EL JUEGO DEL PRÍNCIPE




V.1: diciembre, 2018


Título original: Prince's Gambit

© C. S. Pacat, 2013

© del capítulo 19 1/2, C. S. Pacat, 2015

© de la traducción, Eva García Salcedo, 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-26-2

IBIC: FM

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.


EL JUEGO DEL PRÍNCIPE


C. S. Pacat

Serie El príncipe cautivo 2


Traducción de Eva García Salcedo

1




El juego del príncipe está dedicado a sus lectores

y seguidores originales. Vosotros habéis hecho posible

la continuación de esta historia.




Sobre la autora

3

C. S. Pacat es la autora de la trilogía best seller El príncipe cautivo y de la saga de cómics Fence. Pacat nació en Australia y estudió en la Universidad de Melbourne, y ha vivido en muchas ciudades, entre ellas Tokio y Perugia, en Italia. Actualmente, reside y escribe en Melbourne.

El príncipe cautivo, la primera entrega de esta serie, nació como una obra autopublicada y escrita por entregas, que más tarde atrajo la atención de Penguin USA, quien decidió llevar la obra a las librerías. La trilogía de El príncipe cautivo se ha convertido en un fenómeno de ventas del USA Today y ha recibido excelentes críticas.

El juego del príncipe


Para conseguir la libertad, deberá salvar a su peor enemigo



El regente de Vere está decidido a acabar con su sobrino, el príncipe Laurent, y planea hacerlo declarando la guerra a la nación enemiga de Akielos, un conflicto que arrasará los dos reinos. Tras conocer esto, Laurent y su esclavo, Damen, viajarán a la frontera con el fin de detener la terrible conspiración que podría acabar con sus vidas.

Damen se sentirá cada vez más atraído por el letal y carismático Laurent, pero ¿durante cuánto tiempo podrá mantener oculta su verdadera identidad?



El nuevo fenómeno mundial de la fantasía épica



«El príncipe cautivo es una obra suntuosa, transgresora y fascinante, y esta maravillosa segunda entrega

la supera

RT Book Reviews


«Una historia que cautiva al lector por completo y lo mantiene en vilo.»

USA Today

CONTENIDOS

Página de créditos

Sinopsis de El juego del príncipe

Dedicatoria

Mapa

Personajes


Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capítulo diecinueve

Capítulo veinte

Capítulo veintiuno


Agradecimientos

Capítulo diecinueve y medio

Sobre la autora

Personajes


Akielos

Kastor, rey de Akielos

Damianos, (Damen), heredero al trono de Akielos

Jokaste, dama de la corte akielense

Nikandros, kyros de Delpha

Makedon, comandante

Naos, soldado


Vere

La corte

El regente de Vere

Laurent, heredero al trono de Vere

Nicaise, mascota del regente

Guion, señor de Fortaine, miembro del Consejo Vereciano y antiguo embajador en Akielos

Vannes, embajador de Vask

Ancel, mascota


Los hombres del príncipe

Govart, capitán de la Guardia del Príncipe

Jord

Orlant

Rocher

Huet

Aimeric

Lazar, uno de los mercenarios del regente, ahora con los hombres del príncipe

Paschal, médico


En Nesson

Charls, comerciante

Volo, tahúr


En Acquitart

Arnoul, criado


En Ravenel

Touars, señor de Ravenel

Thevenin, su hijo

Enguerran, capitán del ejército de Ravenel

Hestal, consejero de lord Touars

Guymar, soldado

Guerin, herrero


En Breteau

Adric, miembro de la baja nobleza

Charron, miembro de la baja nobleza


Patras

Torgeir, rey de Patras

Torveld, hermano menor del rey Torgeir y embajador en Vere

Erasmus, su esclavo


Vask

Halvik, líder de un clan

Kashel, mujer del clan



Personajes del pasado

Theomedes, antiguo rey de Akielos y padre de Damen

Egeria, antigua reina de Akielos y madre de Damen

Hypermenestra, antigua amante de Theomedes y madre de Kastor

Euandros, antiguo rey de Akielos, fundador de la casa de Theomedes

Aleron, antiguo rey de Vere y padre de Laurent

Auguste, antiguo heredero al trono de Vere y hermano mayor de Laurent

4

Capítulo diecinueve y medio


Damen estaba pletórico. Irradiaba felicidad por todo su cuerpo, pesado y satisfecho. Era consciente de Laurent, que se deslizaba fuera de la cama. Aunque estaba somnoliento, sentía su cercanía.

Cuando oyó a Laurent moverse por la habitación, se giró, desnudo, para disfrutar un momento mientras lo observaba. Sin embargo, Laurent había desaparecido por el arco y había entrado en una de las habitaciones a las que conducía el cuarto.

Estaba conforme con la espera. Sus miembros desnudos sobre las pesadas sábanas, las esposas y el collar dorados de esclavo eran sus únicos adornos. Sintió la cálida, maravillosa y descabellada realidad de su situación. Esclavo de alcoba. Cerró los ojos, volvió a sentir esa primera y larga embestida dentro de Laurent y oyó el primer gemido débil que este había emitido.

Como eran una molestia, tiró de los cordones de su camisa, que se había quedado debajo de él; luego, hizo un ovillo con ella y la usó, sin pensarlo mucho, para limpiarse. La lanzó fuera de la cama. Cuando levantó la mirada, Laurent había reaparecido por el arco de la habitación.

Se había puesto su camisa blanca de nuevo, pero no llevaba nada más. La debía de cogido del suelo. Damen tenía un medio recuerdo muy placentero de arrancarla de sus muñecas, donde se había enredado. La camisa le llegaba hasta la parte superior de los muslos y la fina tela blanca se amoldaba a su cuerpo. Había algo espléndido en verlo así, medio encorsetado, vestido solo en parte. Damen apoyó la cabeza en una mano y lo observó acercarse.

—Te he traído una toalla, pero veo que has improvisado

—dijo Laurent mientras se servía una copa de agua, que colocó en el banco junto a la cama.

—Volved a la cama —le pidió Damen.

—Yo… —dijo Laurent, y se detuvo. Damen le había cogido la mano y había entrelazado los largos dedos con los suyos. Laurent le miró los brazos.

