Créditos


Primera edición Injuve, 1971

Segunda edición UAM, 1984

Tercera edición, 2019

Primera edición digital, 2020

 

 

 

 

 

Del texto

© Humberto Guzmán

 

De la edición

© Ediciones de las Sibilas

Francisco Contreras 114

Loma Verde

León, Gto.

C.P. 37295

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hecho en México

Made in Mexico

 

 

isbn: 978-607-98497-0-2

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio, sin la

autorización por escrito de los editores.


 

A cincuenta años de que escribí El sótano blanco

 

 

 

En 1966 escribí los primeros trazos de lo que se convertiría, entre 1967 y 1968, en una novela juvenil. Podría decir que con ella empezó mi viaje de novelista. Ahora que la releo, me doy cuenta de su autenticidad. Escrita con una gran sinceridad, se percibe el miedo existencial del protagonista-narrador, como si viviera a la orilla de un abismo.

En aquellos años, la Ciudad de México era otra, otro mundo. Recordarla, no sólo me lleva al pasado sino a mi propia interioridad. A grandes rasgos, era aquello un mundo, más que de soledad o desamparo, de absurdidad. ¿Para qué existe todo esto?, me preguntaba.

Por su parte, Alberto, el personaje-narrador que comparte los puntos de vista citados, le habla a una chica llamada Eréndira que sólo escucha. En aquella Ciudad de México, “el cielo empezaba a ser de luz de mercurio y de gas neón”, en la noche, y durante el día era todavía azul; había ruidosos tranvías y panaderías en las colonias.

Una importante presencia, en El sótano blanco, es la del rock y, otra, las tendencias juveniles contestatarias, como el hipismo. El mismo protagonista toca la armónica, la guitarra acústica y canta canciones de Bob Dylan o de Jim Morrison. La cita de una canción infantil de Cri-Cri, cuyo tema es la marginación, es recurrente. En algún momento se fuma y no son cigarros autorizados.

Con frecuencia, los personajes llegan a la risa. La risa es parte de la burla de lo otro o de la impotencia personal ante su entorno. “Me sentía indiferente al porvenir y un poco cansado en el presente”, dice el protagonista. “Tienes miedo de dejar de reírte”, pensó a propósito de una chica que conoció en un prostíbulo. Hay un aire de antibelicismo y de reinvención de la realidad, de acuerdo con el momento.

Se utilizan expresiones que eran novedosas como: “agarrar la onda”, “qué onda”; “maestro”, como “cuate”; “pasado”, como drogado; “darse un toque”, fumar mariguana; “azotado”, deprimido; “macizo”, adicto a la “mota”. El pelo largo, como una reafirmación. El punto de vista narrativo muchas veces es “psicodélico”. Alberto, sin proponérselo, se ve como un crítico de su sociedad y de su tiempo y, tal vez, hasta de la civilización occidental.

Por otro lado, la experiencia psicodélica refleja la inadaptación de Alberto, sobre todo en comparación con los otros jóvenes. Él era un outsider. Lo sufría, se veía diferente y lo era. No se reconoce en su entorno social, aquí es donde experimenta la absurdidad. Si no es de aquí ni de ningún otro lado, ¿de dónde es?

En realidad su rebelión no es en contra de sus padres en particular, como se decía entonces; mucho menos es en contra de una “clase social” dominante, sino que va dirigida a una entidad mayor, algo tan grande e inexplicable como el concepto Dios. Pero, Dios también está solo.

El joven protagonista se rebela, en suma, contra la realidad de una manera individual, profunda, espiritual.

De este modo, a más de cincuenta años de su escritura y de sus vivencias, El sótano blanco es una novela de su época —que encaja a la perfección en la actual—, y la refleja en su parte pesimista, por lo menos para ciertos espíritus: la inadaptación juvenil, el rock, la psicodelia, la rebelión individual, como elementos universales.

Al final, el protagonista-narrador abandona la intención de hablar con alguien, abandona la explicación de sus actos y al porvenir lo rechaza con una determinación que espanta. “Era un insecto en busca de una rendija donde ampararse”, dice de sí mismo.

