Conquistadores
de lo imposible

 

 

 

JOSÉ ÁNGEL MAÑAS

Conquistadores
de lo imposible

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Conquistadores de lo imposible

 

 

© 2019, José Ángel Mañas

© 2019, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, -1. 28003 Madrid

 

Diseño de cubierta: Luis Brea

Diseño interior y maquetación: Luis Brea

Diseño y realización de los mapas: © Ricardo Sánchez

 

 

ISBN: 978-84-17241-35-3

 

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,

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Para mis lectores.

Para todos los que me han seguido,
libro a libro, hasta aquí.

 

 

 

 

 

 

«Poco más hizo Colón que descubrir América, lo cual es ciertamente bastante gloria para un hombre. Pero en la valerosa nación que hizo posible el descubrimiento, no faltaron héroes que llevasen a cabo la labor que con él se iniciaba. Ocurrió ese acontecimiento un siglo antes de que los anglosajones pareciesen despertar y darse cuenta de que realmente existía un nuevo mundo; durante ese siglo la flor de España realizó maravillosos hechos. Ella fue la única nación de Europa que no dormía. Sus exploradores, vestidos de malla, recorrieron México y Perú, se apoderaron de sus incalculables riquezas e hicieron de aquellos reinos partes integrantes de España. Cortés había conquistado y estaba colonizando un país salvaje doce veces más extenso que Inglaterra, muchos años antes de que la primera expedición de gente inglesa hubiese siquiera visto la costa donde iba a fundar colonias en el Nuevo Mundo, y Pizarro realizó aún más importantes obras. Ponce de León había tomado posesión en nombre de España de lo que es ahora uno de los Estados de nuestra República, una generación antes de que los sajones pisasen aquella comarca. Aquel primer viandante por la América del Norte, Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, había hecho a pie un recorrido incomparable a través del continente, desde la Florida al Golfo de California, medio siglo antes de que nuestros antepasados sentasen la planta en nuestro país. Jamestown, la primera población inglesa en la América del Norte, no se fundó hasta 1607, y ya para entonces estaban los españoles permanentemente establecidos en la Florida y Nuevo México, y eran dueños absolutos de un vasto territorio más al sur. Habían ya descubierto, conquistado y casi colonizado la parte interior de América, desde el noreste de Kansas hasta Buenos Aires, y desde el Atlántico al Pacífico, Perú, Chile, Nueva Granada y además un extenso territorio pertenecía a España cuando Inglaterra adquirió unas cuantas hectáreas en la costa de América más próxima. No hay palabras con que expresar la enorme preponderancia de España sobre todas las demás naciones en la exploración del Nuevo Mundo. Españoles fueron los primeros que vieron y sondearon el mayor de los golfos; españoles los que descubrieron los dos ríos más caudalosos; españoles los primeros que supieron que había dos continentes en América; españoles los primeros que dieron la vuelta al mundo. Eran españoles los que se abrieron camino hasta las interiores lejanas reconditeces de nuestro propio país y de las tierras que más al sur se hallaban, y los que fundaron sus ciudades miles de millas tierra adentro, mucho antes de que el primer anglosajón desembarcase en nuestro suelo. Aquel temprano anhelo español de explorar era verdaderamente sobrehumano. ¡Pensar que un pobre teniente español con veinte soldados atravesó un inefable desierto y contempló la más grande maravilla natural de América o del mundo —el Gran Cañón del Colorado— nada menos que tres centurias antes de que lo viesen ojos norteamericanos! Y lo mismo sucedía desde el Colorado hasta el Cabo de Hornos. El heroico, intrépido y temerario Balboa realizó aquella terrible caminata a través del Istmo, y descubrió el océano Pacífico y construyó en sus playas los primeros buques que se hicieron en América, y surcó con ellos aquel mar desconocido, y ¡había muerto más de medio siglo antes de que Drake y Hawkins pusieran en él los ojos!».

 

Los exploradores españoles del siglo xvi, Charles F. Lummis

 

«En estas ovejas mansas, y de las calidades susodichas por su Hacedor y Creador así dotadas, entraron los españoles desde luego que las conocieron como lobos e tigres y leones cruelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte, hasta hoy, e hoy en este día lo hacen, sino despedazallas, matallas, angustiallas, afligillas, atormentallas y destruillas por las estrañas y nuevas e varias e nunca otras tales vistas ni leídas y ni oídas maneras de crueldad…».

