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Al vuelo

 

 

La idea de reunir dos libros de cuentos en un solo volumen se debe a la afortunada traducción al italiano que realizó María Cristina Secci y que circula como Tra le nuvole. Scenari di sogno, tal como ahora quedan pareados en español, como una frase por azar: En las nubes, escenarios del sueño.

Allá abajo o acá arriba, tras un neblumo de contaminación urbana o entre la algodonosa neblina de un paisaje en Guanajuato, las nubes resguardan los escenarios de los cuentos, cuadros de pasajes inventados o murales de memoria al óleo de la narración. Aquí hay cuentos que volaron en una revista de aerolínea y cuentínimos que apuntalan la necia e infranqueable vocación del escritor, las ganas de contar lo que no merece amnesia y el intento inquebrantable de volar.

Buen viaje.

 

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Nota


Para el lector que considere que los cuentínimos aquí reunidos merecen el calificativo de literatura light, advertiré que ésa es precisamente su condición e intención: son tan ligeros que fueron imaginados y escritos para leerse en vilo o en el aire... en las nubes.

El primer texto que vuela en este volumen es la crónica —más o menos fidedigna— de un viaje trasatlántico que realicé en 1992. Fue escrito a instancias de un amigo entrañable, escritor cuya pluma escribe en cuatro tintas: poesía, cuento, ensayo y edición. Las siguientes historias las inventé a petición de otro querido amigo que, durante 1994, se encargó de la edición, diseño y producción de la revista Vuelo de la Compañía Mexicana de Aviación y tuvo a bien publicarlas, en español e inglés, para efímero solaz de los viajeros.

Le sigue un cuento sobre los engaños de la vigilia o las virtudes oníricas de los pasajeros profesionales.

El libro aterriza con el testamento apócrifo de un piloto guanajuatense, cuyas crónicas confirman que, a veces, la realidad vuela más allá de la imaginación y con un cuento mezcla de anécdota familiar y leyenda popular, en donde las nubes guardan los vuelos de arcángeles y fantasmas.

 

Jorge F. Hernández

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(Revisado, xxii años después: mmxix)


 

El huevo de Colón

Crónica de un viaje trasatlántico

 

 

El paisaje que rodea al aeropuerto de Madrid-Barajas, a diferencia de otros aeropuertos del mundo, infunde un cierto ánimo de tranquilidad. Quizá por eso me sorprendió el saludo de quien se convertiría en el más divertido compañero de viaje. Apenas se acomodó en el asiento de al lado me dijo:

—Algo me huele mal, te digo. Casi nunca me falla el olfato, macho, y aquí algo me huele mal.

Cuando inicié mi ya clásico parlamento de persuasión con aquello de "No hombre, si los aviones son un medio de transporte muy seguro...", me interrumpió de inmediato con su explicación profética:

—Si no lo digo por el miedo a volar. Digo que me huele mal, no en el sentido mejicano de algo dudoso o de que algo anda mal, sino en el estricto sentido de que aquí hay un olor fétido.

Cuando se había realizado el despegue y se nos indicó la libertad de cinturones, mi compañero se incorporó y comprobó rápidamente su corazonada. En el asiento de atrás viajaba lo que parecía ser un aventurero noruego o científico finlandés, acompañado de un pequeño perrito que —quizá por nervios— había tenido la ocurrencia de zurrarse en un asiento. Una vez que mi compañero se quejó con la azafata, inquirió por qué se permitía que volaran perros con los pasajeros y reclamara el importe de nuestros billetes, clasificados como "Clase preferente", se presentó formalmente:

—Me llamo Pablo Allen, manito. Perdona que haya iniciado el viaje tan mal... Pero, ¡hay que ver! Mira que pagar una pasta por estos lugares que en otras líneas se llamaban Bisness-clas, y que sólo en la compañía española reciben el mote de "preferente" y ¡que se te cague un perro en las espaldas!

