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Adolfo Carrasco Martínez (ed.)

LA NOBLEZA Y LOS REINOS

ANATOMÍA DEL PODER EN LA MONARQUÍA DE ESPAÑA (SIGLOS XVI-XVII)

TIEMPO EMULADO

HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA

La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de Amé rica y España.

Consejo editorial de la colección:

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(Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima)

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(Universidad Complutense de Madrid)

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(Universidad de Alcalá de Henares)

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(Universität zu Köln)

Hilda Sabato
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Adolfo Carrasco Martínez (ed.)

LA NOBLEZA Y LOS REINOS

ANATOMÍA DEL PODER EN LA MONARQUÍA DE ESPAÑA (SIGLOS XVI-XVII)

Iberoamericana - Vervuert - 2017

La edición de este libro se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación MINECO HAR 2012-37560-C02-02, titulado “Centro de poder y cultura política de la Monarquía de España en el Barroco”.

EDICIÓN EN COLABORACIÓN CON:

PROYECTO DE INVESTIGACIÓN MINECO HAR 2012-37560-C02-02

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ISBN 978-84-16922-09-3 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-95487-661-7 (Vervuert)

ISBN 978-3-95487-860-4 (eBook)

Depósito Legal: M-28215-2017

Impreso en España

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros

Ilustración de cubierta: Alocución del marqués del Vasto a sus soldados, Tiziano, 1540-1541, Museo del Prado, Madrid

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

ÍNDICE

Hacer anatomía del poder en la Monarquía de España: una nobleza y diversos reinos

Adolfo Carrasco Martínez

I. NOBLES EN EL PROYECTO POLÍTICO DE LA MONARQUÍA

Honor y fama “por defecto”: los gentileshombres de cámara y el servicio nobiliario en el reinado de Felipe IV

José Antonio Guillén Berrendero

La familia Guardiola. Un ejemplo de ascenso y promoción social en la España moderna

Agustín Jiménez Moreno

Patronazgo nobiliario y administración en la España del cambio dinástico. Prácticas y beneficios del servicio a una casa aristocrática

Francisco Precioso Izquierdo

La Sicilia del Rinascimento. Susanna Gonzaga, contessa di Collesano

Lina Scalisi

II. CONSTRUCCIONES POLÍTICO-CULTURALES

Razón de uno mismo. El individuo ante la primacía de la política, 1580-1650

Adolfo Carrasco Martínez

“La más rica tela de nuestra España”: nobleza de los reinos y monarquía en las obras de Luisa de Padilla (1637-1644)

Marie-Laure Acquier

Las armerías nobiliarias castellanas del siglo XVII como manifestación de identidad cultural

Roberto González Ramos

III. ENTRE ESPAÑA E ITALIA: MONARQUÍA Y NOBLEZA

Las cortes fuera de la corte. La nobleza napolitana de los siglos XVI y XVII: ceremonial y lucha política

Isabel Enciso Alonso-Muñumer

“Aplicossi a render inmortale la sua memoria nel Regno”. El virrey Medina de las Torres en Nápoles (1636-1644)

Encarnación Sánchez García

Cultura política y praxis en la embajada de España en Roma. Sixto V, Felipe II y el viraje hacia la “verdadera” razón de Estado

Antonio Cabeza Rodríguez

La embajada de España en Roma entre los Austrias y los Borbones (1696-1709)

Maximiliano Barrio Gozalo

Tiempo de nobles. Memoria y eternidad en la Italia española

Carlos José Hernando Sánchez

Los autores

HACER ANATOMÍA DEL PODER EN LA MONARQUÍA DE ESPAÑA: UNA NOBLEZA Y DIVERSOS REINOS

ADOLFO CARRASCO MARTÍNEZ
Universidad de Valladolid

Giovanni Botero reconocía que la definición de nobleza variaba de una sociedad a otra. Pero lo remarcable era que, excepto en algún caso aislado como los cantones suizos, en todas partes había habido desde siempre distinción entre nobles y no nobles. Más aún, decía el autor de Della ragion di Stato, cualesquiera fueran las variables, estimar lo noble “una certa chiarezza di nome e di virtù per la quale l’huomo è tra gli altri reguardevole” (1607: 226) era un denominador común de toda comunidad política.

El carácter casi universal de la idea de nobleza, aun cuando se manifestase en una diversidad de situaciones concretas, era un punto de encuentro de toda la tratadística europea y particularmente la producida en Italia, donde la multiplicidad de estados de muy variado tamaño y forma de gobierno se prestaba a discutir y a comparar qué era ser noble; por eso la literatura italiana sobre este asunto, de creciente interés a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, arrojó números superiores con respecto a otros lugares1. Tan intenso debate giraba sobre un par de constantes más allá de las particularidades locales. El eje más robusto era el concepto de virtud, primordialmente aristotélico, aunque enriquecido con incorporaciones del estoicismo helenístico, elementos de la tradición romana y, evidentemente, todo ello cubierto por el manto del cristianismo, desde la concepción teológica de las virtudes hasta la modelización medieval y humanística del caballero cristiano2. Casi al mismo nivel que la concepción ética, y en pleno aumento de protagonismo desde mediados del siglo, ha de mencionarse la sangre, lo hereditario, hasta lo biológico, la justificación por la herencia, el linaje, la familia, núcleo de teoría en torno a la descendencia parental que, por otra parte, tenía los mismos orígenes clásico, cristiano y medieval que la idea de virtud3. Así, puede afirmarse que la discusión acerca de lo nobiliario confrontaba dos enfoques en principio excluyentes, mérito propio contra transmisión sanguínea, pero en la práctica se sintetizaban en la idea de nobleza como un comportamiento personal virtuoso del fundador del linaje, cuya excelencia se transfería por la sangre y que se confirmaba/reactualizaba en cada generación por los méritos, también personales, de los sucesores4. Esta manera de entender las cosas permitía a Stefano Guazzo cuestionarse si la nobleza degeneraba cuando el descendiente se comportaba de forma viciosa, y responderse afirmativamente, dado que cada individuo debía revalidar con su propia virtud la calidad heredada (1993: 136). Es posible afirmar, por tanto, que había conciencia de la existencia de una fraternidad europea –y cristiana– de nobles, cosmopolita –en sentido originario cínico-estoico5–, compuesta por esos individuos que Pompeo Rocchi (1568: f. 16v) identificaba como los que “fanno profesion d’honore”; y lo decía alguien que reivindicaba la compatibilidad de ser noble y dedicarse al comercio en la república de Lucca.