 

Bartolomé de las Casas, Breve relación de la destrucción de Indias

 

EL TIEMPO DE LOS PRESAGIOS

 

Año 1519 d. C.

Ya iba esclareciendo la noche sobre la Sacsayhuamán, elevada en lo alto del cerro al noroeste de Cuzco. La ciudad arrancaba en las faldas de aquella imponente fortaleza, orgullo de sus habitantes. De tan juntos que estaban sus gigantescos sillares, no cabía ni la punta de un cuchillo entre ellos. Las murallas se extendían en tres barreras escalonadas, dando a un altiplano, de no ser por la Sacsayhuamán, fácilmente atacable.

Cada una de esas barreras, de más de doscientas brazas de largo, tenía forma de media luna y terminaba y se juntaba con los propios muros de la ciudad. Los cierres de las cercas que daban acceso a las terrazas escalonadas eran varios enormes bloques de piedra levadizos, de forma trapezoidal, cada cual con su propio nombre: Tiu Puncu, Acahuana Puncu, Huiracocha Puncu. El cómo habían podido transportarse semejantes moles hasta allí era un misterio que se perdía en la noche de los tiempos.

En la parte superior de las terrazas se levantaban tres torreones unidos por laberínticos pasadizos subterráneos en los que hasta sus guardianes se perdían, y recurrían a un ovillo de cuerda que ataban a la puerta y desenrollaban y enrollaban para guiarse. El inca Garcilaso de la Vega, muchos años más tarde, jugaría, de niño, entre sus ruinas.

Al pie de la Sacsayhuamán, se extendía la ciudad, atravesada por dos arroyos, con edificios de piedra pulida y tejados de paja. Los barrios de Cuzco respondían a las diferentes naciones del imperio —cada vez que se conquistaban nuevas tierras se creaba para sus habitantes un barrio que ocupaba un lugar equivalente en la ciudad al que esos nuevos territorios tenían en el imperio con respecto a sus vecinos—, siempre en torno a la gran plaza, la Huacaypata, el corazón de Cuzco.

Esa plaza y otra más pequeña pegada a ella, al otro lado del arroyo, la Cusipata, empezaron a llenarse durante aquella madrugada, antes del amanecer: estaba a punto de celebrarse el Inti Raymi, la pascua del Sol, en pleno solsticio de junio. Hoy veneraban a su único dios, Inti, en reconocimiento a su condición de padre del primer Inca, Manco Cápac, y de la pimera coya, Mama Ocllo Huaco.

Era la festividad más importante del año y estaban presentes todos los personajes del imperio: jefes militares, sacerdotes, la nobleza cuzqueña y los curacas, los señores de las provincias, que viajaban a Cuzco para la solemnidad. Nadie dejaba de acudir. Y si no podía, por edad o enfermedad, enviaba a sus hijos o a algún pariente que lo representara.

Iban con sus mejores galas. Unos, con mantas largas chapadas de oro. Otros, cubiertos de pieles de animales de los que se preciaban de descender, o con máscaras pavorosas tras las cuales se escondían o hacían burla para asustar a los conocidos.

A los señores cuzqueños se les reconocía por las orejas perforadas con grandes pendientes de oro que las dilataban con su peso. Todos, orejones cuzqueños, curacas venidos de las provincias y siervos, iban tocados con bandas de colores adornadas a menudo de plumas, que identificaban a las tribus.

Por fin, a poco de amanecer, salió de su palacio Huayna Cápac. Lo acompañaban decenas de parientes. Juntos se dirigieron al ushnu, la plataforma sagrada elevada en mitad de la Huacaypata.

Al frente marchaba, precedido por las antorchas, el veterano Inca. Era la única ceremonia en la que ejercía de sumo sacerdote.

Huayna Cápac frisaba la sesentena. Grandes pendientes dorados estiraban sus orejas, y la mascapaicha, la borla imperial, símbolo de su poder, le cruzaba la frente.

Todos se habían preparado para las celebraciones con un ayuno riguroso de tres días en los que nadie tomaba sino maíz crudo y agua. Durante ese tiempo no se encendía fuego en todo Cuzco y los hombres se abstenían de yacer con sus mujeres.