Nunca imaginé que, al dejar que me asignaran el asiento en Barajas, la cortesía comercial y quintocentenaria de la señorita asignadora me elevara al rango de "preferente" y que me tocaría sentarme junto al equivalente hispánico de Woody Allen. En pocos minutos, Pablo se puso a platicar como si fuéramos viejos amigos y una de sus propuestas para pasar el largo rato que nos esperaba me sonó como su segunda premonición:

—La pasa uno tan mal en estos cruces de charco, que si no tenéis inconveniente os iré contando chistes. Verás: es que conozco muchos chistes, y buenos, de españoles. No sólo porque soy español y madrileño, sino porque además llevo ocho años de vivir en Méjico. ¡Qué digo vivir, currar en Méjico! Es que lo mío es realmente currar... Me la paso trabajando.

Apenas había articulado ese párrafo cuando se nos acercó la azafata con una botella de vino de Jerez.

—La aerolínea os invita una copita de Jeré —nos dijo con tono cuasi-andaluz—, y espero vosotros también comprendáis que por el problema que traemos a bordo no nos será posible atenderos como se merecen.

Yo imaginé que "el problema" era lo del perrito, pero Pablo rápidamente supervisó que ya habían limpiado aquello y mientras nos asomábamos para indagar si hubiera algún otro problema, el capitán anunció por el altavoz que había que permanecer sentados y abrochados los cinturones de seguridad.

Quedaba, por lo menos, una alternativa: solicitar que nos dejaran la botella del Jeré o pasarnos el viaje contando chistes. O hacer las dos cosas, pero el inquieto Pablo tenía un pie en el pasillo, listo para levantarse en cuanto lo permitieran, y desde su perspectiva me fue narrando lo que sucedía filas adelante. Resulta que "el problema" era que en la primera fila de esa clase "preferente" viajaba una viejecita con enfermera y suero al canto, evidentemente rica, pero también muy enferma.

Pablo no se aguantó y mandó llamar a la azafata con repetidos apretones al timbre que teníamos sobre la cabeza. Cuando por fin llegó, Carmen (que así tenía que llamarse) nos dijo casi en confidencia:

—Es que se trata de una mujé mú rica y que ha engañao a la aerolínea. Ha disho que sólo necesitaba silla de ruedas y ahora parece que la enfermera ha disho que la sacaron esta misma mañana del Hospital del Pilar en Madrí.

—¡Buá! Será lo que sea —interrumpió Pablo—, pero a nosotros nos tienen jodidos. Ni vinillo, ni jamón y ni quién se entere.

Con las disculpas de Carmen se fueron nuestras posibilidades de salir adelante. Pero Pablo siguió reseñándome lo que veía desde su asiento de pasillo y, aunque yo veía por la ventanilla cómo se alejaba la tierra de nosotros y entrábamos a mar abierto, no puedo menos que intentar reproducir lo que me fue informando el Allen hispano-mexicano:

—Pues, sí que se ve mal. Yo le calculo entre los ochenta y los noventa y dos años. Ya casi ni fuerzas tiene... va recargada hacia el pasillo, que si no viniera la enfermera ya se nos habría caído encima. ¡Joooder! La están rodeando con unas mantitas... Yo creo que va a orinar. Sí, es eso. ¡Las mantitas no alcanzan a tapar la escena, macho! La están alzando para que orine... ¡Joodeer, que se ha cagao!

Ni bien exclamó Pablito el final de su ilustrativo informe, cuando invadió el avión un olor más intenso que el anterior. En eso, se levantó un pasajero que iba del otro lado del avión. Un hombre que parecía fraile sin hábito, de chaleco y lentes a media asta, que incluso inició su intervención como si fuera sermón:

—Respetables compañeros de viaje —juro que así lo dijo—, propongo que ante estas circunstancias tan adversas, predomine la calma y que las azafatas tengan a bien rociar la cabina con los desinfectantes de costumbre y... todo en paz.

Hasta Pablo le aplaudió y me dijo que, en cuanto nos dejaran, deberíamos acercarnos al viejo para conocerlo. Y en efecto, quizá por la solidez de sus palabras o el talante que presentó al decirlas, las azafatas iniciaron un recorrido con dos botes de desinfectante que lejos de disipar el olor, sólo lo perfumaron de mala manera. Ya para este entonces, algunos pasajeros de la clase "turista" habían percibido las fragancias de "preferente" y se llegaron a escuchar algunos gritos de "Cierren ese baño" o incluso el reclamatorio "Riquillos cochinos" que se combinaron con los ladridos del perrito.