Como concepto que combinaba por un lado un absoluto –la excelencia, la perfección– y por otro lo relativo –las variantes locales en cada comunidad–6, el de nobleza presentaba una plasticidad que hacía factible sostener un discurso general sobre la superioridad de una élite reconocible en todas partes y, al mismo tiempo, desgranar las particularidades nacionales o regionales7. Es sintomático que sea esa la línea argumental del genovés Pietro Andrea Canonieri en un libro dedicado a la razón de Estado, materia política teóricamente ajena a la definición moral de nobleza. Canonieri, médico, jurisperito y soldado que pasó gran parte de su vida en los Países Bajos, primero al servicio de Madrid y luego, al de los archiduques, se detenía al final de su texto a mostrar las diferencias de la nobleza en Inglaterra, España, Turquía, Francia, Italia y Alemania, pero no podía dejar de reconocer que la verdadera o perfecta nobleza requería, donde fuera, de “genere” (sangre), “divitia” (riqueza) y “virtus” (mérito), siendo esta última calidad la más importante a su juicio (1614: 385). Nobleza era, como sintetizaba Pedro de Avilés, “una virtud destilada” (1673: 186). ¿Cómo encajaba ese condensado de excelencia en el espacio político de la Monarquía de España?

Ciertamente, el término Monarquía de España no era nuevo cuando lo empleó el jurista e historiador Gregorio López Madera en el título de un libro publicado en 1597. Sin embargo, puede afirmarse que fue a partir de entonces cuando la denominación, aplicada a los reinos de los Austrias españoles, ingresó en el lenguaje de la política para quedarse mucho tiempo. La operación de López Madera consistió en otorgar un sentido plenamente político, esto es, eficaz para dar sentido a una organización política derivada del patrimonio territorial de la dinastía, a una expresión que hasta entonces se había manejado con más frecuencia en el ámbito teológico –con sentido escatológico– o se había circunscrito a lo histórico y lo jurídico. De hecho, el letrado madrileño se servía de todos esos materiales –teológico, histórico, jurídico–, pero lo relevante es que los hacía desembocar en un discurso de afirmación política: la Monarquía de España era un Estado de reinos agregados, extendidos por todos los continentes, primera potencia mundial, sobre la cual ejercía su autoridad la dinastía de los Habsburgo, que estaba sostenido por una sólida arquitectura institucional y por una sociedad bien ordenada8. La iniciativa de explicar la Monarquía primordialmente como un ente político tuvo luego eco en el dominico Juan de la Puente, quien en su Tomo primero de la conveniencia de las dos monarquías católicas, esfuerzo de casi 900 páginas en contestación a los Annales ecclesiastici del cardenal Cesare Baronio, colocaba al “Imperio español” –de esta manera lo denomina– al mismo nivel que la Iglesia. De cómo debía interpretarse la tesis de De la Puente daba la clave uno de los calificadores del libro, el jesuita Pedro de Buyza, cuando entendía que el autor se refería a la monarquía “espiritual de la Iglesia Romana, y la temporal de España” (De la Puente 1612: s. p.)9. La estampa de la portada del libro transmitía ese mensaje casi mejor que la multitud de páginas posteriores, con los blasones pontificio y de España en la parte superior, enlazados al mismo nivel por la frase del Génesis (1: 14-16): “El día quarto hizo Dios dos grandes luminarias, el Sol y la Luna”. En el capítulo primero distinguía dos modelos de Estado, la monarquía eclesiástica de los hebreos y la república de los romanos; España habría devenido de la segunda, cabeza y culminación de las entidades políticas temporales del mundo, del mismo modo que la Iglesia romana era la cabeza y la culminación de las monarquías eclesiásticas. Lo importante era que la separación de órbitas entre Roma y España permitía a De la Puente equipararlas en importancia y reservar a la española el liderazgo indiscutible en lo temporal y lo contingente, esto es, en lo político (De la Puente 1612: 1-6).