 

 

Humberto Guzmán

Ciudad de México, febrero de 2019


 

Prólogo a la segunda edición

 

 

 

La literatura de Humberto Guzmán (México, 1948) se caracteriza por la constante definición del vacío: el del individuo, el del mundo, el de las perspectivas existenciales de cada hombre. Desde la publicación de Los malos sueños (Injuve, 1968) hasta la Historia fingida de la disección de un cuerpo (terminada en 1976, publicada en 1982) los personajes de las novelas y relatos de Guzmán se preocupan en particular, a la manera de muchos protagonistas del teatro del absurdo, por conservar el instinto de supervivencia —siempre frustrado— ante ese vacío, y por sobrellevar sin queja una carga de angustia irrenunciable en medio de atmósferas corrosivas, densas, donde palpitan elementos —apenas bosquejados— que permiten dudar siempre de la capacidad del hombre para evitar la muerte. En general, la mayoría de los personajes construidos por Guzmán transitan entre la duda y la locura, incapaces de enfrentar una realidad que posee —como en la literatura de Kafka o Beckett— tal multiplicidad de elementos que terminará por trascenderlo, por convertir al personaje en una vaga caricatura de sí mismo, capaz únicamente de mostrar instintos y pasiones primarias, sin matices.

El sótano blanco emplea algunos de esos elementos en su construcción: el deseo, la indiferencia, la mediocridad y el poco conocimiento que tiene de sí mismo el protagonista permiten que la novela logre una tensión poco usual en el desarrollo de su tema. Éste se ocupa por situar una serie de actividades de un joven capitalino de la clase media. Sin embargo, aunque en algunas de sus acciones el adolescente puede parecer —como es el caso de algunos personajes de José Agustín y Gustavo Sainz— un producto típico de nuestra sociedad, otras de las acciones de Alberto sólo pueden ser estudiadas como fruto de su creciente desadaptación y de sus ilusiones vanas.

El sótano blanco tiene un valor literario y un valor histórico. Literariamente, el protagonista es capaz de describirse gracias a la presencia de Eréndira. Eréndira le confiere la posibilidad de referirse a su vida y de contarla. Pero la narración en tal sentido es una vasta trampa: es la oportunidad de adquirir un nombre (Alberto) en función de la pérdida y el rechazo de Eréndira. Un nombre que debe perderse en la nada, en el silencio del narrador, del protagonista: porque ya no está el pretexto para narrar. De este modo, El sótano blanco es una historia que se niega a sí misma conforme se construye.

El valor documental de El sótano blanco cobrará su exacta dimensión con el tiempo. Consiste en el testimonio de una juventud rechazada, incomprendida desde sí misma, que trata de definirse y situarse a través del discurso. Por otra parte, se habla de una juventud que, a quince años de distancia, ya no existe, como no existe la ciudad que le dio origen.

Hay otro mérito en esta novela de Guzmán: La tumba de José Agustín, Gazapo de Gustavo Sáinz, Como la ciega mariposa de Jorge Arturo Ojeda, Pasto verde de Parménides García Saldaña y Los juegos de René Avilés Fabila situaron con claridad los caminos de la generación posterior a los cuarenta. Como La muchacha en el balcón de Juan Tovar, El sótano blanco es un texto que continúa esa tradición, pero con una consciencia más clara: la juventud es una palabra que acomoda muy bien a la clase política para referirse a la fuerza de un país. Sin embargo, ser joven en un país como México —en aquel momento— era un crimen. De antemano el joven era un ser criminal, capaz de ser repudiado porque, como Alberto, no tenía una consciencia clara de su ser. Entonces, ¿para qué demonios seguir existiendo? El sótano blanco no responde, muestra.

 

 

Bernardo Ruiz

México, D. F., septiembre de 1983


 

El sótano blanco


 

He said I wanna hear all

that’s pretty

he said I wanna hear all

that’s nice

 

Donovan

 

 

Al pato Donald


 

¿Cómo empezar de una vez, Eréndira? Lo de menos sería decirte lo primero que me viene a la cabeza; decirte, por ejemplo, que para qué todo. Pero no, pensándolo bien, es mejor que no lo haga. Porque de ese modo alguien, que nos ve y que nos oye sin que nos demos cuenta, podría pensar con toda la razón del mundo, que da lo mismo que empecemos o que no empecemos. Además, fíjate en esto, si contamos con que… Pero Eréndira, tú ni siquiera pones atención a lo que digo. ¿Estás distraída, o te preocupa algo? Me resulta extraño verte de esta manera… Te lo confieso: yo prefiero acordarme de ti como acostumbro hacerlo. Así, así precisamente, como diluida en el viento, en la luz, en los contornos de las cosas. Bueno, te decía; he pensado que podríamos iniciar el relato con una pregunta, quizá ésta: ¿Me amas? No. Aquí estamos de acuerdo. Esta pregunta no conduce a nada. Sin embargo, podría servirnos; podría ser el punto de partida para llegar a otra, a otras preguntas: ¿qué es lo que en realidad me propongo?, ¿por qué la gente se empeña en complicar las cosas más simples? Ya, ya noto tu desconcierto, particularmente por lo segundo. Trataré de explicarme. Esa interrogante, a mi parecer, justifica que tú y yo nos hayamos reunido de nuevo. Porque, tal vez, yo quiero saber el origen de tu actitud; quiero comprender el motivo por el cual tú no pudiste o no quisiste asumir la responsabilidad que te correspondía.

