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Primera edición: agosto de 2019

DR © 2019, Camilo Vicente Ovalle

DR © 2019, Bonilla Distribución y Edición S.A. de C.V.

Hermenegildo Galeana #111

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ISBN edición impresa: 978-607-8636-29-7 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN ePub: 978-607-8636-43-3

Hecho en México

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Podrán decir, como se ha dicho en otras ocasiones, que se hicieron desaparecer
los cadáveres, que se sepultaron clandestinamente, se incineraron.
Eso es fácil. No es fácil hacerlo impunemente, pero es fácil hacerlo (1977).

Gustavo Díaz Ordaz
(Presidente de México, 1964-1970)

¿Que dónde están los desaparecidos políticos? Bueno, pues están muertos,
definitivamente [...] Dicen que el gobierno, pero el gobierno es
desde el primer gendarme hasta el Presidente de la República.
Así que, dentro de esa gama, busquen a los responsables (1978)

Rubén Figueroa Figueroa
(Gobernador de Guerrero, 1975-1981)

 

Días después era subida en calidad de tapete a un carro [...] llegamos a un lugar
no identificado, me bajaron por unas escaleras, fui conducida a una celda
donde me quitaron las esposas y la venda de los ojos [...] Nuevamente, acostada
sobre el piso del carro, sintiendo sobre mi cuerpo los pies de los policías [...] llegamos
a un lugar donde se sentía el aire fresco, me quitaron las esposas y, sin previo aviso,
fui despojada de mis ropas [...]No tuve tiempo de pensar, enseguida me empujaron
de espaldas en una pileta larga [...] dentro del agua, sentí una descarga eléctrica
y perdí el conocimiento. Cuando desperté estaba ya vestida dentro de un carro
en movimiento rumbo a la crujía [...] Nuevamente me vendaron los ojos, me amarraron las manos [...] fui llevada al pocito a mi rutinaria sesión de tortura.

Guadalupe Gladys López Hernández
(Sobreviviente de la detención- desaparición)

Contenido

Prólogo

Agradecimientos

Introducción

Antes de 1968

La organización de los “hombres perfectos”: desaparición y contrainsurgencia

El circuito de la detención-desaparición

Los usos de la desaparición

Oaxaca: las dos rutas

Sinaloa, la intersección: contrainsurgencia y guerra contra el narco

Guerrero: la eliminación

Conclusiones

Abreviaturas

Fuentes

Sobre el autor

Prólogo

Lorenzo Meyer

Toda buena historia de lo social –y la que el lector tiene en sus manos lo es– implica examinar y juzgar el pasado desde la textura, los valores y las preocupaciones del presente. Esa exploración desde el aquí y ahora de lo ya acontecido, inevitablemente invita a la reflexión sobre las posibilidades de las que ya está preñado el futuro.

[Tiempo suspendido] parte de un hecho fundamental: que en los 1970 surgió

un nuevo tipo de disidencia política y social en México, que consideró históricamente necesario y moralmente justificado iniciar un proceso de transformación radical de un régimen que no cumplió con los postulados de justicia social de la revolución de 1910, y [que] además mantenía un control autoritario y represivo sobre la sociedad.

Ése fue el origen y razón de las guerrillas de la época, de la estructura contraguerrilla del gobierno y, finalmente, de uno de los instrumentos más siniestros de esta última: la desaparición forzada como práctica institucional. Y este instrumento no se convirtió en historia tras la derrota de la guerrilla, se mantuvo en otros contextos y hoy hay un reclamo para ponerle fin y saber lo que ocurrió con miles de sus víctimas.

Si, como lo expusiera Jorge Carpizo, el autoritarismo mexicano en su período clásico –de mediados del siglo pasado a los inicios de los 1990– se condensaba en una presidencia con amplios poderes constitucionales y metaconstitucionales1, su otra cara, su complemento, fue otro conjunto de poderes igualmente amplios: los anticonstitucionales, los que en su extremo resultaron francamente criminales. Esta investigación de Camilo Vicente Ovalle aborda una de esas arenas criminales de la presidencia mexicana autoritaria: la política de la desaparición forzada de cuadros guerrilleros o sospechosos de serlo en torno a los 1970.

[Tiempo suspendido] parte del hecho de que la desaparición forzada es un fenómeno añejo y que llega hasta nuestros días. Al inicio de 2019, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas estaba compuesto por más de 40 mil nombres. Obviamente, muchos de esos desaparecidos no lo fueron por la acción de agentes del Estado, pero el secuestro, en septiembre de 2014, de 43 estudiantes por policías de Iguala y su posterior desaparición, pone de manifiesto que el problema no concluyó con la derrota de la insurgencia armada de los 1970, sino que desde fines del siglo pasado se trasladó a otra dimensión, a aquella donde se libra la “guerra contra el narcotráfico”.

La investigación de [Tiempo suspendido] se llevó a cabo en las postrimerías del viejo régimen. Y éste, hasta el final, siguió resistiendo los esfuerzos de los investigadores por ahondar en uno de sus lados más obscuros. Una de las principales fuentes para echar luz en esa zona son los archivos de la antigua y siniestra Dirección Federal de Seguridad (DFS), ya depositados en el Archivo General de la Nación (AGN). Pero esos documentos continuaron sujetos a un régimen especial: los custodiaban herederos de la DFS, que pusieron todos los obstáculos posibles para evitar que los investigadores levantaran el velo que cubría la sistemática y finalmente bien organizada actividad del aparato represor del viejo régimen. Fue apenas en 2019 –cuando esta investigación ya estaba concluida–que una nueva administración del AGN logró expulsar a esos secuestradores de la memoria política de la DFS, que está compuesta por 58 mil expedientes y 7 millones de tarjetas que sintetizan la información y localización de los documentos de esa temida policía política del antiguo régimen.

