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ORO Y PLOMO EN LAS INDIAS: LOS TORNAVIAJES DE LA ESCRITURA VIRREINAL

ANTONIO CANO GINÉS Y CARLOS BRITO DÍAZ (EDS.)

Iberoamericana • Vervuert • 2017

PARECOS Y AUSTRALES
Ensayos de Cultura de la Colonia

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«Parecos de nosotros los españoles son los de la Nueva España, que viven en Síbola y por aquellas partes», dice Francisco López de Gómara, porque «no moramos en contraria como antípodas», sino en el mismo hemisferio. «Austral» es el término que adoptaron los habitantes del virreinato del Perú para ubicarse. Bajo esas dos nomenclaturas con las que las gentes de Indias son llamadas en la época, la colección de «Ensayos de Cultura de la Colonia» acoge aquellas ediciones cuidadas de textos coloniales que deben recuperarse, así como estudios que, desde una intención interdisciplinar, desde perspectivas abiertas, desde un diálogo intergenérico e intercultural traten de la América descubierta y de su proyección en los virreinatos.

Directores

ROLENA ADORNO, Yale University, New Haven; JUDITH FARRÉ, CSIC-CCHS, Madrid; PAUL FIRBAS, Suny at Stony Brook; MARGO GLANTZ, Universidad Nacional Autónoma de México; ROBERTO GONZÁLEZ-ECHEVARRÍA, Yale University, New Haven; ESPERANZA LÓPEZ PARADA, Universidad Complutense de Madrid; RAÚL MARRERO-FENTE, University of Minnesota Twin Cities, Minneapolis-Sain Paul; JOSÉ ANTONIO MAZZOTTI, Tufts University, Medford; LUIS MILLONES, Colby College, Waterville; CARMEN DE MORA, Universidad de, Sevilla; ALBERTO PÉREZ-AMADOR ADAM, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa; MARÍA JOSÉ RODILLA LEÓN Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Ciudad de México

Oro y plomo en las Indias: los tornaviajes de la escritura virreinal

ANTONIO CANO GINÉS Y CARLOS BRITO DÍAZ (EDS.)

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IBEROAMERICANA • VERVUERT • 2017

La edición de este libro ha sido subvencionada por la Viceconsejería de Cultura y
Deportes del Gobierno de Canarias.

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ISBN 978-84-16922-39-0 (Iberoamericana)
ISBN 978-3-95487-642-6 (Vervuert)
ISBN 978-3-95487-643-3 (eBook)

Depósito legal: M-25120-2017

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros

The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro

Impreso en España

Índice

Introducción

Carlos Brito Díaz

I. ESCRITTRA Y DESCTBRIMIENTO

Evolución de las crónicas de Indias y sus principales modalidades

Paloma Jiménez del Campo

Las escrituras descubridoras

Juan-Manuel García Ramos

II. FLTJOS E INTERFLTJOS

De un lado a otro: los objetos de las Indias en Europa

Esperanza López Parada

El tornaviaje de la conquista: iconografía del indio honrado en el teatro del Siglo de Oro

Carlos Brito Díaz

III. REINVENCIONES

Simulación de la oralidad en los Comentarios reales del Inca Garcilaso

Ana Valenciano López de Andújar

La anarquía del interregno: espacio visual en la Carta de Jamaica de Simón Bolívar

Francisco-J. Hernández Adrián

IV. MTJER EN INDIAS

La mujer en Indias: la otra conquista

Antonio Cano Ginés

Los dos poemas de sor María de los Ángeles: otra «Labor de manos»

Nieves María Concepción Lorenzo

V. CANARIAS EN AMÉRICA

El papel de Canarias en la conformación de la cultura virreinal americana

Andrés Sánchez Robayna

Épica y periferia: leer Canarias desde la América colonial. Tentativa de interpretación

José Antonio Ramos Arteaga

Bernardo de Gálvez y la colonización de la Luisiana española Manuel Hernández González

VI. OTROS LENGTAJES

Visiones y revisiones de la conquista en el cine, desde Werner Herzog hasta Icíar Bollaín

Isabel Castells Molina

Sobre los autores

Introducción

El dilatado intervalo cronológico que la crítica ha definido para América como período virreinal anda aún falto de visitas que ajusten y maticen la heterogénea conjunción de escrituras que irradiaron las cuatro demarcaciones administrativas que la Corona castellana determinó para el vasto territorio continental de influencia hispánica: el virreinato de Nueva España (1535-1821), el virreinato del Perú (1542-1824), el virreinato de Nueva Granada (1717-1723, 1739-1810 y 1816-1819) y el virreinato del Río de la Plata (1776-1814). Ante desigual cronología se imponen la prudencia y la consideración de que la decantación de una sociedad multiforme merced al encuentro de dos civilizaciones —embozadas en los eufemísticos Viejo y Nuevo Mundo— consolidó mixturas y recíprocas contaminaciones que generaron un flujo de ida y vuelta —un tornaviaje, pues— de fijaciones culturales en migración continua de una orilla a otra del océano. No podemos soslayar la evidencia de que, en feliz expresión de Juan-Manuel García Ramos, el signo de la atlanticidad determinó el sentido de esta aventura de trasterrados acá y allá, como tampoco podemos obviar la estratégica influencia que las Islas Canarias ejercieron como puerto de anclaje, plaza comercial, foco de emigración y bastión de intersección entre el umbral americano y el europeo. La relación, históricamente acreditada, entre el archipiélago y los territorios de América, desde Luisiana hasta Tierra de Fuego, impone el signo de un mestizaje particular de lo canario-americano inserto en el proceso de aculturación mayor que integró un vértice tricontinental (no debe dejarse a un lado la vertebración de África en el concierto de civilizaciones atlánticas).

