DEREK LANDY

 

 

 

 

Este libro está dedicado con mucha reticencia a mi editor, Nick Lake, porque él me ha obligado.

Personalmente hubiera preferido dedicárselo también a Gillie Russell y a Michael Stearns, quienes, igual que Nick, me dieron la bienvenida en el mundo de la edición con mi primer libro.

Por desgracia, como Nick es ahora mi único editor, me ha amenazado con convertir mi dedicatoria (que está aquí abajo) en un lío tremendo de tachones negros, así que no me queda más remedio que dedicarle este libro a él y solo a él.

Personalmente creo que esto solo sirve para mostrar la ________ y ________ de Nick, que es un auténtico ______________ aficionado a _________ __________ . Pero bueno, es solo una opinión personal.

Ya está, Nick, ya tienes tu libro dedicado. Espero que esto te haga ____________ feliz.

_____________.

(Nota del editor: Nick Lake es un tío muy majo.)

1

LA MISIÓN DE WREATH

 

RAS las puertas recién abiertas apareció de pronto la figura alta y delgada del Alto Párroco Auron Tenebrae, que entró en la habitación con una sacudida de túnica. A su derecha estaba Quiver, un hombre parco en palabras, pero siempre dispuesto a echar miradas fulminantes. A la izquierda de Tenebrae se encontraba Craven, un débil adulador que poseía la extraordinaria habilidad de ganarse la confianza y los favores de sus superiores. Solomon Wreath había tenido que verlos demasiadas veces últimamente.

–Clérigo Wreath –Tenebrae le hizo un gesto imperioso con la cabeza.

–Su eminencia –saludó Wreath, inclinándose profundamente–. ¿A qué se debe este honor?

–¿No sabes por qué estamos aquí? –replicó Craven, casi con desdén–. Tu informe se está retrasando. ¿Pensabas que el Alto Párroco lo había olvidado? ¿Creías que era un estúpido?

–No, no creo que sea estúpido –respondió Craven con calma–. Pero me temo que no puedo decir lo mismo de los que le acompañan.

–¡Me insulta! –gritó Craven–. ¡Cómo te atreves! ¡Cómo osas emplear ese tono de desprecio en presencia del Alto Párroco!

–Basta –suspiró Tenebrae–. Los dos. Vuestras continuas discusiones empiezan a poner a prueba mi paciencia.

–Le presento mis más humildes disculpas –murmuró de inmediato Craven, que cerró los ojos con fuerza e hizo una reverencia. El labio inferior le temblaba como si estuviera a punto de romper en llanto. Una magnífica actuación, como de costumbre.

–Perdón –dijo Wreath.

–Aunque el clérigo Craven haya sido excesivamente dramático exponiendo el asunto –continuó Tenebrae–, es verdad que te estás retrasando con el informe. ¿Cómo progresan los estudios de Valquiria Caín?

–Aprende rápido –observó Wreath–. Al menos, la parte práctica. Tiene un talento natural para convocar las sombras y, cada vez que la veo, se supera a sí misma.

–¿Y en el aspecto filosófico? –inquirió Quiver.

–Avanza con menos facilidad –admitió Wreath–. No parecen interesarle la historia ni las enseñanzas de la Orden. Llevará un tiempo abrirle la mente.

–El esqueleto ya la ha envenenado. La ha puesto en contra de nosotros –murmuró Tenebrae con amargura.

–Me temo que puede ser cierto. Pero aun así, creo que el esfuerzo merece la pena.

–Todavía no estoy seguro de eso.

–No basta con que la chica aprenda rápido –intervino Quiver–. Eso no la convierte en la Invocadora de la Muerte.

Tenebrae asintió.

–El clérigo Quiver tiene razón.

Wreath forzó una expresión de humildad en su rostro y se guardó sus opiniones. Llevaba toda su vida buscando al Invocador, a aquel que salvaría al mundo de sí mismo. Conocía muy bien los peligros de dejarse llevar por falsas esperanzas: podían conducirte a un callejón sin salida. Pero Valquiria Caín era diferente. Lo sentía. Valquiria Caín era la «elegida».

–Me preocupa –dijo Tenebrae–. ¿Tiene potencial? Sin la menor duda. Con entrenamiento y estudio, puede convertirse en la mejor de los nuestros. Pero aunque fuera así, todavía estaría muy lejos de lo que se supone que debe ser la Invocadora de la Muerte.

–Voy a seguir trabajando con ella –sentenció Wreath–. En dos años, tal vez en tres, podremos hacernos una idea de lo que es capaz.

Tenebrae soltó una carcajada.

–¿Tres años? Ya hemos visto la cantidad de cosas que pueden pasar en mucho menos tiempo que eso: Serpine, Vengeus, la Diablería... ¿Vamos a correr el riesgo de desviarnos de nuestros propósitos por culpa de un error? Mientras nos ocupamos de probar a la señorita Caín, otro de los discípulos de Mevolent podría tener éxito en sus infames propósitos y traer de vuelta a los Sin Rostro de una vez por todas. Clérigo Wreath, ¿y si, como tú mismo temes, regresa Lord Vile para castigarnos a todos? Si sucediera tal cosa, nuestros planes no servirían para nada. No quedaría ningún mundo que salvar.

