HISTORIAS
MÍNIMAS

Personajes secundarios
de la Biblia

 

Pedro Barrado Fernández

 

 

 

 

 

 

 

A mi padre,

de bendito recuerdo

INTRODUCCIÓN

 

Todo el mundo sabe que la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos entrega todos los años los premios Óscar. Entre las categorías premiadas se encuentran las de mejor actor y actriz de reparto. Se trata de los actores y actrices que no son protagonistas de las películas en que participan, pero sin cuyo concurso probablemente no habría historia que contar. Porque los actores de reparto –o secundarios, como también se les llama– son esenciales para la trama. Pueden ser «buenos» o «malos», con mayor o menor presencia, pero son siempre importantes, porque son los que dan la réplica a los protagonistas y hacen que la historia avance y se desarrolle.

Si saltamos del cine o de la literatura a la teología, inmediatamente nos daremos cuenta de que, en el terreno de la fe, no hay «personaje secundario» ni menor: para Dios, todos somos protagonistas, y nuestras historias, aunque nos parezcan «mínimas», son en todo caso únicas. Y en la Biblia esto es más verdad si cabe, ya que en ella encontramos con mucha frecuencia una tendencia a resaltar lo pequeño y lo débil frente a lo humanamente grande y poderoso. Así, la promesa y la bendición divinas se abrirán paso precisamente a través de lo pequeño y despreciable desde el punto de vista humano: un patriarca anciano y su mujer estéril son los llamados a ser padres de un pueblo numeroso como las estrellas del cielo y las arenas de la playa; el hijo menor consigue la primogenitura frente al mayor; el hermano vendido como esclavo acaba siendo la fuente de vida para su familia... incluso un crucificado es reconocido como el Hijo de Dios.

Se trata, pues, de dar valor a lo pequeño: el simple vaso de agua que no solo no quedará sin recompensa, sino que, para el que lo recibe, supone el mayor alivio en ese momento. Los personajes que a continuación desfilarán por estas páginas son poco conocidos –o desconocidos en absoluto para muchos–, pero quieren ser representativos de esa pléyade que puebla las páginas de la Escritura y que la hacen posible. Unos tienen nombre propio, otros son anónimos. Pero todos coinciden en que no resultan excesivamente famosos, si bien es verdad que el criterio de la fama –igual que el tiempo para Dios– resulta bastante relativo.

Son más de treinta los personajes –dispuestos en treinta capítulos– de los que se hablará; algunos de ellos van en pareja, e incluso hay un trío. Evidentemente podrían haber sido otros muchos más o distintos. Algunos de ellos ya han visto la luz, en una versión reducida, en el periódico MAS, de Hermandades del Trabajo. Aquí están presentados alfabéticamente, que es el criterio quizá más igualitario y la forma que probablemente menos complicación ofrezca; por eso aparecerán mezclados los del Antiguo Testamento –que, lógicamente, son más en número, por ser más amplio el texto– y los del Nuevo.

Esta pequeña –y no sé si representativa– galería de personajes solo pretende ser una invitación a adentrarnos por las páginas de la Biblia y descubrir esos otros personajes que quizá nos ayuden a alumbrar caminos nuevos de encuentro con Dios. Sus historias pueden ser ciertamente mínimas, pero también son ejemplares y didácticas, y, salvando las distancias –que a veces no son tantas como parece–, en muchas ocasiones se parecen extraordinariamente a las nuestras.

1

ABISAG
O EL AMOR DEL REY

 

Abisag es nombre femenino cuyo significado no resulta claro. Se han propuesto varios: «Mi padre [Dios] es grande», «Mi padre es un trotamundos» o incluso «Padre del error». Sea como fuere, en la Escritura ese nombre lo lleva una muchacha que tiene el privilegio de abrir el libro de los Reyes (a pesar del papel que le toca desempeñar en él): «El rey David era ya viejo, entrado en años. Lo cubrían con mantas, pero no entraba en calor. Sus servidores le aconsejaron: “Que busquen para el rey, mi señor, una joven virgen que sirva al rey y sea su doncella, que duerma sobre tu pecho y entrará en calor el rey, mi señor”. Buscando una muchacha hermosa por todo el territorio de Israel, encontraron a Abisag, la sunamita, y la llevaron al rey. La joven tenía muy buena presencia. Fue su doncella y le servía, pero el rey no se unió a ella» (1 Re 1,1-4).

