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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 472 - julio 2019

© 2011 Barbara Wallace

Pasado olvidado

Título original: Beauty and the Brooding Boss

© 2011 Barbara Wallace

El corazón de un héroe

Título original: The Heart of a Hero

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-356-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Pasado olvidado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

El corazón de un héroe

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ALEX Markoff no era tan feo.

No tenía cicatrices, ni nada de lo que Kelsey había imaginado, teniendo en cuenta que vivía apartado del mundo. De hecho, el único adjetivo que podía describirlo era «impresionante». Era mucho más alto que ella, de constitución atlética, y llevaba puestos unos vaqueros desgastados y una camiseta negra que marcaba sus anchos hombros. Kelsey se preguntó cómo habría podido vestirse, con el brazo derecho enfundado hasta el bíceps en una escayola.

Sus ojos eran de color gris tormenta y tenía los pómulos marcados.

No, no era feo, pero no le había hecho ninguna gracia verla en la puerta de su casa.

Recordó otras situaciones similares e intentó no pensar en ellas. Aquello no era igual. No se parecía en nada. Sonrió educadamente y dudó un instante antes de presentarse.

–Hola, soy Kelsey Albertelli.

Al ver que no le respondía, añadió:

–Su nueva secretaria.

Él siguió en silencio.

–De Nueva York. El señor Lefkowitz me ha contratado para…

–Ya sé quién es.

Su voz hacía juego con su imponente físico. Kelsey estuvo a punto de retroceder.

Había conducido hasta allí con las ventanillas del coche bajadas y se le habían salido unos mechones castaños del moño que se había hecho. Se los metió detrás de las orejas.

–Bien, por un momento había pensado que no lo habían avisado del despacho del señor Lefkowitz.

–No, me han avisado. Varias veces.

Kelsey asintió mientras se hacía un incómodo silencio entre ambos. Varios mechones de pelo volvieron a caer sobre sus ojos y se los apartó.

Markoff siguió sin decir nada, sólo se dio la vuelta y entró en la casa, dejándola allí.

«Ya te lo habían advertido», pensó ella.

–No creo que la bienvenida sea calurosa –le había dicho su jefe–. Recuerda que no ha tenido elección. Y que trabajas para mí, no para él.

–No te preocupes –le había contestado ella–. Todo irá bien, estoy segura.

Había conseguido el trabajo gracias a su abuela Rosie, y el señor Lefkowitz le pagaba muy bien.

Dado que Markoff había dejado la puerta abierta, Kelsey dio por hecho que debía seguirlo. Tuvo que apresurarse para alcanzarlo.

–Vive usted alejado de todo –comentó cuando llegó a su lado–. En Nueva York no se guía uno por los árboles. Tenía que girar a la derecha al ver un pino grande, pero creo que he girado tres veces al ver tres pinos diferentes.

–Es el que está en la bifurcación –le respondió él.

–Ahora ya lo sé. Y casi no se ve su buzón detrás de los matorrales. Aunque supongo que está hecho precisamente con ese propósito…

Kelsey cerró la boca. Había empezado a divagar y lo odiaba. Lo hacía cuando se ponía nerviosa. Ya lo había odiado de niña, cuando había deseado poder gritar a los trabajadores sociales que se callasen y fuesen directos al grano. Y ella estaba haciendo lo mismo. Estaba intentando romper el hielo con un hombre que era evidente que no quería tenerla allí.

No obstante, se negó a sentirse intimidada.

–El señor Lefkowitz me dijo que redactaría todos sus borradores a mano. Supongo que eso será lo que yo debo pasar a máquina –comentó, mirando su brazo–. Espero que el hecho de haberse roto el brazo no haya impedido que avance.

Él se giró al oír aquello y la miró fijamente.

–¿Le ha pedido Stuart que me lo pregunte?

–Yo…

Kelsey no supo qué responder.

–Dígale a Stuart Lefkowitz que tendrá su manuscrito cuando esté terminado. Bastante tengo yo con aguantar que me haya enviado a una maldita mecanógrafa, no necesito a una niñera también.

–No quería, es decir, no quiero…

Kelsey se arrepintió de no haber hecho más preguntas cuando le habían hecho la entrevista de trabajo. «Eso te pasa por dejarte motivar por el dinero», se dijo.

Cuando se había enterado de que iba a mecanografiar un manuscrito de Alex Markoff, ni más ni menos que Alex Markoff, le había parecido un trabajo muy original. Recordaba haber visto el libro Persiguiendo la luna en la mesa de sus profesores de instituto, y haber leído fragmentos del mismo en clase de literatura. Alex Markoff era el autor de la década. El escritor al que todo el mundo afirmaba leer.