–¿Qué sugiere su eminencia que hagamos, entonces? –preguntó Wreath.

–Necesitamos saber si estamos perdiendo el tiempo o no con todo esto.

–Un sensitivo –asintió Craven.

–Ya lo hemos intentado antes –repuso Wreath–. Ninguno de nuestros psíquicos consiguió decirnos nada.

–La lectura del futuro nunca ha sido un talento propio de la Orden de los Nigromantes –dijo Tenebrae–. Nuestros sensitivos dejan mucho que desear respecto a la adivinación. Pero he oído hablar de alguien... Finbar no sé qué.

–Finbar Wrong –completó Wreath–. Pero conoce a Valquiria personalmente. Tendría muchas dudas. E incluso aunque no la conociera, no sé si querría ayudarnos. Como no dejo de insistir, no le gustamos a nadie.

–¡Pero si estamos intentando salvarlos a todos...! –chilló Craven, y en esta ocasión ni siquiera el Alto Párroco le hizo el menor caso.

–El psíquico nos ayudará –sentenció Tenebrae–. Y después no recordará nada de lo que haya sucedido. Clérigo Wreath, quiero que cojas el Atrapa Almas y liberes al Vestigio que hemos encerrado dentro.

Wreath se quedó boquiabierto.

–Su eminencia, los Vestigios son tremendamente peligrosos...

–Oh, confío en tu habilidad para manejar la situación –declaró Tenebrae restando importancia al asunto con un amplio gesto de la mano–. Haz que posea a ese tal Finbar y, si ve un futuro en el cual Valquiria Caín es la Invocadora de la Muerte, si ve que salva el mundo, entonces nos dedicaremos en cuerpo y alma a la tarea de ayudarla a alcanzar el máximo de su potencial. En caso contrario, nos olvidaremos de ella y continuaremos con nuestra búsqueda.

–Pero usar el Vestigio...

–Una vez que haya terminado con su tarea, es tan simple como devolverlo al interior del Atrapa Almas. Nada más fácil.

2

EL DETECTIVE SONRIENTE

 

ACÍA unos días que había empezado la época navideña, y todas las casas de esa calle, a las afueras de Dublín, estaban decoradas con luces en las ventanas. Todas excepto una. Tres de los vecinos más competitivos habían llenado sus diminutos jardines con «papanoeles» brillantes y renos retozones. Algún imbécil se había dedicado a extender un cable de bombillas de colores desde su puerta hasta la farola. No había nevado, pero la noche era muy fría y la escarcha se adhería a la ciudad igual que el barniz.

El enorme automóvil que se detuvo delante de la única casa sin decoración navideña era un Bentley Continental R del año 1954. Un coche exquisito, adaptado a todas las comodidades modernas y a las necesidades de su dueño. Era rápido, era poderoso... y si recibía el más mínimo arañazo, se vendría abajo.

Eso era lo que había dicho el mecánico.

Había hecho todo lo que estaba en sus manos, empleándose a fondo y usando todos sus conocimientos, pero ya le había devuelto la vida a ese coche demasiadas veces. «El siguiente golpe», aseguró, «será el último». Todos los trucos y los parches que había utilizado para mantenerlo en funcionamiento se vendrían abajo. Se romperían los cristales, el metal se combaría, la carrocería se hundiría, las ruedas se prenderían fuego, el motor se partiría en dos... «Solo hay una forma de evitar el desastre completo», sentenció el mecánico. «Asegúrense de no estar dentro cuando ocurra».

Skulduggery Pleasant fue el primero en salir del vehículo. Era alto y delgado; vestía un traje azul oscuro y guantes negros. Tenía el pelo castaño y ondulado, los pómulos salientes y la mandíbula cuadrada. La piel mostraba un tono ceroso y los ojos no terminaban de enfocar la mirada, pero era una cara bastante buena, considerando las circunstancias. Una de las mejores que tenía.

Valquiria Caín se bajó del asiento del copiloto y se subió la cremallera de la chaqueta para resguardarse del frío. Alcanzó a Skulduggery antes de que llegara a la puerta de entrada. Le echó un vistazo y se dio cuenta de que estaba sonriendo.

–Deja de hacer eso –suspiró.

–¿De hacer qué? –respondió este con su magnífica voz aterciopelada.

–Deja de sonreír. Tenemos que hablar con la única persona que vive en una casa oscura en medio de una calle llena de luces. No es muy buena señal.

–No me había dado cuenta de que estaba sonriendo.

Se detuvieron ante la puerta, y Skulduggery hizo un esfuerzo consciente para cambiar la expresión de su rostro. Torció la boca hacia abajo.

–¿Sigo sonriendo? –preguntó.

–No.