A Damen le sorprendía sentirse así, como si cada latido fuese el primero y Laurent se hubiera transformado ante él.

Laurent había recuperado tanto su camisa como una versión titubeante de su habitual frialdad. Sin embargo, no se había vuelto a poner la ropa, no había reaparecido con su chaqueta de cuello alto y sus botas brillantes como podría haber hecho. Estaba allí, dudando, al borde de la incertidumbre. Damen tiró de su mano.

Laurent se medio resistió al tirón, y terminó con una rodilla en la seda y una mano apoyada torpemente en el hombro de Damen, quien observó el dorado de su cabello y la caída de su camisa lejos de su cuerpo. Las extremidades de Laurent estaban un poco rígidas, más aún cuando se movió para recuperar el equilibrio, incómodo, como si no supiera qué hacer. Tenía la actitud de un joven formal al que habían persuadido para pelear como un muchacho por primera vez y se encontraba tirado sobre su oponente en el serrín. Apretaba la toalla con el puño contra la cama.

—Te tomas demasiadas libertades.

—Volved a la cama, alteza.

Al decir eso, se ganó una mirada larga y fría. Damen se sintió eufórico por su osadía. Miró de reojo la toalla.

—¿En serio la habéis traído para mí?

Tardó un poco en responder.

—Pensé… en limpiarte.

La dulzura de sus palabras fue sorprendente. El corazón le dio un pequeño vuelco al darse cuenta de que Laurent lo decía de verdad. Estaba acostumbrado a las atenciones de esclavos, pero era un lujo más allá de cualquier sueño sibarita tener a Laurent haciendo esto. Su boca se curvó por la imposibilidad.

—¿Qué?

—Así que así es como sois en la cama —comentó Damen.

—¿Cómo? —dijo Laurent, rígido.

—Atento —aclaró Damen, encantado con la idea—. Esquivo. —Miró a Laurent—. Debería ser yo quien os atendiera a vos —dijo.

—Ya… me he ocupado de eso —explicó Laurent tras una pausa. Había un ligero rubor en sus mejillas mientras hablaba, pero su tono, como siempre, era firme. A Damen le llevó un momento entender que Laurent hablaba de asuntos prácticos.

Los dedos de Laurent agarraban con fuerza la toalla. Ahora era consciente de sí mismo, como si se hubiera percatado de lo raro que era lo que estaba haciendo: un príncipe que servía a un esclavo. Damen volvió a mirar la copa de agua que el otro había traído para él.

El rubor de Laurent se intensificó. Damen se movió para mirarlo mejor. Observó la curva de su mandíbula y la tensión en sus hombros.

—¿Me vais a desterrar a dormir al pie de vuestra cama? Ojalá no lo hicierais, está bastante lejos.

Al cabo de un rato, Laurent contestó:

—¿Así es como se hace en Akielos? ¿Te puedo dar con el talón si vuelvo a requerirte antes del amanecer?

—¿Requerirme? —preguntó Damen.

—¿Se dice así?

—No estamos en Akielos. ¿Por qué no me enseñáis cómo se hace en Vere?

—No tenemos esclavos en Vere.

—Discrepo —dijo Damen, tumbado de lado bajo la mirada de Laurent, relajado. Su miembro yacía excitado contra su muslo.

Le llamó la atención de nuevo que los dos estuvieran allí y lo que acababa de pasar entre ellos. Al menos Laurent se había quitado una capa de su armadura y estaba expuesto; era un joven vestido con solo una camisa blanca que arrastraba los cordones, suaves y abiertos en contraposición con la tensión de su cuerpo.

Damen se limitó a observarlo. Efectivamente, Laurent se había ocupado de sus asuntos y había eliminado cualquier rastro de sus actividades del cuerpo. No parecía que se lo acabasen de follar, y sus instintos lo hacían ser notablemente abnegado. Damen esperó.

—Me faltan —dijo Laurent— los gestos sencillos que generalmente se comparten con… —forzó las palabras— …un amante.

—Os faltan los gestos sencillos que generalmente se comparten con cualquiera —repuso Damen.

Estaban a un palmo de distancia. La rodilla de Damen casi tocaba a Laurent donde su pierna se curvaba bajo las sábanas. Vio que este cerraba los ojos un momento, como si intentara calmarse.

—Tú tampoco eres… como pensaba.

Fue una confesión silenciosa. No había ningún sonido en la habitación, solo el resplandor vacilante de la llama de las velas.

—¿Habéis pensado en ello?

—Me besaste —contestó Laurent—. En las almenas. Pues claro que he pensado en ello.

Damen no pudo evitar que el placer lo inundara.

—Eso apenas fue un beso.

—Duró bastante.

—Y habéis estado pensando en ello.

—¿Vas a insistir mucho con el tema?

—Sí —dijo, y la cálida sonrisa también fue inevitable.

Laurent guardó silencio mientras libraba una batalla interna. Damen respetó su quietud hasta que el vereciano se obligó a hablar.

—Eras diferente —apuntó Laurent.

Fue todo lo que dijo. Las palabras parecían provenir de las profundidades de Laurent, salidas de algún núcleo de sinceridad.

—¿Apago las velas, alteza?

—Déjalas encendidas.

Notó el aspecto cuidadoso de Laurent, que seguía sin moverse; incluso su respiración era metódica.

—Puedes llamarme por mi nombre —dijo Laurent—. Si quieres.

—Laurent —accedió Damen.

Quería decirlo mientras deslizaba los dedos por el cabello de Laurent y le giraba la cabeza para el primer roce de labios. La vulnerabilidad de sus besos había provocado que la tensión atenazara el cuerpo de Laurent en un dulce y excitante enredo. Como ahora.

Damen se sentó junto a él.

Tuvo su efecto: se le entrecortó la respiración, aunque no hizo amago de tocarlo. Era más grande y ocupaba más espacio en la cama.

—No me da miedo el sexo —dijo Laurent.

—Entonces podéis hacer lo que queráis.

Y ese era el quid de la cuestión. La expresión en los ojos de Laurent lo decía todo. Damen se quedó inmóvil. Laurent lo miraba como lo había hecho desde que había regresado a la cama, con los ojos oscuros y al límite.

