1

—¿Quieres un poco más de té, Rita? —le preguntó sumiso y solícito.

—¡Té, té, té! ¡Hasta cuando me ofreces té! —le contestó Rita exasperada—, no quiero té. Quiero salir. Quiero irme de aquí. Irme de esta cárcel.

—¿Ya no me quieres, Rita?

—¿Por qué hablas de querer? ¿Qué sabes tú de eso?

—Pero yo te quiero, Rita —dijo humillándose, bajando la cabeza hasta casi apoyarla en los brazos que tenía cruzados ante sí sobre la mesa, en un claro dejado al empujar la taza y tratando de mirarla a los ojos, mientras ella altanera miraba recto al frente, sin concederle la gracia de su rostro pleno.

—¡Tú no sabes nada de querer, de amar, eres solo un imbécil, un ser patético! —le respondió con furia, sin dignarse a mirarlo, aumentando con ello el desprecio.

—¿Por qué te pones así, Rita? Ya sé que te gusta viajar, pasear por París en otoño, ver los jardines en flor en otra parte del mundo cuando aquí estamos en invierno, pero aquí no estamos mal, Rita.

—¡A esto llamas estar bien! Encerrada en esta casa con olor a vieja y meado de gato.

—Sí, pero ellas ya no están y a los gatos no los dejo entrar a la casa.

—La casa, la casa es la hedionda, a vieja y meado. La tendrías que quemar para que se vaya. La tendrías que quemar contigo adentro si quieres hacer algo bueno en tu vida.

—Nadie se ha quejado de eso, Rita. Todos nuestros invitados solo han tenido palabras amables para la casa. Les parece bien el papel tapiz de los muros y el piso de madera encerada que está siempre brillante.

—¡Tú qué sabes! Eso es lo que te dicen, pero a tu espalda se ríen de ti y de la casa.

—No digas eso, Rita —dijo ofendido—, a los invitados les gusta estar aquí.

—No vas a entender nunca. Te desprecian y crees que por tomar té en esta mesa te van a aceptar como amigo; con mucho, te digo, te llegan a ver como a una persona y no como el renacuajo que eres realmente.

—¿Por qué me dices eso, Rita? Sabes que me duele. ¿Te quieres ir porque tienes a alguien más?

—Puede ser —le respondió altanera, regando la duda que se le había instalado en la cabeza el último tiempo.

—¿Es Peter? ¿Cierto? —interrogó a Rita, quien respondió con un silencio que era más de confirmación que de indiferencia.

Tenía que ser Peter, presuntuoso, con su camisa celeste a rayas, pañuelo de seda al cuello, chaqueta azul con botones dorados, pantalones crema y mocasines calipsos. Arrogante y engreído con su pasaporte lleno de timbres, con historias de sus viajes, con los sabores y colores de otros lugares. Él sabía que eso debía haber encandilado a Rita, que era otra persona de alma peregrina, preparada y anhelante por conocer lo que había más allá del recodo del camino. La sabía un alma sufriente con la ilusión de la felicidad escondida en otra parte que aún no había logrado ubicar.

—¡Ya lo sabía! No soy tan tonto y presentía que había algo que me escondían —dijo irritado—. Yo los presenté, ustedes se conocieron porque yo traje a Peter a tomar té a esta mesa y ahora los muy canallas van y me traicionan. ¿Por qué haces eso? ¿Qué le viste a él que me puedes cambiar, que me puedes botar? ¿Por qué quieres herirme, Rita?

—Él es un caballero. Un verdadero hombre. Alguien que no tiene que andar refugiándose en las faldas de su madre o escondiéndose del mundo. No es un cobarde, un hipócrita, un mentiroso como lo eres tú.

—Yo te salvé, Rita. Te traje a mi casa, me preocupé de ti. Te di mi cariño y lo aceptaste y ahora lo desechas como si fuera nada. Eres una malagradecida, una mala mujer.

Rita no respondió y el silencio indiferente lo hirió más y alimentó su furia.

—¿Cuánto tiempo se han estado burlando de mí? ¿Ya te ha llevado a la cama?

—¡Sí! —le espetó con furia contenida, pero dejándole claro todo el desprecio que sentía por él.

—¡Puta de mierda! —le gritó fuera de sí—. ¿Qué han hecho? —le gritó con un morbo enfermizo.

—¡De todo! Todo lo que no puedes tú con ese pedazo de carne que solo te cuelga, con esa hombría que no tienes. Por detrás y por delante, arriba y abajo, en la mesa y en la cama, con la boca, con la lengua —le fue gritando groseramente a la cara mientras esta se iba poniendo cada vez más roja, como si fuera un reloj, un termómetro, que va indicando el peligro antes de llegar a la zona de descontrol total.

—¡Cochina de mierda! —le gritó al punto de la apoplejía, en un ataque de ira que lo hizo perder la noción de su ser y del momento que vivía. Se levantó enceguecido de la mesa y se dirigió a una pieza donde se le oyó rebuscar en armarios, botando cosas al piso que interferían su frenética búsqueda, para volver luego a pasos agigantados, sumido en la nube roja que lo perdía del mundo, armado con un pesado machete en la mano, y sin más, se aproximó por detrás de Rita, quien no se había movido de su silla, y levantándolo lo dejó caer para cercenarle de un tajo el cuello y hacer caer la cabeza al suelo, la que, luego de rodar un poco, se detuvo al tocar la pata de la mesa, mientras que la mano derecha que estaba izada al momento del golpe, cayó a la falda y luego se deslizó al suelo al lado de la silla.