Volvió a estudiar a su nuevo jefe. Tal vez tenía que haberle echado un vistazo al libro antes de ir. Así su aspecto no le habría pillado desprevenida. No tenía una belleza estereotípica, de perfil tal vez tuviese la nariz demasiado larga y el mentón demasiado cuadrado, pero los rasgos marcados le iban bien. Era difícil creer que se lo hubiese podido imaginar desfigurado, pero ¿cómo se lo iba a imaginar, si había pasado de ser un éxito de ventas a convertirse en un ermitaño?

Se repitió que tenía que haber hecho más preguntas durante la entrevista.

Miró a su alrededor para encontrar respuestas, pero Nuttingwood era una casa tan oscura y masculina como su dueño. Le recordó a una cabaña inglesa de una vieja película en blanco y negro, toda de piedra y hiedra. El salón era pequeño, con muebles antiguos y estaba decorado en tono verde botella.

Giraron una esquina y Kelsey se encontró de repente en un espacio más amplio en el que predominaban las ventanas y las puertas de cristal. Fuera había un gran jardín en el que los colores eran tan vívidos que hacían palidecer la madera oscura del interior de la casa y las montañas verdes de Berkshire. Había pájaros revoloteando entre las flores, muchos de especies que desconocía.

–Guau –dijo entre dientes. Era como estar en el Jardín Botánico de Nueva York.

Oyó pasos y salió de su ensoñación. Markoff había atravesado el espacio abierto y había ido hacia una puerta que había al otro lado. Kelsey lo siguió y entró en una habitación similar a la anterior, pero más pequeña y con menos ventanas. No obstante, era igual de espectacular gracias a las puertas de cristal que daban a una rosaleda. En ella había varias sillas de madera que invitaban a salir fuera, mientras que en el interior dos mecedoras tentaban a quedarse allí. Las mesas y las estanterías estaban llenas de revistas, libros y papeles. Había un par de páginas arrugadas en el suelo que, por algún extraño motivo, daban más una sensación de ser decorativas que de desorden.

–Bonito despacho –comentó, imaginándoselo trabajando junto a la ventana.

Markoff se limitó a señalar un escritorio muy grande que había en un rincón.

–Usted puede ponerse allí.

–¿No tiene ordenador?

–Puede utilizar el suyo y guardar los documentos en una memoria USB.

–De acuerdo –respondió ella, alegrándose de haber llevado su portátil y preguntándose qué más iba a necesitar–. ¿Llega Internet a esta zona de la montaña?

–¿Por qué? –le preguntó él, traspasándola de nuevo con la mirada, como si le hubiese pedido información secreta–. ¿Para qué necesita tener acceso a Internet?

–Para estar en contacto con Nueva York. El señor Lefkowitz querrá que lo mantenga informado.

Él hizo un ruido gutural con la garganta, una especie de gruñido, y Kelsey recordó el comentario que había hecho acerca de que no necesitaba una niñera.

–Si no tiene, seguro que encuentro algún lugar en el pueblo…

–Hay Internet.

–Estupendo.

Ya le pediría que le dejase conectarse cuando estuviese de mejor humor. Si llegaba a estarlo.

Kelsey vio un montón de papeles amarillos encima del escritorio.

–Supongo que esto es lo que tengo que mecanografiar.

–Copie exactamente lo que hay escrito –respondió él–. No cambie nada. Ni una sola palabra. Si no entiende algo, deje un hueco en blanco. Yo lo rellenaré con la palabra que corresponda.

Kelsey tomó un cuaderno que había encima del montón y vio una escritura masculina de color gris. Estupendo, escribía con lapicero. Y cambiaba mucho de opinión. Había flechas y rayas por todas partes. Al parecer, iba a tener que dejar muchos huecos en blanco.

–¿Algo más? –le preguntó.

Kelsey había aprendido a pedir a sus jefes que le diesen sus normas desde el principio.

–No me gustan los ruidos –le contestó él–. Ni música, ni voces. Si tiene que llamar a su novio o a quien sea…

–No voy a llamar a nadie –respondió ella al instante, al parecer, pillándolo por sorpresa porque lo vio parpadear–. No tengo novio ni familia.

No supo por qué le había dado tanta información.

El rostro de Markoff se ensombreció de repente. Kelsey se metió un mechón de pelo detrás de la oreja, desconcertada, y bajó la vista al suelo.