La identidad virreinal decanta en el dominio de la escritura un corpus textual de heterogénea naturaleza al amparo de un archigénero de curiosos sincretismos y violentas conciliaciones que dio en llamarse crónica: relación, testimonio, narración, excurso, relato, declaración o semblanza son categorías que no satisfacen el inclasificable dominio textual que se inició con las visiones y recreaciones de los primeros viajeros y conquistadores de las Indias. El discurso ecfrástico de la realidad nueva enseguida se contagió de las licencias de la ficción que dieron pie a la reposición y sustitución de las latitudes originales por un impulso adánico que determinó «la invención de América» y no su descubrimiento, según la citadísima expresión de Edmundo O’Gorman. Este proceso de suplantación antropológica no puede desligarse del principio de la reversibilidad de mundos: la hispanización corre pareja a la criollización en el inesperado espectáculo en que se convirtió el hallazgo del Nuevo Mundo, el occidente del Occidente.

Paloma Jiménez del Campo sortea los escollos del magma textual discernible como crónicas, un conjunto misceláneo de textos, géneros, perspectivas, temas y objetivos que fueron evolucionando desde los aspectos épicos, militares y geográficos, más atentos a los sucesos de la Conquista y a los acontecimientos próximos, a otros asuntos más elevados a medida que se fue asentando la colonia. Esta selva textual integra cartas y relaciones de conquistadores, crónicas de la Conquista, las primeras historias generales de las Indias, diarios de navegación, relatos autobiográficos de navegantes, viajeros y náufragos, relaciones geográficas y las descripciones generales emanadas de ellas, historias de la evangelización e historias eclesiásticas, crónicas generales de alcance regional, crónicas conventuales, biografías civiles (de gobernantes, relaciones de servicios de capitanes, genealogías y compendios de varones ilustres) y hagiografías (bajo la forma de sermones fúnebres, cartas edificantes, interrogatorios sobre virtudes y milagros, biografías particulares de obispos o provinciales, las biografías incluidas en textos sobre santuarios o menologios), crónicas rimadas, historias de ciudades, diarios de sucesos notables, anales, misceláneas, relaciones de fiestas... Con el siglo XVIII y el interés racionalista por la observación directa y por la ciencia aparecen las guías de forasteros, los almanaques y calendarios y los primeros directorios con los datos de los prohombres civiles y religiosos de cierta eminencia e historias regionales. A esta nómina diversa y heterogénea deben añadirse géneros más desatendidos como la narrativa hierofánica y las relaciones de sucesos. Este multiforme corpus textual además debe atender a la consideración de la historiografía de autoría indiana, complemento llamativo de la europea, y con una visión donde se relativiza el mesianismo providencialista predicado desde la mirada oficial. A través de las crónicas, lato sensu, se dibuja el tránsito del fragor bélico de la Conquista (siglo XVI) a un paradigma sociogeográfico más asentado de la colonia (siglo XVII) donde se atiende más a la conquista espiritual, que da paso a una perspectiva cientificista del medio y a su racionalización historiográfica de conjunto con el proyecto de creación del Archivo General de Indias, idea de Juan Bautista Muñoz, que fue comisionado para escribir una historia de América con documentos incontestables que contrarrestaran el efecto de las historias de autores extranjeros sobre el mundo novohispano. Este fue acaso uno de los últimos intentos integradores producidos en el umbral de la fragmentación que con los procesos de independencia habría de iniciarse.

Juan-Manuel García Ramos traza la genealogía de la escritura descubridora o fundacional, los descendientes de Colón en su aventura adánica y providencialista. Las crónicas del almirante dan inicio a un modo de establecimiento de la realidad en virtud del lenguaje que la crea y cuyos parámetros conllevaban el estigma del mundo conocido. El descubrimiento de América es la identificación refleja o especular de la vieja Europa proyectada como un palimpsesto que prefigura y anticipa la naturaleza americana y que la literatura nos devuelve con clásico anacronismo. El signo de la fabulación primigenia que caracteriza gran parte de las letras novohispanas desemboca en esta mirada novel e ingenua de las crónicas, sustentadoras de un discurso más de reconocimiento del mundo conocido que del descubrimiento del ignoto. El cronista se convierte en garante del mesianismo colombino, disfraz ideológico de móviles menos espirituales. El hallazgo es invención, el desvelamiento constatación de lo ya existente. El modelo está prefigurado en la renacentista Relación de Pigafetta y en las crónicas indianas que reintegran a García Márquez su construcción fidedigna de la circunstancia oscilante del delirio —visión cervantina al cabo— bajo las especias del realismo mágico. Las revisiones colombinas (Carpentier, Benítez Rojo, Posse, Roa Bastos, Marlowe, Aridjis, Martínez, Fuentes) no han acotado las múltiples y controvertidas significaciones del mito, pero han reproducido el instinto de fundación lingüística en un tránsito anacrónico hacia las fuentes primarias. Los hijos de Pigafetta (Libertella, Baccino Ponce de León) constatan que la literatura reescribe la historia o silencia la mirada santificadora en busca de otros horizontes menos intervencionistas. La reinvención de América bajo el paradigma científico de Humboldt también propició filiaciones literarias (Romero) con la hibridez que la metaliteratura destila. El Dorado viene determinado no como mitologización de la codicia conquistadora sino como el devanamiento del cálamo universal que deshace escrituras descubridoras en busca del embrión de la palabra fundadora. Signo y estigma que distrae —en feliz expresión de García Ramos— «a la retina de la rutina».