Ya la noche anterior los sacerdotes habían sacrificado carneros con que alimentar a los asistentes y las vírgenes del Sol habían amasado multitud de panecillos redondos de maíz, los zancu, del tamaño de una manzana, para la familia del Inca; las demás mujeres los preparaban para los millares de personas que esperaban a que saliese el sol repartidos por las dos plazas.

Una brisa andina hacía encogerse a todo el mundo en sus mantas.

El gentío miraba en silencio hacia el oriente por donde paulatinamente aclaraba el cielo por encima del Caricancha, el templo del Sol.

El horizonte se iba volviendo rosa…

Al asomar los primeros rayos, millares de súbditos congregados en la Huacaypata y la Cusipata se acuclillaron con los brazos abiertos, las manos alzadas delante del rostro, y dieron besos al aire en señal de reverencia, al tiempo que entonaban cánticos en tono creciente.

En lo alto del ushnu, a espaldas de Huayna Cápac aguardaban los de su sangre, por orden de edad y dignidad.

El viejo Inca se puso en pie. Mientras sus súbditos permanecían en cuclillas, tomó dos grandes vasos de oro llenos del brebaje ceremonial. Como primogénito del Sol, alzó el vaso de su mano derecha en dirección a la luz y pronunció las palabras en quechua que pronto repetirían al unísono las dos plazas:

—¡Oh, gran Sol, te adoramos!

Huayna Cápac derramó el líquido en una tinaja de oro de la que salía un caño hasta el templo del Sol, el Coricancha: era la manera de convidar a Inti. Tomó un trago del otro vaso y se lo pasó a los familiares de sangre real más cercanos, que, empezando por su esposa, fueron cada cual dando un pequeño sorbo mientras en la Huacaypata los cuzqueños y en la Cusipata los curacas hacían lo propio.

A continuación, siguiendo a Huayna Cápac, tomaron todos el camino que salía hacia el norte, en dirección al Coricancha. Al llegar a doscientos pasos se descalzaron todos salvo el Inca, que lo hizo a la puerta del templo. Llevaban como ofrendas sus vasos dorados.

El Inca penetró en el edificio y adoró al dios Sol. Detrás entraron los orejones, que le imitaron en su adoración. Los curacas quedaron fuera del Coricancha, ya que al no ser de sangre real tenían prohibido entrar.

Mientras el Inca permanecía en el interior, los sacerdotes salieron a recibir las ofrendas de los curacas que esperaban a las puertas en orden riguroso de antigüedad, establecida esta en función de cuando habían sido reducidos por el imperio. Las ofrendas eran sus vasos y estatuillas de animales que traían de sus tierras, labrados en oro y plata.

Para entonces estaban en el patio del Coricancha los primeros animales para el sacrificio.

El Inca los dispuso mirando hacia el oriente, y tres o cuatro hombres asieron a un cordero y lo sujetaron para que el sacerdote le abriese el costado izquierdo y le sacase el corazón y los pulmones.

Al hacerlo, corrió un rumor por entre los presentes: el cordero, asustado, había logrado soltarse.

Era un mal augurio y, pese a que pudo ser reducido, cuando le arrancaron sus órganos con las manos, como mandaba la tradición, no salieron enteros.

El sacerdote ató el cañón del despojo y apretó los pulmones con las manos para ver si se hinchaban con el aire que todavía había en ellos: cuanto más se hinchaban mejor era el augurio…

El anciano no parecía contento. La inquietud se expandió por el patio y, cuando llegó la voz, también por la plaza.

El anciano, encarándose al Inca, se sintió obligado a proclamar:

—¡Inti, nuestro padre está enojado por alguna falta o descuido que hemos cometido!

Se sucedían murmullos entre los orejones.

Ese año corrían noticias sobre la aparición, por el norte, de gentes extrañas venidas de allende los mares, y algunos vaticinaban que le arrebatarían su imperio al Inca. El propio Huayna Cápac se mostraba preocupado.

Tras el sacrificio, el sacerdote cogió un brazalete grande parecido a los que llevaba el Inca en la muñeca. Ese brazalete tenía por medallón un vaso cóncavo, como media naranja, muy bruñido, que alzó contra el sol para que los rayos que se reflejaban en el vaso cayeran sobre unas mechas de algodón dispuestas a sus pies, prendiéndolas.