Al completar el mandoble se disipó la nube roja oscuro que lo envolvía. Le latían las sienes cuando comenzó a ver todo detrás de una bruma rosada y luego blanca hasta que se evaporó y le mostró la pieza, la mesa y en lo que había convertido a Rita. Agotado, se apoyó en el mango del machete cuya punta se había enterrado firme en las tablas del piso. Estaba helado, paralizado, anclado al piso por el machete, cansado y jadeante, respirando a bocanadas para conseguir tragar el aire que lo calmara. De a poco fue tomando conciencia de lo hecho. Había un silencio culposo, una esencia de arrepentimiento póstumo, nacida de la situación ya sin remedio. Estaba solo otra vez, ya no estaba Rita.

Salió de su inmovilidad lentamente, soltó el machete que se mantenía vertical clavado al piso, se agarró la cabeza con las dos manos cerrando fuertemente los ojos y apretando la mandíbula, para luego deslizar las manos como peinándose el cabello. No supo qué hacer con las manos, las bajó y se sobó el pantalón y luego las volvió a la cabeza. Sus sentimientos eran un ciclón que lo agitaba, pero no lo movía; pasó de la rabia, al vacío, a la soledad y luego volvió a lo mismo. Otro desengaño, otra traición, otra burla más, otra vez estar solo, no tener con quién hablar, a quién decirle sus miedos y sus ilusiones, a quién confesarle la necesidad que tenía de ser amado, de ser considerado, de ser respetado, de ser admirado. Cuando la ira aflojó y fue quedando la desazón, reaccionó y fue al baño de donde descolgó a tirones la cortina plástica de la ducha; volvió al comedor, la extendió en el piso y acostó sobre ella lo que había quedado de Rita. Buscó la cabeza y la mano, las tomó con cuidado y las dejó junto a los restos, envolvió todo con la cortina y terminó de afirmar el envoltorio con innumerables vueltas de una cinta de embalaje que trajo de una de las piezas donde apilaba algunos trastos, colchones meados por generaciones de viejas incontinentes, ropas azumagadas, lanas mojadas, cachivaches de olores propios y telas de arañas compartidas, dejando el fardo desapercibido junto con todo ese voluntario olvido. Con calma fue a la cocina y sacó moqueta, pala y escoba, volvió al comedor, desclavó y limpió el machete, y dejó reluciente el piso de tablas enceradas como si nunca hubiera habido un drama que lo hubiera movido a la rabia y a la pena. Rita ya no estaba. Tendría que volver a buscar a otra.

2

Había sido un día a fines de verano, un eslabón cualquiera en una cadena infinita que conectaba el pasado con el futuro, y como sucedía muchas veces en Puerto Montt, la lluvia no se olvidaba del paisaje y caía en ese momento lentamente con una monotonía que ya se mantenía por horas esa mañana, transformando la ciudad en el escenario de un baile de paraguas que en una coreografía imprecisa se movían, subían y bajaban mientras se cruzaban y esquivaban, y bajo ellas, se desplazaban libres figuras cónicas de puntudas capas de aguas como gnomos en un bosque encantado. El día no era frío y los rostros se veían alegres y distendidos; vendedores de paraguas extremadamente desechables en las esquinas, turistas de calamorros y piernas desnudas regodeándose de la abundancia de verde y azul, y personajes locales de parka y capucha contentos con el maná que aún les llegaba en barcos, buses y aviones en esa época del año.

Circulaba Ulrico esa mañana en espera de pasajeros por la calle Antonio Varas, que el orgullo local le había dado la condición de avenida, con el limpiaparabrisas prendido empujando las gotas que parecían pegarse a los vidrios y se negaban a caer, creando una doble capa de transparencia que lo distorsionaba todo dejando solamente la medialuna que, intermitente, se aclaraba para ver hacia afuera del vehículo. En el momento en que pasaba frente al Hotel Pérez Rosales salió corriendo un portero premunido con un paraguas, y le hizo parar el taxi. Logró detenerse en el estacionamiento reservado del hotel que por fortuna tenía un espacio desocupado, evitando tener que pararse en doble fila y sufrir la furia de bocinazos de los autos que bloqueaba, en una calle que hacía años ya había quedado angosta para esa pujante ciudad. Estirándose en el asiento, abrió servicialmente la puerta del vehículo y dejó que subiera una mujer de impermeable blanco que esperaba bajo la marquesina, mientras el portero solicitaba abrir el maletero, donde después de varios golpes en el auto logró con una mano meter una pesada maleta, mientras con la otra trataba de que el paraguas cumpliera su función. La mujer estaba nerviosa y con el pelo mojado.

—Lléveme, por favor, rápido al aeropuerto que si no voy a perder el vuelo —le dijo en forma apresurada, para luego sacar de una maleta de mano que subió junto con la cartera al asiento trasero del taxi, un bolso floreado que contenía artículos de maquillaje y comenzó a acicalarse mientras el conductor trataba de esquivar autos y turistas, pasar semáforos en naranja y correr bajo la lluvia al aeropuerto con una meta de llegada que sabía era difícil de lograr.