Esperanza López Parada analiza el trasiego de objetos de una civilización a otra y las consecuencias ideológicas que resultan de la aculturación de enseres vinculados al rito o a la práctica consuetudinaria en una y otra latitud simbólica. La divergencia en la conceptualización de las cosas traza comportamientos antitéticos a un lado y otro del Atlántico: los nativos, al mutar la funcionalidad de los objetos, retienen en ellos el sustrato ritual que ocupan en el espacio nuevo (topotesia hierofánica), mientras que los europeos silencian y desnudan a los ídolos indígenas de toda función simbólica relegándolos a la periferia de las rarezas (exotica mirabilia), sin otro valor que el decorativo en el inventario de los coleccionistas a partir de los realia o bagajes patrimoniales de obsequio a la Corona. El uso herético de los enseres sustraídos por los indios viene sancionado por la mirada del conquistador pues, aunque desplazados, los objetos cobran la dignidad de la utilidad en la civilización indígena: se produce una desviación conceptual del objeto que implica adquisición de contenido simbólico. Sin embargo, la vieja Europa transforma en simples instrumentos suntuarios aquellas materialidades que revestían ritualidad hierofánica y que son sometidas a un proceso de deslexicalización religiosa en la consigna contrarreformista de no multiplicar manifestaciones de la herejía, motivadas por el celo a que condujo la iconoclastia de los movimientos de la Reforma. De nuevo el trasiego o flujo de objetos obra la paradoja: en el tornaviaje los objetos del conquistador se asimilan a la función sagrada de la religión que precisamente desea ser transformada, la nativa, y los objetos de veneración indígena, aunque pierden la función votiva en su nuevo emplazamiento decorativo, irradian la metamorfosis de su función simbólica en objeto artístico, incorporada pese a todo a la materialidad del conquistador. Sinergia inequívoca de mundos que oscila, en Europa, de la topotesia a la topografía y en el Nuevo Mundo, del uso consuetudinario a la apropiación simbólica.

Carlos Brito Díaz analiza algunos contextos que ayudaron a precisar la iconografía del indio americano a través de la realización dramática de que fueron objeto. Al margen del haz modes-to de piezas teatrales sobre el Nuevo Mundo, ya advertido por la historiografía crítica, que no parece tener correspondencia con la envergadura épica, militar y cultural de la empresa de colonización transoceánica, los grabados, emblemas y representaciones pictóricas que jalonaron las crónicas y tratados sobre el inédito continente, con su parejo discurso ecfrástico, contribuyeron a crear un imaginario externo del que se alimentaron, entre otros, los dramaturgos del Siglo de Oro. Si bien mostraron cierta indolencia creativa al sustentar el discurso etnográfico sobre el palimpsesto de representaciones proyectadas desde Europa en una suerte de superposición dialéctica entre civilizaciones (véase, por ejemplo, la configuración del indígena americano alimentada por la iconología del salvaje prehispánico o guanche, habitante natural de las Islas Canarias, en las piezas americanas de Lope de Vega), una de las contribuciones más notables y efectivas para la constatación de los tornaviajes de la escritura fue la figura del indiano, chapetón o perulero, reverso sombrío y agrio del emigrante o conquistador en busca de una fortuna que, a la postre, se revuelve como estigma en la inserción social de los retornados al Viejo Mundo. Como en tantas cosas Lope de Vega vuelve a ser pionero en la articulación dramática de esta figura híbrida, en la bisagra existencial de dos civilizaciones, cuyo medro personifica la materialización de un ideal que se transforma, al regreso, en el signo vital del inadaptado objeto de prejuicios, envidias y rencores de cierto sabor antisemita, toda vez que el enriquecimiento, blanco del rechazo y del desprecio, se observaba en analogía de la exhibición incontinente de la riqueza asociada a las actividades económicas de los judíos.

Ana Valenciano López de Andújar analiza pacientemente la ficcionalización de una entrevista del cronista Inca Garcilaso con un tío quechua como informante privilegiado de los contornos del mito fundacional de los incas que sitúa en el Libro I de sus Comentarios. El fingimiento o no de una situación oral como testimonio para la traducción y transcripción posterior al castellano de su crónica viene avalado por el bilingüismo funcional de que hacía gala el autor, criado al embozo de ambas lenguas en diferentes fases de su vida. Garcilaso hace emerger el saber oral de su informante si bien habrían de transcurrir muchos años hasta la terminación de su obra, de lo que se deriva un contexto de enunciación juvenil que luego se decanta y remansa en la reflexión serena que el tiempo brinda. La introducción de formas orales en su discurso histórico no solo se contempla como aditivo de la narración sino como cercanía a las fuentes de información primarias, simbólicamente administradas a partir del mito fundacional del pueblo por vía materna: el escritor letrado forzaba así la memoria («el corazón») del sustrato etnológico cuyo palimpsesto sonoro debía ser la lengua quechua, el lenguaje natural del saber primitivo contrastado. Y daba entrada así a la mnemónica artificial asociada a dibujos e imágenes que constituían el arsenal popular del pueblo conquistado y la esencia primigenia de su historia. Y con ello nos emplaza a la valoración de las fuentes orales quechuas en las crónicas, a la contaminación de la tradición popular americana con el sustrato hispánico y a las estrategias de la voz viva en el relato. El notario-cronista no pareció cumplir con la encomienda toda vez que la enunciación oral queda pervertida en su traducción a una lengua ajena, el castellano, sin los contornos simbólicos ni la realidad objetual y ritual de la quechua. El narrador acoge una estilización literaturizada de la cultura nativa que, bajo perfume de oralidad, nos presenta el espejismo de una visión directa e inmediata al saber oral popular, al reducto primario e incontaminado donde bulle la leyenda y se asienta el mito.