–Excelente –dijo, e inmediatamente se le dibujó una sonrisa.

–¿Por qué no te quitas la cara? –Valquiria le dio su sombrero–. Aquí dentro no vas a necesitarla.

–Eras tú la que me decía que tenía que practicar –repuso, pero aun así deslizó los dedos enguantados en torno al cuello de su camisa, tocando los símbolos que tenía grabados en la clavícula. La cara entera y el pelo se retiraron de su cabeza, mostrando una calavera reluciente. Se colocó el sombrero en un ángulo desenfadado.

–¿Mejor?

–Muchísimo mejor.

–Bien –llamó a la puerta mientras sacaba el revólver–. Si alguien pregunta, estamos pidiendo el aguinaldo.

Llamó otra vez, canturreando un villancico entre dientes. No contestó nadie y no se encendió ninguna luz en el interior.

–¿Qué te juegas a que están todos muertos? –gruñó Valquiria.

–¿Estás siendo tremendamente pesimista, o ese anillo tuyo te está diciendo algo?

Sentía el tacto helado del anillo de nigromante en el dedo, pero no estaba mucho más frío que de costumbre.

–No me dice nada. Solo puedo sentir la muerte a través de él cuando estoy casi encima de un cadáver.

–Lo cual es una habilidad asombrosamente útil, he de decir. Sostenme esto.

Le dio el arma y se agachó para forzar la cerradura. Valquiria echó un vistazo a su alrededor, pero no había nadie mirando.

–Puede ser una trampa –comentó en voz baja.

–Es poco probable –murmuró Skulduggery–. Las trampas deben resultar atractivas para que caigas en ellas.

–Podría ser una chapuza de trampa.

–Siempre existe esa posibilidad, sí.

La cerradura se abrió. Skulduggery se enderezó, guardó las ganzúas y recuperó su revólver.

–Necesito un arma –musitó Valquiria.

–Eres una elemental con un anillo de nigromante y has sido entrenada en diversas artes marciales por algunos de los mejores luchadores del mundo –señaló él–. Me temo que tú eres un arma.

–Me refiero a algo que pueda llevar en la mano. Tú tienes tu revólver, Tanith su espada... Quiero un palo.

–Ya te compraré un palo por Navidad.

Valquiria empujó la puerta con el ceño fruncido. Se abrió en silencio, sin producir ningún chirrido espeluznante. Skulduggery se adelantó y Valquiria cerró la puerta a su espalda. Le llevó un momento acostumbrarse a la penumbra, y el detective esqueleto, que no tenía ese problema porque carecía de ojos, aguardó a que le indicara con un toquecito que podían continuar. Atravesaron la sala de estar y Valquiria le dio otro toque. Cuando la miró, le estaba señalando su anillo de nigromante. Estaba llenándose de energía gélida según se alimentaba de la muerte que había en la estancia.

Encontraron el primer cadáver tendido en el sofá. El segundo estaba tirado en una esquina, junto a los restos de lo que había sido una mesilla. Skulduggery se acercó y los contempló con atención antes de menear la cabeza negativamente en dirección a Valquiria. Ninguno de ellos era el hombre que buscaban.

Entraron en la cocina, donde encontraron un tercer cuerpo boca arriba. Su cabeza, sin embargo, no estaba mirando al techo, como debería, sino girada del revés. Había una botella al alcance de su mano, reventada contra las baldosas; todavía reinaba un penetrante olor a cerveza.

No había más muertos en la planta de abajo, así que se dispusieron a subir las escaleras. El primer escalón crujió. Skulduggery dio un paso atrás, rodeó a Valquiria con los brazos y se elevaron volando hasta que encontraron otro cuerpo en el rellano. Era una mujer, y había muerto acurrucada en posición fetal.

Había tres dormitorios y un baño, que estaba vacío, al igual que la primera habitación que revisaron. La segunda tenía marcas de quemaduras en la pared y había otra mujer muerta con medio cuerpo fuera de la ventana. Valquiria supuso que aquella mujer era la responsable de las quemaduras. Primero había intentado defenderse y después huir. No había tenido éxito.

En el último dormitorio quedaba alguien vivo. Enseguida se dieron cuenta, a pesar de que estaba escondido en el armario intentando no hacer ruido. Le oyeron tomar aliento según se acercaban, y después hubo un silencio absoluto durante trece segundos, que se rompió ridículamente cuando volvió a coger aire de forma estruendosa. Skulduggery desplazó hacia atrás el percutor del revólver.

–Sal de ahí... –dijo.

Las puertas del armario se abrieron de golpe y apareció un hombre gritando como un loco que se lanzó contra Valquiria. Ella le dio un golpe en el brazo, lo agarró de la camisa y le hizo una llave con la cadera. El grito salvaje del hombre se convirtió en un gemido en cuanto cayó al suelo.

–No me matéis –sollozó–. Oh, Dios, por favor, no me matéis.