—No me toques —ordenó Laurent.

Estaba esperando, aunque no estaba seguro de a qué. El primer roce vacilante de los dedos de Laurent en su piel lo impactó. Había una extraña sensación de inexperiencia en él, como si interpretar ese papel fuera tan nuevo para él como para Damen. Como si todo esto fuera nuevo para él, lo cual no tenía sentido.

Le tocó el bíceps de manera tentativa, explorando lentamente, como si la forma curvada y la longitud del músculo fueran algo nuevo que definir.

La mirada de Laurent recorría su cuerpo y lo observaba de la misma forma que lo tocaba, como si Damen fuera un territorio desconocido, inexplorado, que no podía creer que estuviera bajo su mando.

Cuando sintió que Laurent le acariciaba el pelo, ladeó la cabeza y se entregó a ello, como un caballo de batalla se inclinaba ante el yugo. Notó que Laurent acomodaba la palma de la mano en la curva de su cuello, que deslizaba los dedos por el espesor de su cabello como si experimentara la sensación por primera vez.

Puede que lo fuera. Nunca le había cogido la cabeza así, extendiendo los dedos sobre ella, cuando Damen había usado la boca. Agarraba las sábanas con los puños, y se sonrojó ante la idea de Laurent sujetándole la cabeza mientras le proporcionaba placer. Sin embargo, Laurent no era tan desinhibido. No se había rendido al momento, lo retenía una maraña interna.

Ahora estaba hecho un lío. Con los ojos oscuros, como si tocarlo fuera un acto extremo para él.

La respiración de Damen era cuidadosa. Una única exhalación podría molestar a Laurent, o esa era la sensación que le daba. Laurent abrió ligeramente la boca y sus dedos se deslizaron por los pectorales de Damen. Era diferente de la presión que ejerció cuando lo tumbó de espaldas y lo sometió.

La sangre de Damen palpitaba al tenerlo tan cerca. Sentir el calor de su cuerpo lo pilló por sorpresa, así como el ligero cosquilleo de su camisa blanca; detalles que carecen de imaginación.

Laurent movió los dedos hacia su cicatriz.

Primero la observó. Luego, la tocó, movido por una extraña fascinación, casi con veneración. Damen sintió el tacto de sus dedos mientras Laurent recorría la larga y fina línea blanca donde una espada le había atravesado el hombro.

Los ojos de Laurent estaban muy oscuros a la luz de las velas. Se tensó al notar los dedos de Laurent en su piel mientras el corazón le latía con fuerza en su pecho.

—No pensé que alguien fuese lo bastante bueno como para burlar tu guardia —comentó Laurent.

—Solo una persona —respondió Damen.

Laurent se humedeció los labios. Las yemas de sus dedos trazaban con cuidado el fantasma de una pelea de hace mucho tiempo. La situación le recordó al momento que vivió con su hermano: Laurent estaba tan cerca como Auguste lo había estado, y Damen se sentía aún más indefenso con los dedos de Laurent en el lugar donde lo habían atravesado.

De repente, sintió al fantasma de su pasado demasiado cerca, con la diferencia de que el golpe de la espada fue rápido y limpio, y Laurent tenía la mirada oscurecida y le acariciaba la cicatriz con cuidado.

Entonces, Laurent alzó la mirada; no hacia la suya, sino hacia su cuello. Acercó los dedos para tocar el metal dorado y presionó la muesca con el pulgar.

—No he olvidado mi promesa. Que te quitaría el collar.

—Me dijisteis por la mañana.

—Por la mañana. Puedes pensar en ello como si un cuchillo te acariciara el cuello.

Sus ojos se encontraron. Los latidos de Damen eran irregulares.

—Aún lo llevo puesto.

—Lo sé.

Damen se vio atrapado en su mirada. Laurent se había abierto a él. Aunque fuera una idea descabellada, ahora se sentía como si hubiese sobrepasado un límite decisivo. Observaba la cálida piel entre su mandíbula y su cuello, donde había posado los labios; contemplaba su boca, que había besado.

La rodilla de Laurent se deslizó junto a la suya. Notó que se acercaba a él, y su corazón se aceleró cuando, momentos después, lo besó.

Casi esperaba que lo dominara, pero Laurent lo besó con un ligero roce de labios, suave e inseguro, como si estuviera explorando las sensaciones más mundanas. Damen luchó por permanecer inmóvil, agarrando las sábanas con las manos, y se limitó a dejar que Laurent tomara su boca.

Este se movió sobre él, deslizó el muslo y apoyó la rodilla sobre la cama. La tela de su camisa blanca rozó su erección. Su respiración era superficial, como si estuviese al borde de una cornisa alta.

Laurent le rozó el abdomen, como si quisiera saber lo que se sentía, y el aire abandonó el cuerpo de Damen cuando su curiosidad lo llevó en una dirección determinada. En cuanto llegó al final, descubrió lo inevitable.

—¿Exceso de confianza? —inquirió Laurent.

—No es… a propósito.

—Lo recuerdo de otra forma.

Laurent se arrodilló en su regazo, dispuesto a tumbarlo sobre su espalda.

—Todo ese autocontrol —dijo Laurent.

Cuando se inclinó, Damen levantó sin pensarlo una mano hacia su cadera para ayudarlo a equilibrarse. Y, luego, se dio cuenta de lo que había hecho.

Sintió que Laurent también se había percatado. Le temblaba la mano de la tensión. En el límite de lo que estaba permitido, Damen podía sentir que la respiración de Laurent se volvía superficial. Pero este no se apartó, sino que inclinó la cabeza. Damen se acercó despacio y, cuando Laurent no retrocedió, depositó un beso en su cuello. Y luego otro.

Tenía la piel cálida, así como el espacio entre el cuello y el hombro y el pequeño hueco escondido bajo su mandíbula, que acarició suavemente con la nariz. Laurent dejó escapar un suspiro tembloroso. Damen sintió cómo se removía y se percató de la sensibilidad de la delicada piel de Laurent. Cuanto más lento lo tocaba, más respondía, como ardiente seda bajo un frágil roce de labios. Lo hizo más despacio. Laurent se estremeció.

