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Primera edición digital: mayo 2019
Campaña de crowdfunding: Equipo de Libros.com
Imagen de la cubierta: Damien Petit | Unsplash
Maquetación: Álvaro López
Corrección: María Luisa Toribio
Revisión: Verónica Sarria

Versión digital realizada por Libros.com

© 2019 Alejandro Centellas Alonso
© 2019 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17643-82-9

Alejandro Centellas Alonso

A esta ronda invito yo

Prólogo de Martín Mucha

A mis padres y mi hermana, por enseñarme a ver el mundo
con ojos de asombro y curiosidad.

 

A Itziar, por dejarme admirarte día a día.

 

A Samuel, por tu sonrisa reparadora.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Prólogo, por Martín Mucha
  6. Por qué este libro
  7. Tampoco soy tan gilipollas
  8. La flauta atravesada
  9. En esas miradas
  10. «Buenos días, señor»
  11. Diario de un superviviente
  12. Aún estás a tiempo
  13. Cuanto más pateo Madrid
  14. El arte de la impuntualidad
  15. Calor sin olas
  16. El gran cañón
  17. Torturas modernas
  18. «Entonces, ¿qué has venido a hacer aquí?»
  19. Vivir amenazado
  20. El giro de muñeca
  21. Pequeños milagros
  22. «Yo es que soy así»
  23. Vidas de santos
  24. Montar un pollo
  25. Lamb y la Reformica
  26. Tocar techo
  27. El gran bazar
  28. Adultos cool
  29. Apuntes desde Stalingrado
  30. Desconectado
  31. El Rastro que aún permanece
  32. Lo (in)útil
  33. Vigilar el perímetro
  34. Un papel en blanco
  35. La ducha
  36. La socialización de la barbarie
  37. Elogio del desorden
  38. Al otro lado del espejo
  39. Sólo para adultos
  40. Por el bien de todxs
  41. Por qué escribir
  42. La conquista de la felicidad
  43. Reconciliarse con el universo
  44. Mecenas
  45. Contraportada

Prólogo

 

A veces me enfrento a los temas más infames y me hablo. Es imposible, pienso. El destino de un periodista es escribir y contar. Contar y explicar. Me he dado cuenta de que cada vez que escribo sobre mi yo, no puedo dejar de recordar que crecí en un espacio lleno de miseria, Pamplona. Allí crecimos los hijos de aquellos que decidieron venir de las provincias del Perú a la capital. Algunos temiendo a Sendero Luminoso y al Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, pero la mayoría porque buscaban tener al menos un colegio decente. Esa historia la cuento siempre, pero no me ayuda en absoluto. Eso no hace la narración mejor. Sólo la complica, porque no he querido cargar esto de un excesivo melodramatismo. De esto trata escribir.

Pamplona Alta (alta porque estaba encima de un cerro limeño), mi barrio, fue el espacio donde se cruzaban diversas herencias sociales y culturales. Mis amigos de antaño son hoy delincuentes y prostitutas. No por eso han dejado de ser amigos míos. Creo que lo son más que antes, aunque los veo menos. Varios tienen hijos que no pueden alimentar. Salí de eso con un poco de suerte. Gané un par de becas que me permitieron huir —escapar en realidad— de allí. Eso se puede lograr con escribir.

Una vez en Europa, me di cuenta de que siempre hay destinos peores. Aún peor que aquel que les tocó vivir a mis amigos del barrio. Me encontré en el parque del Retiro con esos aventureros que llegaron en pateras en pos de una esperanza. La búsqueda de un lugar mejor es lo que todos quieren (queremos). Esos hombres del África subsahariana no merecían ese maldito karma. Mientras jugaban con el agua de la pileta, lucían felices. De eso se puede escribir.