–Si me hubieras dejado acabar –continuó Skulduggery, algo molesto–, me habrías escuchado decir: «Sal de ahí, no vamos a hacerte daño». Estúpido.

–Seguramente no te habría llamado «estúpido» –precisó Valquiria–. Estamos intentando por todos los medios ser agradables.

El hombre pestañeó entre lágrimas y miró hacia arriba.

–¿No vais a matarme?

–No –respondió ella con amabilidad–. Siempre que te suenes la nariz en este mismo instante.

Se limpió con la manga y Valquiria se echó hacia atrás, conteniendo un estremecimiento de asco.

–Eres Skulduggery Pleasant –se puso de pie–. El detective esqueleto. He oído hablar de ti.

–Felices fiestas –saludó él–. Esta es mi compañera, Valquiria Caín. ¿Tú eres...?

–Me llamo Ranajay. Vivo aquí con... con mis amigos. Es muy agradable vivir cerca de la gente normal. Nos gustaba vivir aquí. A mí y a ellos... a mis amigos.

Ranajay parecía a punto de echarse a llorar otra vez, así que Valquiria le cortó en seco.

–¿Quién ha hecho esto? ¿Quién ha matado a todo el mundo?

–No tengo ni idea. Un tipo grande. Enorme. Llevaba una máscara y hablaba con acento. Tenía los ojos rojos.

–¿Y qué quería? –preguntó Skulduggery.

–Buscaba a un amigo mío.

Valquiria arrugó el gesto.

–¿Ephraim Tungsten?

–Sí –asintió Ranajay–. ¿Cómo lo sabes?

–Porque queríamos hablar con él. Creemos que ha estado en contacto con una asesina a la que llevamos siguiendo la pista desde hace tres meses.

–Davinia Marr, ¿no? La detective que se volvió malvada y destruyó el Santuario. Aquel tipo enorme quería encontrar a Ephraim por ese mismo motivo.

–¿Sabes si Marr ha estado en contacto con Ephraim? –inquirió Skulduggery.

–Oh, sí, sí. Le pagó para conseguir una identidad falsa y que la sacara del país. A eso se dedica Ephraim. Cuando alguien necesita desaparecer, él se encarga. Solo que esta vez no lo hizo. Creo que cuando supo lo que ella había hecho, no quiso formar parte de ese asunto. La detective Marr apareció aquí después de que se hundiera el Santuario. Buscaba lo que había pagado, pero él ya se había marchado. Vino tres veces seguidas en el mismo mes. No la he visto desde entonces. Tampoco he visto a Ephraim. Todos pensábamos que sería más seguro permanecer lo más lejos posible de él, ¿sabéis? Pero mira, para lo que les ha servido a mis amigos...

–El hombre que los mató... –continuó Skulduggery–. ¿Le contaste dónde estaba Ephraim?

Ranajay negó con la cabeza.

–No hizo falta. Yo sabía qué información buscaba en realidad. Tal vez por eso no me mató. Hace siglos, Ephraim me contó que lo único que había llegado a hacer por Marr fue preparar tres sitios para que pudiera quedarse en la ciudad. Y ese tipo enorme no quería saber otra cosa: solo dónde podía estar Marr.

–¿Cuáles son esos tres sitios?

–¿Vais a ir detrás de él?

–Nuestra prioridad es Davinia Marr, pero el hombre que mató a tus amigos ha pasado a ser el número dos de la lista.

–¿Lo vais a parar?

–Si es posible, sí.

–¿Lo vais a matar?

–Si es necesario, sí.

–Sí, sí, os lo diré.

3

TESSERACT

 

RA un hombre gigantesco, con unos músculos tremendos embutidos en un abrigo negro y polvoriento, pero también era silencioso, tenía que admitirlo. E inteligente: había conseguido acercarse a ella sin disparar las alarmas. «Probablemente las desactivó cuando estaba de camino», pensó mientras se lanzaba al aire helado a través de la ventana. Se tomaba su tiempo, hacía las cosas bien, como los buenos asesinos. Sabía quién era, por supuesto. Los asesinos de ese tamaño suelen resultar muy llamativos, y solo había uno que llevara aquella máscara de metal para cubrirse el rostro deforme, lleno de cicatrices. El ruso, Tesseract.

Los cristales la rodeaban mientras caía. Se golpeó contra el suelo y rodó antes de buscar en la chaqueta el dispositivo. Le quitó el seguro con el pulgar y presionó el botón sin ni siquiera sacarlo del bolsillo. Tesseract estaba ahí arriba, en ese mismo instante, y solo tenía una oportunidad.

Pero no se produjo ninguna explosión; levantó la vista y le vio asomarse por la ventana. Había desactivado los explosivos. Por supuesto que lo había hecho. Davinia Marr ni siquiera se molestó en maldecirlo. Simplemente corrió.