Cuando las llamas se avivaron —luego el fuego sería trasladado a la casa de las vírgenes del Sol, donde se guardaría todo el año hasta el siguiente Inti Raymi—, el sacerdote echó en ellas el corazón del cordero.

Satisfecho con el resultado, se volvió hacia Huayna Cápac:

—Los dioses te dicen que no hagas nuevas conquistas, y que vivas en calma y quietud a la espera de lo que pueda venir por la mar…

El sol ya iluminaba todo Cuzco y calentaba las calles, cuando un estremecimiento recorrió la multitud de la plaza. Todos alzaron la vista.

En lo alto apareció un águila real. La perseguían cinco o seis cernícalos y otros tantos halconcillos. Las aves más pequeñas se alternaban a la hora de atacar con sus picos.

Se veía que el águila no aguantaría mucho.

Al cabo, el ave herida se dejó caer en medio del patio, justo entre los hijos de Huayna Cápac. Huáscar, el primogénito, se agachó para examinarla.

Estaba llena de sarna, casi pelada de plumas. Viéndolo, Huáscar llamó a uno de sus sirvientes para que trajera agua y se la hiciera beber.

—No servirá de nada… —dijo un orejón—. Morirá en cuestión de horas.

 

* * *

 

Casi simultáneamente, millares de leguas al norte, en otra gran ciudad del continente, la majestuosa Tenochtitlán, en mitad del lago Texcoco, hacía varias semanas que una espiga de fuego se levantaba en el horizonte, como si sangrara el cielo; ardía desde la medianoche hasta el amanecer, y solo desaparecía al levantarse el sol.

Desde el principio, entre los moradores de Tenochtitlán se multiplicaban los comentarios. Se decía que había ardido el templo de Huitzilopochtli con sus columnas, y eso pese a que llegó mucha gente a apagar el fuego con cántaros de agua.

Por eso llamaba el huey tlatoani Moctezuma a sus sacerdotes, sus papas.

Todos discutían sobre los presagios, que se repetían desde que unos hombres barbudos ocupaban las islas hacia el este.

—El mes pasado fue herido por un rayo un templo de Xiuhtecuhtli en el barrio de Tlacateco. No se oyó el trueno —dijo el papa más anciano—. Y la semana pasada, un fuego surgido del poniente se dividió en tres y fue derecho a donde sale el sol, como si fuera una brasa. Iba cayendo como una lluvia de chispas, con una cola larga…

»Y ayer por la tarde, en el lago hirvió el agua y el viento la alborotó. Se levantó hasta que llegó a las casas y las anegó.

Eso Moctezuma lo sabía: quienes trabajaban en las granjas acuáticas, las chinampas, habían encontrado un pájaro ceniciento, una suerte de grulla. Se lo trajeron a la misma Casa de lo Negro donde ahora se hallaba. El animal tenía en su mollera una especie de rodaja de huso que, a modo de espejo, reflejaba el cielo y las estrellas. Cuando Moctezuma lo miró, lo que vio allí fueron unos extraños hombres en la lontananza que venían deprisa, dando empellones, guerreando con lanzas…

Por ello, quería conocer la opinión de sus papas.

—No solo es Tenochtitlán. Llegan noticias de que también en Tlaxcala cada mañana se ve una claridad que sale del oriente antes de que se levante el sol, como una niebla blanca que sube hasta el cielo. Y se eleva un remolino de polvo desde encima de la sierra Matlalcueye y asciende tan alto que parece llegar al cielo.

»Necesito saber si todo esto tiene que ver con los hombres barbudos, los hijos de Quetzalcóatl, que recientemente han pasado de las islas al Mayab1.

Mientras los papas permanecían en silencio, se oyó a lo lejos la voz de una mujer sollozando lastimosamente:

—¡Hijitos, pues ya tenemos que irnos lejos! Hijitos, ¿adónde os llevaré?

¿Era un nuevo presagio?

Los papas se miraron incomodados. Hacía ya tres lustros que llegaban a los pueblos costeros noticias de extranjeros que, aparecidos en grandes casas de madera, mataban o sometían a los habitantes de las islas. Muchos las abandonaban y huían hacia el oeste, expandiendo, según pasaban noticias, aciagas.