Al cumplir la primera hora del viaje, poco tiempo les quedaba a las azafatas y azafato como regidores del ya alocado grupo "preferente". Nadie respetaba los anuncios de abrocharse los cinturones y, aunque nadie fumaba para no alterar el oxígeno de la viejita, la mayoría de los pasajeros que la rodeábamos hablábamos ya en voz más que alta. En un alarde de rebeldía de pasajeros cautivos, dos audaces jóvenes se las habían ingeniado para encontrar los compartimentos del alcohol y ellos mismos hicieron circular dos carritos repletos de botellas y una que otra botana. Los que más brindis llevaban se acercaban al "fraile" del sermón para felicitarlo por su valor cívico y para preguntarle si hablaba por oficio. —Es como en toda tasca de Madrid —me dijo Pablo—; cualquier pregunta es buena para iniciar una tertulia.

La algarabía fue in crescendo: habían ya acostado a la viejita en el pasillo del avión, mientras algunos curiosos pasajeros de la clase "turista" se habían acercado no sólo para ver cómo andaba el chisme, sino también para llenar sus vasos, pues ya había llegado hasta la cola del avión la noticia de que los de "preferente" andaban regalando copas. Pablo intercalaba chistes políticos españoles con chistes mexicanos de españoles y una señora me platicaba, con cierta emoción, que era la primera vez que viajaba a México, que era mesera y que su primer nieto había nacido en Cholula...

Ya en el colmo del jolgorio, mientras un pasajero me preguntaba si me gustaba o no el fútbol (por cierto, con un habano prendido en su mano gesticuladora), alcancé a ver caras largas entre las azafatas que rodeaban a la viejecita.

Sólo el grito de "Ha tenido un paro respiratorio" nos regresó a nuestros respectivos lugares. Como niños en la escuela que en plena batalla de salón son interrumpidos por el director o la maestra, todos nos quedamos callados y sentados, aunque pocos se volvieron a abrochar el cinturón. Luego de que el azafato avisó al capitán de la nave, éste pidió por el altavoz la presencia de un médico.

—¡Casi dos horas de vuelo y hasta este momento piden doctor, hay que ver! —comentó Pablo con el suficiente volumen que hasta el Fraile asintió con la cabeza, como si aceptara el increíble desatino.

De nuevo dependí de la narración informativa de Pablo, pues desde mi asiento no podía ver al médico:

—Se ve joven el chaval, pero ha de ser un Monstruo de la Medicina. ¡Mira que asumir la responsabilidad en pleno vuelo! ¡Tiene tela! Con el avión hecho un manicomio y la vieja que ya no da ni para respirar... ¡Hay que tener cojones! Ha pedido el botiquín y lo primero que ha visto es que está el botiquín cerrado con una llave que nadie trae a bordo. ¡Buá!... van a preguntarle al capitán si él la tiene.

Mientras las azafatas averiguaban si el capitán traía la llave, el médico logró que la viejita respirara ya con un ritmo aceptable y pidió que los que iban fumando apagaran sus cigarrillos (el del habano ya lo había apagado accidentalmente en el cognac de otro pasajero mientras discutían sobre el estado del Real Madrid). Ya para cuando regresaron las azafatas, el Fraile había forzado la chapa del maletín-botiquín con un cuchillo que andaba entre los carritos de cocktails. La mayoría nos habíamos ya parado para cuando el médico observó la pobre distribución del botiquín: dos frascos de suero, algunos vendajes, medicinas de mareo, algunas ampolletas, dos jeringas y dos frascos de mertiolate.

Mientras la viejecita quedó en el pasillo, en "condición estable" según el médico, regresó la algarabía amotinada de los pasajeros "preferentes". De hecho, el mejor ambiente estaba a las puertas del baño, una pequeña sección del avión que separa a la clase "preferente" de la mayoritaria clase "turista" y que parecía una moderna toldilla de aquellas naos que navegaron la mar océano. Allí se intercalaban chismes y se pasaba la información hacia la cola del avión, se servían tragos para los que venían desde atrás haciendo larga fila y se escuchaban historias terroríficas —inventadas o reales— de catástrofes similares en otros vuelos. Evidentemente, la mayoría coincidía en que cualquier otra aerolínea nunca sufriría tales acontecimientos...