Tanto López Madera como De la Puente y la mayoría de los autores que tocaron la noción de Monarquía de España en las primeras décadas del siglo XVII insistieron en que tal supracomunidad política no solo era santa en origen10, sino que políticamente era eficaz porque aseguraba la paz. Cerdán de Tallada lo había dejado claro años antes en su Verdadero govierno desta Monarchía, tomado por su propio subiecto la conservación de la paz. La paz como fin, la ley como medio, esa era la tesis central del libro de Cerdán, representada en la portada con una espada y una rama de olivo unidas por una corona real y la cita sálmica “Iustitita et pax osculatae sunt”11. Esto era así porque “el verdadero govierno desta Monarchía consiste en sola la conservación de la paz”, y la ley, instrumento valioso pero inerme, precisaba de la prudencia del príncipe, “porque de suyo la ley es cosa muerta” (De Tallada 1581: ff. 28r y 88v). Y eso es también, el fin superior de la conservación de la paz por un ejercicio justo del poder, en tanto que productor de estabilidad y seguridad, lo que le interesaba poner de relieve al letrado napolitano Ottavio Sammarco años después. “La pace e le quiete degli Stati”, particularmente desde su perspectiva italiana, era la condición primera de cualquier ente político y, en su opinión, quien mejor la cumplía era España. La Monarquía, el Estado más poderoso, era el garante de la paz no solo en sus propios territorios patrimoniales, sino en toda la península, por la función de tutela y mediación que ejercía mediante un sabio y cauteloso uso de la negociación y de la fuerza, respetuoso con todos los agentes soberanos porque “non usurpa gli altri”. Lo interesante es que Sammarco veía a España “l’arbitro vero della pace dell’Italia”, promotor y guardián de una paz política –léase seguridad, tranquilidad, orden–, como condición necesaria para que la paz religiosa y moral pudiesen florecer (Sammarco 1626: 1-13).

Desde la perspectiva trasalpina, Sammarco era muy consciente de que el mantenimiento de la quietud de Italia dependía de la integración de la constelación de potentados en el “sistema” español y, en general, de la existencia de vías abiertas para la inserción de toda la nobleza italiana. En este sentido, y teniendo en cuenta los recelos sobre la fidelidad de las grandes casas sicilianas y napolitanas, no disipados tras las revueltas de los años cuarenta, es muy significativo que en 1657 Alonso Carrillo dedicase las últimas páginas de su libro sobre el Origen de la dignidad de grande de Castilla a conectar esta dignidad con la configuración agregada de la Monarquía y que, en concreto, mencionase la utilidad de extender la concesión de grandezas a la más alta nobleza fuera de Castilla. Carrillo lo resume de este modo, cuando aclara la finalidad de su libro:

Para que la primera nobleza de las varias naciones que componen la Monarchía española procuren merecerla, combinadas de los exemplares que en sí mismas tiene, pues no porque sea natural de sola la corona de Castilla se distribuye en los señores castellanos solamente […] porque reconociéndose Castilla cabeça de los demás reynos que le están unidos, publicándose patria común del universo, les participa sus honores, aunque esta unión sea por la mayor parte no accesoria, sino de forma que cada provincia conserva su antiguo estado, sin confusión de sus privilegios y confines, con atención política a la conservación de tan dilatado imperio, por considerar nuestros monarcas que son otras tantas áncoras que se echan a la fidelidad de sus pueblos, quantos grandes tuvieron en sus coronas, por el reconocimiento en que siempre viven de aver recibido esta dignidad tan estimada en todas partes y que no puede comunicar otro príncipe. Y assí los grandes en contemplación de la grandeza en quanto a las preemiencias son tratados como naturales de esta corona (1657: ff. 51v-52r).

No parece que Alonso Carrillo tuviese un plan específico para que la grandeza de España se convirtiese formalmente en el foro de encuentro y reconocimiento de la más alta nobleza de los reinos de la Monarquía, pero la existencia de un signo de honor de raigambre castellana, solo dependiente de la gracia real y que el soberano podía extender a los titulados más conspicuos de cada uno de los reinos, favorecía el reforzamiento de la unidad nobiliaria por encima de las naciones y, a su vez, estrechaba la dependencia de esta élite con respecto al servicio a la Corona. De hecho, la grandeza castellana venía funcionando así desde el siglo XVI, y algo parecido había sucedido con la Orden del Toisón de Oro desde que Carlos V se convirtió en su gran maestre12. Pero la orden del vellocino nunca dejó de ser externa a la tradición española –que tenía sus propias y prestigiosas órdenes militares– y su imaginario caballeresco remitía más al pasado que al presente, mientras que la grandeza tenía un sentido político de mayor actualidad, confirmaba la primacía castellana dentro del mosaico de reinos y, sobre todo, tenía un enorme valor de distinción en la vida diaria de la corte, todo lo cual la hacía mucho más apetecible. Si como se ha dicho arriba Carrillo no pretendía formalizar un plan para que la grandeza de Castilla regulase un espacio de máximo reconocimiento de los más destacados nobles de todos los reinos, el párrafo citado de su libro revela un sutil conocimiento de las posibilidades de la gestión política de la grandeza que, al menos como práctica, se venía aplicando ya y se iba a intensificar en las décadas siguientes. Otra cosa es que la grandeza derivase desde entonces en el mismo proceso inflacionista y devaluatorio del honor experimentado por las demás insignias de nobleza durante los últimos años de Felipe IV y bajo Carlos II, síntoma evidente de los problemas –no solo financieros– de la Monarquía13.

A finales de los años ochenta del siglo XVII, cuando la continuidad de la Monarquía se encontraba realmente en peligro por la confluencia de la incertidumbre sucesoria con la agresividad de Francia, ya no tenía sentido pensar desde posiciones de primacía, sino reflexionar para defenderse14. Juan Alfonso Lancina, jurista que había desarrollado parte de su carrera en las instituciones del reino de Nápoles, en sus enjundiosos Comentarios políticos a los Anales de Tácito, era muy consciente de la singularidad del carácter agregado de la Monarquía, porque “como tiene sus estados tan divididos, fue necesario poner un orden irregular, pero tan discreto, que todo se halla[ba] prevenido”. Podemos identificar “irregularidad” con un pragmatismo emanado de la prudencia y de las enseñanzas de la experiencia, criterios del ejercicio del poder que, según Lancina, ahora más que nunca debían servir para conservar, porque “en descomponiendo este orden y sacando las cosas de su centro, es imposible que no se yerre, cuando se dejen en él y se dirijan las materias por las proposiciones y consultas de quien le toca, es difícil que no se acierte. El caso es que, en queriendo sacar las cosas del camino regular, todo se confunde. Cuando se halla bien determinado un orden que observa un consejo, no debe mudarse” (2004: LXI, 102)15. Lancina escribía bajo el peso de las revueltas italianas de mediados del siglo y, sobre todo, de la guerra de Mesina (1673-1678). Todo esto, junto con la aceptación formal en 1648 de la secesión de las Provincias Unidas, veinte años después de la de Portugal y el trauma de la pasada guerra de Cataluña, apuntaba al riesgo real de desmembración. Pese a que cabía aferrarse al hecho de que una parte sustancial de esos desafíos había sido superada con éxito, el lúcido Lancina entendía que la política se había desplazado desde la pugna por la hegemonía –el contexto en el que había escrito López Madera– a la lucha por la supervivencia.