Me parece que estoy conceptualizando demasiado. No es ése mi propósito, de veras. Corregiré mi error de la única manera posible: empezando de una vez. Por otra parte, debo prevenirte, no vayas a esperar un relato coherente; sólo pretendo platicarte un poco de mí, sólo eso. En fin, estoy cayendo otra vez en la misma trampa. Así es que empezaré ya. Aunque antes quiero comunicarte que hoy me pareces muy bella. Bueno. Ahora, ahora que esa mariposa, la de la esquina de la ventana —aquélla, la que está a tu derecha, ¿o es tu izquierda?—, se ha quedado quieta, por fin, voy a comenzar simplemente.

 

“Tus amigos no son los del mundo.”


 

Sí; recuerdo muy bien que cuando era chico siempre quería estar en la calle para jugar a las guerritas con mis amigos del barrio. Teníamos la misma edad poco más o menos. Y así pasábamos las horas enteras: fraguando combates. Con el desarrollo del número de nuestras contiendas acordamos, por unanimidad, abrir una tregua permanente durante las mañanas, ya que por las mañanas íbamos a clases. Bueno, y eso no todos. Ricardo no, él no iba. Ricardo se quedaba, porque tenía que estar en su casa cuidando a sus hermanitos menores mientras su madre regresaba del trabajo.

Lo de la calle, como todo, no fue eterno. Poco a poquito, conforme me crecían las piernas y los pies, crecía también la esperanza de no salir nunca más. Así fue que determiné olvidar mi caja de soldados junto con mis armas personales —dos pistolas y un rifle con mira telescópica— en el quicio de la puerta de mi casa. No tardaron en desaparecer.

Mejor. De ese modo me había ahorrado el tener que odiar a mis soldados y a los instrumentos que me defenderían de una agresión enemiga en cualquier terreno. Pero, lastimosamente no quedó ahí todo. Al día siguiente mi madre que notó la ausencia de mi ejército particular —integrado por dos docenas de hombrecitos de diez centímetros de estatura, equipados con los últimos adelantos en materia bélica producidos por la civilización— dijo:

¿Y tus soldados, dónde están, eh?

Le aclaré que lo ignoraba, pese a que estaba plenamente consciente de que los había dejado en el quicio de la puerta, con alevosía y ventaja. Entonces mi madre, que no era ninguna idiota, como ella misma lo repetía a cada rato, sentenció implacable:

—Voy a decirle a tu padre que para otra vez no te ande comprando nada.

—Pero si él no me compró nada —corregí de inmediato—, fueron los Santos Reyes Magos.

La señora se quedó con una palabra a medio decir en la boca, se chupó los dientes en un gesto agresivo y agregó, yéndose a la cocina:

—Tú ya no eres ningún chiquito; nada más te haces el tonto.

La noche de ese día dejé de ser chico cuando era chico. Yo creo que mi madre no resolvió bien la situación diciéndome eso. Siempre he pensado así, desde aquella vez. En fin.

A partir de esa noche, y a diferencia del breve periodo anterior, renacieron en mí los deseos incontrolables de abandonar la casa pero ya no sólo para jugar a las guerritas o a cualquier otra cosa con mis amigos, sino que era el hecho, esencialmente, de salir, salirme de mi casa. Los soldados se habían perdido sin remedio, y los días se fueron perdiendo con gran rapidez y junto con ellos otras cosas. Ahora jugaba a ser gente grande, ese juego peligroso y frecuentemente sucio. Peor aún; vinieron los malos tiempos. Un día me enteré que Ricardo ya no podría salir ni siquiera por las tardes. Había encontrado una solución diferente a la mía y, seguramente, también a la de los demás aunque involuntaria en absoluto. Cooperamos entre todos los viejos socios de guerra del grupo logrando reunir la cantidad suficiente de dinero para comprarle una corona de flores blancas, según el consejo de nuestros respectivos padres. La pandilla disminuía en forma considerable.