Francisco-J. Hernández Adrián analiza la pre-posteridad, esto es, lo que se anuncia como futuro desde el pasado, en la Carta de Jamaica que Bolívar escribió en la isla caribeña en 1815. El documento refleja con especial incidencia el período de orfandad histórica y de vacilación geopolítica del llamado interregno en la fase de transición entre la liquidación de los virreinatos y la consolidación de los procesos de independencia nacionales. El paternalismo visionario, la estrategia panamericanista, la expresión racionalista y la incertidumbre histórica revelan un relato donde se enuncia la formulación de una nueva América, la reinvención en segundo grado de un continente a punto de decantarse política y territorialmente. Paradójicamente, Bolívar acude a las fuentes incontaminadas del Nuevo Mundo con el imaginario de los discursos coloniales a los que aplica un enfoque de gran angular que articula su concepción continentalista. El estratega, el artista, el militar, el político y el científico construyen un espacio visual integrador para cuya identidad adelanta límites geográficos y capitalidades, un colosal (segundo) imperio americanista bajo el tamiz de las revoluciones liberales cercanas. Destila inquietud, imprecisión y desasosiego el proyecto americano del Libertador, pero se conduce con el lenguaje enunciador de un tiempo nuevo para un hombre nuevo (bajo la especie metafórica del niño como individuo incontaminado), una pre-posteridad que anuncia sin desvelar, que enuncia sin precisar pero en la que acierta a manifestar la necesidad de una nueva formulación geopolítica del continente en la conciencia de que lo importante estaba aún por hacer. La imagen infantil describe aún un tiempo de inmadurez e inexperiencia para las repúblicas americanas, pero derrama el derecho y la ilusión por la libertad tras el dilatado sometimiento a un padrastro —más que padre (el Imperio)— ingrato que lastró el proceso de emancipación natural según la filosofía racionalista y prerromántica que se asoma, titubeante como niño en pañales (sigamos con el símil), en este documento de tránsito y de provisionalidad histórica que es la Carta de Jamaica.

Antonio Cano Ginés descubre que la historia de las mujeres en la colonización de América ha deslizado tópicos en la percepción del papel de la mujer en el Nuevo Mundo. La circunstancia de la excepcionalidad aislada de ciertas mujeres bajo el perverso quid pro quo de la función masculina (mujeres que actúan como hombres porque para desempeñarse en libertad suplantan la identidad de aquellos: caso paradigmático de travestismo laboral y vital es el de la Monja Alférez) anula la valoración de las mujeres en tanto tales y subsume la apreciación del conjunto en el decálogo de sobresalientes casos particulares. El porcentaje de mujeres en la Conquista y la presencia notable de solteras determina una relación diferente de los conquistadores con las nativas pues desde bien temprano se autorizó la implantación de casas de lenocinio con mujeres europeas para evitar la mezcla racial. La crítica, y en especial la feminista, ha ido desvelando biografías de féminas destacables en todos los órdenes de la vida, desde la posición privilegiada de virreina a la de soldado o educadora. Otro aspecto llamativo es la decisiva importancia de las mestizas o criollas para el desarrollo de la anexión militar, una de cuyas funciones fue la de servir de intérpretes —lenguas o trujamanes entre los visitantes y los naturales: caso llamativo es el de la Malinche, Marina, y otras nativas que se relacionaron personalmente con los caudillos en la Conquista. La intermediación de intérpretes reclutados de entre la población nativa fue una estrategia provechosa que los españoles ya habían utilizado en otros procesos de colonización, como el de las Islas Canarias, y el fundamento simbólico para la utopía interracial propia del ingenuo sincretismo que suele emanar del encuentro entre dos civilizaciones. Tres casos particulares ilustran el perfil de mujeres aguerridas en las primeras fases de la colonia: Mencía Calderón de Sanabria, adelantada de Asunción, que encabezó una expedición al Río de la Plata tras enormes tribulaciones y abogó por una defensa de los indios y por su protección frente a los abusos de los encomenderos; María Álvarez de Toledo y Rojas, considerada adalid de la postura lascasista, que fue la primera virreina de América y, al margen de su estirpe familiar (nuera de Colón y pariente de los Reyes Católicos y de los duques de Alba), se desempeñó como cabeza política en los períodos de ausencia de su marido en la corte a causa de los litigios colombinos y auspició un programa de fundación de escuelas, talleres y asistencia en los hospitales para los nativos y, si bien hubo de sortear presiones de nobles y colonos, administró La Española con pericia favoreciendo el buen trato hacia los indios, extremo que le granjeó no pocos sinsabores; y, por último, Catalina Bustamante, cuya labor pedagógica se extendió, primeramente, entre los círculos de los nobles asentados en la colonia y, posteriormente, en la red de escuelas para instrucción de los nativos que logró desarrollar y establecer con un soporte docente gracias a la mediación directa de la emperatriz Isabel de Portugal. La presencia de la mujer desde los primeros estadios de la Conquista contribuyó a fijar los estándares de la familia, de la lengua y de la convivencia entre naturales y extranjeros: los contingentes de mujeres europeas en las expediciones pretendieron un modelo de sociedad sin intersecciones ni contaminaciones, pero la evolución de la colonia enseguida decantó un paradigma de civilización sincrética y mestiza.