El suelo estaba mojado por la lluvia que había caído, y resbaló en el barro antes de incorporarse de nuevo. Tanto tiempo y esfuerzo gastados en fortificar ese lamentable intento de residencia, para nada. Las medidas de seguridad que había colocado en cada posible entrada de aquella construcción abandonada habían resultado inútiles. Las trampas de las escaleras de metal que llevaban a la oficina del capataz, donde ella estaba viviendo, tampoco habían servido. Aquella bestia enorme había entrado en silencio y de puro milagro le había visto llegar a tiempo.

Corrió hacia su coche, pero si era tan meticuloso como creía, ya le habría saboteado el motor, así que giró a la izquierda, intentando alcanzar la verja alta que rodeaba el sitio hacia el este. Escuchó unos pasos rápidos a su espalda y decidió intentar perderlo en el laberinto de los contenedores de la obra. Era una noche sin luna y estaba demasiado oscuro como para distinguir nada, así que tenía la esperanza de que él viera tan poco como ella. Hubo un ruido fuerte, seguido por unas pisadas sobre el metal. Estaba moviéndose encima de ella, sobre los contenedores, intentando cortarle el paso antes de que alcanzara la verja.

Marr volvió sobre sus pasos, deseando haber tenido tiempo suficiente para coger el arma de la mesa antes de saltar por la ventana. «Porque la magia está muy bien», pensaba a menudo, «pero llevar una pistola cargada en la mano da una tranquilidad que no se puede comparar con nada».

Se agachó y reptó por el suelo, manteniendo la respiración bajo control. Ahora ya no le oía. O bien estaba todavía ahí encima, sin moverse, o abajo, entre el lodo, el barro y la oscuridad, cerca de ella. Posiblemente, justo a su lado. Marr miró por encima de su hombro y no vio más que sombras.

Intentó recordar cuál era la especialidad de Tesseract. Era un adepto, eso lo sabía, pero aparte de eso, su magia le resultaba un misterio. Confiaba en que no tuviera la habilidad de ver en la oscuridad. Aquello sí que sería adecuado: encajaría perfectamente con la suerte que Davinia había tenido esos últimos meses. Lo único que quería era volver a casa, por Dios. Marr era de Boston, nacida y criada allí, y ahí era donde deseaba morir. No aquí, en la húmeda y fangosa Irlanda.

Pegó el vientre al suelo y se arrastró por una hendidura entre dos plataformas. Echó otra mirada a su espalda, para asegurarse de que no la estaba alcanzando y no podía cogerla del tobillo. Entonces consideró las alternativas que tenía. No eran muy buenas ni demasiadas. Esconderse no estaba entre ellas. Al final la encontraría, probablemente más pronto de lo que pensaba. Podía intentar llegar a la valla del este otra vez, o recorrer todo el camino de vuelta hasta la entrada del sur. Ir al oeste no era opción: no había nada en esa dirección más que hectáreas de suelo liso sin ningún lugar donde cubrirse.

Marr se incorporó sobre los codos. La humedad fría se filtraba a través de su ropa. Examinó lo que tenía delante, al norte. Allí había otra verja, más alta que la del lado este, pero estaba más cerca, y al menos había plataformas y maquinaria que le ofrecerían un lugar donde ocultarse si lo necesitaba.

Avanzó un poco, se acuclilló y pasó al otro lado por una rendija. Había un par de toneles apilados y se apresuró a llegar allí. Todavía no había ni rastro de Tesseract. Huyó agachada hasta una excavadora y luego corrió como loca hasta el siguiente parapeto. La alambrada metálica estaba más o menos a unos veinte pasos de distancia. Era muy alta, tanto como una casa, más de lo que recordaba, pero Marr estaba segura de poder saltarla. Se permitió un instante para envidiar al detective esqueleto y su nueva capacidad de volar. Aquello le hubiera venido realmente bien en ese momento. Calculó la distancia y sintió las corrientes de aire, considerando que necesitaría darse una carrera preparatoria para poder sobrepasar la valla con éxito.

Miró hacia atrás, asegurándose de que Tesseract no estaba cerca. Escrutó los alrededores con cuidado, de forma metódica, girando la cabeza despacio, pendiente del más mínimo movimiento. Le llevó un segundo entero darse cuenta de que lo tenía justo enfrente y corría directamente hacia ella. No pudo evitarlo: soltó un grito de espanto y se tambaleó hacia atrás, tropezando con sus propios pies.

Entre resbalones, arrastrándose por el suelo húmedo, Marr gateó hasta la verja, extendió los brazos a lo ancho y, con las palmas abiertas y tensas, empujó el aire que tenía alrededor. Se elevó de forma instantánea, pero no llevaba ni la mitad del recorrido cuando se percató de que no iba a conseguirlo. Sus dedos rozaron el alambre al tiempo que empezaba a caer, tambaleándose contra la verja, chocándose con ella, la piel ardiendo. Empezó a escalar sin utilizar más que sus propias manos. Miró hacia abajo. Tesseract trepaba hacia ella.

Dios, y era rápido.