—Si es culpa de la Aerolínea Peninsular, ¡joder!, si con tanto Centenario y Olimpiada, y qué sé yo, se les han cruzado los cables... ¡Mira que subir a una moribunda! ¡Tiene tela! —nos decía un gallego mientras alcancé a darme cuenta de dos detalles muy importantes para esta crónica: el Fraile, que hablaba con Pablo en ese momento, se veía visiblemente ebrio y dos pasajeros "turistas" ya se habían adueñado de lugares "preferentes".

Para no alargar la tensión diré que el Fraile acrecentó notablemente sus dotes de oratoria y lanzó una perorata enrevesada que duró exactamente el tiempo justo para que, por un lado, todos alucináramos su rollo sobre Lope de Vega y "la verdad que se respiraba en las Cortes de antes" y, por el otro, cayera sin sentido en su asiento. Pero al quedarnos sin sus palabras, se engalló otro pasajero que aquí lo daré a conocer como Fellini. Este personaje, que se había mantenido más o menos al margen del desastre, había sin embargo libado lo suficiente como para exigir que se nos proyectara la película prometida.

—Lo que nos faltaba —dijo Pablo ya de ojo vidrioso—, este tío quiere ver cine y yo me acabo de enterar que la vieja no viene sola. Ves a esa señora de peluca y diamantes, pues es la hija de la viejita y aquellos dos chavales son sus nietos. El médico —que ya me he presentado con él y realmente es un Monstruo de la Medicina— me ha dicho que son unos magnates mexicanos. La vieja es madre de uno de los hombres más ricos de Latinoamérica y dice que viven en Méjico... Pero allí no termina: arriba, en "Gran Clase" viaja la familia entera: el hijo que es el millonario, los otros hijos y nietos... y si me apuras, te diré que llevan a Rocío Dúrcal que les va a cantar allá en su casa de Méjico.

Fellini, en un arrebato de amotinado colérico, bajaba la pantalla que se enrollaba en la trompa del avión mientras Pablo, el Gallego, la Mesera y un servidor nos acercamos a la toldilla para proponer al azafato que si la familia realmente viajaba en "Gran Clase" deberíamos bajarlos a "Preferente", dejarles nuestros lugares y pasar nosotros a la sala de arriba. Incluso, me atrevo a sugerir que ya lo estábamos convenciendo cuando llegaron los gritos desde el castillo de proa, convertido ya en escenario de las únicas cachetadas del viaje. Resulta que Fellini había logrado bajar la pantalla sin pisar a la viejita, pero la enfermera y la hija con los diamantes, en un casi justificado arrebato de coraje, se le lanzaron a cachetadas. Aún sonó un "Tenga más respeto por esta pobre enferma" cuando entre Pablo, el Monstruo de la Medicina y yo separamos a los rijosos.

Los dos jóvenes audaces lograron poner en marcha la película, pero así como ya no se nos hizo el servicio normal de vuelo trasatlántico, tampoco se repartieron los audífonos. Así que al cumplir las casi cuatro horas de viaje nos hallábamos en una nao voladora y amotinada, viendo a Sean Connery que hablaba sin sonido inmerso en una selva tropical y nuestro Fraile que despertaba casi gritando:

—No oigo nada, no oigo nada.

Entre el Gallego y uno de los audaces jóvenes encontraron los audífonos y ya habían iniciado la repartición cuando la Carmen, la azafata escurridiza, se encargó de informarnos que:

—Por un erró en lá transmisioné, sólo se escusha la versión en ehpanó... Claro, la peli está en inglé, pero no funciona er caná de inglé y uté perdonará.

Pablo, en la toldilla en donde constantemente entraban y salían pasajeros del baño, charlaba con el Monstruo de la Medicina. Éste le contaba que eran sus primeras vacaciones largas desde que ingresó de servicio en un hospital de Madrid y que tenía la ilusión de recorrer lo que pudiera de México. El Gran Pablo, ya con buen nivel etílico, le decía con mucha gracia:

—Pues vaya si has recorrido algo en estas horas. ¡Mira que conjugar la España profunda con el surrealismo mejicano y en un avión! ¡Tiene tela! En realidad, y te lo digo yo, este viaje te resultará bomba: la vieja ya está estable y la familia te dará una buena pasta en cuanto aterricemos. Si te ofrecen, acepta... y si te dan cheque, yo te ayudo a cambiarlo en cuanto aterricemos en Méjico.