Aproximadamente por entonces fue cuando empecé a sentirme angustiado, en apariencia sin motivo y de un momento a otro. No sé con exactitud qué me pasaba. Por ejemplo: iba a la escuela, la que había sido instalada recientemente a tres o cuatro calles de mi casa, con las mejores intenciones que puede tener un muchacho de ocho años entrados a los nueve —creo que este dato no lo había dado— que ya no es tan chiquito, como bien decía mi madre, y bastaba con que cruzara el portón anaranjado y de metal para que todo ese buen ánimo se tradujera en temor, te repito, no sé con exactitud qué me pasaba o, al menos, cuál era la causa. Era enigmático, me daban ganas de llorar, y lloraba, claro, pero tragándome las lágrimas, ocultándome, porque no quería que nadie fuera a descubrirme y huía, huía, huía de cualquier clase de testigos, de todo y de todos. Después venía la calma. Si alguien sospechaba algo y me preguntaba al respecto, le respondía con lo más a la mano, procurando la mayor brevedad y sobre todo que fuera creíble para no despertar la menor conjetura. Una vez se me ocurrió decir, “es que rompí un jarrón y mi mamá me pegó”. “Pero ya pasó tiempo de eso ¿no?”, replicó el curioso. Entonces me vi obligado a explicarle que “ella dijo que me castigaría a las puertas de la escuela para ver si no me daba vergüenza con mis compañeros” y así varias veces.

No fueron pocas las ocasiones en que nos topamos los muchachos del barrio —ex cómplices de guerra— y yo, y sin siquiera saludarnos. Hacía tiempo que no lo hacíamos. Ellos como yo, tenían otros amigos que eran seguramente ajenos al arte de la guerra. Uno de mis nuevos compinches se llamaba Adrián. Una mañana nos tocó sentarnos en el mismo mesabanco y allí dio principio nuestra amistad. Y es que siempre contaba con algo para hacer reír a quienes estuvieran cerca de él. Yo no tenía por qué ser la excepción, y lo hacía a grandes carcajadas; tan grandes tan grandes tan grandes que la señorita profesora quién sabe qué nombre y algunos de sus esbirros —pase seguro— tenían que volverse a verme muy indignados. Adrián tenía el cinismo de quedarse como si nada. Así es que el risueño y el latoso venía a serlo yo, además de flojo.

—Tú, Alberto, hace tiempo que no me trabajas. Mírenlo nada más —decía la señorita profesora con su inseparable puntito negro en la esclerótica del ojo izquierdo—, muerto de la risa y sin haberme cumplido con la tarea.

Creo que desde esos días no me gusta mi nombre. “Alberto, hace tiempo que no me trabajas”; “Alberto, eres un flojo”; “Alberto, eres un pobre diablito.”

En cierta ocasión, y para disminuir aún más el poco respeto que le guardaba, la señorita profesora nos reportó a Adrián y a mí a la dirección de la escuela y de la dirección de la escuela, como era de esperarse, enviaron citatorios a nuestros padres con el fin de que se enteraran del mal comportamiento de sus queridos hijos. La señorita profesora nos había pescado cuando nos divertíamos picándoles el culo a Fierro y Barreto, que eran los ocupantes del mesabanco de adelante del nuestro, utilizando una regla de plástico verde, transparente, la recuerdo todavía. Al sorprendernos emitió un gritito y rápidamente nos condujo ante la ceñuda y católica, y parece que española, señorita —de sesenta y tantos años— directora del plantel escolar sin importarle haber interrumpido la clase. Pero lo que estaban lejos de conocer esos personajes femeninos era que nuestro delito estaba muy de moda en el grupo por entonces.

Las tardes empezaron a hacerse cortas. Los domingos por la mañana mi hermano Armando Esteban —penúltimo de una serie de seis hermanos de la cual yo ocupaba el último lugar— y yo nos levantábamos temprano y acudíamos al cine, invariablemente. La matiné, programación integrada por tres películas que por lo general eran filmes sobre la segunda gran conflagración mundial, inclinados al favor aliado por supuesto, me daba o, más bien, me producía un molesto dolorcito de cabeza. “Es por ver tantas películas”, opinaba mi madre. Sin embargo, me gustaba ir domingo a domingo. Hasta que ya no pude soportar la función de tres películas seguidas. A mí también me vencieron los aliados. Hubo veces, muchas incluso, en que salía del cine nervioso, sumamente intranquilo y asqueado de tantos héroes. Decidí entonces, con firme determinación, no volver a ninguna matiné apta para niños.

El sol quemaba en la calle cada vez más.

Por otra parte, también recuerdo que repetidamente inventaba causas oficiales para no ir a la escuela. “¿?”, decía mi madre con incredulidad, “espero por tu bien que sea cierto, ya sabes que no me gusta que me andes diciendo mentiras porgue yo no soy la tonta de nadie y menos de ti”. De ese modo me quedaba en casa, sólo para encerrarme en mi cuarto, ocioso. Nuevamente como en el periodo anterior al anterior.