De ahí que conservar la Monarquía, concepto que era común en el lenguaje político desde cien años atrás, cobrase el sentido de resistencia a desaparecer16. Bajo esa luz, Lancina afirmaba la necesidad de mantener la planta “irregular” de antaño, la que hizo prosperar el Estado plurinacional de los Austrias españoles. El debate de alcance radicaba en cómo lograr sobrevivir, y ello incluía la persona del rey, que si bien podía “en gran caso valerse de la absoluta potestad, pero no dispensar tantas veces a la ley que se reduzca a costumbre”; como confirmaba en otro lugar, “tanto es príncipe un príncipe cuando mantiene el vigor de las leyes” (Lancina 2004: LXI, 102 y XCII-1, 193). Es decir, el monarca, guiado por su prudencia, podía valerse de una cierta capacidad de maniobra más allá de la ley, pero sin rebasar unos límites razonables, puesto que la ley era lo que daba verdadera consistencia al Estado: en eso consistía la irregularidad deseable. El debate en torno a las funciones del soberano –que en este momento concreto incluía dudas sobre la capacitación del ocupante del trono17–, extendido a todos los centros políticos de la Monarquía a ambos lados del Mediterráneo, afectaba igualmente a la posición de la nobleza.

Por eso tenía sentido sugerir que la nobleza podía evitar el desgobierno si el trono vacilaba. Esta afirmación aparece en el ejercicio del cisterciense fray Bernardo Cartes Valdivieso con el cual ganó una cátedra de Filosofía Moral en la Universidad de Alcalá en 1681. Pero nada más lejos de la intención del opositor que cuestionar la naturaleza absoluta del poder monárquico, sino que se limitaba a contraponer el buen gobierno monárquico (regnum) al malo (tyrannis). Tampoco reclamaba una forma de gobierno mixta con el reparto de poder entre el rey y sus nobles. Lo que trataba de exponer Cartes era justo lo contrario, porque la pregunta de la oposición a cátedra era si bajo un príncipe tirano podía la nobleza conservar su esplendor. Su respuesta, apoyada sobre la autoridad de los clásicos y los padres de la Iglesia, era negativa, que no era posible que los nobles actuasen como les correspondía en una sociedad civil y política bien ordenada en el caso de que el gobernante fuera un tirano. En todo caso, a pesar del ámbito universitario de estas reflexiones y de que fray Bernardo solo quería con ello mostrar su aptitud docente, no es menos cierto que estas cosas se estaban diciendo en una coyuntura particularmente delicada. No se olvide que la reivindicación altonobiliaria de ocupar una mayor cuota de poder había ganado fuerza desde el comienzo del reinado en minoría de edad de Carlos II y seguía gravitando sobre el futuro de la Monarquía por la inestabilidad del trono carolino18. Por eso no carece de intención la elección como tema de la oposición un texto de Aristóteles donde se planteaba una amplia reflexión sobre “el órgano deliberativo y ejecutivo del sistema político” y su relación con “la destrucción y salvación de los regímenes” (Política, lib. VI, cap. 1, 1998: 244). En consecuencia, había una toma de postura en el ejercicio del opositor a cátedra, o por lo menos una cierta influencia de un ambiente político en el cual podía pensarse en el papel de la nobleza en el buen gobierno de la Monarquía19.

Más atrevido había sido Sebastián de Ucedo en un libro llamativo desde su título –El príncipe deliberante abstracto–, cuando advertía de la nociva soledad del príncipe absoluto, porque “tiene facultad de deliberar [léase decidir], pero sepa que es un arte difícil i que sin compañero se platica imperfectamente” (1678: 2)20. Por ello le aconsejaba que buscase a sus interlocutores naturales, los grandes, que los escuchara y consultase. Así se convertiría en “príncipe de república”, término ambiguo del que daba una definición todavía más oscura: “un cuerpo de muchas cabeças, de un alma sola indivisiblemente dividida” (Ucedo 1681: 6). Y se apresuraba a señalar que su propuesta no suponía otra cosa que una variante del gobierno absoluto, del que no se diferenciaba en “autoridad del fin, ni de la manera de govierno”, porque era “verdadero simulacro de la deidad en naturaleça, que es una en esencia (el gobierno absoluto), y que a más de una persona se difunde i comunica sin padecer división”. En consecuencia, respetándose la naturaleza monárquica del poder, se mostraba partidario de un gobierno aristocrático, “govierno de pocos, pero de toda bondad, [dado que] pocos buenos son difícilmente invadidos porque la virtud unida resiste con más facilidad”; aunque, eso sí, debía evitarse su degeneración, el gobierno “oligárchico” (1681: 12 y 13). Difícil equilibrio, y más delicado aún exponer tan a las claras la fórmula de gobierno aristocrático, pues no es frecuente encontrar en la literatura política del siglo XVII opiniones de este signo. De ahí que Ucedo suavizase su mensaje dejando sentada la distinción entre la naturaleza del poder, que no podía ser otra cosa que monárquico y absoluto, y la forma de gobierno, en este caso inclinada decididamente hacia la aristocracia.