También hacia el sur empezaba a saberse que por las junglas de la costa se desplazaban hombres barbudos con cascos plateados y truenos de hierro, cruzaban ríos y ciénagas, montes y sierras, por donde guerreaban con las tribus…

Y fue en una de estas orillas, en el extremo sur del golfo, cuando al interrogar los extranjeros a un cacique este mencionó el gran imperio del Inca que existía más al sur, bajando por el mar.

—¿Eso es seguro?

—Es el imperio de los Incas —se afirmó el cacique—, que veneran al Sol y construyen en piedra grandes edificios y calzadas. Mis hombres navegan costa abajo y se encuentran con gentes suyas, que van en balsas tan grandes como las vuestras.

El jefe de los barbudos, con ojos brillantes de interés, se volvió hacia su gente y el cacique entendió, por lo que se le traducía, que se alegraba de saber que existía un imperio tan grande y que bajaría navegando, en cuanto llegaran más casas de madera, en busca de la ciudad del Inca.

Sabedor de la importancia de la noticia, el cacique envió un mensajero hacia el sur…

Quería avisar a Huayna Cápac de la aparición de aquellos extranjeros tan interesados en las perlas y el oro, que en sus grandes casas de madera habían surgido de la selva y costeado el mar, acompañados de sus feroces perros.

—Advertid a Huayna Cápac que vienen de un lugar cuyo rey, según dicen, es más poderoso que el Inca y prometen visitarle pronto.

Así habían llegado a Cuzco las primeras noticias de los extranjeros. Y desde entonces, Huayna Cápac sospechaba que la profecía que decía que solo doce Incas reinarían sobre la tierra y que los expulsarían gentes venidas del mar, era cierta.

Pues él, Huayna Cápac, era el undécimo de su linaje.


1 Nombre que daban los mayas al Yucatán.

 

LIBRO PRIMERO

Hernán Cortés
Quemar los barcos

 

DRAMATIS PERSONAE

Cardenal Cisneros (1436-1517). Tras sustituir a Hernando de Talavera como confesor de la reina, se convirtió en la principal figura política de la corte. Fue regente de España desde la muerte de Fernando de Aragón hasta la llegada de Carlos I.

Fray Bartolomé de las Casas. Religioso dominico que llegaría a ser obispo de Chiapas. Fue el gran defensor de los indios y una de las conciencias intelectuales del siglo xvi.

Carlos V (1500-1558). Promocionó, desde España, la conquista, aunque sin entender nunca la importancia cabal de la empresa. Gastó el oro indiano en incesantes guerras europeas.

Hernán Cortés (1485-1547). El español más importante después de Cervantes. Su epopeya cambió la historia. Antes de su conquista, los españoles no hacían sino colonizar las Antillas. Con él, se abre la puerta del continente.

Pedro de Alvarado (1485-1541), alias Tonatiuh, el sol, para los nativos, por el color de su cabello. Alto, rubio y colérico. Una de las personalidades más destacadas de la conquista. Llevó a sus muchos hermanos y primos a América.

Diego Velázquez de Cuéllar (1465-1524). Obeso, voluble y celoso gobernador de Cuba. Protagonista de sonados desencuentros con Cortés, a quien tuvo como secretario durante años.

Jerónimo Aguilar (1489-1531). Hombre de iglesia que fue rescatado por Cortés en Yucatán tras sobrevivir a un naufragio y a ocho años de cautiverio con los mayas. Sirvió a Cortés de intérprete en lengua maya durante la conquista de México.

La Malinche. La Pocahontas mexicana. Vendida como esclava a los españoles. Intérprete y amante de Cortés. Fue uno de los personajes más enigmáticos de la conquista.

El Cacique Gordo. El orondo Xicomecóatl, cacique de Zempoala, alimentó y cobijó a Cortés y a sus hombres. Cuando Cortés le preguntó cómo podía pagarle la hospitalidad, suspiró y empezó a quejarse de Moctezuma…

Moctezuma (1466-1520). Más que una personalidad timorata y supersticiosa, como dicen algunos cronistas, fue un guerrero prudente, que jugó todas las bazas a su alcance para impedir que Cortés llevase a cabo su conquista. Pero los hados estaban contra él.