Deseaba acariciar cada parte de su cuerpo. Anhelaba saber qué ocurriría si prestaba la misma atención a cada una por separado. Quería ver si Laurent se desarmaría y se dejaría llevar por el placer como no había hecho hasta el momento, excepto, tal vez, cuando llegó al clímax con las mejillas sonrojadas por las embestidas de Damen.

No se atrevía a mover la mano. Todo su mundo parecía haberse reducido al delicado temblor de su respiración, a los saltos de su pulso, al sonrojo del rostro y el cuello de Laurent.

—Qué gusto —dijo Laurent.

Sus pechos se rozaron. Podía oír la respiración de Laurent en su oído. Su excitación, presionada entre sus cuerpos, solo notó los cambios más sutiles cuando Laurent se apretó inconscientemente contra él. Damen posó la mano que tenía libre sobre su otra cadera para sentir el movimiento, pero sin guiarlo. Laurent se dejó llevar lo justo para empezar a moverse contra él. Ni siquiera estaba ensayado, era solo una búsqueda de placer con los ojos cerrados.

Fue una sorpresa darse cuenta por los ligeros temblores y su respiración jadeante de que Laurent estaba tan cerca de llegar al clímax que podría haberse corrido con tan solo un beso y ese lento vaivén. Damen sintió que se deslizaba despacio, provocándole chispas de placer como las que saltaban al golpear un pedernal.

Laurent tenía los ojos entornados. Damen nunca podría haber llegado al orgasmo así, pero cuanto más lento lo besaba mientras se movían al unísono, más parecía que Laurent se dejaba llevar.

Tal vez siempre había sido así de sensible a la ternura. Un primer gemido débil se le escapó. Tenía las mejillas encendidas y los labios separados, la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado y una expresión agitada, por norma fría y tranquila.

«Así», quería animarlo Damen, pero no sabía si sonaría condescendiente. Su cuerpo se estaba acercando al clímax más rápido de lo que hubiera creído posible, debido a la sensación de Laurent rozándose contra él. Y, luego, fue aún más confuso; deslizó lentamente la mano por el costado de Laurent bajo su camisa, y este clavó le clavó los dedos en su hombro.

Lo vio en su cara cuando empezó a temblar y se rindió al momento. «Sí», pensó. Estaba sucediendo, Laurent se estaba entregando. Sintió que algo tiraba de él. Laurent abrió los ojos, sorprendido, cuando dejaron de oponer resistencia y se liberaron. Estaban entrelazados: Damen boca arriba sobre la cama, donde Laurent, en un último arrebato, lo había empujado.

Damen sonreía sin poder evitarlo.

—Ha sido aceptable.

—Estabas esperando para decirlo. —Las palabras sonaron un poco temblorosas.

—Dejadme.

Le dio la vuelta y lo limpió con la toalla suavemente. Solo por el placer de hacerlo, se inclinó y le dio un beso en el hombro. Vio que la incertidumbre empezaba a titilar débilmente en el rostro de Laurent, pero no lo bastante fuerte como para aflorar. Se calmó y no se apartó. Una vez terminó de limpiarle, Damen se tumbó feliz junto a él.

—Puedes hacerlo —dijo Laurent al cabo de un rato, refiriéndose a algo completamente distinto.

—Estáis medio dormido.

—No del todo.

—Tenemos toda la noche —le aseguró Damen, aunque ya no era tan larga—. Tenemos hasta mañana por la mañana.

Sintió la delgada figura de Laurent a su lado. La luz parpadeante de las velas era tenue. «Ordenadme que me quede», quiso decir, pero no pudo.

Laurent tenía veinte años y era el príncipe de un país rival, y, aunque sus naciones hubiesen sido aliadas, habría sido imposible.

—Hasta mañana por la mañana —repitió Laurent.

Al cabo de un momento, sintió que los dedos de Laurent descansaban sobre su brazo, donde los curvó ligeramente.

Capítulo uno


Las sombras se alargaban con la puesta de sol mientras cabalgaban y el horizonte lo teñía de rojo. Chastillon era una torre imponente, una masa circular y oscura que se erguía contra el cielo. Era enorme y antigua, como los castillos de más al sur; Ravenel y Fortaine, construidos para resistir un asedio agresivo. Damen contempló el paisaje con preocupación. Le resultaba imposible mirar el camino sin ver el castillo de Marlas a lo lejos, flanqueado por vastos campos rojos. 

—Es zona de caza —dijo Orlant al confundir la naturaleza de su mirada—. A ver si te atreves a huir aquí.

No dijo nada. No estaba allí para correr. Estar libre de las cadenas y cabalgar con un ejército de soldados verecianos por voluntad propia era una sensación extraña. 

Un día a caballo, incluso al ritmo lento de los carros por una agradable campiña a finales de primavera, era suficiente para juzgar la calidad de una compañía. Govart hizo muy poca cosa aparte de permanecer sentado; era un bulto impersonal encima de la grupa que meneaba su musculoso caballo. Quienquiera que hubiese capitaneado a estos hombres previamente los había entrenado para poseer una formación impecable durante el largo camino. Su disciplina era un poco sorprendente. Damen se preguntó si podrían mantener la formación en un combate.

Si pudiesen, habría algo de esperanza. Aunque, en realidad, el motivo de su buen humor tenía más que ver con el aire libre, la luz del sol y la sensación de libertad que experimentó al recibir un caballo y una espada. Ni siquiera el peso del collar y de las esposas de oro que llevaba en el cuello y en las muñecas podría apagarlo.

Los criados salieron a su encuentro con la misma organización que si hubiese llegado un destacamento importante. Los hombres del regente, que supuestamente estaban apostados en Chastillon aguardando la llegada del príncipe, no se veían por ninguna parte.

Había cincuenta caballos que llevar a los establos, cincuenta armaduras y arreos que desatar y cincuenta alojamientos que preparar en el cuartel; y eso eran solo los soldados, sin contar a los sirvientes y los carros. Pero, en el enorme patio, el destacamento del príncipe parecía pequeño e insignificante. Chastillon era lo bastante grande como para albergar a cincuenta hombres como si este fuera un número insignificante.