Con un universo de datos tan amplio y de tan difícil acceso cuando se recabó el material de esta obra, el autor debió ser selectivo y por eso centró su esfuerzo en el examen de tres estados donde el fenómeno se manifestó de manera más aguda en la época estudiada: Guerrero, Oaxaca y Sinaloa. Cada caso muestra peculiaridades en la organización tanto de los opositores como de los actores gubernamentales que los combatieron.

Y si bien aún queda mucho campo por explorar, los tres casos aquí examinados, ya permiten generalizaciones con sustento empírico.

[Tiempo suspendido] examina la desaparición forzada dentro de los marcos políticos de la Guerra Fría y del autoritarismo mexicano. El espacio temporal que abarca –1940 a 1985– es uno donde ambos marcos, el internacional y el nacional, se conjugaron para propiciar “prácticas y técnicas [de represión], que llegaron a configurar en algunos momentos y espacios prácticas de terrorismo de Estado”.

El estudio de la “desaparición forzada” demanda de una definición y nuestro autor la ofrece:

entiendo por detención-desaparición forzada como una forma específica de las violencias de Estado que se presentan como una práctica, particularmente dentro de las instituciones encargadas de la seguridad, que en algunos momentos aparece como estrategia sistemática, planificada y ejecutada desde o al amparo del Estado, para la eliminación de aquellos definidos como enemigo político.

La estrategia contraguerrillera de la época se desarrolló en tres temporalidades. Entre 1940 y 1970 se practicó una desaparición forzada “primitiva” y que venía de muy atrás. Sin embargo, a partir de 1971 y hasta 1978 la represión pasó a una fase más sofisticada. Los procesos se burocratizaron e institucionalizaron y se dio forma a un “complejo contrainsurgente” que adquirió espacio y peso dentro del aparato del Estado. Los operadores de la represión pasaron de respuestas ad hoc a la institucionalización de un “circuito de la detención-desaparición” que estuvo compuesto de tres fases: 1) la aprehensión, 2) la detención y 3) la “definición final”, es decir, el momento en que el aparato represor optaba por hacer transitoria o permanente la desaparición del detenido. En 1977, cuando la actividad guerrillera empezó a declinar y hasta mediados de los 1980, el “complejo contrainsurgente” también se contrajo pero, a la vez, empiezan a tomar otra forma en las campañas contra el narcotráfico y que culminarán en la “guerra contra el narco” de inicios del siglo XXI. En ese nuevo contexto la desaparición forzada se dirigiría contra otro enemigo muy distinto del anterior y donde ya no entraría la DFS, porque la voluntad presidencial la desapareció, pues el narco ya la había penetrado a fondo.

Volvamos a los 1970, momento en que se institucionaliza el sistema de represión contra el adversario político y que es el eje de este libro. Las operaciones de aprehensión eran responsabilidad del “complejo contrainsurgente”, formado por la Secretaría de Gobernación (Segob), la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), la Procuraduría General de la República (PGR) y el sistema judicial. En un segundo plano se encontraban los operadores, que incluían a la DFS, a la policía militar, a la llamada “Brigada Especial” e incluso a “Los Halcones”. Finalmente, estaban las policías estatales y municipales.

Para lograr el objetivo que buscaba toda esa estructura, la fase clave era la que seguía a la aprehensión: la detención. Ésta se podía prolongar a voluntad de los captores. Aquí la tortura se convirtió en el centro de la acción. Vicente Ovalle explora e ilustra esta fase tanto con documentos como con entrevistas con sobrevivientes. La tortura tenía –tiene– por objeto no sólo obtener información, sino también elaborar un documento con la confesión arrancada para transformarla en “la verdad de Estado sobre el enemigo” y esa “verdad” consistía en despolitizar la acción insurgente para convertirla en mera acción criminal. Como subproducto de todo este proceso se lograba la “desestructuración” o quiebre moral del torturado que, formalmente, ya no era otra cosa que un delincuente vulgar.

Y la tortura sistemática, ¿dónde se llevaba a cabo? La evidencia muestra que se adaptaron o construyeron prisiones clandestinas de doble propósito, como centros de detención y espacios de tortura, ubicados generalmente dentro de cuarteles.

El tercer y último paso en este proceso ya bien institucionalizado consistió en decidir la suerte final del prisionero. La desaparición del sujeto podía ser temporal, ya sea que fuese dejado en libertad sin mayor trámite o puesto a disposición de la “justicia”, pero la desaparición igualmente podía ser permanente. El autor sostiene que los datos muestran que entre 1974 y 1978 –momento pico de la represión–, se privilegió la desaparición permanente.

La investigación de Camilo Vicente Ovalle es un ejemplo de la historia política que usa de manera inteligente los materiales que la burocracia del aparato represivo de un régimen autoritario elaboró, archivó y ordenó en el desempeño de su función, pero que el investigador examina, interpreta y pone al servicio de un fin diametralmente opuesto: dar a conocer el lado criminal del autoritarismo y contribuir a construir las defensas democráticas que impidan cualquier involución que abra la puerta al retorno de formas similares de política en México o en cualquier otra parte.

Agradecimientos

Este libro está basado en mi investigación doctoral, y es resultado del apoyo de instituciones y colegas que no es posible pasar por alto.