He pasado por varias redacciones a lo largo de mi carrera. Textos míos han sido publicados en distintos periódicos de Europa y América. Algo he aprendido al vivir y vivir. Dentro de mi reducida —infinitesimal, diría— filosofía personal lo único que me guía es desaprender. De las personas a quienes retrato en mis crónicas. Desaprender para reinventarse. Para resucitar(los) con un verbo: escribir.

El tiempo para escribir siempre es breve. El cierre, el maldito, siempre está muy cerca. A veces no se duerme nada durante cuarenta y ocho horas. Pero siempre cumplo con la premisa que me enseñó Ryzsard Kapuściński, cuando asistí al último taller que dictó (de Periodismo Narrativo, para la Fundación García Márquez): «Morir, vivir». Y me di cuenta con esa frase que eso era periodismo. Que eso es escribir.

Escribir es viajar de Lavapiés a París. Hacerlo de las olas de calor, del cielo de Madrid, de tu tristeza, de un gol en fuera de juego, de la ultraderecha, del Bataclan… De un chico que un día fue becario mío que hoy cumple con el sueño de ser escritor, de escribir como forma de vida. De eso va, de los sueños. De las palabras ordenadas para ser soñadas. De escribir para soñar. Y seguir soñando. Y peleando por hacerlo. Y escribirlo. Y así sucesivamente.

Martín Mucha
Reportero del diario El Mundo

Por qué este libro

 

Estuve durante muchos años diciendo a la gente que me rodeaba que de mayor quería ser empresario. No era capaz de concretar qué tipo de empresario. Tan sólo tenía en mente a un empresario idealizado, de esos que amasan fortunas y hacen crecer su compañía hasta convertirla en un imperio. No había, en mi representación particular, ninguno que estuviera hasta arriba de deudas, sacando adelante un negocio que se tambaleaba. Yo sólo quería ser uno de éxito, trajeado y con un coche tipo berlina de un negro intenso.

Unos años después, cuando en clase preguntaron por nuestros proyectos de futuro, confesé que quería ser científico. Tampoco dije ningún campo de especialización, ni ninguna rama en concreto, lo que da una imagen fiel de mi rechazo hacia lo determinado. Creía que ser científico me procuraba un prestigio; podría inventar cosas nuevas, publicar en revistas técnicas, y mis familiares estarían orgullosos de mí. No alcanzaba a ver qué había de malo en mi elección hasta que la realidad me puso un capote enfrente y terminó por torearme: no había nacido yo para adentrarme en el mundo de la ciencia.

Fue ya más adelante, con el paso de los años y de las decepciones, cuando deshice la idea de buscar lo que daba prestigio o lo que estaba socialmente aceptado. Entendí que las integrales y las mitocondrias no eran para mí, pero supe ver en la escritura, en el arte de contar, todo aquello que me completaba. Cuando los demás aún se preguntaban a sí mismos hacia dónde dirigir su carrera, yo soñaba con el dominio del lenguaje y la habilidad para la metáfora de las columnas de Umbral. Cuando el resto echaba cuentas para saber en qué estudios podría tener más futuro, yo encontraba en los libros de los grandes periodistas un alimento que espoleaba mi vocación.

Cuando decidí empezar Periodismo, el mundillo se movía entre dos ideas donde creo que aún permanece: entre el oficio más bello del mundo que preconizaba García Márquez y el «no le digas a mi madre que soy periodista, cree que soy pianista en un burdel» de Tom Wolfe. En esa eterna dicotomía entre lo necesario y lo oscuro. Entre sentirse parte de un gremio que vigila los desmanes del poder o la idea social instalada de la manipulación y el amarillismo. Supongo que siempre fue así y que siempre lo será.

De lo que no cabe duda es de que encontré en la profesión un lugar que me permitía volcar mis ansias creativas. Escribir es una creación constante que requiere un proceso, un método y un aprendizaje. El folio en blanco es un reto, da igual que se trate de un reportaje elaborado o de una nota de prensa. Encontrar las palabras para lo que necesitas transmitir es un ejercicio continuado de ensayo y error, ir dando bandazos hasta encontrar la fórmula que funciona y eliminar lo superfluo. Un buen periodista vale más por lo que borra que por lo que llega a escribir.

