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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Elizabeth Bass

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Llena de sueños, n.º 1007 - agosto 2019

Título original: The Cash-Strapped Cutie

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-424-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! ¡Ay… Dios… mío!

Mientras Natalie Winthrop miraba la monstruosidad arquitectónica que había frente a ella, las palabras salían de su boca sin que se diera cuenta. El desesperado mantra no servía su propósito porque nada podía ayudarla, pero recitar esas palabras parecía lo único que podía hacer para no hundirse en la desesperación.

¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había terminado así?

Dos días antes, estaba en la cima del mundo. Era la ganadora de un sorteo cuyo premio consistía en una mansión en las montañas, una casa preciosa que ella iba a transformar en un maravilloso hotel rural. Ganar aquella casa había abierto inmensas posibilidades para ella. Natalie había cambiado su Lexus por un Volkswagen y, después de vender las piezas más caras de su vestuario y alquilar su dúplex por seis meses, había metido todas sus posesiones y sus animales en el coche, decidida a abandonar su antigua vida para siempre.

Y lo peor de todo era que también había abandonado a su prometido prácticamente en el altar porque creía haber encontrado algo mejor que el matrimonio.

Pero ese «algo» era una mansión en ruinas.

Aquello no tenía nada que ver con el dibujo de la preciosa casa sureña que había llamado su atención en una revista. En lugar de una mansión colonial, lo que había frente a ella era un edificio en ruinas que parecía dispuesto a salir volando si alguien estornudaba. Las persianas, en las ventanas que seguían conservándolas, colgaban de un clavo o se movían con el aire, mal colocadas sobre sus goznes. El suelo del porche estaba destrozado, los cristales de las ventanas rotos y al tejado le faltaban la mitad de las tejas.

Natalie había abandonado su vida, todo lo que tenía, sus amigos y a su prometido… ¿por qué?

¡Por una ruina!

Desesperada, se dejó caer sobre el capó del coche, enterró la cara en el cuello de su perro, Mopsy, y dejó escapar un gemido que debieron escuchar en Houston. Aunque no sabía si llorar la haría sentirse mejor. Su madre, Helena Foster Winthrop de los Foster de River Oaks, la había advertido de que las lágrimas de una mujer solo debían ser un medio para conseguir un fin. Pero, para Natalie, aquel era el fin.

¡El fin de sus esperanzas!

¡El fin de su dinero!

¡El fin de todo!

Le hubiera gustado tirarse de cabeza desde la cima de la montaña, donde estaba situada la casa. O, mejor aún, rociarla con gasolina, prenderla y lanzarse a la pira.

Aquel podría ser un buen funeral para ella porque su vida estaba acabada.

En aquel momento, se dio cuenta de que había estado arrastrándose hasta aquel triste final durante un año. Porque había sido un año atrás cuando Malcolm Braswell, el administrador de sus difuntos padres, había desaparecido con todo su dinero.

En realidad, no se lo había llevado todo. Aquel canalla no había podido quedarse con la mansión de River Oaks, con todas sus antigüedades, armarios llenos de pieles, pinturas, esculturas, tapices y otros objetos de arte. Cuando Natalie se había puesto a echar cuentas había descubierto que, a pesar del robo, seguía siendo una joven relativamente acomodada.

Pero eso había sido un año antes.

Después de todo, ella era una Winthrop y no estaba acostumbrada a vivir como una mendiga… ni siquiera como una persona de clase media. Tenía que mantener apariencias, obligaciones benéficas y gustos considerablemente caros. Pero, ¿qué podía hacer? Si contaba que estaba arruinada habría sido el hazmerreír de todo el mundo. Habría perdido sus amigos que, al primer anuncio de problemas económicos, desaparecerían. Nadie la invitaría a ninguna parte. Su vida social se habría hundido para siempre.

De modo que, durante un año, había vivido de las rentas mientras esperaba que un detective privado encontrase a Malcolm Braswell. Pero además de costarle una fortuna, el detective no había conseguido resultado alguno. Mientras tanto, Natalie vendía discretamente las obras de arte de su familia y conseguía mantener las apariencias mientras rezaba para que, cuando la casa estuviera vacía, el detective hubiera encontrado al canalla del administrador o para encontrar alguna mina de oro.

Pero el dinero parecía desaparecer más rápido que nunca. Era increíble que un cuadro de Winslow Homer apenas pagara sus facturas durante un mes. El armario de las pieles sirvió para financiar unas navidades tan poco radiantes que Natalie casi se sentía como un personaje de Dickens. Pero sus amigos no eran tontos y podían oler problemas económicos a un kilómetro de distancia. Si quería hacerlos creer que seguía teniendo diez millones de dólares a su disposición, debía seguir acudiendo a fiestas, comprar ropa de diseño y participar en los viajecitos de costumbre a esquiar o a la playa.