Un poco más adelante, en el v. 15, vuelve a salir su nombre como en un inciso, cuando se cuenta que la joven sigue haciendo las tareas que la llevaron a la corte de Jerusalén: «El rey era muy anciano y Abisag, la sunamita, cuidaba de él».

No volvemos a saber nada más de Abisag hasta el siguiente capítulo, en que la joven se verá envuelta –probablemente de forma involuntaria– en una intriga palaciega que acabará dramáticamente. Con Salomón establecido ya como rey en Jerusalén, otro hijo de David, Adonías, que ha pretendido usurpar el trono de su padre, pide a Betsabé, la madre de Salomón, que interceda ante su hijo como nuevo monarca para que le conceda como esposa a Abisag. La reacción de Salomón da a entender que las pretensiones de Adonías van más allá del mero hecho de conseguir una esposa: «“¿Por qué pides tú a Abisag, la sunamita –le dice Salomón a su madre–, para Adonías? Pide también para él el reino, pues, además de ser mi hermano mayor, ya tiene de su parte al sacerdote Abiatar y a Joab, hijo de Seruyá”. El rey Salomón juró entonces por el Señor: “El Señor me castigue una y mil veces si, al decir tal cosa, no se ha jugado Adonías la vida. ¡Vive Dios, quien me ha entronizado y consolidado sobre el trono de David, mi padre, dándome una dinastía tal como había prometido! ¡Adonías será hoy hombre muerto!”» (1 Re 2,22-25). Y, en efecto, lo fue: «Entonces el rey Salomón envió a Benayas, hijo de Yehoyadá, que cargó sobre él y lo mató» (v. 25).

La sospecha de Salomón de que Adonías pretendía el trono se ve confirmada si nos fijamos en otra historia de la familia de David. Tiempo atrás, otro hijo del rey –Absalón, el que quedó colgado de una encina por los cabellos (cf. 2 Sam 18,9-15)– logró conquistar Jerusalén, haciendo huir de ella a David. Una vez en el palacio recibe este consejo de Ajitófel, antiguo consejero de David que se une a la revuelta de Absalón: «Acuéstate con las concubinas que tu padre dejó para guardar el palacio; así sabrá todo Israel que te has enfrentado con tu padre y cobrarán ánimo todos los que te siguen» (2 Sam 16,21). Así pues, tener control sobre el harén real es uno de los principales indicios de quién manda. Por eso, casarse con Abisag podía ser interpretado como una pretensión al trono.

Volviendo al principio de la historia, la propia Escritura se da cuenta de que la escena del anciano rey David calentándose con el cuerpo de una muchacha, a la que además se ha presentado como «virgen», «hermosa» y de «buena presencia», era susceptible de ser malinterpretada. Por eso el texto recalca que David «no se unió a ella». No obstante, el hecho de que Adonías pretenda casarse con ella –por la razón que sea– ha hecho que algunos expertos consideren que Abisag no era una simple doncella, sino que llegó a formar parte del harén de David (y que heredaría su hijo Salomón). De ser así, Abisag sería la última esposa del rey David. Quizá por eso Betsabé –esposa «favorita» de David– no tuvo inconveniente en acceder a la petición de Adonías, para tratar de desembarazarse de una rival arrojándola en brazos de otro hombre y, por tanto, alejándola del suyo.