Nadie estaba levantando tiendas: los hombres dormirían en el cuartel. Laurent, en la fortaleza.

Laurent se bajó de la silla, se quitó los guantes de montar, se los metió en el cinturón y dirigió su atención al castillo. Govart gritó algunas órdenes; Damen estaba ocupado con su armadura y atendiendo y cuidando a su caballo.

Al otro lado del patio, dos perros alanos bajaron de un salto las escaleras para abalanzarse con gran alborozo sobre Laurent, que frotó a uno de ellos detrás de la oreja, lo que hizo que el otro se pusiera celoso.

Orlant interrumpió la atención de Damen.

—Te llama el médico —dijo, y le señaló con la barbilla un toldo en el otro extremo del patio, bajo el cual se veía a un hombre de pelo canoso que le resultaba familiar. Damen soltó el peto que agarraba y se marchó.

—Siéntate —le ordenó el médico.

Damen se sentó con mucho cuidado en el único asiento disponible: un taburete de tres patas. El médico desabrochó una bolsa de cuero curtido.

—Veamos esa espalda.

—Está bien.

—¿Después de un día en la silla? ¿Con la armadura? —preguntó el médico.

—Sí.

—Quítate la camisa —le exigió el galeno.

La mirada del médico era implacable. Al cabo de un buen rato, Damen se llevó las manos a la espalda, obedeció y dejó sus anchos hombros a la vista.

Estaba bien. Su espalda se había curado lo bastante como para que nuevas cicatrices sustituyeran las antiguas heridas. Damen estiró el cuello para intentar echar una ojeada, pero, como no era un búho, no vio casi nada. Paró antes de que le diese un tirón en el cuello.

El médico rebuscó en la bolsa y sacó uno de sus múltiples ungüentos.

—¿Un masaje?

—Es un bálsamo curativo. Debes aplicártelo todas las noches. A la larga, hará que las cicatrices desaparezcan ligeramente.

Era más de lo que esperaba.

—¿Es un cosmético?

—Me dijeron que serías difícil. A ver, cuanto mejor se cure, menos rígida notarás la espalda, tanto ahora como más adelante en tu vida, de modo que blandirás mejor la espada y matarás a mucha más gente. Me aseguraron que responderías a ese argumento —explicó el hombre.

—El príncipe —concluyó Damen. Cómo no. Todos esos delicados cuidados de su espalda eran como aliviar con un beso la mejilla colorada por una bofetada.

Damen se enfureció porque tenía razón. Necesitaba ser capaz de luchar.

La pomada era fresca y perfumada, y ayudaba a mitigar las secuelas de un largo día a caballo. Uno a uno, los músculos de Damen se relajaron. Inclinó el cuello hacia delante y el pelo le tapó un poco la cara. Su respiración se calmó. El médico trabajaba con manos eficientes.

—No sé cómo te llamas —admitió Damen.

—No lo recuerdas. Navegabas entre la consciencia y la inconsciencia la noche que nos conocimos. Uno o dos latigazos más y a lo mejor no hubieses visto la luz del día.

—No fue para tanto —resopló Damen.

El médico le dedicó una mirada extraña.

—Me llamo Paschal —contestó finalmente.

—Paschal —repitió Damen—. ¿Es la primera vez que viajas con tropas en campaña?

—No. Fui el médico del rey. Cuidé de los caídos en Marlas y Sanpelier.

Se hizo el silencio. Damen quería preguntarle qué sabía de los hombres del regente, pero no dijo nada; se limitó a sostener la camisa arrugada entre las manos. El galeno continuó masajeándole la espalda, lenta y metódicamente.

—Yo luché en Marlas —confesó Damen.

—Me lo imaginaba.

Otro silencio. Damen veía el suelo que había debajo del toldo. Era de tierra compacta en vez de piedra. Se fijó en una rozadura, la punta rota de una hoja seca. Finalmente, las manos terminaron y abandonaron su espalda.

Fuera, el patio se estaba vaciando; los hombres de Laurent eran eficientes. Damen se levantó y sacudió la camisa.

—Si serviste al rey —dijo Damen—, ¿por qué ahora estás en la casa del príncipe y no en la de su tío?

—Nos encontramos en las situaciones en las que nos ponemos —sentenció Paschal al tiempo que cerraba la bolsa con un chasquido.


Al volver al patio no pudo presentarse ante Govart, que había desaparecido, pero sí ante Jord, que dirigía el tráfico.

—¿Sabes leer y escribir? —le preguntó Jord.

—Claro —contestó Damen. Entonces se detuvo.

Jord no se percató.

—No se ha avanzado casi nada en los preparativos de mañana. El príncipe dice que no nos iremos sin un arsenal completo. También dice que no se va a posponer la salida. Haz un inventario de la armería oeste y se lo das a ese hombre de ahí. —Lo señaló—. Rochert.

Como hacer un inventario completo era una tarea que le llevaría toda la noche, Damen supuso que lo que debía hacer era revisar el inventario actual, que encontró en una hilera de libros encuadernados en cuero. Abrió el primero en busca de las páginas correctas y tuvo una sensación extraña al darse cuenta de que estaba mirando una lista de armas de caza confeccionada para el príncipe heredero Auguste hacía siete años.

«Dispuesta para su alteza el príncipe heredero Auguste: una equipación de cuchillos de caza, un bastón, ocho puntas de lanza, un arco y cuerdas».

No estaba solo en la armería. De algún lugar detrás de los estantes llegó la voz sofisticada de un joven cortesano.

—Ya habéis oído las órdenes. Son del príncipe —dijo.

—¿Por qué tendría que creerte? ¿Eres su mascota? —inquirió una voz más vasta.

—Pagaría por verlo —apostilló otra.

—El príncipe tiene hielo en las venas. No folla. Acataremos las órdenes que nos dé el capitán en persona —aclaró otra.

—¿Cómo osas hablar así del príncipe? Elige un arma. Que elijas un arma. Ahora.

—Te vas a hacer daño, cachorrito.

—Si eres demasiado cobarde para… —empezó el cortesano. Y antes de que dijese ni la mitad de la frase, Damen cogió una espada y salió.