Llevo toda la vida escribiendo, trasladando a un papel (o a una pantalla de ordenador) mis vivencias y mis reflexiones. Y lo seguiré haciendo, si nada lo impide. Muchos de esos textos están publicados en blogs o en Facebook, sin duda el germen de lo que hoy es este libro, pero muchos otros están guardados. No por pudor ni por vergüenza, sino porque no todo en esta vida merece ser compartido. Reservarse una cuota de intimidad, incluso aunque se trate de pensamientos sin trascendencia, es hoy más necesario que nunca.

Lo que encontrará el lector en estas páginas no es más que un desahogo. El uso del «yo» es un pretexto para contar lo que rodea al «yo». Nunca me sentí el centro de nada, nunca tuve necesidad de ponerme por encima de nadie ni de lanzar ideas moralizantes. Este libro no será una excepción. Mirarme demasiado mi propio ombligo me sobrecarga las cervicales y por eso prefiero prestar atención a lo que me rodea. Por eso este libro no es sobre mí. Mi visión es sólo un punto de apoyo desde el que observar el mundo, ese que gira en torno a nosotros y que es más apasionante si lo contemplamos con la cabeza erguida y el móvil en el bolsillo.

La pretensión de este libro no es más que entretener. Quedaré satisfecho si consigo arrancar una media sonrisa, alguna reflexión o amenizar cualquier rato de espera. No existe una estructura definida, ni las historias tienen mucho que ver entre sí. No se exige comprender una trama, aprenderse nombres de personajes ni recordar lo que sucedía en capítulos anteriores. El procedimiento es tan sencillo como escoger las historias que más interés puedan generar, leerlas y pasar a otras, sin ningún orden preestablecido.

Del tono de cada historia, o de cada artículo, se puede deducir el estado de ánimo desde el que se escribieron. Los hay con una evidente voluntad humorística, otros que pretenden ser irónicos y otros en los que una cierta seriedad reflexiva invade cada palabra. De alguna forma, representa la mezcla de sensaciones, lo complejo de la mente humana, que bien puede tener días de dispersión y sarcasmo y otros en los que ahonda, preocupada, en todo lo que nos rodea.

Dicho todo lo anterior, tan sólo me queda invitarles entrar a mi mundo, que en realidad es el de todos. Les abro la puerta a mis experiencias y a mis reflexiones. A fin de cuentas, querido lector, no soy más que un loco descargando sobre el papel lo que nunca me atreví a contarle a mi psicoanalista.

Acepten mis disculpas anticipadas.

Tampoco soy tan gilipollas

 

«Ahora eres administrador», me anunció hace unos días WhatsApp, implacable. Son ese tipo de noticias que sólo pueden darse así, en afirmativo. Gasté unos minutos pensando en cómo debía gestionar mi equipo. Manejaba la idea de diseñar una estrategia acorde a las necesidades del grupo, en el que todos se sintieran parte de él y reinara un debate transversal, riguroso y sosegado.

Inmediatamente se plantearon las cuestiones habituales de cualquier team manager: ¿debía invitar a gente?, ¿echar a personas tóxicas?, ¿qué perfil psicosocial quiero en mi grupo?

Hasta ahora sólo me había enfrentado a una situación similar, cercana al desasosiego, cuando me tocó arbitrar un partido de fútbol. No hubo transcurrido mucho tiempo cuando comencé a advertir, por los gestos de los jugadores, que no estaba tomando decisiones acertadas. O que, como poco, no estaba respondiendo a lo que ellos esperaban de mí. Quise ser ecuánime y hacerlo igual de mal para ambos equipos. Protestaban con vehemencia, se dirigían hacia mí con frustración. Habían decidido boicotear mi actuación. Lo único reconfortante era que se trataba de un partido de benjamines, con los futbolistas apenas levantando unos palmos del suelo y celebrando cada gol corriendo hacia el córner, brazos en alto, como si aquello no fuera un campo enfangado de un barrio madrileño, sino Maracaná. Todo ello me hizo descartar la idea de que la situación se me terminara de escapar de las manos.