Por otro lado, la presentación de Abisag –tan resaltada en lo físico– en el lecho de un anciano rey no ha dejado de ser observada como muestra de una cierta violencia –quizá no demasiado grosera, pero real– contra la mujer. Lo cierto es que Abisag no pronuncia una sola palabra; su importancia se cifra en ser un peón –es verdad que bien situado–, aunque siempre en manos de otros, ya sean hombres o mujeres, puesto que Betsabé está en el centro de una trama que lucha por el poder. No hay que olvidar que Adonías viene de jugar una partida –que ha perdido– en la que ha movido sus piezas –el sacerdote Abiatar y el general Joab– para tratar de ser ungido como rey. De hecho, a la muerte de Adonías le va a seguir el destierro de Abiatar y la muerte de Joab, siendo sustituidos en sus puestos por el sacerdote Sadoc y el general Benayas al frente del sacerdocio y del ejército respectivamente.

El hecho de que, por un lado, Abisag sea casi sistemáticamente presentada como «la sunamita», aludiendo a su lugar de origen (Sunem, una ciudad en el noroeste de Israel, cerca de Meguidó), y, por otro, que «sunamita» sea un término muy similar a «sulamita», la amada del Cantar de los Cantares, ha hecho que la tradición identifique a ambas mujeres. Además, Salomón aparece también en el Cantar, y no solo como personaje, sino como su autor (ficticio): «Cantar de los Cantares. De Salomón» (Cant 1,1).

Desde este punto de vista se nos abre una fecunda vía para reivindicar la discreta figura de Abisag. Porque, haciendo abstracción de los datos de la historia –y siguiendo en esto al viejo Rabí Aqiba–, en esa historia de amor que vemos en la hermosa y libre pareja que forman Abisag y Salomón en el Cantar de los Cantares podemos contemplar la historia amorosa entre Dios y su pueblo. Decía el maestro Aqiba, para subrayar la canonicidad del Cantar (y su santidad): «El mundo entero no vale lo que el día en que le fue dado a Israel el Cantar de los Cantares: todos los escritos inspirados son santos, pero el Cantar de los Cantares es santísimo» (Misná, Yadayim 3,5). A pesar de las «setecientas esposas y trescientas concubinas» que dice la Escritura que tuvo Salomón (1 Re 11,3), ¡cómo nos gustaría pensar que el amor entre Salomón y Abisag fue realmente único y modelo del que el Señor siente por cada uno de nosotros, para quien somos únicos de verdad!

2

ADÁ Y SILÁ
O LA PALABRA ENMUDECIDA

 

Adá y Silá, así en pareja, solo aparecen en tres ocasiones en la Escritura, todas en el capítulo 4 del libro del Génesis (vv. 19, 20 y 23). Más tarde encontraremos solo a Adá en cinco ocasiones más (Gn 36,2.4.10.12.16), pero tratándose ya de otro personaje distinto: una mujer cananea, la primera de las esposas de Esaú.

Adá y Silá son las mujeres de Lámec, que a su vez es el quinto descendiente de Caín, según la genealogía de Gn 4,17ss: Caín, Henoc, Irad, Mejuyael, Metusael y Lámec. La genealogía de este capítulo nos sigue ofreciendo nombres y relaciones, en este caso de nuestras protagonistas: «Adá dio a luz a Yábel, que fue el padre de los que habitan en tiendas con ganados. Su hermano se llamaba Yúbal, que fue el padre de los que tocan la cítara y la flauta. Silá, a su vez, dio a luz a Tubalcaín, forjador de herramientas de cobre y hierro; la hermana de Tubalcaín era Naamá» (Gn 4,20-22).

Los expertos suelen coincidir en que este fragmento presenta un texto etiológico –es decir, un texto que da cuenta del origen– de la cultura y la civilización. Los hijos de Adá y Silá están en el origen de la vida nómada y el pastoreo, de los músicos y de los artesanos.