La lluvia y las nubes de agua que levantaban los vehículos con que se cruzaba no le permitían tener una buena visibilidad de la carretera, que afortunadamente estaba con poco tráfico. En nada mejoraba la seguridad de la conducción el hecho de que Ulrico mirara fascinado el espejo retrovisor viendo la transformación de la dama que iba en el asiento trasero. El cabello castaño opaco pegado al cráneo que vio al inició del viaje ahora se había transformado en una melena rojiza que brillaba; unos ojos diminutos y soñolientos habían crecido con contornos negros y pestañas como antenas de polillas; la boca seca se veía roja y jugosa y la tez grisácea y cansada había pasado a ser lozana y mate. Solo la práctica de mirar hacia adelante y hacia atrás a la vez les permitió llegar sanos al aeropuerto y en el último minuto, cuando ya se disponían a retirar la escalerilla del avión.

—Son seis mil ochocientos pesos —le dijo Ulrico a la mujer transformada.

—Tome —dijo, dejando caer en el asiento delantero un billete de diez mil, bajándose apurada del taxi con la maleta de mano y el bolso, corriendo hacia el interior del aeropuerto, donde se perdió detrás de las puertas vidriadas.

Ulrico salió del aeropuerto conduciendo lentamente de vuelta a la ciudad. Miraba con frecuencia el espejo retrovisor para revivir nuevamente la transformación de la pasajera. Se había subido a su taxi una crisálida y se había bajado una mariposa. La pasajera era una mujer madura que no le había llamado mucho la atención, un rostro trasnochado e hinchado con el sueño matinal, como muchos de los pasajeros que llevaba en las madrugadas, pero en el viaje había mutado a una dama atractiva y con clase. Había aparecido un pañuelo al cuello, collares, anillos y gafas ahumadas de bonito diseño. Así le hubiera gustado a Ulrico tener una mujer, querer a alguien así, y que lo esperara con cariño, no como ahora que tenía que volver a una casa vacía, solitaria, donde nadie lo esperaba y debía llegar a prepararse él mismo el desabrido almuerzo, que solo, en el comedor del viejo caserón, se comía todos los santos días del año. Arroz con una papa cocida y un bistec de posta, eso era lo único que sabía preparar y lo alternaba con unos tallarines pegotes y recocidos con salsa de tomate chorreada desde una bolsa. A lo más a veces se compraba una empanada o una pizza, con la que interrumpía su latosa dieta.

Después de almorzar decidió salir y pararse en la costanera. Había dejado de llover y a media tarde no había mucha demanda por viajes en taxi. No quería quedarse en la casa y prefería estar sentado dentro del auto viendo el seno de Reloncaví con sus escasos barcos y los peatones que caminaban o trotaban por la vereda frente al mar. Recién cuando terminaban el día las oficinas y cerraba el comercio, comenzaba la gente a levantar la mano haciendo parar el taxi, prolongándose la preferencia hasta la noche con los que salían a comer o iban a fiestas, los que por pobreza o decisión escasamente comprendida, carecían de vehículo, u otros que por imprudentes ya les habían suspendido la licencia de manejar, o bien, de previsores, los que sabían que volverían propietarios de una carga excesiva e ilícita de alcohol en el cuerpo. Algunas noches de insomnio se quedaba merodeando bares o se movía a Puerto Varas para trasladar a algún trasnochado que había logrado no perder todo en el casino. Su trabajo nocturno no era tanto por la necesidad de ganar dinero y de hecho muchas veces no era así, ya que tenía que transportar borrachos que a duras penas sabían para donde quedaba su casa y habían transformado todo el dinero con que iniciaron el día en líquidos espirituosos que salían del cuerpo a esas horas de la noche como orina o vómito, y que cuando llegaban al destino, amistosamente, lo trataban de hacer entrar a la casa para pagarle la carrera con una “atención”, que la mayoría de las veces era más licor que tenían guardado, o como el caso extraordinario de un curado que ya se sentía íntimo por venir hablando leseras por el camino, y que le ofreció la señora.

—Pase nomás, compadrito —le dijo—, si la vieja es paleta y ¡putas que se menea bien! —Invitación a media lengua que desconcertó y escandalizó a Ulrico y que lo hizo dejar botado a su tan generoso pasajero con el ojete ajeno, antes de alcanzar la casa de destino, convenciéndolo de que ya habían llegado.

Su preferencia nocturna era para tratar de matar el aburrimiento que sentía solo en casa y que la televisión no lograba aplacar. Sentado frente al televisor en un sillón que se hundía por falta de resortes, al que cada vez le tenía que poner más cojines para mantener a nivel y no terminar sentado con el culo en un hoyo y las rodillas en el pecho, pasaba y pasaba canales con el control remoto, sin encontrar nada que lo entretuviera. En esas noches de insomnio y aburrimiento, el paseo de curados era una distracción en su vida, le hacía sentirse integrado a un mundo que consideraba que lo evitaba, y agradecía las historias sin hilo ni final que le contaban, o que oía de entrometido, prestando atención cuando iba más de un pasajero. Trozos de algo que parecía una vida ajena, o a veces ni siquiera eso, solo un balbuceo inconexo donde no lograba ver el cuerpo de una historia que pudiera seguir armando con las pocas pistas entregadas por los noctámbulos pasajeros y con la escasa experiencia en la vida que él tenía.

Esa tarde tuvo un par de carreras dentro de la ciudad y volvió al hogar esperando que la televisión y el sueño fueran un buen panorama para la noche, anhelo que fue cumplido con un reportaje periodístico sobre robos de autos y una noche entera dormido, que solo acabó con la claridad del día y el ruido matinal de los vehículos en la calle.

