concreción última de todas las posibilidades. Así, los reaccionarios trataban no sólo de detener las transformaciones, sino de dar marcha atrás en su búsqueda de un mundo mucho mejor, mientras que los revolucionarios pensaban en la aceleración máxima de los procesos históricos.

Se trazaba así una línea, de un lado de la cual se situaban los conservadores y más al extremo los reaccionarios (la derecha) y del otro los progresistas y un poco más allá los revolucionarios (la izquierda). Esta división, muy marcada en los entornos teóricos, y que permanece como sentido común generalizado, es mucho menos nítida en nuestra realidad, porque dichos marcos se muestran lo suficientemente mezclados en la política contemporánea como para generar notables contradicciones, que a menudo implican un grado elevado de negación de sus puntos de partida teóricos.

1.2. La nueva división

La historia de la política en las últimas décadas del siglo XX, al menos en apariencia, tuvo mucho de combate entre conservadores y progresistas, y en su juego discursivo los marcos históricos fueron comúnmente aceptados. Una derecha pujante ligada a posiciones liberales (o neoliberales) fue abriéndose paso y ganando cuotas de poder a través de una insistente mezcla de elementos económicos y culturales, mientras que la izquierda, en proceso de reconversión, abogaba por nuevas formas de avance social que incidían en la liberación personal. Aunque los asuntos más discutidos continuaban siendo cuestiones típicas de la era fordista, como el trabajo, la redistribución y las prestaciones del Estado del bienestar, una línea subterránea fue tomando forma y moduló los debates sociales de un modo radical.

Poco a poco se trazó una línea divisoria que ya no separaba a los conservadores de los progresistas, sino a ambos de reaccionarios y revolucionarios. Su idea central surgía de la convicción de que era el momento de ponerse a la altura de los tiempos, y eso, en lo político, pasaba por generar sociedades estables, modernas y razonables. Los dirigentes debían cambiar su perspectiva y acoger una función mucho más técnica que ideológica, como era la de gestionar con eficiencia y sentido común los recursos. No era un instante de grandes apuestas, sino de seguir el sendero correcto y hacer lo razonable. Dado que los pueblos ya no querían involuciones ni revoluciones, debían olvidarse de las ideologías fuertes y asentar en la práctica una visión no rupturista del tiempo político. En España esta deriva quizá fuese algo más ostensible que en el resto de Europa, ya que la Transición supuso la condensación en pocos años de los cambios que en países cercanos se desarrollaron durante décadas. El país salía de una época oscura, nos esperaba Europa con los brazos abiertos y debíamos caminar hacia un mundo de mayores libertades y, sobre todo, mucho más avanzado.

En aquel instante la idea dominante en Europa, como en España, era la del progreso tranquilo. Estábamos en camino hacia el futuro, lo que significaba, en primer lugar, combatir ese pasado que trataba de arrastrarnos hacia tentaciones idealistas que se habían revelado peligrosísimas. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta el estalinismo, pasando por los grupos terroristas de los años setenta, las experiencias de tiempos pretéritos venían a subrayar los perjuicios sustanciales a que abocaba la persistencia en las posturas fuertes, por lo que en lugar de perderse en esos laberintos dogmáticos se hacía precisa una visión pragmática que uniese crecimiento económico con avance social. Los dirigentes realizaban su tarea correctamente no cuando perseguían fantasías utópicas, sino cuando se orientaban a que las instituciones políticas dejasen más espacio a las iniciativas individuales, así como a establecer un marco económico que permitiese que las empresas fueran prósperas. Lo importante era el consenso, el enfoque en lo práctico y la gestión eficiente.

Pero esa perspectiva, que se sitúa como el centro de la política, tiene que lidiar con resistencias arraigadas. La principal es un exterior idealista que sigue anclado en viejas fórmulas y que quiere arrastrar a la sociedad hacia enfrentamientos doctrinarios. Las posiciones ligadas a las viejas ideologías comienzan a perder peso, como si constituyeran un lastre que debemos arrojar al pozo de la historia si queremos tener una vida mejor. Los partidos, y especialmente los mayoritarios, viven en su interior esa tensión que opone una corriente moderna, integradora y adaptada a los tiempos, con sus extremos, que siguen fijados en los rasgos ideológicos. Cada formación trata de obviar, modernizándolo, su viejo referente: en el caso de los conservadores, un pasado autoritario; en el de los socialistas, la socialdemocracia fordista; en los comunistas, su marxismo. La modernización les empujaba a separarse de sus raíces, de modo que las formaciones conservadoras abrazaron el liberalismo, que en otros instantes fue su enemigo; los socialistas perdieron de vista la socialdemocracia de los años sesenta y setenta, que les había hecho crecer, y dieron forma a varias terceras vías que priorizaron los enfoques liberales en la economía; los comunistas tomaron distancia a través de las nuevas izquierdas, rojiverde y arcoíris, de los postulados marxistas que habían defendido en buena parte del siglo XX.

Los partidos mayoritarios empujaron así a reaccionarios y revolucionarios hacia el exterior, identificándolos como el principal problema. Fue una constante occidental que tuvo un notable reflejo en España, donde la tarea de limpieza respecto de sus tradiciones y de su pasado fue continua. Los socialistas expulsaron a quienes mantenían veleidades ideológicas, Alianza Popular se convirtió en el Partido Popular para tratar de ofrecer una imagen mucho menos ligada a la herencia franquista y mucho más a la derecha liberal que estaba triunfando en Europa, y el Partido Comunista de España (PCE), además de hacerse eurocomunista, giró hacia posiciones totalmente alejadas de los modelos de Estado que tradicionalmente defendió. En aquellos instantes la tarea fue relativamente sencilla, porque el viento de la historia soplaba a favor de quienes defendían poner a España a la altura de Europa, lo que pasaba por renegar del pasado.