Dobló la esquina justo a tiempo para ver a uno de los tres hombres con la librea del regente retroceder, balancearse y golpear al cortesano con fuerza en el rostro.

El cortesano no era tal. Era el joven soldado cuyo nombre Laurent había mencionado secamente a Jord. «Les diré a los criados que duerman con las piernas cerradas». «Y a Aimeric».

Aimeric se tambaleó hacia atrás y se dio con la pared, se deslizó de la mitad para abajo mientras abría y cerraba los ojos con pestañeos estupefactos. Le sangraba la nariz.

Los tres hombres vieron a Damen.

—Eso lo callará —reconoció Damen—. ¿Y si lo dejáis estar y me lo llevo de vuelta al cuartel?

No fue el tamaño de Damen lo que los detuvo. No fue la espada que tenía en la mano con aire despreocupado. Si aquellos hombres de verdad hubiesen querido pelear, había espadas de sobra, piezas de armadura que podían arrojarse y repisas desequilibradas para transformar aquello en una pelea larga y absurda. Pero cuando el líder de los hombres vio el collar de oro de Damen, extendió el brazo y detuvo a los otros.

En ese momento Damen comprendió cómo irían las cosas en aquella campaña: los hombres del regente tomarían el control; Aimeric y los hombres del príncipe serían los blancos, porque no tenían a nadie a quien quejarse, excepto a Govart, que también los abofetearía. Govart, el matón favorito del regente, enviado allí para mantener a raya a los hombres del príncipe. Pero Damen era diferente. Damen era intocable, pues tenía una línea de comunicación directa con el príncipe.

Esperó. Los hombres, reacios a desafiar abiertamente al príncipe, optaron por la discreción: el hombre que había dejado sin sentido a Aimeric asintió despacio, y el trío se alejó. Damen los observó partir.

Se volvió hacia Aimeric; se fijó en la finura de su piel y en la elegancia de sus muñecas. No era raro que los hijos más jóvenes de la nobleza buscasen un puesto en la guardia real para intentar hacerse un nombre. Pero por lo que Damen había visto, los hombres de Laurent estaban hechos de una pasta más dura. Era probable que Aimeric estuviera tan fuera de lugar entre ellos como parecía.

Le tendió la mano. Aimeric la ignoró y se levantó.

—¿Cuántos años tienes? ¿Dieciocho?

—Diecinueve —repuso Aimeric.

Alrededor de la nariz destrozada, se veía un rostro aristocrático de huesos finos, cejas oscuras con una forma preciosa y pestañas largas y negras. Era más guapo de cerca. Reparó en su boca, bonita hasta manchada por la sangre que le caía de la nariz. 

—Nunca es recomendable empezar una pelea. Y menos cuando es contra tres y eres de los que caen al primer puñetazo —le aconsejó.

—Si me caigo, me vuelvo a levantar. No me da miedo que me golpeen —espetó Aimeric.

—Bien, porque como insistas en provocar a los hombres del regente vas a recibir bastantes golpes. Inclina la cabeza hacia atrás.

Aimeric lo miró fijamente con la mano en la nariz, llena de sangre.

—Eres la mascota del príncipe. Lo sé todo de ti.

—Si no vas a inclinar la cabeza hacia atrás, ¿qué tal si vamos a buscar a Paschal para que te dé un ungüento perfumado?

El joven no se movió.

—No aguantaste los latigazos como un hombre. Te fuiste de la lengua y te chivaste al regente. Le pusiste la mano encima. Mancillaste su reputación. Luego, intentaste huir y, aun así, intercedió en tu favor, porque nunca entregaría a un miembro de su casa a la regencia, ni siquiera a alguien como tú.

Damen se quedó muy quieto. Miró el rostro joven y ensangrentado del chico y se recordó a sí mismo que Aimeric había estado dispuesto a llevarse una paliza de tres hombres para defender el honor de su príncipe. Lo habría llamado amor juvenil no correspondido si no hubiera sido porque había visto el reflejo de algo similar en Jord, en Orlant y, a su manera, hasta en la tranquilidad de Paschal.

Damen pensó en el revestimiento de marfil y oro que ocultaba una criatura falsa y egoísta en la que no se podía confiar.

—¿Por qué le eres tan leal?

—Yo no soy un renegado canalla akielense —le soltó Aimeric.


Damen entregó el inventario a Rochert y la Guardia del Príncipe emprendió la tarea de preparar las armas, las armaduras y los carros para partir a la mañana siguiente. Era una labor de la que deberían haberse ocupado los hombres del regente antes de su llegada; pero de los ciento cincuenta designados para marchar con el príncipe, menos de dos docenas habían acudido en su ayuda.

Damen se unió al trabajo, donde era el único que olía a ungüento y canela en cantidad. La única contractura que quedaba en su espalda se debía a que el alcaide del castillo había ordenado que se presentase en el torreón cuando acabase.

Al cabo de más o menos una hora, Jord lo abordó.

—Aimeric es joven. Dice que no volverá a pasar —le informó Jord.

Se abstuvo de decir que volvería a pasar y que, en cuanto las dos facciones de este campamento la tomasen la una con la otra, su campaña habría terminado.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó en su lugar.

—En uno de los establos, enterrado hasta la cintura en el mozo de cuadra —especificó Jord—. El príncipe lo está esperando en el cuartel. De hecho… Me han enviado para decirte que fueses a buscarlo.

—A los establos —dijo Damen. Miró fijamente a Jord sin dar crédito.

—Mejor tú que yo —contestó el guardia—. Búscalo en la parte de atrás. Después, preséntate en la fortaleza.

Fue una larga caminata por dos patios desde el cuartel hasta los establos. Damen esperaba que Govart hubiera terminado cuando llegase, pero como no podía ser de otro modo, no había acabado. Los establos contenían los silenciosos ruidos de los caballos durante la noche, pero aun así, Damen lo oyó antes de verlo: los sonidos suaves y rítmicos procedentes de la parte de atrás, tal como había predicho Jord con acierto.

Damen comparó la reacción de Govart a una interrupción con la de Laurent por hacerlo esperar. Empujó la puerta del compartimento.