El Programa de Posgrado en Historia de la Universidad Nacional Autónoma de México y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología adoptaron el proyecto y me otorgaron una beca doctoral que permitió realizar parte de la investigación. El Dr. Lorenzo Meyer y las doctoras Pilar Calveiro y Eugenia Allier guiaron y acompañaron la investigación, y parte importante de los resultados ha sido gracias a sus críticas y consejos. La Dra. Verónica Oikión Solano, del Colegio de Michoacán, y el Dr. Jesús Hernández Jaimes, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, realizaron una lectura atenta y sus comentarios enriquecieron los resultados de la investigación.

Entre 2014 y 2015, realicé estancias y visitas de investigación que se prolongaron por varios meses: en Sinaloa, me recibió la Facultad de Historia de la Universidad Autónoma de Sinaloa, allí encontré el apoyo del Dr. Sergio Arturo Sánchez Parra y de la Dra. Dina Beltrán López, responsable del archivo histórico de la misma universidad. En Oaxaca, me recibió el Instituto de Investigaciones en Humanidades, de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, y conté con el apoyo del Mtro. Francisco José Ruiz Cervantes. En el caso de Guerrero, quiero reconocer a la Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero, en especial a los comisionados Pilar Noriega y Nicomedes Fuentes, por su trabajo e investigación, que me han sido fundamentales. El Seminario Institucional de Historia del Tiempo Presente, del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, y el Seminario Institucional de Economía Política de la Violencia, del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM, fueron espacios donde presenté avances, y agradezco las discusiones y contribuciones a mi investigación.

Entre todas las solidaridades que acompañaron el proceso de investigación y redacción de este libro, quiero señalar en especial a Martha Camacho Loaiza, quien no sólo me compartió su historia, sino que me guió solidariamente para comprender a la Sinaloa de los años setenta. Lourdes Rodríguez Rosas, cuyo profundo conocimiento y las largas discusiones sostenidas me brindaron una luz que aún me acompaña. Alicia de los Ríos y Vicente Moctezuma, además de su amorosa amistad, fueron lectores tenaces de los resultados de la investigación. Sus observaciones me permitieron mejorarla. Fui beneficiado, también, de las discusiones con Margarita Muñoz, Jorge Badillo, David Barrios y Daniel Inclán. Mariana Gómez Godoy, cuya amistad ya suma un par de décadas, me brindó su enorme conocimiento sobre la compleja realidad del Guerrero actual, y me ayudó a reflexionar sobre las transformaciones de las violencias de Estado. Rodrigo Ramírez y Martín Pech han sido cómplices para difundir los resultados de mis andanzas en la historia de la violencia de Estado. Carlos Dorantes y Marcela Turati me han abierto su amistad y sus espacios para compartir la historia de la desaparición en México. A Citlali Hernández e Israel Solares les debo lo aprendido en largos debates sobre las condiciones políticas del país y las luchas de los pueblos, además del compañerismo y la amistad.

Las estancias de investigación hubieran sido muy áridas de no ser por la amistad de: Asael Zazueta y Sergio “Soren” Guzmán, en Culiacán; Rodrigo Sánchez, Irma Pineda, Gerardo Valdivieso, Andalí Vicente y Carlos Melo, en Oaxaca.

Como siempre, a nuestra familia, que va creciendo: Jesús, Bertha, Berenice, Héctor, Victoria Catalina y Héctor Arturo. Y Jerónimo, quien me ha dado un aliento inesperado y una sacudida al corazón. Al amor de amigas y amigos, y la solidaridad compartida a lo largo de estos intensos años, estoy en una deuda profunda con ustedes. Vaya este libro en prenda, como muestra de agradecimiento.

Introducción

Ramón Galaviz Navarro, militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S), en Sinaloa, fue aprehendido en enero de 1978 y mantenido como detenido-desaparecido hasta julio de ese mismo año. Primero estuvo desaparecido en el cuartel de la 9ª Zona Militar, en Culiacán, y, posteriormente, en el Campo Militar Número 1 (CM1), en la Ciudad de México. Fue sometido a torturas físicas y psicológicas, cuyos efectos aún padece, técnicas diseñadas no sólo para arrancarle información, sino para suspenderlo de su mundo y arrebatarle cualquier aspiración de transformación social.

En ese tiempo tenía unos 23, 24 años, entonces se imponía eso sobre el miedo, prácticamente el miedo lo dejabas a un lado y adelante, seguir hacia adelante. No somos de hule, tenemos sentimientos y sabíamos los riesgos que se seguían, perder la vida está cabrón. Pero te repito, tanta injusticia, tanta atrocidad que hace el sistema sobre el pueblo, es muy fuerte eso. Se necesita ser muy insensible para no sentir eso: ese coraje […] Entonces, yo cuando me integro a la Liga, fue… tengo vago ese recuerdo, pero no completé el año ya militando de tiempo completo, porque allí se viene la detención, allí quedaron los sueños…2

Como otros miles de jóvenes entre las décadas de 1960 y 1970, Ramón formó parte de un nuevo tipo de disidencia política y social en México que consideró históricamente necesario, y moralmente justificado, iniciar un proceso de transformación radical de un régimen que no cumplió con los postulados de justicia social de la revolución de 1910, y además mantenía un control autoritario sobre la sociedad. Esta disidencia, que se manifestó como ruptura en las sierras de Chihuahua y Guerrero a mediados de la década de 1960, alcanzó su expresión más acabada en los movimientos armados y los movimientos populares a lo largo del país durante la década de 1970. Ante este desafío, que en algunos momentos presentó rasgos de insurgencia social, el Estado mexicano modificó sus esquemas de seguridad con formas específicas que dieron el sello distintivo a un nuevo ciclo de violencia estatal: la contrainsurgencia, las estructuras clandestinas de la represión, y la desaparición forzada como uno de sus dispositivos fundamentales.