Pánfilo de Narváez (1470-1528). Hombre de Diego Velázquez y adversario de Cortés. Perderá un ojo en la batalla de Zempoala.

EVENTOS IMPORTANTES EN EUROPA

Dieta de Worms (1521). El joven Carlos V se enfrentó en persona con Lutero, por primera vez, para defender la unidad de la fe. La oposición del alemán marcó el arranque de la Reforma y el cisma de la cristiandad.

Saco de Roma (1527). En ese año los ejércitos de Carlos V saquearon la ciudad pontificia. Carlos V se las vio y se las deseó para explicar que él, gran defensor del catolicismo, no tuvo que ver en el asunto.

GEOGRAFÍA

Veracruz. Primer asentamiento español en México. La obsesión de Cortés, nada más conquistar el territorio, fue vincular la ciudad de Tenochtitlán con el puerto de Veracruz, que a su vez conectaba la Nueva España con Sevilla.

Tenochtitlán. Capital del imperio mexica. Los españoles lo llamaron México. Antecedente de lo que hoy es México D. F. Esta ciudad lacustre fue, junto con Cuzco, la mayor del continente. Una Venecia americana.

Tlaxcala. Región beligerante y nunca reducida por el imperio mexica. Su contundente apoyo a Cortés permitió a los españoles triunfar sobre Moctezuma.

Zempoala. Gran ciudad tenotla que en 1519 contaba con veinte mil habitantes.

 

Villa de Roa, otoño de 1517

El cardenal Cisneros yacía en cama, junto al brasero, cubierto por una manta. La estancia, pese a la riqueza del palacio, era tan austera como la celda de un convento. Cuando entró el padre Las Casas, desde la penumbra, Cisneros, con voz apagada, indicó al camarero mayor que los dejase solos.

La puerta se cerró…

El cardenal hizo señas al recién llegado de que ocupase una silla junto al lecho. En ella se sentaban últimamente quienes le traían negocios de Estado.

—¿Ya estáis de vuelta, mi buen Bartolomé?

El cardenal apenas toleraba la luz. Había ordenado tener los postigos echados y Las Casas percibió con nitidez el olor de la enfermedad y la muerte.

—Ya estoy de regreso en la madre patria, eminencia, aunque más parece madrastra, por cómo nos trata a algunos. Y vos, eminencia, ¿cómo estáis?

—¿Acaso no es aparente?

Según se decía en los salones de aquel palacio, al moribundo le quedaban días de vida. Estaban cerca de Aranda de Duero, donde la corte llevaba una semana. El cardenal viajaba a Valladolid, para recibir al nuevo rey, cuando la enfermedad lo había obligado a detenerse.

Con un esfuerzo, sonrió al visitante.

—Mal… O bien, según se mire. Preparado, en todo caso, para emprender el viaje. Ya no tardaré en encontrarme con nuestro Señor allá arriba… —Su esquelético dedo señaló hacia el alto techo artesonado. La madera oscura embellecía la estancia.

—Tenemos todavía tantas cosas que tratar, eminencia…

—Tarde llegáis, fray Bartolomé. Pero contadme, ¿qué noticias traéis de las Indias? ¿Se pudo solucionar todo?

—No, eminencia.

—¿Cómo es eso? —El rostro del regente se contrajo en una mueca de dolor. Sus ojos claros se fijaron en su visitante. La voluntad le insuflaba nueva vida—. ¿No eran suficientes los documentos que envié? ¿No fueron claros e inteligibles?

—Más claro, agua.

—¿Entonces?

—Son los españoles, eminencia. Cuando recibieron vuestras órdenes, las entendieron como quisieron. Las distorsionaron como se corrompe la voz en una taberna ruidosa. Los españoles son demonios vociferantes…

—No, fray Bartolomé. Son hombres. Solo hombres —el cardenal pugnaba por interesarse por los asuntos terrenales. Su mano huesuda asomaba por encima de la manta. Hizo un gesto tembloroso antes de volver a posarse—. Pero explicadme. ¿No liberaron a los indios? ¿No entendieron que el Nuevo Mundo, por su propia juventud, puede tener aún arreglo con los remedios necesarios?

—A los indios los liberaron en un principio, eminencia. Pero enseguida los encomenderos, que son bichos que obedecen menos a la razón que al palo, se ganaron a los padres jerónimos que enviasteis a gobernar las islas.