Las formas de la espiritualidad femenina germinaron frutos literarios notables en la vida conventual. Nieves María Concepción Lorenzo retoma los estadios originarios de la literatura colonial venezolana con el caso aislado de sor María de los Ángeles, monja profesa en el cambio de siglo cuya obra parece no haberse conservado sino bajo el testimonio de dos poemas, uno en la tradición teresiana de la búsqueda y del goce místico y el otro de carácter circunstancial al calor del terremoto que asoló Caracas en 1812. Este trabajo rescata la escritura femenina en el seno de la orden carmelita (recordemos que sor Juana Inés de la Cruz profesó en ella antes de ser jerónima) y la aventura de la creación al amparo de la formación en las bibliotecas conventuales, si bien el caso de la monja venezolana se justifica por su inquietud intelectual y su educación en los ambientes refinados en su previa vida seglar. La nómina de escritoras en el seno de la vida conventual incorpora algunas más a su catálogo, al lado de la Monja Alférez: la dominicana sor Leonor de Ovando, la chilena Úrsula Suárez, las peruanas sor Juana Herrera y Mendoza y sor Leonor de la Trinidad, la colombiana sor María Josefa del Castillo (madre Castillo) y la ecuatoriana sor Catalina de Jesús Herrera, todas —según Concepción Lorenzo— a considerable distancia intelectual y literaria de sor Juana Inés de la Cruz. El autodidactismo creador de las mujeres encerradas, pero no al conocimiento ni a la composición literaria, es un capítulo de la vida colonial apasionante y aún por desbrozar. El caso de sor María de los Ángeles descubre, a su vez, el rezagamiento de la interpretación crítica de la literatura de la colonia en Venezuela frente a otros territorios, como Perú, Centroamérica o México, más atendidos y perfilados. El relato de convento asume géneros como la autobiografía, la epístola y el diario que conforman una identidad de escritor, urgido por la poesía circunstancial, por la oración fúnebre y otras variantes, abocado a una suerte de literatura «a su pesar» y como complemento de su «labor de manos» en paralelo y no al margen de su siglo.

Andrés Sánchez Robayna analiza la impronta canaria en territorio americano y los flujos de interacción de los escritores de las islas en América, citando ejemplos llamativos de prosistas, poetas, políticos, historiadores o religiosos que, trasterrados o no, irradiaron modos de escritura con los que entendieron (y extendieron a) la visión de la colonia. A los paradigmáticos casos de José de Anchieta y Silvestre de Balboa en las instancias fundacionales de las literaturas brasileña y cubana se añaden otros, como el de Cairasco de Figueroa, cuyo modelo de academia y cuyo proyecto poético basado en el rescate de la sonoridad italiana y cultista en virtud de la práctica (insistente) del verso esdrújulo arraigaron en América. Los interflujos entre Canarias y el Nuevo Mundo no solo comportaron el trasiego de personas sino el de modos culturales merced al tráfico de libros, documentos y manuscritos de una orilla a otra. El de las Islas Canarias fue un modelo avanzado de colonización (económica, territorial, política, religiosa, cultural) que se exportó y aplicó al nuevo continente, si bien la cronología establece una simultaneidad entre la consumación del proceso de conquista del archipiélago y las primeras expediciones a tierras americanas. En los siglos XVII y XVIII también se registran casos sobresalientes de la influencia de los hombres y de las letras canarias en la constitución de la identidad novohispana. El modelo insular se integra en la visión antropológica y lingüística del Nuevo Mundo pues ya nadie discute la aportación de la variedad dialectal canaria a la del español americano. Si Canarias se contempla historiográficamente como «una pequeña América», la realidad novohispana también debe interpretarse a la luz de una Canarias transcontinental.

José Antonio Ramos Arteaga analiza el estatuto del historiador literario como garante de la criollización desde la perspectiva del género épico en que se funda la transmisión lírica de la categoría fundacional del espacio geopolítico: Pedro de Oña y Antonio de Viana para Araucania y Canarias, respectivamente, desarrollan un registro de la transculturación a modo de notarios anacrónicos en cuyo relato se cumple como vaticinio lo que la realidad ha decantado o traicionado en el presente de la escritura. Los recursos del sueño agorero y las visiones pornotópicas construyen un lenguaje que se apropia de las estrategias que el sistema colonial había materializado y que cobra una disidencia significativa en los espacios de la ficción desde la periferia del Imperio. Al margen de adanismos y miradas laterales garantes del exotismo, la neoépica escrita desde el territorio que la ficción representa precipita soluciones que destilan la habilidad del poeta épico para conciliar el mundo ideologizado con la escritura de encargo, para sostener el pasado disfrazado de idealismo con la disrupción de la realidad colonial y de paso justificar los procesos de aculturación y de ocupación. Las epopeyas periféricas arrostran la condición criolla desde posiciones muy resbaladizas en el forzado intento de hacer corresponder el pasado no tan remoto con el presente en el que se ha consumado no solo la definición territorial sino la gestión política y económica de la colonia. Lo que se propone como historia es una proyección diferida e interpuesta desde una actualidad que con miopía deliberada silencia el modelo de criollización divergente del que registra el relato épico. El espejismo híbrido del sincretismo se salda en la neoépica con la apropiación providencial de antropologías en contacto bajo las cuales se desliza un palimpsesto imperial hábilmente intervenido y cuyo notario es el propio poeta.