Algo similar proponía el jesuita Juan Cortés Ossorio en Constancia de la fee y aliento de la nobleza española, que escribe y dedica a los gloriosos reynos de Castilla y León, de forma tan directa que interpelaba “a la nobleza española”, denunciando la contradicción de que los nobles se vanagloriasen de descender de héroes del pasado y sin embargo no tratasen de emular esos comportamientos admirables. Su llamamiento tenía la intención de galvanizar el ánimo de los grandes para que se involucrasen en la política, en el contexto de las luchas provocadas por la inexistencia de un grupo sólido de grandes al frente de los asuntos de la Monarquía, y que orientase la voluntad del monarca. Pero lo que más interesa del tono enérgico que preside el texto es que Cortés entendía la función política de la nobleza no solo como un derecho, sino también y sobre todo como un deber. La intervención en el gobierno era una responsabilidad de los grandes, como les había sucedido a sus antepasados gloriosos, y el pueblo tenía pleno derecho a reclamársela. Había aquí un cierto sentido patriótico, en cuanto a señalar que la nobleza tenía contraído un deber con los “gloriosos reynos de Castilla y León”, según reza el título del llamamiento, o al menos se aludía al compromiso que la nobleza debía a la comunidad política. Junto con esta apelación oportuna y evidentemente también oportunista, había un sustrato de sustancia ética, para nada nuevo, sobre el cual apoyar las consignas. “Al fin casi todos los varones ilustres de grandes y heroycas virtudes, hazañas y nobleza han sido y son murmurados, invidiados y perseguidos”, decía Gutierre Marqués de Careaga en 1611, invitándoles a que venciesen la Fortuna, hado caprichoso, engañoso y pusilánime, y que ejerciesen su libre voluntad (Marqués de Careaga, 1611: s. p.), esa “chiarezza dell’intelletto”, que según el padre Diodato Solera, implicaba sostener una batalla interminable consigo mismo y contra los acontecimientos21.

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El título del presente volumen, La nobleza y los reinos, condensa la intención mayor de su contenido: explicar el poder en la Monarquía de España desde la perspectiva de las conexiones entre sus diversos reinos, dotados cada uno de su propio marco político-constitucional, y una nobleza que comparte una identidad sustancial aun cuando adopte comportamientos específicos derivados de las particularidades de esos territorios. De ahí referirse a la nobleza, en singular, y a los territorios, en plural. El subtítulo, Anatomía del poder en la Monarquía de España (siglos XVI-XVII), completa el planteamiento del volumen y alude al objetivo de elucidar el funcionamiento de este Estado dinástico y agregado. Pero quizá la frase precise de una mayor aclaración.

El término anatomía ha alcanzado uso corriente en el pensamiento político del siglo XX a partir de su utilización por Michel Foucault, pero aquí no nos ha interesado el desplazamiento de significado que operó el filósofo francés sobre el vocablo para convertirlo en un elemento clave de su concepto de biopolítica22. En este caso recuperamos el sentido dado a ‘anatomía’ por los autores del siglo XVII que trataban asuntos políticos. Tanto el Tesoro de la lengua de Covarrubias (1611), como el Diccionario de Autoridades de la RAE (1726) sitúan el sustantivo dentro del campo semántico de la medicina, como sinónimo de dissectio, “la descarnadura y abertura que se hace de un cuerpo humano para considerar sus partes interiores y compostura” (Tesoro), o “el examen que se hace de un cuerpo humano […] abriéndole o dividiéndole, para venir en conocimiento de ellas” (Autoridades); esa pericia de abrir un cuerpo para desentrañar su funcionamiento sería, pues, “hacer anatomía”23. Ni uno ni otro diccionario alude a usos figurados, trasladados fuera del campo médico, pero hay testimonios abundantes de que se empleaba como metáfora política de gran elocuencia. Valga mencionar a Diego de Saavedra Fajardo, que en su Empresa XXVIII dice: “Hospitales son los siglos, donde la política hace anatomía de los cadáveres de las repúblicas y las monarquías que florecieron, para curar mejor las presentes” (1988: 187). Y escrito unos cuantos años antes que las Empresas del diplomático murciano, un libelo de Francisco de Quevedo ostentaba el curioso título de Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Armando de Richelieu. El texto imaginaba una disección anatómica de la cabeza del ministro de Luis XIII, presidida por Vesalio, en busca de las causas del desorden político de Francia. La inspección del interior de la cabeza del cardenal permitía diagnosticar que padecía la enfermedad “de morbo regio, [que] quiere decir enfermedad real” (1966: 1011). En otras lenguas también es detectable el mismo uso alegórico referido a lo político. Así lo emplea el florentino Giacinto Gucci, quien lo aplica certeramente a la disección de las entrañas del poder e identifica eso que podríamos denominar método anatómico político al relato histórico de Tácito: “oggi sono sminuzzate le regole del governo politico sull’anatomia di Tacito” (1639: 8). Desde otra perspectiva ideológica, James Harrington, en su utopía republicana Oceana dedicada a Oliver Cromwell, entendía que el estudio de la política había de ser similar a una anatomía médica y para explicarlo citaba el procedimiento que había permitido a William Harvey describir la circulación de la sangre, “not out of the principles of nature, but out of the anatomy of this or that body” (1656: 2). El mismo Harrington, en una obra posterior, volvía a utilizar la expresión political anatomy para anunciar que su modelo de popular government era como un cuerpo con “all those muscles, nerves, arteries and bones, which are necessary unto any function of a well-ordered Commonwealth, no less then political anatomy” (1659b: 4).