Durante mucho tiempo, los estudios sobre las violencias de Estado en México fueron desplazados de las preocupaciones de las ciencias sociales: puestas las miradas en los mecanismos de hegemonía, control e inclusión, fueron colocados bajo la sombra los mecanismos de exclusión y eliminación de los que el Estado mexicano echó mano, con niveles de refinamiento muy similares al resto de los países de América Latina que también vivieron bajo gobiernos autoritarios o dictatoriales, y con una efectividad demostrada durante varias décadas. Hasta que la emergencia nos alcanzó, y nuestra catástrofe presente nos ha hecho mirar con mayor seriedad al pasado reciente. Este libro, situado en la emergencia, busca dar cuenta de una de las formas de esas violencias que el Estado mexicano desplegó para el control social y eliminación de sectores importantes de la disidencia política: la desaparición forzada. Definida en la jurisprudencia internacional, la desaparición forzada se entiende como la privación de la libertad de una persona o grupo de personas por parte de un servidor público o con la aquiescencia del Estado, acompañada de la falta o negativa de información sobre el paradero de la persona, sustrayéndola de los efectos de la ley. Esta definición ha sido asociada a un tipo ideal de detenido-desaparecido: el desaparecido permanente a manos del Estado. Sin embargo, la desaparición forzada transitoria, es una categoría que define la experiencia de aquellas personas que sobrevivieron a la desaparición.

La desaparición forzada no fue un acto único, sino un conjunto de procedimientos que se articularon en un circuito, cuyo fin programado fue la eliminación. Desde el momento en que una persona era ingresada al circuito de la desaparición, fue transformada en un sujeto suspendido, un detenido-desaparecido. Esta forma de la violencia de Estado no estuvo determinada por el tiempo. La radicalidad de este dispositivo represivo estuvo dada porque él mismo produjo una nueva experiencia del tiempo. Su acción sobre un conjunto histórico-social, las técnicas aplicadas a los cuerpos, los espacios donde los sujetos fueron confinados, la determinación final sobre los sujetos, sobre los cuerpos, produjeron esta nueva experiencia. La desaparición forzada fue, en primera instancia, una acción que buscó suspender al sujeto de su estructura histórico-social: suspenderlo de su mundo. Las técnicas que fueron aplicadas al cuerpo de las y los desaparecidos, desde el momento mismo de la aprehensión, estuvieron dirigidas a su sometimiento a través de la ruptura de las relaciones espacio-temporales más inmediatas, desfondando su realidad. Esta suspensión produjo una nueva experiencia del tiempo. Hacia dentro, un tiempo infinito. No hay criterios para mensurarlo, incluso el criterio último parece desvanecerse: la definición sobre la vida y la muerte, de la cual la persona detenida-desaparecida se encuentra igualmente suspendida. Hacia fuera, en ese mundo fracturado por la acción de la desaparición, el tiempo producido es indeterminado, a la espera de ser reinstaurado: un día, un mes, un año, la vida entera.

El 28 de agosto de 1978, a las puertas de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, unas ochenta mujeres se instalaron en huelga de hambre. Eran las madres, esposas e hijas de personas detenidas-desaparecidas, víctimas de la contrainsurgencia, que hoy se denomina con el engañoso nombre de “guerra sucia”. “En 1974, mataron a mi hijo Salvador Corral García, en 1976 aprehendieron a mi hijo José de Jesús, quien está desaparecido, y en 1977 mataron a mi Luis Miguel Corral”, narraba una de las madres, apostada a las puertas de Catedral. “¿Usted cree que es normal que en un país desaparezca la gente?”, pregunta inquisitorial de otra de las madres a la reportera.3 Han pasado cuarenta años de esa huelga de hambre y el drama que acompañaba a esas mujeres se ha multiplicado.

Es 10 de mayo de 2012, desde el día 9 han llegado unas doscientas madres, principalmente del norte del país, para participar en la primera Marcha de la Dignidad Nacional “Madres buscando a sus hijos e hijas y buscando justicia”. El lugar de encuentro: la Plaza de la República de la Ciudad de México. Varias llevan un cubrebocas blanco con una pregunta en rojo, como grito silencioso que se repite una y mil veces: ¿Dónde están? La demanda: Vivos los llevaron, vivos los queremos. Son otras las mujeres. Son otros los desaparecidos. “Aquí estamos –dice una madre de Chihuahua– como mamás para decir que aquí sigue un lugar vacío, desde que nuestras hijas salieron de casa”.4 El vacío y la ausencia infinita apenas cubiertas por una esperanza igual de infinita, testaruda: “Esta lucha la tenemos que ganar –sostiene otra madre–, porque la sangre de nuestros hijos sigue clamando justicia y no van a acallar sus voces mientras nosotros sigamos peleando”.5

Son las víctimas de un fenómeno que ha mutado. Se calcula que cerca de mil quinientas personas fueron desaparecidas en la contrainsurgencia, número que aún después de tanto tiempo sigue siendo tentativo. Bajo la “guerra contra el narco” las cifras pasan los cuarenta mil, imprecisas como lo es esta “guerra”.6

Desde mediados de la década de 1970, se fueron creando comités que denunciaban los crímenes del Estado mexicano, y que exigían la liberación de los presos políticos y la presentación con vida de los desaparecidos. Entre 1975 y 1976, se creó el Comité Pro-Libertad de Presos Políticos; en 1978, el Comité Pro-Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos de México “Eureka”, poco después también se crea el Comité Nacional Independiente ProDefensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados; también la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Víctimas de violaciones a los Derechos Humanos en México (AFADEM) con mayor presencia en Guerrero. A nivel estatal se formaron diversos grupos, como la Unión de Padres con Hijos Desaparecidos, en el estado de Sinaloa, o el Comité de Madres de Desaparecidos Políticos de Chihuahua, que se fueron sumando en distintos momentos dando un carácter nacional a su lucha.