–Bueno, si tiene que hacer alguna llamada, por favor, salga fuera –continuó él–. O, todavía mejor, espere a que se haya terminado su jornada. Por cierto, ¿a qué horas prefiere trabajar, para que yo no la moleste?

–Me da igual.

–Bueno, si no le importa, a mí me gusta empezar temprano por las mañanas.

–Bien.

Volvió a reinar el silencio y Kelsey se sintió incómoda.

–Bueno, ya hemos concretado todo lo referente al trabajo –comentó–, sólo me queda por saber dónde voy a dormir. El señor Lefkowitz me dijo que a usted no le importaba que me quedase aquí.

–Los dormitorios están en el piso de arriba –le respondió él.

–¿Me corresponde alguno en particular?

–Me da igual.

–Siempre y cuando no le robe el suyo, ¿no?

Su intento de poner una nota de humor fracasó y Markoff se puso todavía más serio.

–Le agradezco que me dé alojamiento, porque esta zona es muy turística y escasean las habitaciones de alquiler. El señor Lefkowitz hizo que llamasen a todos los hoteles.

–Estoy seguro de que es cierto.

Kelsey se preguntó si había oído escepticismo en su voz. ¿Acaso pensaba que había decidido ella quedarse allí con él, en el medio de la nada? Respiró hondo y se echó el pelo hacia atrás.

–Mire, señor Markoff, sé que esto no fue idea suya –intentó decir en tono tranquilo–. Y yo soy la primera en admitir que no es lo ideal…

–Ni es necesario.

–En cualquier caso, voy a pasar aquí todo el verano. Le prometo que intentaré mantenerme lo más alejada de usted que pueda.

–Bien.

A Kelsey le dolió aquella respuesta.

–Tal vez sea buena idea establecer una serie de normas desde el principio. Por ejemplo, con respecto a las comidas…

–La cocina está en la parte de atrás. Puede cocinar lo que quiera.

La respuesta no la sorprendió.

–¿Y los baños?

–El principal está en el piso de arriba, enfrente de las habitaciones de invitados. Allí encontrará toallas y una bañera. El agua caliente es limitada.

–Lo que significa que tendré que intentar ducharme la primera.

Aquello no pareció divertirlo y su reacción volvió a doler a Kelsey. «Es sólo un verano», se dijo a sí misma. Sólo tenía que mantener las distancias.

–No se preocupe –rectificó–. No soy de las que se quedan una hora debajo del chorro de agua.

Él asintió, así que la respuesta debió de parecerle bien.

Ella se dijo que Markoff estaba deseando zanjar aquellos temas, así que añadió:

–Tengo el ordenador portátil en el coche. Iré a buscarlo y empezaré a trabajar. Después imprimiré lo que haya escrito y se lo dejaré para que lo revise.

Mientras hablaban, Kelsey fue hacia la puerta, por desgracia, Markoff se movió al mismo tiempo en dirección al escritorio y ambos invadieron el espacio vital del otro. Kelsey aspiró su olor a clavo y madera, y deseó cerrar los ojos y respirar hondo. En su lugar lo miró a los ojos, que parecían más atormentados que nunca.

Se sintió atraída por él.

–Lo siento, no me había dado cuenta… –dijo.

Pasó por su lado, hacia la puerta.

–Voy a por mi ordenador –añadió.

Alex no respondió. Tanto mejor, porque Kelsey no consiguió tranquilizarse hasta después de llegar al coche y respirar hondo varias veces.

–Tómatelo con clama –se dijo a sí misma en un murmullo–. Vas a estar aquí todo el verano.

Estaba volviendo al despacho cuando oyó a Markoff hablar.

–Por Dios santo, ¿no puedes esperar un par de meses? Tres como mucho. ¿No puedes esperar noventa días más?

¿Quién no podía esperar? La voz de Markoff era muy aguda.

–Y también me he roto el brazo a propósito –continuó–. ¿Para qué me has enviado a una niñera? ¿Para asegurarte de que no vuelvo a caerme?

La niñera. Se refería a ella. Lo que quería decir que estaba hablando con Stuart Lefkowitz. ¿Estaría intentando deshacerse de ella?

Kelsey anduvo hasta la puerta y miró por la rendija. Markoff le daba la espalda, parecía tenso. Se giró, en su rostro también había tensión.

–¿No se te ha ocurrido pensar que no voy a poder escribir si tengo a alguien echándome el aliento en la nuca veinticuatro horas al día?

Alex apretó la mandíbula y escuchó. De repente, puso gesto de incredulidad.