Los estudios reunidos en este volumen coinciden, pues, en la intención de hacer anatomía del poder de la Monarquía de España fijándose, en particular, en el papel político, administrativo, diplomático y cultural desempeñado por la nobleza en la vida de los reinos. Han sido agrupados en tres apartados que, en lógica con la afirmación de la existencia de una única nobleza, no se agrupan por criterios territoriales, sino por grandes líneas temáticas.

El primero se titula “Nobles en el proyecto político de la Monarquía”, y contiene estudios relativos a algunas de las formas en que la Corona busca la inserción nobiliaria en su diseño del poder y, a su vez, cómo la nobleza comprende ese marco, se relaciona con él y lo adapta a sus intereses y su mentalidad. El lector se encuentra primero con un trabajo sobre un espacio principal de comunicación regio-nobiliaria, la corte. José Antonio Guillén se ha fijado en los gentileshombres de la cámara de Felipe IV y los estudia en su doble condición de piezas del ceremonial palaciego y jerarquía complementaria del honor. De esta manera, desde la perspectiva del noble, el nombramiento de gentilhombre suponía no solo la obtención de una merced del soberano, sino también la consolidación de su presencia en la corte. Para la Corona, el objetivo de hacer gentileshombres consistía en emparentar la distinción social con el servicio y la cercanía a la persona real. La confluencia de intereses en torno a la gentilhombría, pues, hacía converger la noción del honor nobiliario –y su reconocimiento– con la distribución de la gracia regia, hasta el punto de que la cámara regia, uno de los espacios centrales del palacio, y la etiqueta, la regulación de la vida cortesana, adquirían una dimensión superpuesta a la exaltación del rey, consistente en la apertura de un nuevo campo de competencia nobiliaria por la distinción, el favor y la visibilización del prestigio personal y familiar.

Agustín Jiménez Moreno se ha centrado en el ascenso social de una familia, los Guardiola, tres de cuyos miembros lograron títulos de Castilla bajo Carlos II, y que venían del patriciado urbano murciano, con remotas raíces catalanas. Primero fue el ingreso en la administración regia, que les permitió adquirir el señorío jurisdiccional de La Guardia (Toledo); luego, la compra de una plaza de veinticuatro de Jaén; posteriormente, la consecución de un hábito de Calatrava en el siglo XVII y, por fin, la dedicación al levantamiento de tropas para los ejércitos reales en las décadas centrales de esa centuria, hitos todos que evidenciaban la interrelación estratégica de la búsqueda de honores con las oportunidades de negocio y la prestación de servicios. Este proceso concluyó con la obtención de los condados de Campo Rey y de la Moraleda y el marquesado de Santa Fe de Guardiola por miembros de la familia. Como se pone de manifiesto, esos logros fueron el resultado de la empresa colectiva de varias generaciones de los Guardiola, una combinación de servicios en la administración regia y negocios rentables relacionados con el esfuerzo bélico de la Monarquía, junto con una exitosa estrategia matrimonial y la consolidación de estrechos lazos con la nobleza urbana. Con este despliegue paulatino y sostenido, los Guardiola acumularon el capital necesario y obtuvieron las gracias del rey hasta llegar a los títulos. He aquí, pues, un caso de movilidad social ascendente, jalonado por una acumulación de capital económico y capital simbólico que posibilitó la adquisición de marcas de nobleza –señoríos, empleos, hábitos– y siempre a la sombra de la Monarquía.

Francisco Precioso aborda las relaciones clientelares que articulaban el interior del mundo nobiliario-señorial mediante el intercambio de servicios y prestaciones. Es interesante que lo estudie en la transición del siglo XVII al XVIII, cuando la dinámica había evolucionado hasta transformarse en algo parecido a una economía informal de prestaciones profesionales que se superponía sobre las lealtades y las tradiciones de servicio y protección. Además, el caso sobre el cual profundiza, los comienzos de la carrera de Melchor de Macanaz, su promoción socio-profesional a la sombra del marqués de Villena, entre el final del reinado de Carlos II y los comienzos de Felipe V, evidencia cómo esas relaciones asimétricas favorecían el interés mutuo. A cambio de prestar sus servicios jurídicos al marqués, Macanaz no solo obtuvo protección y retribución, sino que fue capaz de ingresar en la administración borbónica, donde luego obtuvo alta relevancia –aun cuando, como es sabido, acabó cayendo sonadamente– gracias a una combinación otra vez, de su incuestionable talento de jurista y de beneficiosas relaciones informales, esto es, clientelares.