Dentro, no había duda de que Govart estaba empotrando al mozo de cuadra contra la pared del fondo. Los pantalones del chico estaban hechos un ovillo arrugado encima de un montón de paja, no lejos de los pies de Damen. Sus piernas desnudas estaban muy separadas y tenía la camisa abierta y levantada por la espalda. Su rostro descansaba contra las tablas de madera rugosa. Govart lo agarraba del pelo con el puño para que no se moviera de ahí. Él estaba vestido. Se había desatado los pantalones lo justo para sacarse el miembro. 

Govart se detuvo lo suficiente para mirar de reojo.

—¿Qué pasa? —preguntó, y continuó sin pudor. El mozo, al ver a Damen, reaccionó de manera diferente y se revolvió.

—Para —suplicó el mozo—. Para. Nos está mirando…

—Tranquilo. Solo es la mascota del príncipe.

Govart tiró de la cabeza del chico hacia atrás para dar énfasis.

—El príncipe te reclama —le informó Damen.

—Puede esperar —repuso Govart.

—No, no puede.

—¿Acaso ha ordenado que deje de penetrar al chico? ¿Y que vaya a verlo con la polla dura? —Govart sonrió y dejo a la vista los dientes—. ¿No crees que este rollo de ser demasiado estirado para follar es solo teatro y que en verdad es un calientapollas que quiere rabo?

Damen notó que la ira se instalaba en su interior, sentía su peso tangible. Identificó un eco de la impotencia que Aimeric habría experimentado en la armería, pero él no era un chiquillo inmaduro de diecinueve años que nunca había visto una pelea. Sus ojos impasibles recorrieron el cuerpo semidesnudo del mozo. Supo que de un momento a otro, en ese pequeño y polvoriento compartimento, le devolvería a Govart todo lo que le debía por haber violado a Erasmus.

—Tu príncipe te ha dado una orden —insistió.

Govart se anticipó a Damen y empujó al mozo con fastidio.

—Joder, no puedo correrme así—refunfuñó mientras se la volvía a guardar. El caballerizo se tambaleó algunos pasos y tomó aire.

—En el cuartel —añadió Damen, y soportó el golpe del hombro de Govart contra el suyo cuando salió a grandes zancadas.

El muchacho miraba fijamente a Damen y respiraba con dificultad. Estaba apoyado en la pared con una mano; la otra estaba entre sus piernas con airado recato. Sin hablar, Damen agarró los pantalones del chico y se los arrojó.

—Me iba a pagar un sol de cobre —confesó el mozo, ceñudo.

—Hablaré con el príncipe —le aseguró Damen.


Llegó el momento de presentarse ante el castellano, que lo condujo escaleras arriba y por todo el camino hasta el dormitorio.

No estaba tan decorado como los aposentos del palacio de Arles. Las paredes eran gruesas y de piedra labrada. Las ventanas eran de vidrio esmerilado, con celosías entrecruzadas. La oscuridad reinaba en el exterior, por lo que no se veía nada a través de ellas, pero reflejaban las sombras del cuarto. Un friso de hojas de parra recorría la habitación. Había una chimenea esculpida en la que ardía un fuego y lámparas y tapices en las paredes. Percibió con alivio los cojines y las sedas de un catre aparte para el esclavo. La recargada opulencia del lecho dominaba la estancia.

Las paredes alrededor de la cama estaban cubiertas con paneles de madera oscura tallada. En ellas se representaba una escena de caza en la que un jabalí estaba sujeto por la punta de una lanza que le atravesaba el cuello. No había ni rastro del blasón azul y dorado en forma de estrella. Las cortinas eran de un rojo sangre.

—Estos son los aposentos del regente —dedujo Damen. Había algo inquietante y transgresor en la idea de dormir en la alcoba asignada al tío de Laurent—. ¿El príncipe se queda aquí a menudo?

El castellano se confundió; creyó que estaba hablando de la fortaleza, no del cuarto.

—Muy de vez en cuando. Él y su tío venían mucho por aquí durante los dos primeros años después de Marlas. A medida que creció, el príncipe perdió el gusto por evadirse aquí. Ya casi nunca viene a Chastillon.

Por orden del alcaide del castillo, los criados le llevaron pan y carne. Comió. Retiraron los platos y llevaron una jarra con un contorno precioso y copas y, quizá sin querer, se dejaron el cuchillo. Damen lo miró y pensó en lo que habría dado por un descuido como ese cuando estuvo atado en Arles: lo habría cogido y lo habría usado para escapar de palacio.

Se sentó a esperar.

Encima de la mesa que tenía delante había un mapa detallado de Vere y Akielos: cada colina y cada cresta, cada pueblo y cada fortaleza estaban señalados con esmero. El río Seraine serpenteaba hacia el sur, pero ya sabía que no estaban siguiendo su curso. Puso la yema del dedo en Chastillon y trazó un posible camino a Delpha, al sur a través de Vere. Llegó a la línea que marcaba las lindes de su país. Le chirriaba que todos los topónimos estuvieran escritos en vereciano: Achelos, Delfeur.

En Arles, el regente había enviado a sicarios a matar a su sobrino. Con una copa envenenada y a punta de espada. Lo que pasaba aquí no era eso. Junta a dos compañías rivales, ponlas al servicio de un capitán intolerante y partidista y dale el resultado a un príncipe y comandante inmaduro. El grupo se dividiría.

Y probablemente no había nada que Damen pudiese hacer para impedirlo. Iba a ser una travesía que minaría la moral; la emboscada que con toda seguridad les aguardaba en la frontera devastaría a una compañía ya de por sí desorganizada y echada a perder por disputas internas y un liderazgo negligente. Laurent era el único contrapeso del regente y Damen haría todo lo que le había prometido para mantenerlo con vida. Sin embargo, la cruda realidad de la expedición a la frontera era que parecía la última jugada de un juego que ya había terminado.

Fuese cual fuese el asunto que Laurent se traía entre manos con Govart, lo mantuvo ocupado hasta bien entrada la noche. Los ruidos de la fortaleza se silenciaron, las llamas titilantes se oían en el hogar.