–Claro que sé lo que es incumplir un contrato. No pensarás…

Se hizo un silencio. Alex respiró hondo, se estaba enfadando.

–Bien. Tendrás tu maldito libro.

Kelsey se sobresaltó al oír como tiraba el teléfono contra el escritorio.

Alex gruñó frustrado y Kelsey oyó pisadas. Le dio miedo que la descubriese, así que retrocedió e intentó buscar una excusa, por si la acusaba de haber estado espiándolo. Un segundo después oyó un portazo y supo que estaba segura. Markoff había salido al jardín.

Ella dejó escapar por fin el suspiro que había estado conteniendo desde su llegada.

Aquél iba a ser un verano muy largo.

 

 

 

Esa noche, Kelsey deshizo la maleta y se instaló en la habitación en la que iba a vivir durante los tres siguientes meses. Dado que Alex no le había dicho cuál era su dormitorio, había escogido uno que le había parecido una habitación de invitados. Los muebles eran de madera oscura y la decoración en verde oscuro y marrón. Sólo faltaba una cabeza de ciervo colgada de la pared.

El armario olía a cedro, lo que le daba un toque todavía más rústico a la habitación. Mientras guardaba su ropa, intentó recordar la de veces que había hecho aquello. Se había convertido en una rutina. Solía tardar poco más de quince minutos. Había aprendido a viajar con pocas cosas y a no instalarse demasiado, así que todas sus posesiones cabían en dos maletas grandes. Ese verano llevaba más equipaje que nunca, ya que los dos años anteriores habían sido el periodo más largo que había pasado en un mismo lugar.

Terminó con el armario y fue a por la cartera para terminar con el ritual. Sus dedos encontraron inmediatamente su posesión más preciada. La taza de cerámica estaba fría a pesar de haber estado allí guardada todo el día. Era difícil de creer que hubiese tenido flores dibujadas. Ya sólo eran pequeñas manchas de pintura. Y el asa tenía una fisura en la parte alta, de tanto lavarla. Kelsey sonrió mientras la miraba. Podía imaginársela con las flores brillando, en una encimera, mientras una mano de mujer le echaba café. De hecho, si se esforzaba mucho, podía ver a su madre llevándose la taza a los labios, aunque con el paso del tiempo cada vez le fuese más difícil recordarla.

De repente, se sintió muy pequeña y sola, como si el hecho de haber recordado la hubiese transportado en el tiempo. Por un momento, dejó de ser una mujer adulta que controlaba su destino y volvió a ser una niña. La vida con su madre no había sido fabulosa, pero al menos se había sentido querida. O así era como había decidido recordar aquellos años.

Se apoyó en el cabecero de la cama, con las rodillas juntas y la taza abrazada al pecho. Aquello también formaba parte del ritual. Pronto superaría la sensación de soledad. Siempre lo hacía. En cuanto se familiarizase con su nueva casa. Aunque esa vez fue una sensación más fuerte de lo normal. No era de sorprender, después de cómo la había recibido Alex.

Se dio cinco minutos más de autocompasión y luego contuvo las emociones y se acercó a la ventana. Su habitación daba a una parte menos exuberante del jardín, más cercana a los árboles, lo que hacía que aumentase la sensación de aislamiento.

–La vida en el campo –murmuró, abriendo la ventana.

Sólo se oía el ruido de las hojas de los árboles con el viento y el gorjeo de algún pájaro. ¿Cómo iba a dormirse sin el ruido del tráfico? ¿Sin las luces de la calle? ¿No le gustaban las luces exteriores a Markoff?

Por supuesto que no, eso habría arruinado su oscuridad.

Una rama crujió a su derecha y Kelsey se inclinó sobre el alféizar, esperando casi ver aparecer a un animal salvaje de entre los árboles, pero lo que vio la sorprendió todavía más. Era la silueta de un hombre.

Markoff.

Estaba recorriendo el perímetro de su propiedad, justo por dentro de la línea que dibujaban los árboles. Iba con la cabeza agachada, escogiendo su camino con cuidado, como si fuese contando los pasos que daba. Kelsey lo vio acercarse y contuvo la respiración. Parecía muy solo. No se parecía en nada al hombre hostil que la había recibido esa tarde. Era más bien como un espectro. Ésa era la única palabra con la que se le ocurrió describirlo. Era como si estuviese, pero no estuviese allí al mismo tiempo.