Adá («ornato, belleza») y Silá («sombra») son en realidad un espejo en el que se mira Lámec, una pantalla que solo sirve para proyectar en ella el mensaje que el marido quiere proclamar al mundo: «Lámec dijo a sus mujeres: “Adá y Silá, escuchad mi voz; mujeres de Lámec, prestad oído a mi palabra. A un hombre he matado por herirme, y a un joven por golpearme. Caín será vengado siete veces, pero Lámec, setenta y siete”» (4,23-24).

Inmediatamente saltan a la vista dos cuestiones. La primera es la absoluta desproporción de la venganza: la vida de un hombre por una herida, la de un joven por un golpe. Por eso, la ley del talión, que se promulgará más tarde en el Sinaí, supondrá un verdadero avance, ya que equilibrará la venganza: «Si hay lesiones, pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal» (Ex 21,23-25). La segunda cuestión que no habrá pasado inadvertida es la semejanza con el dicho de Jesús en el evangelio: «Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?” Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”» (Mt 18,21-22). La desproporcionada medida de Lámec con respecto a la venganza se ha transformado en Jesús en desproporcionada medida de perdón.

Pero lo que de verdad está en juego en esta venganza de Lámec es lo que podríamos llamar el problema de la referencialidad. En el episodio anterior a la aparición de Lámec, en el que Caín mataba a su hermano Abel, la fraternidad se rompía porque Caín había pretendido erigirse como referencia absoluta de su propia vida, expulsando de su horizonte tanto a su hermano como a Dios. Cuando el Señor castigue a Caín a vagar por la tierra, porque esta se le cerrará después de haber acogido la sangre derramada de su hermano y no le entregará ya sus frutos, no obstante no le dejará solo, sino que hará ver a todos que, a pesar de su conducta, Caín sigue siendo de su familia. Eso es lo que significa la marca que el Señor pone a Caín y las palabras que la acompañan: «El que mate a Caín lo pagará siete veces» (Gn 4,15).

Lo que tenemos ahora con Lámec, percibido por medio de sus dos mujeres –porque es a ellas a las que se dirige su proclama–, es una vuelta a la autorreferencialidad. A Lámec no le basta la medida de la venganza divina con respecto a Caín, ya de suyo generosa –siete veces–, sino que él va a poner la suya, multiplicando hasta el infinito la de Dios: setenta y siete veces. En realidad, si abrimos la perspectiva de nuestra mirada, nos daremos cuenta de que no hemos salido del jardín del Edén, donde Adán y Eva pretendieron ser como dioses –bastarse a sí mismos– apropiándose de los atributos de la divinidad, representados en el fruto del árbol situado en medio del jardín, el árbol del conocimiento del bien y del mal, y en el del árbol de la vida.

La relación con la venganza divina de Caín, pretendiendo hacerla irrisoria, hace que la figura de Lámec se tiña sombríamente. Y así, lo que podría haber sido timbre de gloria por su paternidad con respecto a los iniciadores de la civilización y la cultura –pastores, músicos, artesanos– se va a convertir en mirada pesimista y apesadumbrada sobre la historia humana que venga detrás. La mancha del padre se transmite a los hijos, igual que la desobediencia de Adán repercute en su descendencia, que tendrá que vivir fuera del jardín del Edén. Así, los forjadores de herramientas de cobre y hierro no solo harán podaderas o arados, sino también espadas y lanzas; los que tañen la cítara o tocan la flauta no lo harán únicamente en bodas y fiestas, sino que acompañarán con sus instrumentos los cantos de guerra o de venganza; y los que habitan en tiendas con ganados no solo disfrutarán de las historias contadas por la noche alrededor de la hoguera, sino que por el día se lamentarán de su mísera existencia, siempre en busca de pastos para sus ganados y de agua para sus hijos.

La historia humana siempre ha sido, es y será así de ambigua: civilización que lleva en sí el germen de la inhumanidad o la muerte, aspiración a la autoafirmación que corre el peligro de separar de Dios y de los otros. Quizá, si Lámec hubiera escuchado a Adá y Silá en vez de elegir el monólogo, y si estas hubieran hablado...