Manuel Hernández González aborda uno de los capítulos más destacados de la emigración canaria a América: la repoblación de Luisiana en el último tercio del sigloXVIII como consecuencia de la política inmigratoria llevada a cabo en un territorio estratégico para los intereses de la Corona dada la cercanía con las posesiones inglesas de Florida. La dinastía de los Gálvez, de firmes raíces políticas e inteligentemente emparentada con prohombres destacados, disfrutó de posiciones privilegiadas de que también hizo gala la familia política a ellos adscrita, en frecuentes licencias debidas al nepotismo con que obtuvieron cargos y prebendas que acrecentaron su influencia. Con celo y rigor se plantean las causas del fracaso de la política colonizadora de Bernardo de Gálvez a pesar de contar con suficientes recursos de la Corona. El modelo inmigratorio, basado en la recluta con incentivos económicos antes y después del viaje, atrajo a numerosas familias pero abrió la puerta a notables disensiones explicables por la precaria economía del archipiélago y por las necesidades de gran parte de la población de mano de obra activa. La aventura de ultramar se vendió como un reclamo y adelanta el signo migratorio de los isleños hasta los flujos más cercanos hacia Cuba y Venezuela, ya en los siglos XIX y XX. La repoblación con contingente canario venía exigida por la necesidad de fortalecer colonias inestables políticamente mediante la fortificación, la mejora de la economía y el incremento de la población hispana. La necesidad de consolidar las guarniciones de la colonia motivó el reclutamiento de familias canarias a las que se sumó una proporción de acadianos que malvivían en Francia y que, paradójicamente, originó un arraigamiento de la cultura francófona en Luisiana y, en contra de lo esperado y a la postre, un afrancesamiento de la identidad hispana que debió asimilar el francés, como sucedió en una de las poblaciones resultantes, Valenzuela, en el bayú Lafourche, de notable población acadiana. De aquella empresa solo resta una población, San Bernardo, con población canaria debido a la endogamia que permitió conservar los lazos familiares y el idioma. Este es el minúsculo resultado de una ambiciosa estrategia política para la que nunca faltaron detractores en las propias islas, debido al desamparo que tal pérdida de población hábil originaba.

Isabel Castells Molina reflexiona sobre diferentes lecturas críticas a las que la cinematografía ha sometido el proceso de conquista y colonización del Nuevo Mundo desde posturas antiépicas y poco afectas a la anestesia ambigua del sincretismo de civilizaciones. El cine ha realizado controvertidas indagaciones del proceso histórico y de la falsa apreciación de un nosotros que disfraza una realidad más disociada entre nativos y extranjeros. Frente a las versiones fílmicas oficialistas —de menor interés por su grado de miopía y previsibilidad— emerge una cinematografía inquieta, beligerante con la historia, enemiga de los bálsamos tópicos y de la perversa idealización democratizadora que allana diferencias y silencia divergencias. Desde la propuesta ácida de Herzog a la metarreferencial de Bollaín, el lenguaje de la narración discurre sin amabilidad ni complacencia para invertir la mirada y la visión hacia el viaje iniciático que realiza el descubridor, travesía que a menudo desemboca en un trayecto más de aventura ontológica que antropológica. La claudicación erótica, el inarmónico mestizaje, el estigma de la dominación y la imposibilidad de la simbiosis son atractivos fundamentos que cierto cine ha hecho suyos con flagrante disidencia, para discutir con lucidez el disfraz de la dialéctica de civilizaciones como consecuencia de un régimen de superposición y no de adscripción o yuxtaposición. El cine de autor vuelve a ser una válvula de escape para revisiones periféricas y en contradicción con la historia al uso y para relativizar el adanismo iluminador de los conquistadores o el simulacro de mesianismo de la civilización de superestrato; antes bien, las versiones fílmicas aquí contempladas (Herzog, Echevarría, Carrasco y Bollaín) fragmentan la mirada hacia discordancias que dialogan —en dirección opuesta— a la ideologización aquiescente de otros intentos (Scott, Joffé) y donde la voluntad de ficcionalización esgrime una autenticidad más cimentada que la de los relatos pretendidamente rigurosos y contaminados por una verdad resbaladiza e ilusoria.

Este haz de artículos viene apoyado por la presencia de algunos investigadores (Ana Valenciano López de Andújar, Paloma Jiménez del Campo, Antonio Cano Ginés) del proyecto de investigación I+D «Intertextualidad y crónica de Indias: variedad discursiva de la escritura virreinal americana» (FFI2012-23235), cuya directora, Esperanza López Parada, también nos honra con un trabajo suyo. El propósito de este libro no fue otro que el de animar la controversia en el análisis de las escrituras virreinales y de sus variedades discursivas bajo el signo del tornaviaje, interflujo o contaminación recíproca de universos y contribuir a preservar una mirada inquieta y atenta a las siempre fructíferas relecturas que, generosamente, aún permite el período virreinal, quizá el más apasionante episodio de cruce de civilizaciones de la historia: oro y plomo sobre las Indias.

CARLOS BRITO DÍAZ

I.

ESCRITURA Y DESCUBRIMIENTO

Evolución de las crónicas de Indias y sus principales modalidades

Paloma Jiménez del Campo
Universidad Complutense de Madrid

Las crónicas de Indias están consideradas textos de fundación de la literatura hispanoamericana, pues suponen la primera toma de conciencia de la nueva realidad, «una toma de posesión imaginativa e intelectual», en palabras de Pedro Henríquez Ureña. Sin embargo, las primeras narraciones del descubrimiento y conquista americanos son un híbrido entre lo que el lector moderno asociaría con el discurso de la historia, la teología, la antropología, la geografía y las ciencias naturales. A pesar de todo, la importancia de estos libros no se debe exclusivamente a la riqueza de datos (que muchas veces son contradictorios), sino también a los aspectos más imaginativos y originales, los episodios cargados de ilusión, introspección y fracasos, y a aquellas partes en las que el acto de escribir evoca imaginarios ocultos del autor o se convierte en una forma de legitimación personal. Este tipo de cuestiones son típicas preocupaciones literarias y exigen, además, una forma de lectura ecléctica.