Si bien este libro da cuenta de cómo el Estado mexicano fue construyendo a la desaparición forzada como una estrategia contrainsurgente, y lo hace través de los propios documentos de las dependencias encargadas de esas tareas, lo que estos documentos demuestran, además de la existencia de tal estrategia, es que los colectivos de madres y familiares, que desde mediados de los setenta se apostaron en plazas públicas, afuera de dependencias gubernamentales y cuarteles militares y de policía, tenían razón. El grito de madres y familiares de desaparecidos siembre estuvo sostenido por la razón. No sólo que la, siempre negada por el Estado, desaparición forzada existió, sino que las fuerzas señaladas como responsables, así como los cuarteles militares y policiacos convertidos en centros clandestinos de detención a donde se llevaron a las y los detenidos y donde fueron vistos con vida, existieron. Y este libro ofrece suficiente evidencia de ello.

La desaparición forzada como forma de represión política tiene larga data en México, apareció muy pronto, en el proceso mismo de consolidación autoritaria del Estado. Existe evidencia de una forma primitiva, aún muy cercana a figuras como la detención arbitraria y el secuestro político, implementada por parte del Ejército y corporaciones policiacas, principalmente la Dirección Federal de Seguridad (DFS), entre las décadas de 1940 y 1950. Esta presencia temprana es indicativa del largo proceso de rutinización de la práctica dentro del Ejército y las policías, que facilitó la implantación de formas más sofisticadas, hasta llegar a la configuración de la desaparición forzada como se presentó durante la contrainsurgencia.

En la medida en que fue integrada a la estrategia contrainsurgente, hacia mediados de la década de 1960, su configuración fue transformándose de una táctica operativa para obtener información hasta convertirse en un dispositivo para la eliminación. Este uso apareció cuando el Estado escaló la violencia contra algunos grupos disidentes, principalmente las guerrillas, lo que implicó grados más altos de coordinación entre el Ejército y las policías, así como la conformación de una estructura para la eliminación.

A finales de la década de 1970, comenzó otra transición de la desaparición, en el contexto de la primera “guerra contra el narco”,7 que implicó su desplazamiento del eje ideológico-político, de combate a la disidencia, como había sido usada, y la transferencia de personal de las instituciones de seguridad nacional a organizaciones criminales, llevándose consigo el expertis adquirido en los años contrainsurgentes. Esta transición significó la condición de posibilidad para la generalización de la desaparición, como la conocemos el día de hoy.

Hasta hace muy poco tiempo, el giro contrainsurgente y la introducción de la desaparición forzada como parte de la lógica de violencia estatal no habían sido observados ni analizados para el caso mexicano. Se mantuvo la idea de que México no fue si quiera un pariente lejano de esa gran familia autoritaria latinoamericana que hizo costumbre la eliminación de las disidencias, por lo que no hizo falta detenerse en su análisis. Fue ésta una de las razones por las que en los análisis y estudios sobre el régimen y sistema político autoritario el interés estuvo centrado en los mecanismos de inclusión como la negociación, cooptación, corporativismo, reformas político-electorales, así como los beneficios sociales que llegaban a ciertos sectores medios y trabajadores, entre otros, que explicaban la excepcionalidad. Es decir, la atención académica estuvo puesta en los mecanismos hegemónicos de control y mediación, hegemonía llamada pax priista.

Mientras que los mecanismos de exclusión, en particular los represivos, recibieron poca atención, por haber sido considerados un pilar menor del régimen. Sin embargo, desde inicios de la década del 2000, quizá animados por cierta esperanza en la alternancia de gobierno, hubo un impulso para desmontar la historia oficial, por contar lo que “realmente ocurrió” y por denunciar a los responsables de la violencia de Estado. La creación de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP) y la apertura de los “archivos de la represión”, en 2002, contribuyeron a este impulso. Y aunque la iniciativa gubernamental y voluntad de actores políticos se agotó muy pronto, el impulso para conocer y explicar se mantuvo en ciertos ámbitos académicos y de organizaciones civiles, que han contribuido a la creación de un campo de estudios que, aunque incipiente y marginal aún, ya cuenta con un corpus relevante en términos del conocimiento de las formas de la disidencia como del giro contrainsurgente que tomó el Estado mexicano en esas décadas. Sin embargo, aún hay vacíos respecto a estudios en torno a la desaparición forzada, sobre todo a la luz de la magnitud que ha alcanzado en los últimos diez la desaparición en México.

Aún no contamos con datos precisos ni tampoco con estudios académicos que nos den una idea sobre el alcance de la desaparición forzada en el período contrainsurgente, entre 1960 y 1980. Y esto tiene que ver no sólo con las dificultades propias de un estudio de tal naturaleza, sino con la administración de la impunidad, a través del control y eliminación de archivos y testimonios. En ese sentido, el propósito central de este libro es ofrecer una explicación general, a través de estudios de caso, de la lógica de la violencia, así como de las prácticas represivas y la dinámica general de la desaparición.