La integración nobiliaria en un proyecto de dimensiones inéditas como el de los Austrias trajo problemas de adaptación y conflictos. Así sucedió en Castilla durante la larga fase de inestabilidad desde la muerte de Isabel I hasta mediados de los años veinte del XVI –con el recuerdo aún fresco de la guerra civil que preludió al reinado isabelino–, y lo mismo ocurrió en los reinos italianos meridionales, donde el cambio dinástico, la competencia francesa y los propios intereses de los baroni produjeron una etapa prolongada de conflictividad nobiliaria. Lina Scalisi afronta la tensión nobiliaria fidelidad/resistencia en la Sicilia de la primera mitad del quinientos, concentrándose en la figura de Susanna Gonzaga, condesa de Collesano desde 1515 por matrimonio. El enlace nos sitúa ante la pareja formada por un Cardona Ventimiglia, perteneciente a linajes que si en el pasado cercano habían intervenido en las alteraciones isleñas, ahora estaba en pleno proceso de acomodo en el seno de la nueva administración carolina, y una Gonzaga, exponente de las familias italianas que aún no se habían incorporado plenamente al orden español; no era de menor importancia que la novia fuese Aragona por parte de madre, con lo que el Cardona veía la oportunidad de entroncar con un sector poderoso de la nobleza napolitana. Viuda desde 1522, Susanna Gonzaga formó en Collesano una corte al estilo de las otras de su familia, con fuertes vínculos con Nápoles, Mantua y Ferrara, y desde la cual gestionó el patrimonio de sus hijos, auspició una intensa vida cultural y tejió relaciones familiares y políticas dentro de la nueva dinámica impuesta por Carlos V sobre sus reinos italomeridionales. Ella ejemplifica los procesos de transformación de una nobleza italiana, antigua y enraizada en los asuntos regionales, en pleno tránsito desde los esquemas de la época aragonesa hacia la inclusión dentro del proyecto de la Monarquía de los Habsburgo y las oportunidades que podía ofrecerle.

Así pues, la primera parte recoge cuatro contribuciones que ilustran formas concretas de relación entre la política de la Monarquía y los intereses nobiliarios, una referida al espacio regio cortesano como plataforma en el que Corona y nobleza comparten el lenguaje y la idea del honor; otra refiere un caso de ascenso en la escala del prestigio mediante la combinación de estrategias a largo plazo; la tercera nos ubica en el mundo del patronazgo nobiliario y las relaciones clientelares, fuertemente conectado con la esfera del poder regio; y la última nos explica los procesos de adaptación de las casas nobiliarias italianas al gran proyecto dinástico de los Austrias, transición jalonada por las resistencias a variar esquemas del pasado, la competencia de familias de nobleza más nueva, y las oportunidades de participar en las dimensiones globales de la Monarquía. Es obvio que no agotan la diversidad de situaciones susceptibles de ser analizadas, ni tampoco los enfoques posibles pero, en todo caso, queda evidenciado que los nobles hubieron de acomodarse a un poder de gran escala, lo cual les obligó a replantearse sus respuestas estratégicas y culturales según las nuevas reglas del juego impuesto por la primacía de la política.

“Construcciones político-culturales” es el título de la segunda parte. Reúne aportaciones que se mueven en el terreno de la elaboración de ideas y sus manifestaciones. Se contrastan aspectos de la cultura nobiliaria con la del poder real, a partir del reconocimiento de que la Corona y la nobleza comparten esquemas culturales porque cohabitan en un mismo espacio –físico y figurado– y usan los mismos lenguajes y formas de expresión. Pero, asumiendo esta realidad, los tres estudios adoptan el punto de vista nobiliario, o dicho más exactamente, profundizan en la posición de la nobleza a través de sus códigos culturales y hasta qué punto sus expresiones están revindicando una identidad propia, diferente de la que se le propone desde el poder.

Dentro de la cultura política y la ética de los siglos XVI y XVII, Adolfo Carrasco plantea la complejidad de aceptar la lógica del poder expansivo del Estado por parte de los individuos más cercanos a este, en particular los nobles y su universo ético. Su estudio profundiza en el ámbito de la antropología de la política, que se abre paso a partir de los años ochenta del siglo XVI con la aparición de una serie de textos influyentes –Bodin, Lipsio, Ribadeneira, Mariana, Suárez y otros– que tratan de explicar las relaciones entre ética y política en esos momentos y, al mismo tiempo, configuraron un lenguaje político duradero, al menos, durante los cincuenta años siguientes. Se señala que la política es percibida con inquietud, como una fuerza de intenciones totalizadoras, un poder desnudo que, a partir de la corriente denominada razón de Estado –cuya interpretación tradicional se cuestiona en este estudio– y la experiencia de leer a Tácito, se interesa por elucidar el tipo de individuo apropiado para vivir en ese hábitat político. Tales presiones sobre los sujetos más afectados y sensibles al poder provocaron una diversidad de respuestas éticas que fueron desde la aceptación conformista de la subordinación moral a la política, hasta reacciones defensivas basadas en referentes del pasado como el estoicismo –repliegue interior– o el escepticismo –inhibición del juicio–, opciones que trataban de neutralizar la exigencia de exterioridad pura –reclamada por el poder– amurallando lo interior. Como se estudia en el texto, este conflicto tuvo singular incidencia en la cultura nobiliaria, por su estrecho contacto con el poder, y quedó sin solución definitiva la cuestión del acomodo de los nobles en la lógica de hierro de la política.

Marie-Laure Acquier ha abordado las imbricaciones del discurso nobiliario con la política de la Monarquía a través de los textos de la condesa de Aranda. La obra de Luisa María de Padilla es sin duda un exponente privilegiado de la visión de los nobles de sí mismos y de su engarce en el poder, primero porque se trata de una noble castellana que ingresa por matrimonio en una de las principales casas aragonesas, la de los Urrea, en pleno proceso de rehabilitación de los graves sucesos de finales del siglo XVI. En segundo lugar porque ella es figura principal de la corte aristocrática y el círculo intelectual que los Aranda auspiciaron en Épila. Y, por fin, debido a la provechosa relación de la familia de los Urrea con el soberano en esta etapa, cuyo hito fue la consecución de la grandeza por el conde en 1640. La idea de nobleza que destila la obra de Padilla, muy consciente de las poderosas razones de la política, refleja esa relación dinámica entre aristocracia y Corona que se mueve entre la lealtad y el pragmatismo. Deviene así un discurso sobre lo nobiliario de intención integradora, de raíz moral aristotélico-cristiana, que puede ser calificado de conservador por todo ello pero que, al mismo tiempo, conlleva ambiciones políticas propias por cuanto subraya la comunidad de origen tanto de la dinastía como de los linajes nobles. El mensaje último es muy claro: la conservación de esta Monarquía está vinculada al brillo y acomodo de una nobleza leal bien cohesionada y predominante sobre los reinos.