Así pues, las crónicas de Indias presentan serios problemas para su definición debido principalmente a su hibridez genérica, a caballo entre el texto histórico y el literario (es «historia» de intención objetiva —o al menos descriptiva— a la vez que «relato» personal); a la variedad de sus contenidos (los descubrimientos, las guerras de conquista y los pleitos entre conquistadores, las misiones evangelizadoras y la historia de la Iglesia en las Indias, la geografía del Nuevo Mundo y la corografía de los virreinatos, la etnografía indígena, la fauna y flora americanas, las costumbres aborígenes y criollas, las biografías de hombres ilustres, etc.); a su heterogeneidad textual (diarios, cartas, relaciones, crónicas de la conquista y crónicas conventuales, historias generales y particulares, relatos de viajes, biografías, hagiografías y otros que veremos más adelante); y al amplio marco temporal de tres siglos de su proceso, cuyos límites pueden trazarse desde la Carta del descubrimiento de Colón (1493) hasta la Historia del Nuevo Mundo de Juan Bautista Muñoz (1793).

Además, sus autores fueron españoles y extranjeros, que escribieron en su lengua1 o en latín, habiendo estado o no en el Nuevo Mundo; luego escribieron criollos, mestizos e indios2. La crónica indígena ha sido objeto de un especial interés en los últimos tiempos por la perspectiva que aporta: «la visión de los vencidos», y por el valor etnológico e histórico de su material informativo, aunque los misioneros escribieron también obras que han resultado reveladoras para la moderna antropología (en cierta medida, se anticiparon a esta disciplina) como la ejemplar Historia general de las cosas de la Nueva España de fray Bernardino de Sahagún, un verdadero monumento etnográfico basado en los testimonios de los ancianos supervivientes de la conquista. Su contenido se presenta en la lengua náhuatl original y en su correspondiente traducción castellana, complementando el lenguaje verbal con el pictórico, pues Sahagún sabía que los antiguos aztecas habían «redactado» parte de sus historias y libros rituales por medio de pinturas.

La historia general aspiró a la síntesis acumulativa del enorme proceso, la historia particular se diversificó de acuerdo a las regiones para constituir una crónica mexicana, peruana, neogranadina y chilena, entre las provistas de mayor continuidad; y se modificó en el tiempo presentando variantes significativas en cada uno de los siglos coloniales.

Walter Mignolo (1982), a mi parecer, clarificó enormemente la cuestión relativa a la difícil definición de las crónicas de Indias planteando que el principio caracterizador de las mismas no estaría determinado por la «formación textual» (amplias clases que se constituyen como unidad mediante los preceptos que las definen como disciplina: históricas, literarias, filosóficas, religiosas, etc.), ni por los «tipos discursivos» (forma de los textos y géneros), sino por el referente: las Indias. Mignolo establecía un segundo criterio: el cronológico-ideológico, aunque la utilización del término Indias engloba ese segundo criterio, pues lo que se denomina como «Indias» (o Nuevo Mundo) hasta el siglo XVIII comenzará a denominarse «América» en el XIX, lo cual no es tan solo un cambio de nombre, sino que implica una modificación conceptual relacionada con un cambio político-económico marcado por la independencia.

Aunque este acercamiento es exacto, José Carlos González Boixo (2012) reclama la necesidad de una clasificación, pues «El mejor medio de conseguir esa entidad necesaria [una definición] es adentrarnos en las crónicas buscando su “clasificación”. Al clasificar las crónicas definimos también parcelas y el conjunto de esas definiciones es el que da validez a la definición general» (202). El criterio más utilizado ha sido el temático, que agrupa las crónicas en función de la materia o contenido de las mismas3, pero desde la perspectiva literaria se deberían manejar además criterios formales. Uno de los escasos análisis clasificatorios que siguen esta línea es el citado trabajo de Mignolo, pero solo analiza tres modalidades: cartas, relaciones y crónicas. No es mi intención en este breve espacio realizar una clasificación exhaustiva y pormenorizada de este vasto corpus, ni mucho menos realizar el deslinde entre los documentos históricos y los que podrían ser considerados como textos más o menos literarios dentro de esta copiosísima producción cronística, pero he pensado que ante la actual proliferación de los análisis de detalle, sería útil una visión de conjunto que trazara el devenir de la crónica de Indias señalando a grandes rasgos los intereses temáticos y haciendo especial hincapié en las diversas modalidades de su escritura a lo largo de los tres siglos de su vigencia. Para ello he tomado como punto de partida un trabajo del historiador español Guillermo Céspedes del Castillo (1986), que me ha servido de faro para escribir estos breves apuntes. Mi principal labor ha consistido en la síntesis del proceso y la amplificación explicativa de algunos géneros no tenidos en cuenta o simplemente mencionados por el maestro, así como la necesaria elección de ejemplos ilustrativos. También he estimado de interés extenderme en dos tipos discursivos que no suelen ser considerados a la hora de estudiar y clasificar las llamadas crónicas de Indias: la narrativa hierofánica y las relaciones de sucesos.

El primer paso en la crónica de Indias suele estar a cargo de los principales actores de los sucesos o de sus más inmediatos contemporáneos. Se trata de los diarios de navegación o de cartas que notifican un descubrimiento o una conquista y sus circunstancias. En esta línea están Colón, Cortés, Jiménez de Quesada, Valdivia… A su lado, formando parte de la expedición o del ejército, suelen ir escribanos que cumplen con la obligación de dejar constancia de lo sucedido en sus relaciones, o escritores que relatan espontáneamente los hechos que van viviendo4.