Hasta ahora sólo se cuenta con dos recuentos oficiales de nivel nacional, el informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) de 2001, presentó 532 casos de desaparición forzada, 181 en zonas urbanas y 351 en zonas rurales. Del total, dice el informe, 275 están acreditadas, 97 tienen indicios y 160 son no acreditadas. Por otra parte, está el informe de la FEMOSPP, en éste se dice que, entre las décadas de 1960 y 1980, hubo 787 casos: 436 acreditados, 207 con presunción fundada y 145 carecen de información. No sólo discrepan en las cifras, también en las entidades que tuvieron casos de desaparición. Por otra parte, ninguno de estos dos informes da cuenta de las personas que fueron detenidas-desaparecidas y que sobrevivieron. Sólo para el caso de Guerrero, la Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero (COMVERDAD) documentó 205 casos de personas que fueron víctimas de detención-desaparición y sobrevivieron. A este tipo de desapariciones la COMVERDAD las denominó desaparición transitoria. Este libro tampoco ofrece cifras concluyentes, no pretendí elaborar un informe de derechos humanos, sino un estudio histórico que diera cuenta del proceso de implementación de la desaparición forzada en México.

Para este análisis se realizaron tres estudios de caso: Guerrero, Oaxaca y Sinaloa, en una temporalidad que va desde mediados de la década de 1960 a principios de la década de 1980. Este fue el período de la contrainsurgencia, en la que se implementaron políticas, programas y acciones, para impedir, minar o derrotar a la insurgencia social, o lo que desde el Estado se comprende como insurgencia: una serie de movimientos sociales y organizaciones políticas y políticas-militares que buscan transformar el régimen. La contrainsurgencia no sólo se constriñó a acciones de tipo policiaco-militar, abiertas o encubiertas, incluyó aspectos legales, políticos, económicos, discursivos, dirigidos desde el Estado con el fin de mantener una sociedad ordenada.

El propio desarrollo de la investigación fue arrojando casos de desaparición que habían sucedido varias décadas atrás del período contrainsurgente. Estos hallazgos le dieron una dimensión distinta al fenómeno estudiado. Fue necesario, entonces, ampliar hacia atrás el marco del estudio, hasta la década de 1940.

Si bien es cierto que la desaparición forzada es homogénea en tanto técnica: diseñada para la eliminación de aquellos identificados como enemigos, multiplica sus efectos a los círculos sociales cercanos al detenido-desaparecido, y la impunidad es parte de su estructura al ser un acto que busca negarse a sí mismo, borrando toda evidencia; su desarrollo e implementación son afectadas por las condiciones contextuales y la lógica general de violencia en la cual esté inscrita.

Caracterizar este fenómeno represivo en sus condiciones de posibilidad y sus dinámicas operativas, dentro del sistema y lógica de violencia de Estado, desplegadas a lo largo de cuatro décadas, resultó fundamental para explicar y comprender la radicalidad que alcanzó la desaparición forzada en México.

Este libro está integrado por cuatro capítulos en los que se presenta un análisis panorámico de la desaparición forzada. El primero, “Antes de 1968”, da cuenta de la desaparición antes de 1970 y los ciclos de violencia política en los que se inscribieron sus usos. El segundo capítulo, “La organización de los ‘hombres perfectos’: desaparición y contrainsurgencia”, describe el proceso histórico del giro contrainsurgente y la adaptación o creación de dependencias especiales para la desaparición forzada. El tercero, “El circuito de la detención-desaparición”, analiza el desarrollo específico de la desaparición forzada en el marco de la estrategia contrainsurgente, entre 1968 y 1985. El análisis presenta las articulaciones específicas de cada uno de los procedimientos que conformaron el circuito de la desaparición, así como la experiencia de la desaparición narrada por sobrevivientes. Se suele interpretar que desde el momento mismo en que comenzó el combate a la nueva disidencia, en particular al movimiento guerrillero, desde finales de la década de 1960, la desaparición forzada fue usada como una técnica de eliminación. El análisis esquemático e histórico de las estructuras de la contrainsurgencia señala lo contrario, y pone en discusión las transformaciones o evolución de la propia estrategia contrainsurgente en la década de 1970. En esta parte se presenta un análisis integral de la desaparición a partir del resultado de los estudios de caso. Finalmente, en el cuarto capítulo, “Los usos de la desaparición”, se presenta la descripción y análisis de los tres casos de estudio: Oaxaca, Sinaloa y Guerrero, observando el desarrollo particular del conflicto político, la violencia de Estado, y las formas de implementación de la desaparición en cada caso.

Los archivos de la represión

Aunque este libro abreva de numerosos estudios sobre violencia política, en especial de aquéllos sobre el movimiento armado en las décadas de 1960 y 1970 que se han publicado en los últimos diez años, su principal fuente fue el material recabado en los archivos de la represión a nivel federal y los testimonios de sobrevivientes de detención-desaparición. Los testimonios fueron la única ventana que me permitió observar algunos elementos sobre la infraestructura y dinámica de los centros clandestinos de detención, así como algunos procedimientos de la desaparición. Cada una de estas fuentes merece una reflexión particular, sin embargo, quiero sólo traer a cuenta los archivos, no porque tengan una preeminencia epistemológica superior a los testimonios, sino por su posición política en la actualidad mexicana: formar parte de la administración de la impunidad.