Se acercó más y Kelsey se echó hacia atrás para que no la viese. Acababa de esconderse entre las sombras cuando lo vio detenerse y mirar hacia su ventana. Kelsey contuvo un grito ahogado. Markoff tenía los ojos brillantes, como si fuesen de plata. Era evidente que estaba emocionado. Y a ella se le hizo un nudo en el estómago al verlo así. Se sintió como si la estuviese mirando directamente. O como si estuviese mirando en su interior. Una tontería, dado que ni siquiera podía verla.

Markoff echó a andar de nuevo, dejando la atmósfera cargada con su presencia. Unos segundos después, Kelsey oyó pasos en las escaleras de casa y cerrarse una puerta.

Su habitación estaba al lado de la de ella. No se había dado cuenta. A través de la pared, Kelsey oyó crujir una silla y lo que le pareció un largo suspiro, y después otro y otro, cada uno más frustrado que el anterior. De repente, oyó moverse algo de cristal, y papel. La puerta se abrió y Markoff salió de la habitación, enfadado, a juzgar por su manera de andar. Kelsey supo que la puerta de la casa iba a dar un portazo antes de oírlo.

Tal vez se hubiese equivocado con respecto a la tranquilidad nocturna, pero tenía razón acerca de que iba a ser un verano muy largo. Quizás hubiese debido quedarse en Nueva York, aunque hubiese tenido que conseguir tres trabajos para ganar lo mismo que con aquél.

Y todo para pagar la deuda de la abuela Rosie.

Suspiró y se dejó caer de nuevo en la cama.

–Muchas gracias, abuela –murmuró.

Al parecer, Markoff no era el único que no tenía elección.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

–SÓLO puedo decirte que doy las gracias a Dios por el café. En especial –dijo Kelsey, dando un trago a su taza–, el café italiano recién molido. Te juro que es lo único que me mantiene en pie hoy.

Su compañero, un gato atigrado color naranja, no respondió. Kelsey lo había encontrado dormitando en la terraza cuando había bajado al amanecer, y el animal le había hecho compañía desde entonces. Debía de ser un gato callejero, porque Alex no parecía ser de los que tenían mascotas.

Aunque la mirada que había visto la noche anterior sin duda ocultaba algo…

Se dijo que era mejor olvidarlo, Markoff no merecía su compasión. Sobre todo, después de no haberla dejado dormir la noche anterior, con tanto suspiro y tanto ir y venir.

–Pensé que se escribía sentado, no paseando toda la noche.

Dio otro sorbo a su taza y esperó a que la cafeí-na hiciese efecto. Iba a tener que estar muy alerta, si tenía que pasarse todo el día descifrando la letra de Markoff.

–Te diré una cosa, gatito, me da igual que sea un brillante escritor, ese tipo necesita mejorar sus habilidades sociales. Me trata como si tuviese la peste. ¿Qué apuestas a que le molesta que me haya servido un café esta mañana?

El gato respondió llevándose una pata a los ojos.

–Exacto –continuó ella–. Aunque a mí me parece que es normal, me lo ha dejado recién hecho.

Sólo el olor le había sentado bien después de toda la noche sin dormir.

–Es justo, ¿no? –añadió.

–¿Con quién está hablando?

Kelsey se dio un susto de muerte al ver a Markoff muy serio en el borde de la terraza.

¿Y cómo podía estar tan intimidantemente perfecto a esas horas de la mañana? Llevaba puesta una camiseta azul marino, del mismo color que el cabestrillo, y unos vaqueros que se ajustaban a sus caderas. Tenía la piel brillante de sudor y el pelo húmedo, y Kelsey no pudo evitar preguntarse cómo estaría recién salido de la ducha.

–Buenos días –le dijo cuando consiguió recuperar la respiración.

La mirada de Markoff era indescifrable.

–No ha respondido a mi pregunta. ¿Con quién está hablando?

–Sólo con… –señaló hacia el lugar en el que había estado el gato, que en esos momentos estaba vacío–. Conmigo misma.

–¿Y lo hace siempre?

–Sólo cuando no tengo a nadie con quien hablar. ¿No dicen que la mejor compañía es estar solo?

–Eso he pensado siempre yo.

Kelsey se metió un mechón de pelo detrás de la oreja.

–Veo que no soy la única que se levanta temprano. Por cierto, me he servido una taza de café.

–Ya lo he oído.

¿Qué más habría oído? Kelsey levantó la taza para disimular su rubor y le preguntó:

–¿Hace mucho tiempo que está despierto? Pensé que se levantaría más tarde, después de una noche tan larga.

–¿Por qué piensa que he tenido una noche muy larga?

–Porque le he oído –le explicó ella–. Era difícil no hacerlo. La casa es vieja, las paredes finas. Suspira muy fuerte.