Cuando por fin me lancé a repasar en profundidad el grupo de WhatsApp, convencido de detectar a gente venenosa a la que poder fulminar sin contemplaciones, comprobé que sólo estaba yo. «Tú», ponía, para ser exactos. Ni una palabra de más ni una de menos. Sin embargo, yo sentí que ese «tú» no se proyectaba a través de una simple y aséptica pantalla de móvil, sino que una boca afectada por la halitosis me lo espetaba con agresividad, acaso con un dedo índice golpeando mi pecho.

Había llegado a ser administrador de un grupo por descarte. Los demás fueron abandonando el grupo en silencio, en un dignísimo desfile, mientras yo era ajeno a la diáspora. Me había quedado solo. Así que, técnicamente, lo que WhatsApp me proponía era administrarme a mí mismo, cuestión espinosa que yo siempre había decidido mantener aparcada al menos hasta los treinta años y enfrentarme a ella sólo si era estrictamente necesario.

Tenía ante mí una imagen desoladora. Aún permanecían mensajes que hacían referencias a épocas pasadas y muy desenfrenadas, a juzgar por su contenido; algo así como las señales de tráfico que se mantienen erguidas tras un huracán. También seguía el título que encabezaba el grupo, sintético y descriptivo, trufado de iconos con cervezas, flamencas con vestidos rojos en escorzos imposibles y un sol intenso. Alguien dijo alguna vez —soy un fanático de la rigurosidad— que producir un libro consiste en escribir un primer párrafo por el que darías tu vida y después trescientas páginas más. En las aguas de la posmodernidad sólo hay que estar dispuesto a perder la vida por un buen título de grupo en WhatsApp. El mío se llamaba Golferío veraniego. Daba lo que prometía.

Al fin tuve que abandonar el grupo, abdicar de un cargo efímero que apenas pude saborear, echarme a mí mismo. Qué otra cosa podía hacer. Y al dejarlo experimenté el sinsabor de la tristeza. Porque uno se siente parte de algo hasta que le fuerzan a tomar decisiones como esta, sobre un grupo que ya ni era grupo ni era nada, si acaso un amago de monólogo. Aunque esa pertenencia no era consciente, ahí estaba. Inasequible al paso del tiempo. No había actividad, pero sí un nexo de unión latente. Sin grupo ya no quedaba nada, todo se desvanecía. Quizá tan sólo sobrevolaba un vago recuerdo, aplastado por la inmediatez de los otros grupos, infernalmente activos, que acosan en el WhatsApp.

Haces unos días me invitaron a otro grupo. Por el tono entendí que había algo que celebrar. De pronto retornaron fantasmas del pasado que creía olvidados. Ya sabía en qué consistiría todo aquello, cómo se irían sucediendo los acontecimientos, a qué lugar quedaría relegado mi papel en esa asamblea digital. Entonces lo abandoné inmediatamente, sin dar explicaciones.

Tampoco soy tan gilipollas.

La flauta atravesada

 

Eran tres y caminaban por la calle en paralelo. Vestían de uniforme de colegio, ligeramente desaliñados, arrastrando los zapatos. Hice un cálculo rápido y les situé en torno a los quince años, venciendo mi proverbial incapacidad para determinar con cierta coherencia la edad de nadie, lo que me ha provocado no pocos problemas en mi vida en sociedad. Supuse que el trío transitaba por esa etapa en la que disfrutas de los vagos problemas de tu cotidianeidad mientras empiezas a vislumbrar que la vida trae más disgustos que alegrías.