Había empezado otra vez a llover y las gotas caían sobre su cara. Tesseract estrechaba el espacio que había entre los dos a una velocidad alarmante. Sus largos brazos abarcaban más distancia que los de ella, y sus grandes músculos soportaban su peso sin cansarse. Los de Marr, en cambio, se quejaban por el esfuerzo y, ya cerca de la cima, parecían aullar de dolor. Ni caso; mejor sacrificarlos a ellos que a sí misma.

Debajo de ella, Tesseract se había quedado estancado. Parecía que se le había enganchado el abrigo a la valla. Marr no podía permitirse perder el tiempo en felicitarse por ello, pero se prometió a sí misma reírse del asunto en cuanto hubiera acabado todo.

Se encaramó hasta la parte de arriba y, mientras se disponía a utilizar el aire para frenar la caída, echó un vistazo en dirección a Tesseract. Entonces se percató de que no se había quedado enganchado, sino que había estado cortando los engastes con un cuchillo.

Davinia logró pasar hacia el otro lado de la valla, pero, según caía, Tesseract alargó la mano, atravesó el hueco entre los metales cortados y agarró del brazo a la detective. Ella sintió cómo su cuerpo se retorcía con la tremenda sacudida y chilló de dolor. Él la sostuvo durante un momento en el aire y luego la soltó. Cayó de cabeza. Se golpeó el hombro y después el cráneo contra el cemento. Y ahí se quedó, esperando a que Tesseract saltara para terminar el trabajo.

Entonces divisó un coche que le resultaba familiar. Lo vio aparecer desde la esquina con un derrape y, en ese momento, perdió el conocimiento.

4

A MAYOR ESCALA

 

KULDUGGERY frenó y el Bentley se detuvo con un giro perfecto en la carretera resbaladiza. Valquiria abrió la puerta y salió de un salto. Davinia Marr estaba retorcida en el suelo; era evidente que tenía varios huesos rotos.

Justo detrás de ella aterrizó un hombre, un tipo enorme con una máscara de metal. Skulduggery apareció junto a Valquiria, revólver en mano.

–Tesseract –dijo–. Eres Tesseract, ¿no? ¿Quién te ha contratado? ¿Para quién trabajas?

El hombre ni siquiera lo miró. Sus ojos rojos estaban completamente centrados en Marr. Se acercó a ella, pero Skulduggery se cruzó en su camino. En ese mismo instante, Tesseract le cogió la mano, se la retorció y le arrancó el revólver, pero enseguida Skulduggery lo enganchó del codo y de la muñeca y tiró hacia él para recuperar el arma.

–¡Métela en el coche! –le ordenó a Valquiria, quien agarró a Marr y empezó a arrastrarla hacia allí.

Ellos seguían luchando por el control del arma. Tesseract consiguió darle una patada en la pierna, pero Skulduggery le respondió con un rodillazo en el muslo. Las cabezas chocaban mientras atacaban y contraatacaban, con unos movimientos increíbles que Valquiria no había visto jamás. Escuchó el clic del revólver, pero tenían las manos delante, así que no fue capaz de distinguir qué ocurría. Finalmente, Tesseract lanzó una llave de cadera que derribó a Skulduggery, pero al mismo tiempo perdió el arma. El esqueleto rodó sobre sí mismo y se incorporó, apuntándole justo al centro del pecho. La lucha se detuvo.

Valquiria había conseguido meter a Marr en el asiento trasero del Bentley y se volvió justo a tiempo de ver cómo Tesseract subía el puño y abría la mano muy despacio. Seis balas cayeron al suelo.

–Ya me parecía a mí que era demasiado fácil –murmuró Skulduggery, retirando el arma.

Valquiria estaba considerando muy seriamente la posibilidad de echar una mano, pero jamás había oído hablar de ese tal Tesseract, y sabía muy bien lo peligroso que era meterse en una lucha sin conocer al enemigo. Así pues, se puso al volante del Bentley.

La prioridad era Marr, y por fin la tenían, después de tanto tiempo. No estaba dispuesta a arriesgarse a que se escapara otra vez. Metió la marcha atrás del Bentley, como había hecho millones de veces bajo la supervisión de Skulduggery, tiró del volante e hizo girar las ruedas. Metió primera y salió de allí a toda velocidad. Dobló la esquina y continuó lo más aprisa posible. No había tráfico alguno en la carretera.

Tomó la siguiente curva demasiado fuerte, pero consiguió mantener el control. Algo se movía en el espejo retrovisor. Un segundo después, Skulduggery estaba volando al lado del coche. Él le hizo un gesto y Valquiria frenó y se movió hasta el asiento del copiloto. El esqueleto se puso al volante y partieron de nuevo.

–¿No vamos a volver a por él? –le preguntó ella, con el ceño fruncido.

–¿A por Tesseract? ¡Dios santo, claro que no!

–Pero le has puesto las esposas, ¿no? ¿No le has ganado?

–Me agrada pensar que soy superior a él moralmente, ya que Tesseract es un asesino y yo no. Pero aparte de ese detalle, no, no lo he derrotado.