Sin ganas y sin ninguna expectativa sobre el día que se iniciaba, salió de la cama y se lavó la cara y los dientes. Era un día par de la semana y no le correspondía ducharse, habito higiénico que solo desarrollaba lunes, miércoles, viernes y domingo, que consideraba como días nones, y frecuencia suficiente para no reconocer su aroma corporal por sobre el colgajo de desodorante ambiental que tenía en el espejo retrovisor del auto. Después de la breve estadía de día par en el baño, fue a la cocina a calentar agua para tomarse un té y tostar un pan añejo que al final se puso café y quebradizo. Se lo comió con una mermelada que extraía directamente de una bolsa, chorreándola sobre los pedazos de pan cristalizado que debía remojar con el té para poder tragárselos.

La mañana de trabajo fue floja, solo tres pasajeros en carreras cortas, luego el mismo almuerzo de todos los días y una tarde que amenazaba terminar sin haber levantado ningún pasajero, pero que rompió su destino a último momento con una pareja aperada con dos maletas que lo paró para que la llevara al terminal de buses. Se detuvo y se bajó del auto para meter en la maletera el equipaje de sus pasajeros, y al abrir la tapa se llevó la sorpresa de encontrar el receptáculo ocupado con una maleta que no recordaba llevar, pero que inmediatamente relacionó con la mujer metamórfica que había dejado en el aeropuerto la mañana anterior. Luego de llevar a sus pasajeros pensó en ir a dejar la maleta al aeropuerto, pero desistió por la hora; nadie a esa altura de la tarde se iba a hacer cargo de ella. Presupuestó para el otro día ese cometido.

La mañana siguiente fue especial, ya que se levantó por primera vez en mucho tiempo con una misión. Duchado y habiendo desayunado un pan blando con mermelada chorreada, salió con destino al aeropuerto a entregarle la maleta a algún funcionario para que se hicieran cargo de ella y se la devolvieran a la olvidadiza dueña. Al entrar al recinto no supo a quién recurrir; las ventanillas de atención estaban todas ocupadas y había una larga fila esperando completar el trámite de embarque, el resto del personal que se veía eran guardias y personas de aseo, a los que les preguntó dónde se dejaban los equipajes perdidos, pero no pudieron darle ninguna respuesta concreta.

—No sé —le habían dicho—, aquí afuera no se pierden las maletas, las que se pierden quedan adentro en las bodegas o dando y dando vueltas en las cintas, pero no sé qué hacen con ellas. Capaz que le convenga hablar en la oficina con la jefa —concluyó la más ocurrente.

Ulrico fue con la maleta en busca de la jefa, pero aunque lo trataron en forma considerada, no le recibieron la maleta.

—¡Cómo se la vamos a recibir si no tiene idea de quién es! —le argumentó la jefa—. No es que no quiera recibirla, pero a quién se la voy a entregar. El avión iba con más de 120 pasajeros y, además, hacía escala antes de llegar a su destino. Sin un nombre no sabríamos de quién es y dónde se bajó.

—Pero si la persona reclama sabrán que es de ella y se la pueden mandar a dónde sea —objetó Ulrico tratando de vencer la inflexibilidad de la jefa.

—Tampoco —persistió la encargada en su negativa—. No le van a considerar un reclamo así. No ve que no perdió la maleta en el avión, no fue culpa de la línea aérea. Esa es una maleta que nunca entró al aeropuerto, se quedó siempre en su taxi y la línea no puede hacerse cargo de ella. Además, no se sabe ni qué contiene, podría tener algo peligroso adentro y estaríamos poniendo en riesgo al avión, los pasajeros y la tripulación, y estoy segura de que usted no quiere hacernos correr ese riesgo. Llévese mejor la maleta y si quiere la guarda usted, cómo sabe si por milagro vuelve a aparecer la dueña; al final, es usted el único que la conoce.

Con el argumento invencible del riesgo, Ulrico dio por terminada su misión reparadora y mirando con cierta desconfianza la maleta se retiró del edificio y la volvió a meter en el baúl del taxi. Al llegar a casa la sacó y la dejó en el living cerca de la puerta de entrada. Suponía que en algún momento iba a aparecer alguien a pedirle la maleta y por eso la mantendría a mano. La primera semana fue algo notorio el bulto rojo cercano a la puerta, pero ya para el mes se había ganado un espacio tan suyo como era el de la mesa de arrimo a la entrada y del resto de los viejos muebles de las piezas, que no juntaban polvo por la manía heredada de generaciones por Ulrico de pasar plumero, paño y aspiradora a toda la casa, acción que vio por años hacer a la abuela, tía abuela y madre, sin entender que esa faena era disputada como entretención diaria, más que como un acto de aseo y orden.

Pasaron largamente los meses antes que la maleta volviera a llamar la atención de Ulrico como un asunto extraño a su casa. Un día lluvioso de agosto en que no había salido a conducir el taxi, volvió a notar ese bulto rojo que contrastaba con todas las otras cosas color café de la casa, se la quedó mirando como si recién la hubiera visto y le entró curiosidad por ella. ¿Qué sería de la dueña? ¿Habría seguido cambiando y ya tendría otro aspecto? ¿En qué estaría pensando que se olvidó de la maleta? ¿Qué guardaría en ella? Tuvo el impulso de abrirla con la justificación de que ya no aparecería la mujer a cobrarla, pero, al final, entre por timidez, pudor y respeto a la ley, desistió de la idea y se conformó con la televisión.