Departían sobre un futuro que se antojaba cercano. Unas semanas. Quizás unos meses. Hablaban de los estudios. Del porvenir, en definitiva. De sus tonos se desprendía una cierta reflexión profunda, seria y monótona, como si estuviesen abordando una conversación difícil, enquistada en el tiempo, pero que tarde o temprano se debía producir.

Uno de ellos se defendía de los reproches del otro, que le echaba en cara su desdén por el conocimiento, su mínimo afán por sacar sus estudios adelante y convertirse en un buen yerno.

—Así no vas a ser nadie en la vida.

Creo que ninguno de ellos pronunció estas palabras, pero de algún modo supuse que la conversación avanzaba en esa dirección. Yo observaba desde la distancia la escena y eso me permitía jugar con mis cavilaciones.

Y es que nunca es sencillo, a esas edades, enfrentar la problemática del suspenso, moverte sobre las arenas del fracaso escolar. Es la única tarea de la que tienes que hacerte responsable, pues las demás conviven bajo el paraguas de la excusa sociológica, porque «son cosas de la edad». Sacar adelante los cursos es la única responsabilidad seria atribuible a la pubertad y no cumplir con ella supone un quebradero de cabeza.

Todavía recuerdo el día en que un amigo, al que me unía —creía yo— una relación inquebrantable, trató de ayudarme en un asunto engorroso donde confluían mi madre, los estudios y el fútbol. Una bomba de relojería. Por aquellos tiempos yo jugaba a todas horas al fútbol, también en un equipo federado, y prestaba poca atención a todo lo que no fueran los regates del melenudo Mauro Camoranesi, un futbolista italoargentino de la Juventus que por aquel entonces me maravillaba. Soñaba con inventar gambetas pegado a una línea de cal y no con descifrar de cabeza ecuaciones simples.

Le conté a mi amigo, o lo supo él cuando entregaron los exámenes, que había suspendido una asignatura. No recuerdo cuál. Sabía que aquello me ponía en serio peligro: mi madre había amenazado en numerosas ocasiones con borrarme del fútbol si suspendía. Aquella noticia podría ser demoledora para mis aspiraciones deportivas. Así que salí del colegio cabizbajo, pensando en cómo sortear la pregunta incómoda sobre las notas, qué excusa diseñar para aminorar mi responsabilidad. Tracé mentalmente la proporción de suspensos y aprobados para valorar si las estadísticas estaban de mi lado. Al final fue mi amigo quien, recurriendo a las técnicas de comunicación interpersonal más avanzadas del momento y sin darme tiempo a intervenir, le espetó a mi madre:

—Aunque Alejandro suspenda una asignatura, tú no lo quitarás del fútbol, ¿verdad?

De modo que entendía la encrucijada en la que estaba aquel chico, sufridor de acusaciones. Se intentaba zafar de ellas como podía. Trataba de argumentar, con la serenidad de un torero recién corneado en el muslo, que era un mal menor, subsanable.

Irritado ante tanta insistencia, la víctima de los reproches se decidió a zanjar el tema de una vez por todas. Daba la sensación de ser un tipo resolutivo, así que tuve claro que no se iba a andar con contemplaciones. Al fin dijo:

—¡Tío, me la suda tener que ir a septiembre con flauta!

Son ese tipo de frases que te taladran la cabeza. Contundentes, sobrias y honestas, como los buenos gin-tonics. Puedes echar una tarde con ellas, dando vueltas a su significado real. Estuve horas buscándole un doble sentido. Cancelé una cita, apagué el móvil. Sabía que algo ocultaba esa frase en apariencia sencilla y espontánea. Fueron intentos infructuosos, como casi todo en mi vida. Sólo pudo permanecer en mi mente la imagen de un adolescente, pantalones a medio caer, incapaz de afrontar su desdicha con la flauta. Un chaval, con toda la vida por delante, resignado ante aquel diabólico instrumento.