El diseño e implementación de la contrainsurgencia quedó registrada en cientos de miles de documentos de diversas dependencias de seguridad nacional, así como de diversas instancias de los gobiernos de las entidades federativas. En su conjunto, forman un vasto acervo documental, disperso y aún poco conocido, que llamamos “archivos de la represión”. Como la primera y fundamental precaución al tratar con esta fuente, es no olvidar que formó parte de la arquitectura autoritaria. Es una fuente que no está informando de hechos tal cual acontecieron; son documentos inscritos en la estructura y proceso de contrainsurgencia, es la memoria autoritaria y, por ello mismo, tiene un alto valor en tanto nos da cuenta de la evolución de la estrategia y sus estructuras.

Los archivos de la represión, como todo archivo de Estado, no sólo tuvieron por objetivo servir de soporte documental, sino alimentar y posibilitar los procedimientos cotidianos de la dependencia a la que pertenecieron: contar con la información suficiente y en tiempo sobre los “enemigos” en turno, información que permitiera documentar su culpabilidad, permitir su captura y ejecutar la condena. En el caso de la DFS, su departamento de archivo era consultado cotidianamente y se puede decir que de manera inmediata a la detención de una persona o grupos de personas, así como también en sus primeros interrogatorios, pues la información extraída con la tortura era inmediatamente verificada y cruzada con otros datos del archivo. Valgan tres ejemplos.

Los primeros días de mayo de 1971, en el marco del Plan Telaraña para el combate a las organizaciones guerrilleras en el estado de Guerrero, se realizaron decenas de aprehensiones de personas cercanas a la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, que luego fueron trasladadas al Campo Militar Número Uno (CM1), donde permanecieron varios meses como detenidas-desaparecidas. En un informe del 5 de mayo se dice: “Con relación a las detenciones practicadas por el Ejército en el Estado de Guerrero, en las personas de Alfonso Vázquez Rojas, Hilda Flores Solís, Onésimo Barrientos, Raymundo Barrientos Rey, Leonardo Guerrero Adame y Domingo Barrientos Rey, en los archivos de esta Dirección únicamente se encuentran los antecedentes de las dos primeras, como sigue...”.8

Después de un enfrentamiento entre policías y militantes de la LC23S, en la colonia Clavería, de la Ciudad de México, en el que resultaron gravemente heridos dos militantes y trasladados al Hospital Militar, en el reporte del día se asentó: “Hasta el momento no se ha podido interrogar a los heridos debido a su estado de gravedad, los cuales únicamente han mencionado llamarse Arturo Jiménez Terán y Martha Romero, respectivamente, sin haber antecedentes de estos nombres en los Archivos de esta DFS”.9

El registro correcto de los nombres resultaba fundamental, pues era un elemento para ir construyendo las redes de las organizaciones disidentes. El 19 de julio de 1978, ocho días después de la detención-desaparición por parte del Ejército del líder de la COCEI Víctor Pineda Henestrosa, en la ciudad de Juchitán, Oaxaca, el Jefe del Departamento del Archivo, Vicente Capello Rocha, envió al mayor de infantería Raúl Orduña Cruz, Jefe de Control, un formato para la aclaración del nombre correcto de Víctor Pineda: “Mereceré a usted, ordenar al C. Agente en Juchitán, Oaxaca, se sirva hacer la siguiente aclaración: Cuáles son los apellidos correctos del Profesor Víctor Pineda Henestrosa o Víctor Henestrosa Pineda”. En ese mismo formato, con su propio puño y letra, el agente de la DFS escribió la respuesta: “Lo correcto es Pineda Henestrosa, Víctor. Wilfrido Castro Contreras”.10

En este sentido, un archivo de la represión no puede ser tratado tan sólo como un repositorio de información al cual podemos acceder para reconstruir o construir una narrativa explicativa del pasado. No se puede perder de vista que los archivos no fueron un apéndice inocuo de información: formaron parte de la estrategia represiva, y así tienen que ser leídos.

La magnitud de estos archivos y su gestión administrativa comportan un primer reto para el investigador, sin embargo, el problema central sigue siendo la lógica de violencia y estrategia represiva en la que se encontraban articulados y que se sigue reproduciendo, pero ahora en una administración de la impunidad mediante el control del acceso a la información contenida en los documentos, control que prolonga las lógicas de violencia en el presente.

Uno de los pocos destellos de la transición mexicana (que se opacó muy pronto), fue la transferencia, en 2002, al Archivo General de la Nación (AGN) de algunos conjuntos documentales de estos “archivos de la represión”. Esta decisión abrió la posibilidad archivística del estudio de un período muy reciente de la historia política de México. Pero no pasó mucho tiempo para que la pequeña mirilla abierta comenzara a ser considerada una intromisión a la intimidad del Estado: al ejercicio concreto de su poder.

11no formarán parte del archivo histórico de acceso público12

En 2015, tras que el AGN se negó a entregar información, interpuse un recurso de revisión ante el Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI) que convalidó la negativa del AGN argumentado que yo no había acreditado “que requería tener acceso a dicha información para realizar una investigación o estudio que se considere relevante para el país”.13 Ante esta respuesta, le solicité al propio INAI que me informara sobre los procedimientos y criterios por los cuales determina qué investigación es relevante para el país. La respuesta fue que “no cuenta con un documento específico que establezca los criterios y procedimientos por los que este Instituto determina si una investigación o estudio es relevante o no para el país”,14 es decir, estamos ante un ejercicio de mera discrecionalidad.