Damen se sentó y esperó, con las manos ligeramente entrelazadas. Los sentimientos que la libertad —la ilusión de libertad— despertaba en él eran extraños. Pensó en Jord, en Aimeric y en todos los hombres de Laurent trabajando toda la noche para prepararse con el fin de salir temprano. Había criados en la fortaleza y no deseaba que Laurent volviese. Pero mientras esperaba en los aposentos vacíos, con la lumbre parpadeando en el hogar y recorriendo con los ojos las cuidadosas líneas del mapa, fue consciente, como rara vez lo había sido durante su cautiverio, de que estaba solo.

Laurent entró, y Damen se puso en pie. Se atisbaba a Orlant en la puerta, detrás de él.

—Puedes irte. No necesito escolta en la puerta —lo dispensó Laurent.

El hombre asintió y la puerta se cerró. 

—Te he dejado para el final —dijo Laurent.

—Le debéis un sol de cobre al mozo de cuadra —le informó Damen.

—El caballerizo debería aprender a exigir el pago antes de ponerse a cuatro patas.

Con total tranquilidad, Laurent agarró la jarra y una copa y se sirvió un trago. Damen no pudo evitar mirar la copa y recordar la última vez que habían estado juntos y a solas en los aposentos del príncipe.

Sus tenues cejas se arquearon durante un instante.

—Tu virtud está a salvo. Solo es agua. Probablemente. 

—Laurent dio un sorbo y bajó la copa, que asía con sus delicados dedos. Miró la silla, tal como haría un anfitrión para ofrecer un asiento, y añadió, como si las palabras lo divirtiesen—: Ponte cómodo. Pasarás la noche aquí.

—¿Sin ataduras? —se extrañó Damen—. ¿No creéis que voy a intentar escapar, pero no sin antes detenerme únicamente a mataros?

—No hasta que nos acerquemos a la frontera —repuso Laurent.

Le devolvió la mirada sin inmutarse. Tan solo se oían los chasquidos y el crepitante fuego. 

—Va a ser verdad que tenéis hielo en las venas —dijo Damen.

Laurent devolvió la copa a la mesa con cuidado y cogió el cuchillo.

Era un arma afilada, hecha para cortar carne. Damen notó que se le aceleraba el pulso a medida que Laurent se acercaba. Solo unas noches atrás lo había visto degollar a un hombre y derramar sangre tan roja como la seda sobre la cama de la habitación. Se estremeció cuando los dedos de Laurent tocaron los suyos y apretaron la empuñadura del cuchillo en su mano. Laurent le aferró la muñeca por debajo de la esposa de oro, apretó con fuerza y empujó el arma hacia delante, de modo que apuntase a su abdomen. La punta de la hoja presionó ligeramente sus vestiduras principescas de color azul oscuro. 

—Me has oído decirle a Orlant que se vaya —declaró Laurent.

Damen sintió que la mano del príncipe se deslizaba de su muñeca a sus dedos. Su agarre se intensificó.

—No voy a perder el tiempo con poses y amenazas. ¿Qué tal si aclaramos cuáles son tus intenciones? —sugirió.

Estaba bien colocado, justo debajo de la caja torácica. Lo único que tenía que hacer era inclinarlo hacia arriba y presionar.

Era exasperante lo seguro que estaba de sí mismo al demostrar que estaba en lo cierto. Le entraron unas ganas enormes de acabar con él: no era tanto un deseo de violencia como un deseo de clavar el cuchillo en el aplomo de Laurent, de obligarlo a mostrar algo que no fuera fría indiferencia.

—Seguro que todavía hay criados que están despiertos. ¿Cómo sé que no vais a gritar? —observó Damen.

—¿Tengo pinta de ser de los que gritan?

—No voy a usar el cuchillo —contestó—. Pero si estáis dispuesto a dejarlo en mi mano, subestimáis cuánto quiero usarlo.

—No —repuso Laurent—. Sé exactamente lo que es querer matar a un hombre y esperar.

Damen retrocedió y bajó el arma. Sus nudillos seguían apretados a su alrededor. Se miraron de hito en hito.

—Cuando termine la campaña, creo que si eres un hombre y no un gusano, intentarás cobrarte venganza por lo que te ha pasado. Es lo que espero. Ese día, tiraremos los dados y veremos cómo caen. Hasta entonces, me servirás. Y que te quede una cosa clara: espero que me obedezcas. Estarás bajo mis órdenes. Si te opones a lo que se te mande, oiré argumentos razonables en privado, pero si desobedeces una orden una vez dada, te enviaré de vuelta al poste a que te azoten —explicó Laurent.

—¿He desobedecido alguna orden?

El príncipe le dedicó otra de sus miradas largas y extrañamente penetrantes.

—No —consideró Laurent—. Has sacado a Govart de los establos para que hiciera sus tareas y has rescatado a Aimeric de una refriega.

—Tenéis a todos los demás trabajando hasta el alba para preparar la partida de mañana. ¿Qué hago yo aquí? —preguntó Damen.

Otra pausa. Laurent volvió a señalar la silla. Esa vez, Damen siguió su sugerencia y se sentó. El príncipe ocupó la silla de enfrente. El mapa, con sus elaborados detalles, estaba desplegado en la mesa que los separaba.

—Me dijiste que conocías la zona —le recordó Laurent.

Capítulo dos


Mucho antes de partir a la mañana siguiente, resultó obvio que el regente había escogido a los peores hombres que encontró para marchar con su sobrino. Asimismo, fue evidente que estaban apostados en Chastillon para ocultar a la corte su pésima calidad. Ni siquiera eran soldados adiestrados, sino mercenarios y guerreros de segunda o tercera clase en su mayoría.

Con gentuza como esta, la cara bonita de Laurent le estaba haciendo un flaco favor. Damen oyó un montón de calumnias e insinuaciones maliciosas antes siquiera de ensillar su caballo. No era de extrañar que Aimeric se hubiese enfadado; hasta a Damen, que no tenía nada en contra de que los hombres difamasen a Laurent, le molestaba. Era irrespetuoso hablar así de un comandante. «Este lo que necesita es una buena polla para relajarse», oyó. Damen tiró con demasiada fuerza de la cincha del caballo.

Tal vez no estaba de humor. La noche anterior había sido rara. Estuvo sentado delante de un mapa frente a Laurent, respondiendo preguntas.