–Ah.

–Supongo que anoche no estaba inspirado.

–¿Por qué quiere que se lo cuente?

–No lo sé, ¿por hablar de algo? –sugirió ella encogiéndose de hombros–. ¿Tengo que tener un motivo?

–Siempre hay un motivo.

–Bueno, en mi caso, sólo quería ser simpática. Al fin y al cabo, vamos a pasar todo el verano trabajando juntos, así que tendremos que comportarnos al menos como dos seres civilizados, ¿no?

Él la miró fijamente y Kelsey volvió a ver emoción en sus ojos. Y volvió a sorprenderle que hubiese algo tan triste y doloroso en ellos. Tal vez anhelo.

O soledad.

¿Cuál sería su historia? Kelsey se repitió que tenía que haber averiguado más cosas acerca de él antes de aceptar el trabajo.

En ese momento oyó un ruido de gravilla al otro lado de la casa y vio cómo cambiaba la expresión de Alex, que puso los hombros rectos y juró entre dientes.

–¿Qué? –preguntó ella.

Pero, como era de esperar, Markoff no respondió. Se dio la vuelta y se marchó. Kelsey dio la vuelta a la esquina y vio a un hombre corpulento bajando de una camioneta verde en la que ponía: Leafy Bean, Farley Grangerfield Prop. El hombre miró a Alex y luego a ella con interés, pero no dijo nada. A Kelsey no le sorprendió, teniendo en cuenta la expresión del rostro de Alex.

Ambos hombres fueron hacia la parte trasera de la camioneta y sacaron dos bolsas de lona cargadas de comida cada uno. Alex llevó las suyas con su brazo bueno, la miró y le dijo:

–Esas otras dos no van a ir solas.

Kelsey se acercó a la camioneta y vio que, afortunadamente, le habían dejado las que parecían pesar menos. Las llevó a la cocina, donde los dos hombres estaban dejando las cosas encima de la mesa, en silencio. La puerta se cerró tras de ella y ambos la miraron.

–¿Dónde las dejo? –preguntó.

–En la encimera –respondió Alex–. No hace falta que las vacíe –añadió, al ver que se disponía a ello.

–No me importa hacerlo –le respondió Kelsey.

¿Qué iba a hacer si no? ¿Quedarse mirándolos?

–Pero tendrá que decirme dónde va cada cosa. Al menos, la primera vez. Tengo muy buena memoria. Además, así veré dónde hay espacio para la comida que compre yo.

Kelsey se maldijo, estaba volviendo a balbucir. Se estaba empezando a convertir en una mala costumbre, pero había tanto silencio. Tenía que decir algo si quería oír otra cosa que no fuesen sus propios pensamientos. Aunque, por el modo en que Alex la había mirado, no parecía estar de acuerdo.

–Un pedido más grande le costará más –comentó el tendero.

–Kelsey comprará su propia comida.

–Eso es –dijo ella. Al fin y al cabo, iban a hacer las comidas por separado. ¿Por qué pensar en algo tan sencillo como compartir el pedido?–. Soy Kelsey Albertelli, por cierto. La nueva asistente del señor Markoff. Voy a ayudarlo mientras tenga el brazo roto. ¿Usted es Farley?

El hombre no respondió, así que Kelsey pensó que había acertado.

–Hay que hacer los pedidos con tres días de antelación –le contestó él–. Si quiere antes la comida, tendrá que ir a buscarla. Ah, y cuando no tengo una marca, la sustituyo por otra. Sin que haya quejas.

Ella se preguntó si todo el mundo en Berkshire County sería tan brusco. Al menos, el silencio de Farley era diferente. Era un gruñón, pero no parecía enfadado y a la defensiva, como su nuevo jefe.

–Tengo formularios en la camioneta –añadió cuando hubo terminado de colocar el contenido de sus bolsas–. Si quiere alguno, sígame.

Kelsey fue con él hacia la camioneta, segura de que Alex la seguía con la mirada.

–Normalmente se hacen las entregas cada diez días –le estaba diciendo Farley–. Las cuatro primeras bolsas son gratis, después tiene que pagarlas.

–Lo tendré en cuenta –respondió ella, aceptando los formularios tricolores que le había dado–. ¿Hace mucho tiempo que viene por Nuttingwood? –le preguntó después.

–El suficiente.

–¿Y eso cuánto tiempo es?

–Tres, cuatro, cinco años. No lo sé.

A Kelsey ni siquiera le sorprendió la respuesta, pero había tenido que intentarlo.