Es también la época de los grandes historiadores generales de las Indias. Hasta 1650 aproximadamente coexisten en la historiografía indiana dos tipos de escritores: «cronistas» e «historiadores», aunque ambos utilicen indistintamente los términos de crónica e historia para intitular sus escritos5. Quien mejor los ha distinguido es Raúl Porras Barrenechea (1962): «Los cronistas viven en el espíritu de los acontecimientos que describen y pertenecen a él. El historiador vive fuera de ese ámbito y trata de penetrar en él o de reconstruirlo, pero con un espíritu distinto de los hechos que narra […]. Los cronistas son […] los ojos y el corazón de la historia. La vieron y sintieron y pueden hablarnos con emoción» (13-15). Por tanto, la obra del cronista es puro relato. Típico del cronista es su pasión, su partidismo, el estar siempre contra alguien o a favor de algo. La aspiración a la imparcialidad que caracteriza al historiador no existe en el cronista.

Entre los historiadores nos encontramos a los cronistas mayores6, pero también a los primeros historiadores generales: Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernández de Oviedo, Bartolomé de las Casas, Francisco López de Gómara y José de Acosta, quienes basaron sus historias no solo en los documentos, sino también en sus respectivas experiencias personales7, cargándolas, por tanto, de ese apasionamiento propio del cronista.

En cuanto a los géneros historiográficos cultivados en el siglo XVI y principios del XVII, además de las cartas y relaciones de los conquistadores, de las crónicas de la conquista y de las primeras historias generales, ocupan un lugar destacado los diarios de navegación y los relatos autobiográficos de navegantes, viajeros y náufragos. Esta «literatura de viajes» se inicia con las narraciones de descubridores y exploradores, continúa con testimonios de pasajeros y comerciantes y se enriquece con viajeros extranjeros que conocieron las Indias o residieron en ellas8, aunque solo se considerarán como parte del gran corpus de las crónicas de Indias los textos que entren en sus coordenadas cronológico-ideológicas, es decir, las obras de aquellos autores vinculados de alguna manera con la Corona española o cuyos textos tuvieron una repercusión relevante en la construcción literaria y cultural de las Indias, como es el caso de las cartas de Américo Vespucio o la relación sobre la primera vuelta al mundo de Pigafetta.

Otros géneros destacados serán las relaciones geográficas y las descripciones generales de las Indias basadas en ellas. Los primeros navegantes y descubridores españoles debían enviar a la Corona descripciones e informes de las nuevas tierras, pero esta práctica no estuvo perfectamente configurada ni tuvo una estructura definida. En tiempos de Felipe II, las necesidades administrativas y de gobierno de un territorio tan extenso y complejo imponen la necesidad de una información metódica y unificada, y a partir de 1571 se oficializa la obligación de responder a unos cuestionarios elaborados minuciosamente por Juan de Ovando primero y Juan López de Velasco después9, con preguntas que se refieren ordenadamente a casi todos los asuntos y actividades de las tierras y poblados de las Indias: historia, geografía física y humana, lenguas, costumbres, creencias, gobierno y administración, botánica, zoología, riquezas materiales, etc. Se despacharon estos cuestionarios a Ultramar con orden expresa de que las autoridades civiles y eclesiásticas los respondiesen, pues se quería una información directa, recopilada por los hombres que allí vivían. Las respuestas dadas —siguiendo fielmente el interrogatorio— formaban una relación que era reenviada al Consejo de Indias, donde se ordenaban y guardaban. Estas son las famosas «relaciones geográficas de Indias»10. Todas ellas permanecieron inéditas11, pues fueron concebidas como instrumento de información. Entre las obras que las utilizan y que se modelan —en parte— bajo el mismo principio organizativo de las relaciones cuya base es el cuestionario, Mignolo (1982: 74-75) comenta la Geografía y descripción universal de las Indias del propio Juan López de Velasco y el Compendio y descripción de las Indias Occidentales del padre Antonio Vázquez de Espinosa.

La labor de la conquista espiritual es más lenta, por lo que su historia es un poco posterior a la de la conquista. En una segunda pero inmediata etapa, comienza a escribirse la historia de la evangelización y la historia eclesiástica. Motolinía será el primero con su Historia general de los indios de la Nueva España, al que seguirán otros franciscanos: Jerónimo de Mendieta y Juan de Torquemada. En Guatemala aparecerá el dominico Remesal; en el Perú, el agustino Calancha, y luego, en todas partes, los jesuitas.

Cuando los frutos del trasplante de cultura se vayan asentando, no tardarán en incorporarse indios o mestizos a la lista de historiadores, entre ellos algunos descendientes de familias reales de México (como Hernando Alvarado Tezozómoc, Juan Bautista Pomar, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Chimalpáin o Diego Muñoz Camargo), y de Perú (como Titu Cusi Yupanqui, el Inca Garcilaso de la Vega, Juan de Santa Cruz Pachacuti o Felipe Guaman Poma de Ayala), que contribuirán de modo decisivo al mejor conocimiento de sus pueblos.

Según Céspedes del Castillo, las crónicas generales de alcance regional constituyen el género historiográfico más cultivado y, probablemente, más rico y valioso. Iniciado con las cartas y relatos de conquistadores, se continúa en las crónicas primitivas y luego en las tardías, hasta desembocar en las verdaderas historias escritas en el siglo XVII. Insisto en que se cuentan entre los autores tanto españoles peninsulares como criollos, mestizos e incluso indios, con la consiguiente variedad de enfoque. Ya que no es posible referirme aquí ni siquiera a las más significativas, me limito a mencionar dos joyas de la literatura y la historiografía indiana: la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632) de Bernal Díaz del Castillo y la Crónica del Perú12 de Pedro Cieza de León.

A partir del siglo XVII