Valquiria se volvió en el asiento para contemplar la calle oscura que estaban dejando atrás, y después se giró de nuevo hacia Skulduggery.

–¿Quién es?

–Un asesino a sueldo, es todo lo que sé de él. Lo he reconocido por su tamaño y por el detalle de que lleva una máscara metálica. Jamás me lo había encontrado antes, lo cual es, desde luego, algo muy positivo. Pero no nos vamos a parar a pensar en el nuevo enemigo que hemos hecho esta noche. Vamos a centrarnos en la antigua enemiga que tenemos en el asiento de atrás. Hola, Davinia. Quedas arrestada por múltiples cargos de asesinato. No tienes demasiados derechos, la verdad. ¿Algo que decir en tu defensa?

Marr seguía inconsciente.

–Espléndido –declaró Skulduggery felizmente.

 

El cine Hibernian se mantenía en pie, viejo, orgulloso y un poco fuera de lugar, igual que un señor mayor que se hubiera separado del grupo con el que iba de turismo. No guardaba relación alguna con el resto de Dublín. No había sido renovado ni actualizado de ninguna forma, no tenía veinte pantallas en diferentes plantas ni poseía ninguna franquicia de comida rápida en su interior. Lo que sí tenía eran carteles antiguos en las paredes, alfombras desgastadas, un único tenderete de palomitas y refrescos y un penetrante olor a moho que despertaba las alergias de las pieles menos sensibles. La única pantalla que había, jamás había mostrado otra cosa que la imagen en blanco y negro de una pared de ladrillos con una puerta a un lado.

Pero al otro lado de la pantalla había pasillos de paredes blancas, muy iluminados, habitaciones con equipamiento místico y científico, un depósito de cadáveres en el que se podría diseccionar a un dios y todo un plantel de médicos que Valquiria visitaba con una preocupante regularidad.

Kenspeckle Grouse apareció arrastrando los pies, en bata y zapatillas. El poco pelo gris que le quedaba sobresalía haciendo ángulos extraños. Los miró de mal humor, aunque ese parecía su estado de ánimo natural.

–¿Qué? ¿Qué queréis?

–Tenemos un paciente para ti –dijo Skulduggery señalando con la cabeza a Davinia Marr, tumbada en una camilla detrás de él.

Kenspeckle se fijó en las esposas de sus muñecas.

–No la conozco –respondió–. Llévasela a otro. Es tu prisionera, ¿no? Llévasela a algún médico del Santuario, despiértalos en mitad de la noche.

–No podemos hacer eso. Esta es Davinia Marr. Es la mujer que destruyó el Santuario.

Un poco del mal humor de Kenspeckle se desvaneció de sus ojos y fue sustituido por una mezcla de disgusto y curiosidad.

–Es esta, entonces. La encontraste por fin –se acercó a mirarla–. Está un poco mal, pero admito que me sorprende que siga viva. ¿Te estás volviendo blando con la edad, detective?

–Nosotros no le hemos hecho esto –respondió Valquiria, algo incómoda por el cariz que iban tomando las preguntas–. La salvamos, en realidad. Estaría muerta si no fuera por Skulduggery.

Kenspeckle le levantó un párpado a Marr.

–Supongo que eso se debe a tu influencia positiva, Valquiria. Pero no explica por qué no la habéis llevado ante las autoridades. Sois, al fin y al cabo, detectives del Santuario, ¿no?

–Preferimos mantener esto en secreto –dijo Skulduggery–. La situación ahora mismo es demasiado inestable. Si la entregamos a los Hendedores, dudo incluso que la sometan a juicio. La ejecutarán en el acto.

Kenspeckle recorrió la cabeza de Marr suavemente con las manos.

–Por lo que recuerdo, tú mismo has ejecutado a un buen número de culpables en el pasado.

–No estoy aquí para discutir, profesor. El hecho es que no creo que trabajara sola cuando decidió destruir el Santuario, y me temo que sus aliados, o sus jefes, van a intentar matarla antes de que pueda delatarlos. Estoy bastante convencido de que fueron ellos los que contrataron al asesino que la atacó.

–Ajá –concluyó Kenspeckle–. Así que no es la misericordia lo que retiene tu mano. Solo se trata de una crueldad a mayor escala.

Skulduggery ladeó la cabeza.

–Esta mujer es la responsable de la muerte de cincuenta personas, pero hay otros que comparten esa responsabilidad. Y van a pagar por ello.

–Bueno –replicó Kenspeckle–. La justicia puede esperar, ¿no? Tu prisionera tiene un grave traumatismo craneal. Se quedará conmigo hasta que esté fuera de peligro. Al menos unas horas. Un día como mucho.

–Va a necesitar vigilancia.

–¿Crees que puede ser una amenaza? Va a estar inconsciente hasta que yo decida lo contrario.

–¿Y si viene a por ella el asesino?