La mayoría de las veces era para estar tocando la guitarra, una guitarra que encontré accidentalmente en mi casa y que nunca supe a ciencia cierta a quién pertenecía; otras, las menos, me ponía a pensar con un poco de rencor en el “y menos de ti”.

Como podrá deducirse fácilmente, aprendí a tocar la guitarra. Pero mi risa a carcajadas se había atorado en alguna rama dura del tiempo del “mírenlo nada más, muerto de la risa” de la señorita profesora. Recobrarla hubiera significado poder recobrar el tiempo muerto, los días perdidos, los minutos que ahora son extraños, irreales.

Ese fin de año recibí una boleta de calificaciones con la palabra “Aprobado” escrita al margen. Increíble. Me desconcertó en tal forma que durante las vacaciones escolares no dejé de pensar un minuto en cómo había sido. Aún ahora estoy admirado.

En esas vacaciones escolares el puntito negro del ojo izquierdo de la señorita profesora se hizo grande, grandote, grandísimo. El puntito negro se devoró a la señorita profesora y se mantuvo en su estatura, enorme, inmenso. Redondo. Sin patas ni cabeza ni cola. Negro.

Luego, sumando ya en mi haber diez años y un poco más cuando cursaba precisamente el quinto año de instrucción primaria, me habría de convertir en un alumno callado, retraído, y sin ser brillante era de los aplicados en mi salón. A mi amigo Adrián, hacedor de monerías, lo sacaron sus padres de esa escuela porque, según me parece, se mudaron de domicilio. De ese modo le perdí la pista.

Así es que prácticamente me fui quedando sin amigos y no me interesó conservar alguno y menos hacerme de otros nuevos. No podía explicarme eso entonces. Pero tampoco intenté en ningún momento entenderlo. Simplemente quería estar, cuantas veces pudiera, con mi guitarra. Me alegraba convencerme de mi teoría acerca de que mi guitarra valía mucho más que muchas otras cosas.

 

 

 

—Alberto, Alberto, qué tienes, qué te pasa, ¿te duele algo? —oí, como muy lejos, muy lejos, un día, ah no, fue una noche, sí, una noche. Mi nombre sonaba diferente, sonaba bien. “Mi nombre es bonito”, me dije. Inmediatamente después sentí que mi cuerpo iba y venía por un vacío sin la menor esperanza de tocar fondo.

Mi madre me sacudía preocupada. Mientras tanto yo, acostado bocabajo, no alcanzaba a entender mucho. Mi propio olor entraba y salía por mi nariz. No contaba en absoluto con que mi madre o cualquier otra persona fuera a descubrirme cuando daba rienda suelta a... ¿cómo definirlo con claridad, cómo decírtelo?, pues que daba rienda suelta a algo que tenía dentro y que me orilló a llorar así. “Si tan sólo lo hubiera hecho un poco más discretamente”, pensaba con la nariz todavía metida en la almohada. Pero ahí estaba mi madre, preguntando: había que decir cualquier cosa.

—¿Qué?

No pude agregar algo mejor a la penumbra que habitaba en mi cuarto. Di vuelta sobre mí mismo, recobré el aliento.

—Estás llorando. ¿Por qué, qué tienes? —dijo, mientras veía cómo la veía a mitad de la noche, a oscuras. Probablemente no es cierto que nos vimos. Sin embargo, así nos pareció tanto a ella como a mí, en especial a mí. Nos vimos entre sombras y sombras nos adivinamos.

—¿Tuviste una pesadilla, verdad?— añadió.

—Sí, tuve una pesadilla —dije, aprovechando su misma idea. Porque cómo iba a decirle que lloraba en esa forma sólo porque lo había necesitado, pese a que no conocía siquiera parcialmente el motivo.

Tuvieron que caerse muchas hojas de los árboles para que yo pudiera ver al sol filtrarse a través de sus ramas desnudas, retorcidas, multiformes, y aprender de memoria su saludo callado.

Esa misma noche, después de haberse ido mi madre a su recámara convencida de los terribles efectos de las pesadillas, mis ojos se quedaron tiesos. No logré conciliar el sueño, ni con pesadillas. Me entretuve mirando los cuerpos difusos que hace la noche. Escuchando el choque del aire contra la ventana. Estaba seguro de que me estaba llamando; por eso golpeteaba en ella, estoy seguro. Mi cerebro se hallaba recién encalado. Y las sábanas que yo sabía completamente blancas oscurecían completamente un cuerpo inmóvil. La puerta cerrada. La noche era tibia y realizaba en silencio la unidad. Mi cuarto era un huevo. Sí, has comprendido: estaba bien.