En la tarde, después de haber dado vueltas y vueltas por los canales, la curiosidad, que solo había sido aplacada, volvió a saltar, venciendo las reticencias y con un desatornillador en mano procedió a romper los cierres de la maleta para ver qué contenía su interior, para conocer más de la vida de esa mujer que, cuando se concentraba, aún podía ver transfigurándose en el espejo retrovisor.

Se abrió la maleta como si fuera una almeja, dos valvas coloradas llenas de ropa, retenida por unas correas negras que la cruzaban en diagonal. Contemplaba la maleta abierta pero no se atrevía a tocar su contenido. Lo retenía un cierto respeto por lo ajeno, la conciencia de que era un intruso en la vida que representaba esa maleta. Ese límite personal lo había tenido siempre, desde chico se paraba afuera de las puertas esperando que lo dejaran pasar, que claramente le indicaran que podía entrar a ese espacio que le era ajeno, que estaba ocupado, dominado por otras personas. Una regla inculcada por abuelas y bisabuelas que le marcaban los territorios por donde podía moverse dentro de la casa. Una regla que indicaba que era tolerado en la casa donde crecía, pero que le hacía sentir que no era parte de ese hogar, y que solo se podía mover en su interior con una invitación renuente de un ser de cara tosca y ropas oscuras, reforzada esa autoridad por el permanente recordatorio de una madre dominada, sumisa y aterrada, que lo instaba a cumplir las leyes que se debían seguir en ese reino de frustraciones y amarguras. Recordaba esas frases cortas y duras y las miradas torvas. Nunca una sonrisa, nunca una bienvenida que le generara confianza para entrar a una habitación, para entrar al espacio de otro, a la vida de otra persona. Postradas en las camas, a pocos pasos de sus muertes, seguían gritando y gruñendo órdenes, negando y otorgando permisos, marcando las normas que cada vez se iban poniendo más odiosas e irracionales. El respeto para Ulrico tenía la máscara de una vieja desdentada y mirada de odio, atemorizante; el rostro de una bruja. Miraba la maleta y no se decidía a meter las manos en ella, a soltar las correas y comenzar a ver prenda por prenda lo que contenía, lo que había elegido la mujer para acompañarla en su viaje. Para darse más privacidad salió al pasillo y cerró la puerta de calle con otra vuelta de llave, volvió al living, cerró la puerta de esa pieza y corrió las cortinas dejando el ambiente aislado y en penumbras, lo que lo obligó a prender la luz para comenzar su propósito. En una media luz cómplice; nervioso, se arrodilló junto a la maleta con el corazón latiendo con una fuerza que le hacía vibrar todo el cuerpo, con manos temblorosas comenzó a soltar las correas que se retraían hacia los bordes de la maleta, dejándole el contenido libre para comenzar a tocarlo, a sentirlo, a conocerlo, a meterse sin permiso previo en la vida de otro, en el espacio de otra persona. Sacó primero de uno de los lados una prenda doblada que, al abrirla, se dio cuenta de que era una chaquetilla de lana blanca, sin cuello y sin botones, que tenía un forro suelto y suave en su interior; la falda que seguía en el orden de la maleta también era blanca y de la misma textura, por lo que la dejó expuesta como una combinación arriba del sofá, después sacó un vestido crema sin mangas que puso como sentado en un sillón, la próxima prenda era otra falda en un tono damasco y bajo ella se veían tres blusas de distintos diseños que iban del rojo al rosado y al blanco. Se sentía un intruso, un fisgón, pero vencer ese sentimiento le provocaba excitación, lo llenaba una sensación agradable, una tensión que le ponía la piel de gallina que le recorría como un escalofrío el cuerpo de pies a cabeza, algo mucho mejor que los magros orgasmos que se provocaba cuando se masturbaba en la cama a oscuras o encerrado en el baño con la ilusión de lograr una sensación de placer. Lo hacía como un ritual, una costumbre, que debían hacer los jóvenes, porque los había escuchado, y los trataba de imitar para sentirse integrado en algo a los de su generación, sin comprender que el paso previo de excitación era la etapa fundamental para darse placer.

Al otro lado de la maleta se encontró con una bolsa que contenía unas zapatillas de casa y otra que tenía un par de zapatos negros de taco alto y correas; una enagua que cubría cuatro calzones y tres sostenes a los que trató de hacer coincidir como si fueran pareados pero no concordaban ni en diseño ni en la tela confeccionada; otra prenda, que dedujo era un camisón para dormir; un frasco de champú y otro de bálsamo, otro frasco más que decía que era una crema corporal, un pote de crema; dos pañuelos grandes que podrían haber sido usados como bufandas o para ponérselos en la cabeza, y un chal negro que la etiqueta decía 30 % lana 70 % poliamida. Dejó todo extendido en el suelo y rebuscó para ver si había algo escrito, pero aparte de un libro no encontró nada que pudiera indicarle el nombre de la mujer, o que le diera pistas más precisas de lo que podría ser la vida de ella. ¿Dónde vivía? ¿Sería casada? ¿Divorciada? ¿Separada? ¿Viuda? ¿Soltera? ¿En qué país, en qué ciudad viviría? No había nada personal en la maleta, salvo el aroma. Al abrirla se dio cuenta de que salía un olor especial, distinto al que tenía la pieza y la casa, era un olor dulce, un perfume, algo que le agradó pero no lo pudo identificar con nada en ese momento en que su excitación estaba enfocada en las prendas que descubría, en la visón, en la textura. Se le había perdido ese aroma general que sintió al abrir la maleta y ahora de rodillas recorría las prendas que tenía expuestas, oliendo como perro perdiguero cada una de ellas, diferenciando los olores impregnados en ellas. Perfume era lo primero que sentía, más fuerte en los pañuelos y en una blusa, pero en todos los vestidos y en el interior de la chaqueta el perfume estaba presente, era notorio. En otra blusa logró oler algo de sudor y el ácido del tanino en las correas del zapato; el camisón bajo el perfume tenía también otro olor, olores que podía separar pero que no podía nombrar, eran distintos, eran especiales, y no los podía asociar a los olores que para él eran familiares. En los calzones encontró olor a detergente, ese lo pudo reconocer y nombrar, y en un par de ellos ese olor se había perdido y estaba remplazado por otro aroma más seco, más intenso, uno que tampoco reconocía, pero que, al suponer de donde venía, le causo una inmediata erección que le asustó en un comienzo y lo hizo tirar lejos los calzones. Avergonzado y colorado, miró para todos lados como buscando una mirada acusadora y con un alivio desconfiado vio que estaba solo en la pieza, que las cortinas seguían firmemente cerradas y nadie lo castigaría por la obscenidad que había hecho y por el bulto crecido en el pantalón.

Con nerviosismo, y unos sentimientos que iban de la excitación a la culpabilidad y la vergüenza, comenzó a guardar ordenadamente la ropa y los artículos en la maleta, en el mismo orden en que los había encontrado, tratando de doblarlos de la misma manera, como para que no se notara que habían sido sacados y expuestos a la vista ajena, y que, menos, habían sido motivo de un pensamiento involuntario malsano. Cerró la maleta y, debido a los broches rotos, tuvo que utilizar una cinta para evitar que se abriera nuevamente, la llevó a una de las habitaciones para dejarla fuera de la vista. La maleta ya no era un objeto cualquiera, un mueble más, se había transformado ahora en un objeto pecaminoso, un objeto culposo, un objeto que le despertaba pasiones que sabía que otros condenarían si supieran de ellas. Había que esconderla para que otros no la pudieran ver, le preguntaran por la maleta y adivinaran qué había hecho con ella. Él escondería también lo que le había provocado meterse en ese mundo ajeno.

3

Ulrico no durmió bien esa noche. Lo que había experimentado no lo dejaba dormir. Pasaba de la excitación que había sentido al abrir la maleta, hurgar en la vida de otros, tocar las ropas y sentir sus texturas, a la vergüenza más absoluta al llegar a oler los calzones. De la intimidad del sentimiento al temor que se hiciera público. Temía a la censura, a la burla, al castigo que provocaría si se supiera que había abierto la maleta y metido la nariz. Un degenerado, dirían. Pensaba que con solo mirarlo a la cara lo descubrirían, como si fuera de vidrio y pudieran ver su interior, qué pensaba, qué lo excitaba y tan delatadoramente lo traicionaba el pantalón. Cansado en la mañana, tomaba desayuno con un té aguado y un pan latigudo con un chorro de mermelada, cavilando qué iba a hacer con la maleta que tanto lo inquietaba ahora. Comenzó a imaginar que la policía golpearía su puerta preguntando por la maleta: ¿Dónde dejaste la maleta que te llevaste el otro día?, le dirían. ¿Por qué la abriste y oliste los calzones? Vendría la acusación que, con solo pensarlo, lo hacía avergonzarse y notaba cómo se le ponía la cara, roja y caliente. Decidió al final que mejor se deshacía de ella. Iría en la noche a botarla en algún camino apartado. Eso le trajo algo de tranquilidad y se quedó dormido en uno de los sillones donde había expuesto la ropa la tarde anterior. No salió a trabajar en todo el día, cuando ya era noche cerrada y solo se movían por la ciudad los noctámbulos, limpió la maleta con un paño para no dejar ninguna huella que lo pudiera comprometer, y usando guantes metió la maleta al maletero del auto y salió furtivamente de su casa, procurando hacer el menor ruido posible para no ser notado por su vecindario.

Se movió tenso por la ciudad dormida y se relajó un poco cuando, pasando Pelluco, tomó el camino a Lenca. Encontró al cabo de unos kilómetros un camino lateral y, al poco recorrerlo, se detuvo en un lugar solitario, bajó del auto, sacó la maleta y la tiró entre los arbustos que crecían a la vera del camino. Cerrando el portamaletas cuidadosamente, se subió al auto y volvió aliviado a su casa.

En la semana estuvo atento a lo que pasaba a su alrededor, espiaba a través de las cortinas cerradas para ver si alguno de los vecinos lo estaba vigilando, y en otra ocasión caminó por el patio para verificar si en esa condición se podía ver hacia adentro de la casa, hacia su intimidad; comprobó que la privacidad estaba cumplida. Se inquietaba cuando veía un vehículo policial, pensando que le iban a preguntar por la maleta, pero luego se conformaba acordándose de que la maleta la había tenido por meses en la casa y nadie se había interesado por ella, ni la policía, ni la dueña, y menos el aeropuerto o el hotel.