–Gracias por los formularios. Y hasta pronto.

Farley murmuró algo así como que no tenía nada mejor que hacer que pasarse el día en la carretera y luego cerró la puerta de la camioneta de un golpe. Kelsey contuvo una sonrisa.

Esperó a que la camioneta hubiese desaparecido por la curva y volvió a la casa. Allí descubrió que Alex seguía donde lo había dejado. Apoyado contra el fregadero, con la mirada pegada a la ventana.

–Un tipo interesante –comentó ella, cerrando la puerta–. ¿De verdad es así de cascarrabias?

–No lo sé.

–¿Ha ido alguna vez a su tienda? El… ¿Leafy Bean?

–Una o dos.

–¿Y es tan original como él?

–La repostería es decente.

Viniendo de él, era toda una recomendación. Kelsey se acercó a la mesa de la cocina, donde quedaban algunos productos, la mayoría frescos. Tal vez se lo estuviese imaginando, pero a Alex no parecía haberle gustado que se encontrase con Farley. ¿No esperaría que evitase también el contacto con otras personas, como él?

Kelsey sintió un escalofrío sólo de pensarlo.

Alex había dejado de mirar por la ventana para observarla a ella, que se volvió a estremecer y decidió preguntárselo directamente.

–No le gusta que sepa que estoy aquí, ¿verdad?

–No me gusta que nadie sepa a lo que me dedico.

–No creo que a nadie en el pueblo le interese que tenga una secretaria nueva. Eso, si se enteran. Porque Farley no parece muy hablador, mucho menos un cotilla.

–Todo el mundo acaba hablando, señorita Albertelli. No quiero darles pistas –le respondió él apartándose del fregadero–. Ni usted tampoco debe hacerlo.

Entonces Kelsey todavía no lo sabía, pero aquellas palabras de Alex serían las últimas que oyese salir por su boca en un par de días. Desapareció poco después, dejándola sola en Nuttingwood.

–Te veo más a ti que a él –le dijo Kelsey al gato, que aparecía todas las mañanas por la terraza–. Es como un fantasma, sólo sale por las noches.

Sabía que salía porque lo oía andar de un lado a otro.

–Tal vez durmiese mejor si fuese capaz de escribir algo optimista.

Por el momento, las páginas que había descifrado eran todavía más sombrías que su autor. Y más amargas. Geniales, pero amargas. Y no se parecían en nada a la historia de Persiguiendo la luna.

–Parecen escritas por dos personas distintas –le comentó al gato.

Tal vez fuese así.

Según iban pasando las horas, Kelsey se iba enfadando todavía más consigo misma por no haberse informado más acerca del trabajo. En vez de hacer preguntas, se había dejado impresionar por el sueldo. El dinero era una prioridad, por supuesto, pero podía haber pedido más información acerca de su jefe. Le habría gustado saber cuál era su historia. Por qué parecía estar tan enfadado con el mundo.

–Lo sé, lo sé, no es asunto mío –continuó–, pero si conociese el motivo, tal vez supiese si íbamos a estar así todo el verano.

Tal vez no fuese demasiado tarde para averiguarlo. Para eso estaba Internet. Sin pensárselo dos veces, se levantó. El tendero le había dicho que llevaba yendo a llevarle pedidos a Alex desde hacía entre tres y cinco años, y Persiguiendo la luna había salido seis años antes.

Seguro que en esos seis años se había publicado algo acerca de Alex Markoff.

Unos minutos después tenía la respuesta: La actriz y el escritor: ¡Enamorados!, decía un titular.

¿Alex Markoff enamorado de una estrella cinematográfica? A Kelsey le parecía imposible, pero había pruebas. Una fotografía de Alex con una rubia muy conocida compartiendo una taza de café. Kelsey se sintió molesta mientras leía el artículo. Al parecer, la actriz, Alyssa Davenport, había conocido a Alex cuando había ido a que le firmase un libro. Después habían tenido un idilio arrollador, se habían casado y habían decidido instalarse en Los Ángeles, donde iban a hacer una película de una de las historias cortas de Alex. La fama de éste y la belleza de la artista los habían convertido en una pareja muy buscada por los fotógrafos, así que Kelsey encontró muchas fotografías suyas. En fiestas benéficas, en estrenos, en el yate de un productor. En todas ellas, Alyssa salía sonriente, agarrada al brazo de su marido, éste serio, con expresión sombría. Ni siquiera entonces sonreía.

Kelsey hizo otro clic con el ratón y la historia cambió.