»Ya sabéis que el mundo es un mercado donde unos compran y otros son comprados. Entre halagos y amenazas les hicieron ver que resulta imposible cambiar las cosas. ¡Como si no existiera la mudanza en el mundo! Argumentan que sin indios se vendría abajo la sociedad. Han conseguido acogerse a la cláusula mínima de los documentos, aquello que dice «si no se pudiera, entonces…».

Dos años atrás, Las Casas había convivido durante meses con Cisneros y su corte en Madrid. Allí pudo tratar la cuestión de los indios en profundidad y consiguió que se enmendasen las leyes de Burgos. Era imprescindible remediar la situación de las colonias.

—Ah, los seres humanos, qué empecinados siempre en el mal —murmuró el cardenal, entristecido—. Pasan los siglos y el corazón del hombre permanece inmutable… Nada es nuevo en este mundo, lo dice el Eclesiastés.

—Aun así, aunque no fuese más que por un solo justo, el mundo merecería ser creado. Por eso, eminencia, necesitaba veros.

—¿Para que os otorgue mayores poderes?

El cardenal respiraba con dificultad. Era como un viejo fuelle. Cada palabra le costaba.

—Es demasiado tarde, fray Bartolomé. Ya veis cómo estoy… No puedo retener mucho el aliento. El cuerpo me falla. Y el rey Carlos viene de camino… Se dice que ha desembarcado en Villaviciosa, y avanza camino de Valladolid… Pero no acaba de llegar. Yo le previne de mi estado, le urgí a apresurar el paso. Y ya veis…

—Pero eso es algo monstruoso, eminencia.

—¡Los hombres, fray Bartolomé! No les conviene llegar demasiado pronto, porque si acaso muero antes eso facilitará las cosas. El tiempo que yo pensaba pasar con el rey, orientándolo en los asuntos del reino, ejerciendo de necesario tutor, ya no es posible… Sus consejeros, como extranjeros que son, sin duda lo prefieren así… Y mal hacen, porque errar en el consejo de los príncipes es errar contra toda la especie…

—Estoy indignado.

—Yo ya no llegaré… La ingratitud florece rápido en esta corte… Y todo lo que he hecho se olvidará muy pronto…

Cisneros había luchado por que se respetasen los derechos de Carlos y no se transmitiera el poder a Fernando, su hermano menor, como pretendía el rey Católico. Encariñado con él, y en vista de que Carlos se criaba en Flandes, mientras que Fernando se educaba como infante español, el aragonés había considerado si no convendría coronar a su nieto más pequeño.

El regente de Castilla manifestó su más firme oposición: romper las reglas de la sucesión podría generar una guerra civil entre carlistas y fernandistas. No era momento de un nuevo conflicto fratricida.

—En fin, lo importante, conmigo o sin mí, es que Castilla tiene rey legítimo. Fray Bartolomé, es a él a quien debéis dirigiros. Id a Valladolid… Yo más no puedo hacer. Pero el nuevo rey es joven y de carácter noble, y seguro que el relato de todo lo sucedido en las Indias lo conmoverá… y velará por tomar los remedios necesarios.

—Así lo haré, eminencia —murmuró el padre Las Casas.

Y se inclinó para besarle la mano.

 

1

A rey muerto rey puesto

Tras veinte años de colonización en las islas del Caribe, los españoles han dado el salto al continente del Nuevo Mundo, donde constatan que hay civilizaciones más poderosas y desarrolladas y con mayores riquezas de lo que nunca creyeron.

Mientras todo esto ocurre, y tras haber asistido a la agonía del cardenal Cisneros, fray Bartolomé de las Casas se presenta en la corte de Valladolid con la firme intención de denunciar los excesos de sus compatriotas…

 

 

«Prosiguiendo el hilo de este año de 17, conviene decir el discurso de las cosas que al clérigo Bartolomé de las Casas, después que habló al cardenal en la villa de Aranda de Duero, sucedieron. El cual, visto que el cardenal estaba muy enfermo y que de negociar con él se podía sacar poco fruto, deliberó irse a Valladolid, y porque la fama de la venida del rey don Carlos era frecuentísima, esperar allí (…) y dar cuenta de todo lo pasado y presente destas Indias al Rey».

 

Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas