DEDICATORIA

En mi vida he amado a pocas personas y a todas ellas les debo una parte de este libro.

La primera persona es mi papá, el hombre que me compraba los libros que quería de niña porque sabía que un hijo que tiene hambre de letras es una buena inversión a futuro.

La segunda persona es Fernanda Sandoval, una de mis mejores amigas y prueba viviente de que la amistad existe, es incondicional e indestructible. Es la clase de personas que todos quieren en sus vidas, pero no muchos tienen la suerte de tener.

La tercera persona es una profesora del colegio que marcó mi vida: Carmen Gloria Carrasco, quien me enseñó que ser mujer es la cosa más valiente que pude haber hecho. También dentro de este tercer lugar deseo destacar a Macarena Puga, mi primera profesora de lenguaje y a Francisca Marshall, directora de arte, mi profesora de la universidad y la mujer que hizo que mis puertas al mundo audiovisual se abrieran.

La cuarta es Camila Rojas, la persona más inteligente que ha pisado este planeta desde que Leonardo da Vinci nos dejó. Le debo mucho. Le debo el tiempo que ha invertido en leer cada palabra que escribo, las horas instaladas en las butacas del cine, las lágrimas que le he hecho derramar por buenos y malos motivos, las clases que tuvo que soportar sentada a mi lado por años y también le debo la percepción del mundo tal como lo veo y conozco.

A todas estas personas —y a todas las que me han amado— les debo la realización de este libro.

MANADA

Einstein decía que cuando las abejas dejasen de existir, la humanidad se vería condenada a la extinción porque cuatro años después no habría un solo humano en la faz de la Tierra. En verdad Einstein no dijo eso. Las abejas ni siquiera tuvieron que dejar de existir para que el progreso de la humanidad en millones de años se fuese al caño.

Hayao lo decía con frecuencia y yo procuraba repetirlo en mi cabeza para no olvidar que algunas cosas ocurren sin que haya una razón aparente.

—Estas cosas pasan —murmuré y Noah alzó las orejas, nervioso.

Su cabeza estaba junto a mí, en el suelo, con sus ojos azules fijos en mí.

—Lo siento —acaricié su nariz y volvió a apegar las orejas al cráneo, produciendo un leve chillido que Apollo calló con un gruñido.

Miré a mi derecha. Él estaba agachado entre el auto en que apoyaba mi espalda y uno estacionado un metro más atrás. Tenía la cola recogida y tan tensa que dejaba de ser linda. Lo había autorizado para liderar esta vez y se estaba tomando su trabajo muy en serio.

Logan, recostado frente a mí, no dejaba de mirar a Apollo con envidia.

Tomé un papel viejo y sucio de debajo del auto, lo arrugué y se lo arrojé para que me mirara. Cuando tuve su atención señalé mis ojos con dos dedos y luego al parque del otro lado de la calle. Refunfuñó por lo bajo y sacudió la cabeza.

Apollo hizo un sonido agudo y me acerqué a él a rastras para situarme a su lado y ver el parque desde su perspectiva. No pasó mucho antes de que viéramos el pelaje casi rubio de Mika asomándose por una barrera de árboles y a Penry saltando sobre él para adelantarse, incluso sobrepasando la barrera de autos abandonados que rodeaba el lugar. Los saltos de Penry hacían que cualquier zorro se sintiera orgulloso de ser un zorro.

Ambos corrieron hacia nosotros y se detuvieron frente a Apollo y a mí, jadeantes.

—Bien hecho —dije, acomodándome para enseñarles las manos y hacerles señas—. ¿Venado? —Negaron con la cabeza y cambié la señal—. ¿Jauría? —volvieron a negar—. ¿Oso? —Apollo gruñó. No le gustaban los osos, pero de todas formas sus hermanos negaron—. ¿Búfalo? —Comenzaron a chillar en modo de afirmación— ¿En serio? ¿Llegaron hasta aquí?

Me puse de pie y el resto me imitó. Fui hacia Noah y tomé el bolso que había dejado a su lado. Retiré el arnés y fui hacia Penry para colocárselo alrededor del cuerpo. Su cola comenzó a moverse de un lado a otro cuando supo que lo había elegido.

—Apollo —él me miró cuando escuchó su nombre—. Voy a seguirte, pero si doy una orden la vas a obedecer —hice una señal, tocando mi frente con los dedos para que estuviese atento.

Asintió y juntos nos escabullimos hacia los autos. Apollo iba a la cabeza. Le seguíamos Logan, Penry y yo. Nuestro apoyo eran Mika y Noah, que sabrían qué hacer si las cosas se salían de control.

—Sigilosos, chicos —todos bajaron las orejas—. Que sea como cazar una liebre.

Hice un sonido con la lengua y el paladar para avanzar, cruzando entre los autos y los árboles que parecían multiplicarse con cada paso que dábamos. Antes de llegar al claro encontramos enormes arbustos que nos ocultaban de una manada de búfalos, una grande.

El macho más grande tenía el tamaño de Apollo, no sería un problema para ninguno de mis niños. Las crías más pequeñas serían presas fáciles, pero dejaríamos vivir algunas por si volvíamos a encontrarlos algún día, en medio de una escasez de carne.

—Logan —lo llamé y me miró de reojo. Le hice la señal para rodear, atacar por un costado y asustarlos.

Si mi plan seguía su curso, el miedo los haría correr hacia una calle no muy angosta. Los más veloces escaparían. Los más lentos serían la cena. Logan desapareció entre los arbustos y podía ver su pelaje moviéndose cautelosamente. Penry lo siguió con la mirada y empezó a mover la cola cuando su hermano estuvo en posición.

Tomé mi silbato y lo hice sonar.

Los búfalos alzaron las cabezas y miraron en todas direcciones. No tuvieron mucho tiempo para encontrar el origen del ruido pues Logan saltó desde la oscuridad para abalanzarse sobre un macho joven.

La manada empezó a correr en la dirección correcta y Apollo se lanzó al ataque. Penry lo siguió y pude estar tan cerca de un búfalo como para tocarlo. Era una hermosa hembra.

—¡Apollo! ¡Ya! —se lanzó sobre un macho específico, no el más cercano.

Era el mejor eligiendo presas y las obtenía sin importar lo escurridizas que eran.

El búfalo cayó y rodó antes de detenerse, pero Apollo jamás lo soltó. Los búfalos que corrían hacia ellos se hacían a un lado estando cerca y evitaban pisotearlos o tropezar, a diferencia de los venados a los que les encantaba saltar, obsequiándonos moretones.

Cuando pasamos junto a ellos, saqué un revólver de mi cinturón y le apunté a la hembra junto a mí. Iba a dispararle en un costado de la cabeza cuando un macho cambió de dirección, pasó frente a ella y nos embistió directamente, lanzando a Penry lejos y haciendo que yo rodara aún más lejos, dislocándome un hombro y fracturándome una costilla.

Cuando vives de la forma en que yo lo hice por tanto tiempo, no tienes mucho tiempo para quedarte quieto e ignorar los riesgos. Por eso me senté en el césped, tomé el revólver y apunté al búfalo que corría hacia Penry para embestirlo otra vez.

—¡Penry! ¡Abajo! —le ordené para que no se levantara y le diera por accidente.

Tenía la mirada fija en el búfalo cuando disparé, pero no salió ninguna bala. Estaba cargado, pero se atascaba con frecuencia. Empecé a golpearla contra el suelo, sin éxito.

—¡Penry! ¡Corre! —le grité.

Se levantó rápidamente y comenzó a correr hacia mí con el búfalo a la saga. Intenté levantarme, pero mi costado no me lo permitía. Penry llegó a mí y esperó a que trepase en él, pero apenas tenía fuerzas para moverme.

El búfalo pudo habernos embestido y matado en el acto, pero antes de que pudiera cerrar los ojos, la imponente figura musculosa de Goliath saltó sobre nosotros y atrapó con su hocico la cabeza del búfalo, clavándole los dientes en el cráneo y haciéndolo retroceder.

Con un movimiento brusco Goliath le dobló el cuello y lo mató. Se alzó una nube de tierra a su alrededor cuando la bestia cayó y yo pude ceder con Penry en mi espalda.

—Siempre supe que ustedes eran mis ángeles guardianes —le dije a Penry.

Goliath me había sorprendido una vez más. Había saltado sobre nosotros y vencido a nuestro atacante con nuestro equipaje en sus costados y lomo, como una mula de carga gigante y llena de pelo rojizo. Llevaba nuestras cosas por ser el más fuerte. No entendía cómo podía seguir moviéndose con tanta libertad.

Noah y Mika corrieron a olfatearme. Era su forma de decir que estaban preocupados.

—Voy a estar bien —los calmé y les señalé la calle, donde un grupo de búfalos aún esperaba su turno para pasar. Les enseñé mi meñique, estirándolo y contrayéndolo—. Crías.

Echaron a correr y volvieron con dos crías a rastras. Sus presas no se comparaban a las de Logan, Apollo o Goliath, pero con enormes estómagos que alimentar no podía darme el lujo de quejarme.

—Bien hecho, chicos —me levanté con dificultad, apoyándome en la cabeza de Penry e intentando mantener el equilibrio—. Vayan a comer. Lo merecen.

Empezaron a movilizarse con sus presas, pero Apollo dejó de arrastrar la suya y fue hacia mí. Tenía el hocico lleno de sangre y podía ver en sus ojos que estaba agotado.

—Lo hiciste bien, como siempre —puse mis manos en sus mejillas y besé su frente.

Se unió a sus hermanos para el festín del día, pero no tardé en notar que Noah se había quedado atrás. Se sentó y abrazó sus patas con su frondosa cola.

Le ordené a Penry que se llevara la presa de Noah para que nos dejara solos.

—¿Quieres venir conmigo? —le pregunté y su cola se movió.

***

Desde que el mundo se había acabado, las posesiones que alguna vez tuvieron dueño pasaron a ser mías y de cualquiera que supiera usarlas para sobrevivir.

No sabía dónde estábamos, pero sabía que era un pueblo que aún no sufría la llegada del invierno. No había gente y era tierra de nadie, como tantos otros pueblos y ciudades. Había tiendas comerciales, pero no estaba dispuesta a hacer vandalismo por la revista que diez años atrás había estado de moda.

Divisé una carnicería, pero no quería arriesgar nuestros estómagos a una intoxicación. También encontramos una florería llena de plantas marchitas y una tienda de mascotas con jaulas vacías en la vitrina. Ese día Noah aprendió que las flores no siempre olían bien.

No pasó mucho antes de que llegásemos a un barrio residencial en el que alguien con mi aspecto solo habría sido aceptado después del fin del mundo. Era un buen momento.

—Mi mamá quería vivir en una casa como estas —le dije a Noah mientras caminábamos por la calle—. Apuesto a que mucha gente rica se fue dejando algo interesante.

Como dije, era tierra de nadie. Rompí las ventanas de tres autos antes de encontrar una palanca para forzar la puerta de la casa más cercana. Al ingresar una alarma empezó a sonar y Noah se asustó, retrocediendo con la cola entre las patas.

—Tranquilo. Es seguridad de buena clase. Debe tener más de diez años de garantía.

Me eché a reír, pero él seguía confundido por el sonido. El monitor de la alarma estaba a un lado de la pared. Lo desprendí con la palanca y dejó de sonar.

Aquella era una casa elegante, con figuras de porcelana en los muebles cerca de la entrada, cuadros pintados a mano y sillones finos cubiertos con sábanas. Me recosté en uno de ellos y luego Noah se armó de coraje para entrar a la propiedad, mirando todo a su alrededor con las orejas pegadas al cráneo, como si estuviera rodeado de peligro.

Oí que algo se rompía en el pasillo, donde debía estar la parte de su cuerpo que yo no podía ver. Entonces se sentó y recogió la cola para abrigarse con ella.

—Tranquilo. No creo que nadie vuelva aquí —lo calmé.

Noah siguió explorando la primera planta de la casa fuera de mi vista.

Me habría quedado dormida de no ser por un chillido que me hizo levantarme. Seguí el ruido hasta una cocina y vi a Noah a través de una puerta abierta. Estaba en el patio trasero, sentado frente a una casa para perro. Se recostó en el suelo y lloriqueó mirando hacia adentro. Me agaché junto a él y vi una maraña de pelos y huesos en el interior.

Era un perro muerto y había un collar alrededor de su cuello.

—Ni siquiera pudo escapar —murmuré.

Noah lloriqueó cerca de esa pequeña casa hasta que cavé un agujero donde el césped seguía siendo verde y enterré los restos del perro. Iba a sepultar la correa con sus huesos, pero supuse que era lo último que ese pobre animal quería ver en el cielo de los perros, de modo que solo dejé la placa.

Se llamaba Doug.

***

Esa casa sería nuestra primera parada bajo techo en dos meses. Tal vez nos quedaríamos un par de días para saquear el pueblo a nuestra manera y luego volveríamos a emprender el camino, pero era un hecho que no sería nuestro hogar permanente.

Noah me llevó sobre su espalda cuando fuimos por los demás, al llegar me di cuenta de que el búfalo que había intentado matarnos a Penry y a mí ya no era más que piel desgarrada y huesos rotos. Goliath seguía masticando la cabeza que había logrado desprender.

Di la orden de movilizarnos hacia la casa y ellos nos siguieron. Apollo trotó para alcanzarnos con un enorme trozo de carne en el hocico. No se enojó cuando Noah acercó su nariz para olfatearlo, de modo que pretendía compartirlo.

—Eres muy considerado —le dije—. Gracias.

Los chicos se acurrucaron en el salón principal, cerca de la chimenea. El que vivía en esa casa adoraba las enciclopedias, supuse que con tantas no le molestaría que usásemos un par para calentarnos.

Noah empezó a comer de la carne que Apollo había traído y me alegró verlo más animado después de lo del perro.

—Déjame un poco, ¿sí? —le dije.

Recorrí un poco más la casa y vi que tenía habitaciones de invitados y tres baños.

El cielo se abrió de par en par para mí cuando descubrí que había agua caliente en el baño de la última planta. Llené la tina y me sumergí. No llevaba mucho tiempo allí cuando vino a mi mente una canción, una de esas que cantábamos en la iglesia cuando era más joven. La tarareé porque no recordaba la letra y supe que los chicos podían oírme cuando los oí chillar abajo.

A los zorros les gustaba oírme cantar… o al menos estaban tranquilos cuando lo hacía. Eran como bebés gigantes a los que les gustaba ser arrullados, aunque ya no podía cargarlos.

—Lo haces bien, Ellie —dijo Hayao—. Lo haces muy bien.

Giré la cabeza tanto como me fue posible y lo vi sentado en un rincón, derrotado y con sus ojos rasgados tan lánguidos que parecía no haber dormido en días.

—Claro que lo hago bien —dije—. Te dije que los cuidaría, ¿no?

Él rio e hizo una señal para que siguiera tarareando.

Le gustaba mucho esa canción, aunque no era cristiano ni temía lo suficiente al poder de un dios en medio del fin del mundo como para convertirse a alguna fe. Hayao cantaba mejor que yo, pero no lo había hecho desde que nos había dejado. Supongo que su voz en mis alucinaciones no era tan buena.

Para cuando mi baño terminó, los chicos ya se habían dormido. Me secaba el cabello con una toalla cuando me di cuenta de lo largo que estaba. Solía usar una trenza por sobre el hombro, pero mientras más largo fuese, más me demoraría en secarlo y con el invierno tocando a la puerta un resfriado no estaba en mis planes.

Encontré tijeras y un peine en el botiquín.

—¿Sabes lo que haces? —preguntó Hayao.

—Mi madre me cortaba el cabello todos los años.

—Supongo que algo habrás aprendido de ella.

—Ya sabes que no.

Hice una coleta con mis manos, medí la altura en que quería dejarlo y luego solo lo corté. No fue tan difícil como creía. Sacudí la cabeza y el cabello cayó casi hasta tocar mis hombros.

Fue un corte limpio, demasiado para mi gusto. Lo despunté para darle algo de rebeldía.

Iba a buscar fijador en el botiquín cuando encontré algo mejor: tintura negra para el pelo.

—Mala idea —escuché la voz del sabio Hayao detrás de mí.

—Por supuesto que no es una mala idea —reí.

Habían sido diez solitarios años, muchos de ellos sin ver rostros nuevos. ¿Qué tan diferente sería la nueva Ellie sin su cabello castaño claro?

Dejé un desastre en el lavado intentando hacerlo bien, pero el resultado no fue tan malo como esperaba. De cierta forma mis ojos resaltaban más en el espejo y esas pecas que antes podía contar con los dedos de las manos ahora me cubrían de manera sutil las mejillas y la nariz. También resaltaba mi palidez.

—Suficiente para mí —murmuré frente al espejo.

CARNE DE VENADO

Mientras caminábamos noté que todos mantenían la cabeza agachada. Dejar un hogar temporal siempre era lo más difícil de nuestro viaje sin rumbo. Esa casa fue nuestra por cuatro días y en cuatro días el invierno había llegado con una nevada que me hizo tomar la decisión de partir.

—Oigan, mamá hizo lo correcto —les dije, intentando animarlos—. ¿Querían morir de hambre? Porque no habríamos sobrevivido cazando ardillas. Tenemos que seguir la comida.

Ninguno contestó. Estaban muy serios.

Seguimos caminando por una hora en silencio. Entonces Logan hizo que nos detuviéramos. Su cabeza estaba por sobre la de los demás y sus orejas se movían mucho, intentando buscar el origen de algo que yo no podía oír. Hizo un chillido y sus hermanos se inquietaron. El concreto bajo mis pies empezó a temblar y en la niebla a nuestras espaldas se dibujaron sombras con cornamentas.

Tres. Diez. Incontables.

—¡Corran! —les grité y empezamos a huir.

Todos tomaron ventaja y me dejaron atrás, pero Noah se mantuvo a mi lado y me dejó montarlo antes de que una manada de venados nos alcanzara.

—¡Divídanse! —ordené.

Subieron a los autos y así vieron el espectáculo desde una mejor perspectiva. La calle principal era un mar de astas y pelaje marrón.

Noah y yo corrimos a la cabeza de la manada. Si nos deteníamos, todos esos animales nos pasarían por encima y moriríamos aplastados. Si íbamos en su contra, Noah moriría embestido por la cornamenta de alguno de los animales y yo correría la misma suerte.

Entonces vi nuestra salvación: un camión al final de la calle. Si lográbamos saltar sobre él, todo estaría bien. Sin embargo, Noah nunca se destacó por ser el más atlético de la manada.

—¡Noah! ¡Tenemos que hacerlo! ¿Entiendes?

Chilló porque tenía miedo y yo lo sabía, pero si quería salvarnos, debía ser valiente.

Sus hermanos ladraron desde los autos. Volteé para ver a Apollo saltando de auto en auto para intentar alcanzarnos y cuando volví a mirar hacia adelante, ya estábamos frente al vehículo.

Entonces Noah hizo un movimiento rápido y él y yo terminamos debajo del camión, acurrucados mientras veíamos las patas de los venados que se estrellaban contra el camión, amontonándose porque el resto seguía el mismo camino y les impedían desviarse o rodear el vehículo.

Noah estaba aterrado, el cuerpo le temblaba y sus ojos eran el miedo personificado.

—Está bien —lo abracé y acaricié su costado para calmarlo, pero no fue posible, ni siquiera cuando la manada se fue y la pesadilla terminó.

Iba a salir cuando Noah mordió mi abrigo y me hizo retroceder. Golpeé su nariz suavemente para que me soltara y me arrastré hacia el exterior. Intenté empujar el cadáver de un venado, pero mi costado seguía doliendo por lo del búfalo. Logan lo arrastró por mí y Mika me ayudó con la nariz a ponerme de pie.

Había tres venados muertos y otro dos que apenas podían moverse. Penry terminó con el sufrimiento de uno y Apollo iba a hacerlo con el último que quedaba, pero le grité para que retrocediera. Volteé y vi los ojos azules de Noah aún abajo del camión.

—¡Ven aquí! —le grité—. ¡Ven ahora!

No estaba enojada, pero procuraba sonar furiosa para que él me tomara en serio. Ser el más tranquilo no lo convertía en el zorro más maduro de la manada.

Noah salió tímidamente de su escondite y se abrió paso entre sus hermanos y los cuerpos de los venados en el suelo, hasta llegar a mí.

—¿Ves esto? —le dije, señalando al venado.

Noah lo miró y luego a mí. Se acercó para olfatearlo, pero hice que se alejara.

—¡No! Está sufriendo, Noah. Necesita morir —tomé su mandíbula e hice que me mirara—. Tú no le hiciste esto, cariño. Ninguno de nosotros lo hizo, pero hay cosas de las que debemos hacernos cargo aunque no sea nuestra responsabilidad —me hice a un lado y él avanzó hacia el venado otra vez.

Al ver a Noah, el animal se inquietó aún más. Noah se alejó, pero al observarme bajó las orejas y puso una pata sobre el venado para inmovilizarlo. Luego le mordió el cuello y le quitó la vida.

Una de las cosas más difíciles que tuve que hacer en mi vida fue enseñarle a Noah a no tener miedo, a cazar sin sentir culpa. Sabía hacerlo con sus hermanos, pero cuando estaba solo y el miedo se apoderaba de él, era como tener de vuelta al cachorro que perseguía mariposas en primavera.

De repente oí un aullido. Apollo estaba parado sobre el camión y rascaba la superficie, como si intentase cavar en el acero. Era una buena señal.

—Bien hecho —lo felicité y volví a ver a Noah—. Esta noche vas a comerte este venado y te sentirás orgulloso de lo que has hecho hoy —rasqué su cabeza y fui con Apollo—. ¿Qué encontraste? ¿Comida? Espero que sea comida.

Había un candado en la compuerta de la carga, nada que no pudiera romperse con una palanca para allanar casas. Al aplicar un poco de fuerza, el candado voló y Mika y Penry fueron tras él, aunque sabía que no lo traerían de vuelta. Apollo bajó con un salto y se situó a mi lado para mirar hacia el interior.

—Pues… No es comida, pero no está nada mal, ¿sabes? —le dije, apoyando un brazo en su cuello.

***

Al caer la noche encontramos refugio bajo un puente muy angosto.

La fogata estaba encendida en el centro y las presas amontonadas a los costados, con la pierna de uno de los venados asándose en el fuego. Abrí la única bolsa que saqué del camión, la que estaba llena de bufandas.

Retiré una tubular de color azul y la restregué contra mi rostro. Era tan suave y cálida.

—Apollo —lo llamé y dejó de comer su parte del venado para ir conmigo—. Creo que este es tu color. Abrí la bufanda y automáticamente bajó la cabeza para que se la pusiera alrededor del cuello, como un collar, pero menos ajustado, más abrigador y cómodo.

Logan gruñó junto a mí y Apollo se retiró, casi como si ignorara los celos de Logan.

—¿Crees que eso lo hace especial? —busqué otra vez en la bolsa, retiré una bufanda púrpura y se la enseñé. Respondió alzando las orejas—. También eres especial, Logan.

Se acercó y dejó que se la colocara.

Busqué en la bolsa otra vez y retiré dos bufandas, una verde y la otra amarilla. Fui hacia Mika y Penry para sentarme junto a ellos, aunque estaban muy concentrados comiendo. Tomé la amarilla y se la iba a colocar a Penry cuando Mika se quejó.

—Cierto. A ti te queda mejor —se la puse y lamió mi rostro.

Volví con Penry y le puse la bufanda verde sin desconcentrarlo.

—Esta te queda bien —lo acaricié y me rodeó con su cola. Era el único del grupo que podía hacer dos cosas al mismo tiempo.

Iba a volver a la bolsa cuando vi a Goliath mirando fijamente la carne en el fuego. Un hilo de baba nacía en su hocico y terminaba en el suelo. No se habría convertido en el más grande si la carne cruda hubiera sido la única en su dieta.

—Me pones nerviosa —rodeé la fogata, abrí la bolsa de bufandas y retiré una tan roja como su pelaje.

Le puse la bufanda sin que quitara los ojos de la carne y corté un trozo grande para él. Lo sostuve con cuidado entre mis dedos mientras Goliath lo seguía con la mirada. Soplé hasta que estuvo frío y después lo puse cuidadosamente en la punta de su nariz.

—A mi señal, ¿sí? —murmuré.

Me alejé lentamente. Estaba a punto de chasquear los dedos para él cuando vi a Noah casi al final del puente.

—¡Hey! —lo llamé, pero no me miró.

Arrastré la bolsa conmigo hasta llegar a su lado. Miraba atentamente la niebla en el exterior, casi como si esperara algo.

—¿Es por lo del venado? —lo acaricié—. Creo que de haber podido hablar, él te habría dado las gracias por lo que hiciste. Yo lo habría hecho.

Hurgué en la bolsa y encontré una bufanda celeste, de un color tan claro y brillante como sus ojos. Hice que me mirara, le coloqué la bufanda y besé su nariz.

—Te amo. ¿Entiendes? —puse mis manos en sus mejillas y las moví.

Noah era especial. No lo amaba más que al resto, pero sí creía que debía protegerlo. Ellos eran todo lo que me quedaba.

Antes del caos, nadie sabía por qué la gente enfermaba y moría. Luego descubrieron el germen, le dieron un nombre provisorio y una posible cura que todos persiguieron. Hayao decía que tal vez era una nueva forma de empezar para arreglar lo que definitivamente estaba mal. Yo decía que era una forma de enseñarnos a amar. Los zorros comunes crecen y se vuelven solitarios, pero mi familia crecía y cada vez se hacía más unida.

—Ven —le dije a Noah—. Vamos a comer.

Se puso de pie, pero volvió a concentrarse en el exterior, como si algo lo llamara.

—No hay nada afuera, Noah. Vamos al fuego.

Me costó convencerlo de que fuese con los demás, pero admito que cuando lo hice caminar, también miré al exterior.

Goliath se quejó con un chillido agudo y cuando lo miré, noté que aún tenía el trozo de carne en la punta de su nariz. Chasqueé los dedos para que se lo comiera, pero Mika fue más rápido y le quitó el trozo de carne para luego echarse a correr en círculos a lo largo de la protección del puente.

ANTES

—¿Entonces te gustaba cantar? —me preguntó Hayao una vez, mientras caminábamos por otra ciudad sin nombre, abriéndonos paso entre la maleza con su machete y mi navaja.

—Estaba en el coro de la iglesia.

—¿Eran religiosos?

—Creo que Dios existe y mi familia lo hacía también.

—Es poco común en estos días.

—Mi padre decía que cuando todo el mundo pierde la esperanza, es bueno que alguien la mantenga, porque así hará que se expanda cuando todos quieran un poco de ella.

—La esperanza y la fe son cosas distintas, Ellie.

—La esperanza es la fe de los que no quieren creer. Y la fe es la esperanza de los que se niegan a dejar de creer. Creo que eso equilibra la balanza.

Se detuvo y volteó a mirarme.

—Lo hace. Increíblemente lo hace —rio.

Procuré recordar ese momento por siempre porque no solía ganarle en las discusiones muy a menudo. No es recomendable competir con una persona más lista que tú.

Llevábamos tres meses juntos, recorriendo el mundo por nuestra cuenta como un par de aventureros.

Le había preguntado a dónde íbamos unas mil veces y siempre recibía una respuesta diferente. La primera vez creí que era la verdad, la segunda vez creí que era la corrección de la anterior. La tercera vez entendí que tenía que dejar de preguntar.

Habíamos hablado de qué historia les contaríamos a los militares si nos topábamos con ellos, como en esas películas en que el mundo se acababa y todo parecía un exterminio. Hayao sería mi padre adoptivo y yo la mejor degolladora de conejos de todo Estados Unidos. Si alguien nos pedía probarlo, Hayao les habría dicho que los documentos se habían perdido en la evacuación y si querían probarme a mí, solo tendrían que dejarme en el bosque por una hora y traería la cena del día.

Por supuesto que nunca nos detuvieron los militares porque jamás aparecieron. El mundo se había acabado, pero no era como en las películas.

—¿Quieres descansar en alguna casa? —me preguntó—. Hay mucho donde elegir.

Hayao tenía casi cuarenta años. Tal vez ya había sobrepasado esa línea, pero lucía tan viejo como mi padre y él no tenía más de cuarenta años. Siempre llevaba una antigua mochila de campamento en la espalda que debía pesar más que yo.

Yo no estaba cansada cuando me hizo esa pregunta, pero sabía que él sí.

—Haré una fogata para calentarnos un poco y luego continuaremos —dije.

No me gustaba pasar mucho tiempo sin caminar, en especial si era de día. Perder el tiempo era algo que no quería permitirme. Prefería continuar, aunque ignorara a dónde llegaría.

Dejó su mochila en el suelo, hizo crujir los huesos de su espalda y luego empezó a desarmar la carpa. Una semana antes de conocerlo dormí a la intemperie porque me negaba a entrar en la casa de alguien más, pero ahora contábamos con dos carpas tamaño familiar y no teníamos que pasar frío.

—Dije que continuaríamos —le recordé mientras me quitaba el abrigo. Cazar con mucha ropa me hacía más lenta.

—Visité este lugar una vez, antes del germen —me dijo—. No vas a encontrar conejos o mapaches. Tendrás que conformarte con ardillas y esas no son fáciles de atrapar.

—Entonces busca leña.

—Sí, señor —se burló de mí.

Moví los ojos. Me até el cabello y corrí hacia un bosque cercano, con árboles muy altos y olor a pino en todas partes. Era un bosque real.

Entré sigilosamente. Si mi cena serían ardillas, tendría que ser más silenciosa que el movimiento de nariz de cualquier conejo. Caminé en línea recta por media hora sin encontrar nada. Incluso una oruga habría sido un premio de consuelo, pero estaba vacío, como si el germen se hubiese llevado también a animales e insectos.

—¡Hola! —grité con todas mis fuerzas para ver si al menos había pájaros y nidos, pero no hubo aleteos ni cantos de aves en los alrededores.

Entonces oí algo. Era leve, pero podía escucharlo. Corrí en dirección al ruido hasta que me detuve en un claro, donde retrocedí por la impresión; dejé caer mi navaja.

—No es cierto —pensé en voz alta.