3

ANANÍAS
O LAS DIFERENTES POSIBILIDADES DE UN ENCUENTRO

 

En el libro de los Hechos de los Apóstoles aparecen tres personajes con el nombre de Ananías o Jananías («El Señor ha sido favorable»).

Uno de ellos es un sumo sacerdote de Jerusalén que está implicado en una trama que pretende eliminar a san Pablo (se puede leer la historia en los capítulos 23 y 24 de los Hechos de los Apóstoles). La primera vez que aparece lo hace en una escena en la que vemos a Pablo declarando ante el Sanedrín. Tras un incidente con el sumo sacerdote (este manda que golpeen a Pablo en la boca, ante lo que el Apóstol reacciona anunciando un futuro poco venturoso a Ananías), Pablo reconoce que no había caído en la cuenta de quién se trataba. ¿Acaso el sumo sacerdote no llevaba las vestiduras y los emblemas de su dignidad o más bien estamos ante una actitud irónica de Pablo, que además le permitirá mostrar su conocimiento de la Escritura? Acto seguido vemos a Pablo emplear una eficaz estratagema –aunque quizá no del todo limpia– para dividir a la asamblea que lo juzga: trata de ganarse al sector fariseo apelando a que es juzgado a causa de la resurrección de los muertos (de la que los fariseos eran partidarios, no así los saduceos).

El libro de los Hechos sigue contando que el alboroto llegó a tal extremo que el tribuno romano tuvo que sacar a Pablo de la sala, por miedo a que la situación acabara mal. A continuación, el relato prosigue narrando un complot por parte de las autoridades judías –entre las que, naturalmente, se encuentra Ananías– para matar a Pablo. Un complot que desbarata un sobrino del Apóstol, que se ha enterado de los planes homicidas. Así, Pablo es trasladado a Cesarea, donde días después se presenta el sumo sacerdote Ananías junto con algunos ancianos y un abogado, de nombre Tértulo, para tratar de que el gobernador Félix condene a Pablo. El intento fracasará, y Pablo permanecerá en Cesarea dos años más (con repetidos intentos de extorsión por parte del gobernador romano).

La historia cuenta que este Ananías, hijo de Nedebeo, fue sumo sacerdote desde el año 47 al 59 d. C., y que murió asesinado en el 66 por su amistad con los romanos. No sabemos si habría sido otra su suerte, pero sin duda habría hecho bien en seguir el consejo que Gamaliel, fariseo, doctor de la Ley y hombre respetado, dio a los miembros del Sanedrín cuando juzgaban a Pedro y los apóstoles: «Si su idea y su actividad son cosa de hombres, se disolverá; pero, si es cosa de Dios, no lograréis destruirlos, y os expondríais a luchar contra Dios» (Hch 5,38-39).

Un segundo Ananías que aparece en Hechos –en realidad el primero en hacerlo, en Hch 5,1-6– es el marido de una mujer llamada Safira. Ambos son cristianos de Jerusalén, pero son traídos a las páginas de Hechos precisamente para mostrar su mal ejemplo (y el escarmiento que se hará con ellos). En Hch 4,34-35 leemos: «Entre ellos [los miembros de la Iglesia] no había necesitados, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno según lo que necesitaba». Lo cual se corrobora con el ejemplo de José Bernabé, que hace exactamente lo que se ha dicho que hacen los cristianos de la comunidad (vv. 36-37). Sin embargo, a renglón seguido se cuenta lo que hacen Ananías y Safira, que es guardarse parte del dinero de la venta de un campo. Esta acción, que para Pedro supone engañar no a los apóstoles, sino a Dios, tendrá un efecto terrible: la muerte, primero de Ananías y más tarde de Safira, como castigo divino. Dejando de lado la imagen de Dios que transmite, lo que el episodio pone de relieve es una lección que siempre deberíamos tener en cuenta: la comunidad cristiana no es perfecta, y siempre debe estar en guardia, tendiendo a su ideal.