–Primero debería averiguar con quién está, después encontrarme, y finalmente superar mis defensas. Para ello necesitaría un ejército. Ahora, déjame. Nos pondremos en contacto cuando esté lo bastante recuperada como para responder a tus preguntas.

 

Puesto que allí no tenían ya nada que hacer, subieron al Bentley. Valquiria se abrochó el cinturón según salían a la carretera. Skulduggery se había vuelto a poner el tatuaje fachada.

La fachada que Abominable Bespoke utilizaba era su misma cara pero sin cicatrices; Skulduggery no se había decidido completamente acerca del aspecto que quería tener, así que China hizo que la cara cambiara cada vez. Los mismos pómulos, la misma mandíbula, pero todo lo demás, distinto.

–¿Me podrías dejar donde Gordon? –pidió Valquiria.

Skulduggery subió una ceja –habilidad recién adquirida– y respondió:

–¿No quieres volver a casa, ir a Haggard?

–No es eso. Lo que pasa es que no he pasado por la de Gordon desde hace tiempo, y casi es Navidad. Cada año, por estas fechas, cuando era niña, íbamos allí, a esa casa enorme. Me encantaba hacerlo porque por fin había alguien que me trataba como a una persona, ¿sabes? Una persona adulta, no una niña. Eso era lo que más me gustaba de él.

–Ah, ahí está –asintió Skulduggery.

–¿Perdón?

–La historia que me acabas de contar. Ese pequeño fragmento de tu vida. Es lo más molesto de las navidades. Todo el mundo tiene su pequeña historia sobre lo que significan estas fiestas para ellos. No lo sacarán a colación en ningún otro momento del año, nadie te cuenta lo que significa para ellos la Semana Santa o el día de San Patricio... Pero a todo el mundo le da por sincerarse en Navidad.

–Guau –declaró Valquiria–. No me había dado cuenta, pero eres un cascarrabias.

–No lo soy.

–Eres igual que el Grinch.

–No soy un cascarrabias ni un aguafiestas. Me gusta la Navidad lo mismo que a cualquier otra persona, siempre y cuando esa persona sea tan poco sentimental como yo.

–Ser sentimental no es malo.

–Tú odias los sentimentalismos.

–No en Navidad. En Navidad es absolutamente correcto ponerse sentimental. Está permitido. Con moderación, claro. Ya sabes, no quiero a nadie demasiado sentimental cerca de mí, pero en principio no me importa que... eh...

–¿Qué? ¿Ocurre algo?

–Hum... La cara...

Skulduggery inclinó la cabeza y el lado izquierdo del rostro se le desprendió del cráneo como si fuera goma derretida.

–Creo que se está aflojando –indicó Valquiria.

Skulduggery sintió la oreja aleteando contra la solapa del abrigo y se sujetó la cara con una mano para colocarla en su sitio. Plegó un trozo de piel grueso en la frente, intentando meterse el ojo en la cuenca.

–Esto es de lo más bochornoso –murmuró–. Por favor, avísame si vamos a chocar con algo.

–Tal vez debería conducir yo.

–Te he visto al volante hace unas horas, y te garantizo que no vas a volver a tocar el de este coche nunca más –la voz salía ahogada porque tenía los labios por debajo de la mandíbula–. ¿Estoy mejor ahora?

–Oh, mucho mejor.

Skulduggery hizo lo imposible por mantener la nariz en su sitio.

–¿Así que te recojo en casa de Gordon una vez que hayas disfrutado de un momento de sentimentalismo? Tenemos que ir a la reunión, por si se te había olvidado.

–¿Cómo se me va a olvidar? –replicó secamente–. Llevo esperando esa divertidísima reunión desde hace días. Oh, sí, ya lo creo, no puedo con la impaciencia...

–Veo que tu sarcasmo sigue en aumento –señaló Skulduggery–. Impresionante.

–Y no, no hace falta que me recojas. Le pediré a Fletcher que me lleve. Por supuesto, si cambias de opinión y decides que no es necesario que asista a esa aburridísima reunión, me podré tomar un tiempo para limpiar mi organismo de todo resto de sentimentalismo y librarme de él para siempre.

–¿Y privarte de la oportunidad de participar? Creo que te sorprenderá lo interesante que puede resultar.

–Seguro que me sorprende, sí.

–Vamos a elegir al nuevo Gran Mago. Esto es formar parte de la historia, Valquiria.

–¿Y cuánto tiempo va a durar el flamante nuevo Gran Mago antes de que lo asesinen o lo encarcelen?

–Eres demasiado joven para ser tan cínica.

–No estoy siendo cínica. Lo que pasa es que recuerdo lo que ha pasado en los últimos cuatro años. Dame una sola razón para asistir. Solo una por la cual me resulte remotamente interesante estar ahí.

–Va a ir Erskine Ravel.

–Bueno. Entonces vale.

Skulduggery se rio y soltó la cara. Después de un temblor peligroso, pareció calmarse y quedarse en su sitio, salvo la oreja, que se fue desplazando poco a poco hasta la barbilla.