Y se había quedado sin blanca. Completamente. Como las alocadas chicas de Cómo casarse con un millonario, solo que en su caso no parecía haber ninguno esperándola.

En verano se había visto forzada a vender la casa de River Oaks. Compró un dúplex en una zona ligeramente menos elegante y le contó a todo el mundo que simplemente no podía vivir con los recuerdos de su familia. Tuvo que rebajarse a hacer un presupuesto para los gastos de comida, bañar a sus perros ella misma en lugar de enviarlos a la peluquería canina y dejar de comprar ropa de diseño. Y, entonces, cuando creía haber tocado fondo, cuando creía que tendría que mudarse a alguna ciudad en la que no la conociera nadie y rebajarse a buscar un trabajo, había ocurrido un milagro.

Más específicamente, Jared Huddleton había aparecido en su vida y le había pedido que se casara con él.

¡Por fin, el milagro!

Jared se había mudado a Houston aquel mismo año y Natalie había aceptado casarse con él porque era rico y atractivo y porque, como apenas se conocían, no se daría cuenta de que había huecos en las paredes donde solían colgar obras de arte, ni de que su ropa de verano era la misma que la del verano anterior. Natalie no podía ser más feliz.

Durante unos meses.

Porque cuando se acercaba la fecha de la boda empezó a cuestionarse si aquello estaba bien. La horrible verdad era que, aunque se sentía abrumadoramente agradecida a Jared, que iba a rescatarla de un futuro como compradora de rebajas, ella no lo amaba. En su situación, aquello debía ser un obstáculo risible. Después de todo, ella era una Winthrop, descendiente de una larga y orgullosa línea de mujeres que se habían casado por conveniencia. Su propia madre se habría reído de sus escrúpulos. «No seas bobita, hija», le habría dicho.

Pero su madre no estaba allí para ayudarla. Natalie estaba sola y, de repente, empezó a tener dudas. El matrimonio era algo permanente y ella seguía confiando en que su detective encontrase a Malcolm Braswell algún día.

Con todos aquellos problemas, casi había olvidado su participación en el sorteo de una casa colonial en Heartbreak Ridge, al este de Texas. El dibujo de la mansión que aparecía en la revista la había hecho imaginarse a sí misma ganando dinero con el único talento que poseía: vivir con elegancia. Abriría un hotel de lujo que sus ricos amigos pagarían por visitar.

Natalie había enviado los cien dólares para el sorteo y después se había olvidado del asunto. Pero el día que se estaba haciendo la última prueba del traje de novia recibió la gran noticia: ¡Había ganado!

Aquella casa, había pensado, iba a ser la llave de su felicidad.

Pero la llave de la felicidad se había convertido en la llave del desastre. Aunque la casa que estaba mirando ni siquiera necesitaba llave. Además de las ventanas rotas, había un agujero del tamaño de un cráter en el tejado.

¿Cómo podía haber sido tan tonta?

Estaba limpiándose las lágrimas cuando, de repente, Mopsy empezó a aullar. Bootsy y Fritz saltaron de la parte trasera y empezaron a ladrar como posesos. Su gato persa, Winston, bufaba desde su jaula y Armand, la cacatúa, se puso a cantar «El coro de las walkirias», su aria favorita.

¿Qué estaba pasando? El corazón de Natalie latía acelerado. En ese momento, un hombre montado a caballo apareció en el camino y los perros se lanzaron corriendo hacia él.

Natalie lanzó un grito. No tenía miedo de los caballos; era el hombre quien la asustaba. Con una larga melena rubia flotando alrededor de su cara, barba de varias semanas y ropa de color indefinido, era el ser más salvaje que había visto nunca. Tenía el perfil de un dios griego, un cuerpo que, aun cubierto por un poncho estilo Clint Eastwood, era más perfecto que el de su entrenador personal y unos ojos azules que brillaban como el fuego. Era mitad Adonis, mitad gladiador.

Natalie se dio cuenta de que se había puesto la mano en la boca y se obligó a sí misma a adoptar una postura más natural. Lo que había excitado a los perros era un conejo muerto que el hombre llevaba colgando de la silla y que le produjo una náusea.

Pero sus perros no podían estar más emocionados. Además de las chuletas que solía preparar para ellos en su cumpleaños, nunca habían estado más cerca de un trozo de carne cruda.

El hombre tiró de las riendas y el caballo frenó en seco a unos centímetros de Natalie.

–¿Qué está haciendo aquí? –gritó el hombre para hacerse oír por encima de los ladridos de los perros y la rendición de Plácido Domingo de Armand. Por no mencionar a Fritz, el chihuahua, que daba saltos, intentando llegar al conejo.

–¡Fritz! –lo llamó Natalie, irritada–. ¡Yo podría hacerle la misma pregunta!

–Vivo aquí, señorita.