La afirmación de la identidad del linaje recurriendo a formas de expresión compartidas con la Corona es el objeto del estudio de Roberto González. Se ha centrado en las armerías de algunas de las más conspicuas casas castellanas –Infantado, Benavente, Condestables, Béjar– que, como las colecciones reales de armas, colaboraban en el discurso del prestigio. La frecuente vinculación de las armerías nobiliarias al mayorazgo principal de la familia, o su instalación preferente, junto con la biblioteca o las colecciones de objetos preciosos, raros y exóticos, abonan su contextualización con las otras evidencias de la fama y la memoria del linaje. Las series de armas y armaduras son aquí estudiadas en el siglo XVII, cuando ya contaban con tradición acumulativa y estaban instaladas de manera permanente. En el seiscientos las armerías muestran toda su riqueza de significados, desde el prestigio asociado a la exhibición de objetos preciosos –en el más amplio contexto del coleccionismo de lo bello y lo raro, como también gustaban de hacer los reyes–, hasta lo que podríamos denominar una propuesta protomuseística en el modo de conservar y exponer las piezas y regular su contemplación. En la razón primaria de estas armerías aristocráticas, no se olvide, se sitúa la función militar, origen de la condición nobiliaria, y el despliegue, en algunos casos, de un relato narrado con armas y trofeos en recuerdo de las hazañas gloriosas de los antepasados y los servicios prestados a la Monarquía.

En suma, las contribuciones de Carrasco, Acquier y González apuntan a varias vertientes de los comportamientos culturales de una nobleza inserta irremediablemente en un poder que presiona para imponer sus códigos. Como se ha señalado, la misma idea de nobleza, por lo menos en su núcleo originario, la concepción de sí mismos de algunos miembros del estamento y determinados comportamientos concretos no siempre encajaban con facilidad en la lógica de dominio que es consustancial al poder. Esta situación produjo respuestas culturales diversas, la mayor parte de ellas emuladoras y pragmáticas, pero que, en todo caso, no nos debe hacer olvidar la dificultad de conservar la integridad de los códigos nobiliarios primordiales frente al creciente predominio de la política.

La tercera parte, “Entre España e Italia: Monarquía y nobleza”, se ha centrado en la relación estrecha y constante entre los ámbitos hispano e italiano, por cuanto consideramos que las dos penínsulas constituyeron la base no solo territorial sino también político-cultural de la Monarquía de los Austrias. La larga duración de la unión de los reinos de uno y otro lado del Mediterráneo, continuación de la historia común con la Corona de Aragón durante los siglos medievales, permiten situar aquí el núcleo duro de la Monarquía. Los dos primeros trabajos se dedican a Nápoles, el gran centro cortesano, político y nobiliario de los Austrias en Italia. Primero, Isabel Enciso traza la trayectoria del reino y la ciudad a través de las relaciones entre los grandes linajes napolitanos y la Corona de España, desde finales del siglo XV hasta Felipe III. Tres son los ejes de este proceso de integración o, como ella escribe, de creación del consenso nobiliario con los Austrias: la cultura cortesana virreinal y particularmente el ceremonial, la inserción de los linajes partenopeos en puestos destacados de la política global de la Monarquía, y la consolidación del dominio del reino por parte de estos señores territoriales. Asimismo, en la interlocución nobiliaria desempeñaron un papel esencial los sucesivos virreyes enviados a Nápoles, cuya gestión había de compaginar la representación regia y su poder delegado con lo que podríamos denominar una política de linaje, es decir, el cultivo de la propia dimensión altonobiliaria de casi todos los virreyes y su comunicación con sus homólogos del reino. La combinación de política de Estado con política de familia, desarrollada por nobles –virreyes– con otros nobles –del reino–, alcanzó en Nápoles, quizás, sus máximas prestaciones, del mismo modo que expresó allí su conflictividad más aguda.

También ambientada en la corte napolitana, la aportación de Encarnación Sánchez se concentra en el mecenazgo editorial y literario del duque de Medina de las Torres durante el desempeño de su virreinato (1636-1644), como parte de su voluntad, al decir de Parrino, de “hacer inmortal su memoria en el reino”. Recordemos que su llegada al cargo formó parte del acuerdo matrimonial del duque con la princesa de Stigliano, operación que debe inscribirse dentro de las estrechísimas relaciones de ida y vuelta entre la nobleza de Castilla y la de Nápoles, por un lado, y por otro, como parte de la forma de gobierno habitual del virreinato, es decir, el solapamiento de la política de Estado con la de los linajes. Ya en la cúspide de la corte virreinal, Medina de las Torres saca todo el provecho posible de la intensa vida cultural napolitana, con el objetivo de potenciar lo que entiende indisoluble en su concepción política y de sí mismo: un proyecto global de grandeza. Cabe hablar, por tanto, de una política cultural en todos los campos de la creación. La autora se detiene más pormenorizadamente en el mecenazgo de las letras ejercido por el duque virrey, quien otorgó su favor a los autores locales –influido por la virreina Anna Carafa– y, asimismo, promocionó la difusión de la cultura en castellano en la ciudad. La rica biblioteca de Medina de las Torres, así como los textos y la música de las fiestas cortesanas patrocinadas por él demuestran que su instinto político para servirse de la cultura provenía de su sensibilidad personal.

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