Al mismo tiempo, ese empuje de reacción y revolución hacia los extremos ofrecía una contrapartida que fue ampliamente aceptada. El nuevo mundo permitía salir de una sociedad cerrada y prometía ventajas sustanciales, que se cifraban en mayor libertad y muchas más posibilidades de desarrollo personal. Frente a entornos opresivos, como los de las burocracias laborales, las estructuras rígidas de los partidos y los Estados que intervenían la vida privada, se apostó por la autorrealización, entendida como la liberación de los individuos de los obstáculos que imponían los colectivos (nacionales, comunitarios, económicos o vinculados a la tradición). Se conformaba así una situación llamativa, porque se ponía freno de un modo radical a las ideologías que abogaban por los cambios colectivos, al mismo tiempo que se prometía la multiplicación de posibilidades en lo subjetivo. El fin de la historia también significaba esto: del mismo modo que la tesis de Fukuyama señaló que habíamos alcanzado el mejor modelo político posible y que, por tanto, el progreso llegaría de la mano de la tecnología, en lo personal debíamos separarnos de utopías políticas que no llevaban a ningún lugar, porque eran ya una vía muerta, y centrarnos en el desarrollo potencial de nuestras subjetividades. Había todo un mundo nuevo esperando a quienes fueran capaces de sacar partido a los tiempos, a las personas formadas y brillantes que, por fin, podrían encontrar espacio para desarrollar sus capacidades sin límites de fronteras o de origen o de clase social. La política quedaba constituida como un espacio de lindes bien acotadas y lo era precisamente para favorecer que los individuos fuesen más felices.

Este planteamiento suponía una clara inversión de las tendencias vigentes durante buena parte del siglo XX, cuando la mayoría de las personas vivían sujetas a un mundo de reglas fuertes, tanto en lo cotidiano (en el trabajo, en la vida sexual, en las normas sociales) como en la articulación política (la obediencia al partido era requisito indispensable para quienes formaban parte de él), al mismo tiempo que las ideologías aspiraban a grandes transformaciones sociales. Los militantes sacrificaban el presente para conseguir un futuro mucho mejor, ese que traería grandes cambios a nuestro mundo. El giro ocurrido a partir de los setenta fue justo en dirección opuesta, ya que promovía un mundo en el que los deseos subjetivos podían y debían cumplirse, mientras que los colectivos contaban con unos márgenes mucho más estrechos.

Esa operación no podía llevarse a cabo sin fricciones, porque incluía tendencias claramente contradictorias. Los partidos dominantes se veían obligados a volverse contra su propia tradición al mismo tiempo que debían conservarla discursivamente; estaban obligados a hacer evolucionar sus formaciones hacia posiciones menos ideológicas, pero tampoco podían, si querían diferenciarse de sus rivales, renunciar a aquello que les había distinguido. El marco conservador/progresista debía seguir vigente si querían ganar elecciones, porque era su marca, el sello que les diferenciaba, lo cual les hacía desear al mismo tiempo cosas opuestas.

Los partidos dominantes, aquellos que contaban con posibilidades de gobernar, compartían buena parte del ideario: creían en el progreso, entendido como un avance tranquilo pero incesante, y abogaban por la separación de los elementos ideológicos, de las raíces y de los sentimientos nacionalistas. Apostaban por una gestión de la economía muy similar, ya que ambos partidos, cuando gobernaban, dictaban políticas semejantes. Y promovían una visión social que prometía mayores cuotas de libertad para el individuo, tanto en el terreno material como en la vida privada. Tales coincidencias provocaban que la distinción entre unas propuestas y otras resultase complicada, al menos en abstracto, porque en la práctica los votantes tenían muy claro que ambos partidos eran distintos. Una mayoría social encontraba diferencias enormes, cuando no abismos insalvables, entre opciones políticas cuyos núcleos compartían muchas de sus creencias, algo que era comprobable en cada llamada a las urnas. Este hecho señalaba también de forma inequívoca que la recomposición de sus discursos y de sus posiciones políticas se había conseguido.

Por supuesto, en la confrontación electoral tenían gran peso elementos típicos, como la imagen pública de sus líderes y su solidez y engarce con el imaginario social, las estructuras informales de poder, las redes clientelares, las costumbres y tradiciones de sus votantes, la situación económica o el deterioro del partido en el gobierno. Pero en cuanto a lo discursivo, el principal instrumento con el que conseguían que sus diferencias se visualizasen, ambos apostaron por radicalizar las cuestiones culturales, ya que eran un terreno donde el eje conservador/progresista continuaba teniendo un peso específico y en el que era posible acentuar el componente simbólico. En el caso español, que no fue más que un momento concreto del giro occidental, la derecha viró hacia los derechos de las víctimas del terrorismo, la escasa tolerancia con los nacionalismos periféricos, el énfasis en el derecho a la vida o en las desventajas del matrimonio homosexual, o la apuesta por el individuo liberado del colectivo y resistente a la presión del Estado. Los progresistas optaron por apoyarse en la defensa de los emigrantes, los gais o los dependientes, adoptando una actitud más combativa frente a las desigualdades simbólicas y acercándose a los nacionalismos mediante una reivindicación de la necesidad de diálogo, además de su frecuente crítica de la influencia negativa de la religión católica. En otras palabras, cuanto más de acuerdo estaban en los asuntos económicos, más tensión provocaban en lo simbólico. La lucha política cobró así un nuevo rumbo porque estableció una brecha en el terreno de las elecciones individuales respecto del tipo de vida que los ciudadanos querían llevar, así como con la mayor o menor permisividad con que las normas sociales toleraban opciones diferentes.