Al par de semanas estaba otra vez metido en su vida solitaria y rutinaria. Sentado en el sillón que se hundía, pasando de un canal a otro sin encontrar nada en la televisión que lo distrajera del paso de las horas. Ya no dormía porque el cuerpo se lo pidiera, para recuperarse del cansancio diario, su meta era dormir para tener conciencia menos horas al día. Cada hora que dormía era una hora menos de inquietud, de aburrimiento, de soledad, de esa vida plana que llevaba donde había más cosas que lo atemorizaban que las que le provocaban tranquilidad, estaban ausentes las que lo motivaban y le causaran un entusiasmo que justificara estar despierto las horas del día, las horas que se venían hacia adelante.

Comenzó a mirar la experiencia de la maleta de otra manera, el temor a que lo sorprendieran había disminuido, lo había relativizado, y ya se había convencido de que nadie se preocupaba por la maleta, en cambio, había empezado a valorar lo que había sentido al abrirla y meterse en la vida de otra persona. Había sido una sensación agradable, la de un explorador que en un safari va descubriendo nuevas tierras; nuevas tribus, nuevos animales, otras costumbres, otros olores; al acordarse de los olores, le vino otra vez el enrojecimiento de la cara y un escalofrío en todo el cuerpo. Esa había sido la sensación más placentera que había sentido en su vida, una verdadera descarga eléctrica que despertaba los instintos que tenía apabullados en un rincón de su ser. Ese shock lo volvía a la vida; nada más necesitaría después de ello.

El pensamiento le rondó la mente por varias semanas y se arrepintió de haber botado la maleta, pensó en ir a buscarla otra vez, pero luego cayó en la cuenta de que las abundantes lluvias debían de haberla dañado, y que eso sería como sacar objetos de un basural y no de una caja fuerte donde las personas guardaban sus secretos. Una maleta nueva, tenía que ser eso, una maleta nueva. Tendría que buscar la forma de hacerse con otra maleta. Repasó mentalmente dónde se perdían las maletas; maletas que por equivocación se iban a otros destinos de los que llevaban sus dueños, y que nunca volvían a encontrarse. Conocía varias historias de pasajeros que habían perdido para siempre el equipaje en aviones y buses. También estaban las maletas que se quedaban olvidadas, como a él le había pasado; maletas que quedaban en algunas custodias, o bien que le pedían a alguien que se las guardara por un rato y nunca más volvían a buscarlas. Maletas descuidadas; el dueño confiaba en un custodio, el cual ni consideraba el rol que le habían supuesto inocentemente. Él sabía de esos casos, personas, turistas en su mayoría, que abandonaban el hotel a mediodía y que querían seguir visitando la zona y les incomodaba el equipaje y lo dejaban en cualquiera parte mientras esperaban el bus o el avión que los llevaría a otro destino.

Salió a recorrer la ciudad con el propósito de conocer el circuito del equipaje. Hasta ahora siempre se había fijado en las personas, en los pasajeros que lo detenían y le pedían una carrera; muchos eran gente local que viajaba sin equipaje, a lo sumo, llevaban un maletín, las bolsas del supermercado o las compras de las ferias. Pero el lugar era un destino turístico y siempre había pasajeros de otras ciudades y otros países que pedían un viaje, esas eran las personas que perdían el equipaje y a las que les resultaba difícil poder recuperarlo. También eran las más interesantes, las que podían tener maletas que contaran otras historias; tierras lejanas, vidas distintas, costumbres que él no conociera, artículos y productos novedosos. Un mundo por conocer y el premio de la excitación que le producía.

La primera maleta que se consiguió estaba sola fuera de un hotel. Había estacionado el taxi en una calle lateral y caminaba por el centro de la ciudad, fijándose en su misión de ver qué pasaba con las maletas, cuando vio a una mujer que dejaba una en la calle y volvía al interior del hotel. Con una frialdad que no se conocía, pasó por el lado de la maleta, la tomó y siguió su camino sin detenerse hasta doblar la esquina y llegar a su vehículo. Luego de guardarla en el maletero, se sentó en el asiento del chofer y volvió a respirar, le parecía que había estado aguantando la respiración desde que tomó la maleta y caminó las dos cuadras hasta llegar al auto. Le latía el corazón con fuerza y estaba empapado de sudor. Logró poner el vehículo en marcha y trataba de salir del estacionamiento en que estaba encajonado, moviendo el volante que se le resbalaba debido a las manos mojadas por la transpiración. Después de varias maniobras salió de entre los autos parados y se incorporó al flujo de vehículos, asumiendo un anonimato que le permitió llegar ya más calmado a la casa y meter el auto al patio, escondiéndolo de la vista de los vecinos, para luego entrar con la maleta recién conseguida por la puerta trasera. La experiencia lo había dejado agotado. Sintiéndose seguro, se relajó y le entró un cansancio que lo hizo recostarse en la cama, donde se durmió no más haber puesto la cabeza en la almohada.