Sobre estos archivos se ha llevado a cabo un debate los últimos cuatro años, particularmente en torno al cierre de la consulta directa del archivo de la Dirección Federal de Seguridad, así como sobre la Ley Federal de Archivos, normativa particularmente regresiva en relación con el acceso a la información y el derecho a la verdad, y la Ley General de Archivos, recientemente aprobada y congelada hasta junio de 2019. Ésta última, menos regresiva (se eliminó de ella la categoría “documento histórico-confidencial”), conservó al menos tres aspectos peligrosos para el acceso a la información, el derecho a la verdad y para la investigación histórica: la temporalidad de la reserva que puede ir de treinta a setenta años; la indeterminación de los períodos de transferencia, que da lugar a la discrecionalidad de las dependencias; y preserva de forma injustificada la regulación del INAI sobre la investigación social que se realiza o utiliza archivos.

Al momento de escribir esta introducción se anunciaban los que parecen que podrían ser tiempos mejores para el acceso a los archivos de la represión, esperemos que así sea.

De regreso a Tlateloco

Otra vez Tlatelolco, es abril de 1977. Ese año el presidente José López Portillo restableció las relaciones de México con España y, para mostrar la buena voluntad en esta nueva etapa, después de la muerte de Franco, designó como embajador al ex presidente Gustavo Díaz Ordaz. En conferencia de prensa, el 13 de abril, el recién designado embajador, evidentemente molesto, respondió a las preguntas de los periodistas que se dieron cita en la Secretaría de Relaciones Exteriores, en Tlatelolco. Una y otra vez interrogado sobre la noche del 2 de octubre, sobre la represión al movimiento estudiantil, dijo:

Estoy muy orgulloso de haber podido ser presidente de la República y haber podido, así, servir a México. Pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años es del año 1968, porque me permitió servir y salvar al país, les guste o no les guste, con algo más que horas de trabajo burocrático, poniéndolo todo: vida, integridad física, horas, peligros, la vida de mi familia, mi honor y el paso de mi nombre a la historia. Todo se puso en la balanza. Afortunadamente, salimos adelante. Y si no ha sido por eso, usted no tendría la oportunidad, muchachito, de estar aquí preguntando.15

¿Hubo víctimas?, ¿quién ordenó disparar?, ¿dónde están los cadáveres?, ¿cuántos murieron?, ¿y los desaparecidos? Las preguntas quedan en el aire en la entrevista. Pero Díaz Ordaz desafía:

Podrán decir, como se ha dicho en otras ocasiones, que se hicieron desaparecer los cadáveres, que se sepultaron clandestinamente, se incineraron. Eso es fácil. No es fácil hacerlo impunemente, pero es fácil hacerlo.

Cincuenta años después de 1968, con más de cuarenta mil desaparecidos, la historia y nuestra catástrofe presente han corregido a Díaz Ordaz: en México, ha sido fácil desaparecer personas y también ha sido fácil hacerlo impunemente.

Notas del prólogo y la introducción


1. Jorge Carpizo, El presidencialismo mexicano, México, Siglo XXI Editores, 1978.

2. Entrevista a Ramón Galaviz Navarro, realizada por Camilo Vicente Ovalle, 9 de diciembre de 2017, Culiacán, Sinaloa.

3. Elena Poniatowska, Fuerte es el silencio, México: Ediciones Era, 1980, pp. 83-85.

4. Miroslava Breach, “Caravana de madres en busca de sus hijos desaparecidos llegará al DF el 10 de mayo”, La Jornada, 9 de mayo de 2012.

5. “Día de la madre”, El Financiero, 10 de mayo de 2012, consultado en: <http://impreso.elfinanciero.com.mx/pages/Ejemplar.aspx>.

6. Desde 2007, los datos sobre personas desaparecidas son gestionados por el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas. Los datos fueron actualizados hasta el 30 de abril de 2018, por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. De acuerdo con la “Ley General en materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas”, publicada en el Diario Oficial de la Federación en noviembre de 2017, a partir de 2018, corresponde a la Comisión Nacional de Búsqueda de Personas la actualización de los datos del Registro. Hasta la fecha de la redacción de esta introducción, no se habían presentado nuevos datos.

7. En 1977, comenzó la implementación de la Operación Cóndor, coordinada por la Secretaría de la Defensa Nacional, diseñada para el combate al narcotráfico en la zona fronteriza de Sinaloa, Durango, Chihuahua y Sonora. Aunque no fue la primera campaña contra grupos de narcotraficantes, sí fue la primera que contó con una movilización masiva de personal militar y armamento, además de contar con una amplia cobertura en los medios impresos. Por ello le llamo la “primera guerra contra el narco”.

8. Archivo General de la Nación, Fondo Dirección Federal de Seguridad, expediente DFS, 100-10-16-2 L-3 H25. En adelante se cita DFS, en su caso, nombre del documento, fecha y el número de expediente.

9. DFS, 11-235 L-40 H-32.

10. DFS, 100-18-1-78 L-67 H-5.

11. Diario Oficial de la Federación, Ley Federal de Archivos, 23 de enero, 2012. La categoría de “documento histórico-confidencial” se establece en los artículos del 26 al 30 de esta Ley.

12. Artículo 28 de la Ley Federal de Archivos.

13. Resolución al recurso de revisión RDA 2626/15. La resolución sólo me dio razón parcial, y ordenó al AGN a que rehiciera una versión pública en la que no se tacharan nombres de funcionarios, pero al mismo tiempo la resolución insistía en que no podía tener acceso a los documentos “histórico confidenciales”.

14. Respuesta del INAI, 18 de agosto de 2015 a través del oficio INAI/CAI/148/15.

15. José Reveles, “‘Creo que cometió un grave error’: DO”, Proceso, 26 de abril de 1977.