¿Qué ha salido mal?, se preguntaba el siguiente titular, situado encima de una fotografía del rostro de Alyssa. Otras historias prometían revelar Los secretos más oscuros de Markoff.

«Todo el mundo acaba hablando», le había dicho él. Y era cierto. Sus amigos, conocidos e incluso empleados habían dado detalles de la boda, de la ruptura y de la vida íntima de la pareja.

–¿Todo el mundo que lo conocía habló del tema? –se preguntó Kelsey en voz baja.

–Eso es, sí.

A Kelsey se le hizo un nudo en el estómago. Levantó la vista despacio de la pantalla y se encontró con el ceño fruncido de Alex.

–¿Qué demonios está haciendo?

Ella intentó responder, pero no fue capaz de articular palabra. En su lugar, abrió y cerró la boca como un pez.

Mientras tanto, Alex giró el ordenador y miró la pantalla. Era evidente que se estaba enfadando mucho.

–Se lo preguntaré otra vez. ¿Qué demonios está haciendo?

–Yo… yo… –balbució ella, mientras se metía un mechón de pelo detrás de la oreja–. Lo siento. Pensé que, tal vez, si sabía algo más acerca de usted…

–¿Qué, señorita Albertelli?

Kelsey tuvo que apartar la mirada antes de contestar.

–Podría entenderlo mejor –terminó, a pesar de saber que no era una respuesta adecuada.

A Alex tampoco debió de parecérselo, porque apretó la mandíbula y miró la pantalla, después a ella otra vez.

–¿Quiere entenderme mejor? –inquirió–. Entonces, entienda esto. Mi vida privada es eso, privada. No tiene derecho a indagar acerca de mi pasado, sean cuales sean sus motivos.

«No lo habría hecho si no fuese tan misterioso», pensó ella. No obstante, supo que Alex tenía razón. Bajó la vista a sus manos, sintiéndose como una niña que hubiese desobedecido a su madre. Era una sensación que detestaba.

–No volverá a ocurrir.

–Claro que no, porque va a marcharse. Hoy mismo.

¿La estaba despidiendo?

«Tonta, tonta, tonta». ¿Por qué se había metido donde no la llamaban? ¿Por qué había metido la nariz en el pasado de Markoff? Si la despedía, se quedaría en la calle, sin referencias. Y tal vez tardase mucho en encontrar otro trabajo.

–¡Espere, señor Markoff!

Alex ya se había dado la vuelta y se había alejado. Kelsey corrió tras de él y lo agarró del hombro.

–Tiene que pensárselo mejor.

Él se dio la vuelta y la fulminó con la mirada.

–No necesito pensármelo mejor. Yo no he violado la privacidad de nadie.

–Por favor, necesito el trabajo –le suplicó, aunque odiase hacerlo.

–Tenía que haberlo pensado antes de meterse en Google.

–Pero…

–Hoy mismo, señorita Albertelli. Vaya a hacer las maletas.

Kelsey volvió a llamarse tonta y se preguntó qué iba a hacer. Tal vez pudiese pedirle a Stuart Lefkowitz que interviniese…

No le gustaba la idea, pero estaba desesperada y tenía que pagar la deuda de la abuela Rosie, así que no tenía elección. Alex había llegado casi a la puerta del jardín. Si salía, tal vez tardase mucho en volver.

–¿Y el señor Lefkowitz? No se va a poner nada contento si vuelve a retrasar la entrega.

Él se detuvo al oír aquello.

–Me da igual si Stuart está contento o no –respondió con cierta duda en su voz.

–Ya, pero…

–¿Pero qué?

Kelsey se dijo que aquélla era su oportunidad. Cruzó muy despacio la habitación sin separar sus ojos de los de él.

–Que usted y yo sabemos que no quiere más retrasos.

Durante unos segundos, sólo se oyó en la casa el tictac del reloj del pasillo. Kelsey esperó, conteniendo la respiración.

Por fin, Alex dejó escapar una especie de gemido y Kelsey supo que se había dado por vencido.

–¿Por qué no me dejará todo el mundo en paz? –murmuró, pasándose la mano por el pelo–. ¿Acaso es tanto pedir?

Kelsey lo vio alejarse y supo que había ganado la partida. No la iba a despedir. Al menos, en esa ocasión. Esperó a oír cómo se cerraba con un golpe la puerta delantera de la casa y se dejó caer en el sillón, aliviada. Aliviada, pero sintiéndose también culpable. Juró entre dientes y golpeó un cojín.

Menos mal que sólo había intentado encontrar la cara amable de Alex Markoff.