Despertó bien entrada la tarde, había dormido prácticamente medio día. Una vez despabilado, comenzó a rememorar lo excitante que había sido tomar esa maleta. Se maravillaba de cómo de estar caminado solo con la idea de mirar, había tomado la rápida decisión de pasar a la acción y llevarse la maleta; como el águila pescadora que había visto en un programa de la televisión que, sin detener su vuelo, pasaba cerca del agua y salía con un pescado coleteando entre sus garras; se asombraba de haber aprovechado esa primera oportunidad sin pensar en otra cosa que salir con ella de ahí, sin pensar en que lo pudieran pillar y lo apuntaran y acusaran de ladrón, sin pensar en la vergüenza que eso le significaría. Se extrañaba por la determinación con que había actuado, era algo nuevo para él, acostumbrado a contar siempre con el permiso de otra persona, criado sin la capacidad de decidir. Ahora, de mayor, le costaba y se angustiaba frente a la toma de cualquiera decisión propia. Ir al supermercado lo complicaba, esos anaqueles llenos de alternativas lo inquietaban y por eso, al final, siempre compraba lo mismo, siguiendo lo que las parientas viejas y su madre le habían ofrecido con tan poco cariño cuando ellas vivían. Le extrañaba pero le gustaba, era un nuevo él, una sensación que lo hacía sentir bien. Sin esa intención, había enfrentado sus miedos y los había vencido.

Caída la noche, contemplaba la maleta aún cerrada en el piso del living. Había esperado la oscuridad para dar paso a la segunda etapa, a la exploración de lo desconocido, que en sus vericuetos y dobleces esperaba que lo llevara a la etapa íntima que lo excitaba y lo avergonzaba, al verdadero motor que lo había hecho buscar una maleta nueva. La curiosidad era un motivo, la curiosidad que despertaba saber de la vida de otros, hurgar en sus intimidades y secretos, pero sabía que lo más fuerte, el corazón de todo, había sido la reacción que tuvo cuando tocó la ropa de la mujer, cuando olió su esencia, mezcla de perfumes y cuerpo, aromas exóticos que venían de las preferencias y olores impregnados de la piel, los recovecos y las profundidades que eran propios de la dueña de la maleta. Ese placer que sintió lo consideraba prohibido, algo que no podía salir a la luz, era un placer que debía estar oculto debido a la vergüenza que sentiría si alguien sabía de él. Le producía adrenalina que lo sorprendieran llevándose una maleta, lo que hacía excitante esa etapa de su proyecto, pero, a pesar de lo incómodo que sería, él podría explicar de alguna manera que se confundió; que pensó que estaba botada y la iba a llevar a las oficinas o algo así. Que lo pillaran manoseando y oliendo la ropa, sería una situación distinta; no saldría con una simple disculpa y lo catalogarían como un degenerado. Ese mismo abismo en la culpabilidad y la vergüenza era la dimensión del placer que le generaba el acto, algo que se le hacía muy difícil de vencer y que lo impulsaba a seguir tratando de conseguir la chispa que le prendía el cuerpo, que le despertaba el deseo y la lujuria.

Se había provisto de un desatornillador para romper los cierres, pero, para su asombro, la maleta no estaba cerrada con llave y los pestillos saltaron al primer intento, dejando el paso libre a los secretos que guardaba. Era una maleta negra de plástico duro, una maleta corriente con ruedas y manilla, no muy grande, donde la ropa se amontonaba en un lado y en el otro solo estaba la tapa con unos pequeños bolsillos. La ropa se veía sujeta con un par de correas que se estiraban de un lado a otro de la maleta, hundiendo el montón de ropa con su presión. Soltó las correas y sacó un impermeable rojo que lo cubría todo, confeccionado con un plástico lustroso y flexible, grueso y suave al tacto, una textura que nunca había visto en su corta experiencia en todo el tema que tenía que ver con el vestuario femenino. Lo cogió por los hombros apreciando su consistencia de goma, su brillo. Lo olió. Se dio cuenta de que solo tenía el olor neutro del plástico y lo dejó expuesto arriba de una silla. Debajo del impermeable el resto de las cosas se presentaba como un revoltijo, salvo un chaleco lila que se encontraba doblado, las demás prendas se habían echado sin orden a la maleta y estaban arrugadas y mezcladas sin que se supiera qué eran a primera vista. Fue sacando vestidos y blusas, camisetas y pantys, calzones y sostenes, zapatillas y chalas, calcetas en las cuales trataba de encontrar sus pares, una bolsa con maquillaje y un envase de toallas higiénicas. En el fondo encontró un plano de una construcción, un plano doblado por la mitad y luego en cuatro partes que en su dibujo describía algo parecido a un cajón de gran tamaño, pero que no tenía ninguna lectura que lo identificara, todo eran rayas y números. Las prendas tenían poco perfume, en algunas partes de ellas podía reconocer el aroma del desodorante, pero en general casi todas tenían un olor azumagado, como si hubieran sido guardadas húmedas o llevaran mucho tiempo sin lavarse; en los calzones creyó percibir otro olor, algo un poco más fuerte que se destacaba sobre el olor general. No había logrado ver bien a la mujer, la dueña, fue una visión corta antes que entrara al hotel, no se acordaba del color de pelo ni de cómo iba vestida, solo era un cuerpo que giraba y se perdía en una puerta; su atención estaba en la maleta, por ello no tenía una imagen de su dueña, no fue como la vez anterior donde tenía grabada a la mujer en el espejo retrovisor. Esta vez tuvo que improvisar su fantasía. Cómo era físicamente, qué hacía en Puerto Montt, a qué se dedicaba. Se imaginó una persona joven, una arquitecta por el plano que llevaba. Más allá de eso, no pasó. Le costaba imaginar la vida de una mujer, las únicas que había conocido de cerca no tenían otra vida que la casa y la amargura con que vivían. Su mundo, su mirada al interior de otras casas provenía de las películas y las telenovelas y, de momento, con la turbación que sentía, no se le venían a la cabeza escenas que lo pudieran guiar.