Los ojos de Natalie se llenaron de lágrimas.

–Ah, estupendo –murmuró. No solo la habían engañado con la casa, sino que además aquella ruina estaba habitada–. Pues mire, por mí puede seguir viviendo aquí. Pero no me denuncie cuando la casa se le caiga encima.

Él frunció el ceño, mirando de mal humor al chihuahua.

–¿Es usted la tonta a la que Jim Loftus ha engañado para quitarse esa ruina de las manos?

–Sí, yo soy la tonta –contestó Natalie, con todo el orgullo que pudo reunir–. Y, como tal, le exijo que saque sus cosas de mi propiedad.

El hombre lanzó una risotada.

–¡Ah, ya entiendo! Ha creído que vivo aquí. Lo que quería decir es que vivo en la cabaña de arriba… ¿la ve? –preguntó el hombre, señalando una casita en la cumbre de la montaña. Era una sencilla casa rústica, pero en la situación de Natalie, le parecía un castillo de cuento–. Estoy tan acostumbrado a que nadie venga por aquí que cuando vi el coche pensé que se habría perdido.

–Pues tenía razón –murmuró ella.

Los ojos azules del hombre brillaron de forma amistosa, pero solo durante un segundo.

–¿Qué es ese ruido? –preguntó, señalando el coche.

–Ah, es Armand.

–¿Quién?

–Mi cacatúa –explicó ella–. Una vez que empieza con la ópera, no hay quien lo pare.

–Genial. Perros y pájaros.

–Y un gato. Winston está en el asiento trasero.

El hombre la miró de arriba abajo durante unos segundos, pero su mirada no era en absoluto halagadora. Natalie se fijó en que los vaqueros se pegaban a sus piernas como una segunda piel y sus botas tenían una capa de barro de más de un centímetro.

–¿De dónde es usted?

–De Houston –contestó ella, desolada al recordar la ciudad que había dejado atrás.

–Eso lo explica todo.

–¿Qué es lo que explica?

–¡Una chica de ciudad! –el hombre prácticamente escupió esas palabras.

–¿Y usted qué sabe de Houston? Seguro que ni siquiera ha estado allí.

–Aquí no hay sitio para gente como usted.

–Pues yo creo que tengo tanto derecho como cualquiera –replicó ella, indignada.

–Yo he vivido aquí toda mi vida.

Natalie se irguió, orgullosa, estirándose la chaqueta de seda de color caramelo.

–Pero yo soy la propietaria de esta casa.

–Señorita, usted no estaría aquí si el canalla de Jim Loftus no le hubiera tomado el pelo. Pero estoy seguro de que no aguantará ni un mes.

Las palabras del hombre eran un reto para Natalie.

–Eso ya lo veremos.

–Sí, claro. En el pueblo me han dicho que piensa convertir esta vieja ruina en un hotel. No sé si lo sabe, pero se están partiendo de risa.

Natalie se puso colorada al recordar que había colocado un panfleto en el pueblo con la lista de cosas que haría para convertir aquella casa abandonada en un hotel de lujo, informando que eso atraería turistas y dinero al pequeño pueblo de Heartbreak Ridge. Que aquel panfleto hubiera sido objeto de risas era una humillación insoportable.

–Quiero que sepa que no pretendo ser objeto de burla. Tengo medios a mi disposición e influencias. ¡Mi padre jugaba al golf con el famoso abogado F. Lee Bailey! Créame, pienso utilizar todas mis conexiones y todo el dinero que tengo para demandar a Jim Loftus. Cuando termine con él, no le quedará ni el cepillo de dientes a su nombre.

El hombre se pasó la mano por la barbilla, pensativo.

–La verdad es que yo he comprobado el asunto ese del sorteo.

–¿Qué?

–Pensé que había algo raro y, además, no me hacía ninguna gracia tener vecinos.

–¿Y?

El hombre se encogió de hombros.

–Parece perfectamente legal.

Natalie intentó controlar las lágrimas. Aunque, en realidad, no habría podido demandar a Jim Loftus. Y su padre no había jugado al golf con F. Lee Bailey; solo pertenecían al mismo club de campo. Pero había esperado asustar a Loftus con amenazas… si algún día volvía de Honolulú. Sin duda había metido la llave de la casa en el correo desde algún buzón del aeropuerto.

–Pues pienso demandarlo de todas formas. Puede estar seguro de ello.

–Piénselo. Usted solo ha puesto cien dólares. Aunque tire la casa, la propiedad ya vale más que eso –dijo el hombre.

–¿Y si tiro la casa, dónde voy a vivir?

–Eso es verdad.

Natalie se quedó pensativa.

–Este terreno… ¿tiene algún valor?

–Hay animales, flora autóctona…

–¿Se puede plantar algo? –preguntó Natalie.

–No.

–¿Hay depósitos minerales?