Hasta a mí me andaban involucrando en el plan, y ya la conversación sonaba a una elucubración propia del motín del Bounty, cuando nos interrumpieron nuevamente los gritos frenéticos que venían de la proa:

—Ha dejado de respirar!... ¡Qué ya no respira!

La Hija de los Diamantes y la enfermera se veían tan mal que, en un acto de misericordia y de acrobacia de pasillo, los dos audaces guardaron la pantalla. Se alcanzó a escuchar al Fraile, que en feliz borrachera aseguró que:

—No es que no respire, es que no ve bien a Sean Connery, ¡joder!

Sobra mencionar que el chisme ya había determinado que en "Gran Clase" iba Rocío Jurado con una trouppé de artistas flamencos que actuarían en México y que la viejecita era la protectora de una de las bailarinas.

Efectivamente, la viejecita dejó de respirar y aunque seguía la bulla de los amotinados, ya sin ningún control de azafatos ni la voz aplacadora del capitán, se inundó la cabina con cierta realidad de que la muerte andaba cerca. Será porque volábamos y finalmente siempre late la altura y los nervios. Nos volvimos a sentar y desde la crónica de su asiento, Pablo contó los minutos (en total, siete) que tardó el Monstruo de la Medicina en revivir a la viejita con una inyección de nitroglicerina en la lengua. Al menos, ésa fue la versión que circuló entre los pasajeros. Debo aclarar que ya para este momento la mayoría de los pasajeros estaba convencida que en "Gran Clase" iba el mismísimo Julio Iglesias con una familia peruana, herederos de la viejita y residentes en Miami... con el suficiente dinero como para hacernos bajar en esa ciudad.

Siguieron entonces largas horas en que el avión parecía aterrizar en Nueva York, luego en Washington y el último amago fue en Nueva Orleáns. Según corrió el chisme, el avión no bajaba lo suficiente como para gastar el combustible necesario para llegar a México, pero el capitán amagaba con esos desplantes... "porque así le saca dinero al hijo que va arriba". Incluso el Gallego aseguró haber visto un cheque, firmado por la Hija de los Diamantes en el suelo del pasillo, para que el azafato se lo entregara al capitán con la condición de que llegáramos a México.

De este lado del Atlántico ya había anochecido cuando iniciábamos el cruce del Golfo de México y ya entrados en esta recta final se acrecentó la algarabía. Se debe considerar que llevábamos casi ocho horas de un vuelo en que nadie había dormido (salvo el Fraile que durmió una pasajera siesta). Quedaba ya muy poco alcohol cuando Pablo y el Gallego iniciaron los brindis comunitarios por la salud de todos, por la "hermandad pasajera de unos pasajeros pasajeros" (sic), por la aerolínea, por el Monstruo de la Medicina (conocido ya entre nosotros como Manolete) y hasta por la viejecita. La Mesera sostenía una foto del nieto que estaba a punto de conocer y yo hacía garabatos en una servilleta intentando ponerle título a esta crónica: "Quinientos años y el encontronazo de los mundos", "Sueños de Colón", "El Huevo de Colón" o "Colón, ¡qué sueños!"

Finalmente aterrizamos en el aeropuerto Benito Juárez lo que motivó una última explicación surrealista de parte de Pablo Allen. Hasta la fecha desconozco la identidad de la viejita, pero alguien tenía que ser, pues en cuanto llegamos a la sala 16, subieron unos hombres con radios y aspecto de guardaespaldas y sacaron a la familia entera, con todo y enfermera, antes que los demás. En la sala de equipajes me despedí del Monstruo Manolete que llegó a México sólo para toparse con una última sorpresa: un empleado de la Aerolínea Peninsular le explicaba con gran gentileza que por un error sus maletas habían sido enviadas a la Expo de Sevilla... "es que usted comprenderá que ha sido un año de muchos líos. Los ordenadores se enredan, las etiquetas salen mal, se revisan muchas cosas por el temor al terrorismo", etcétera. Imaginen que todo esto ocurría en una sala rodeada de bandas interminables de maletas y en donde una mente iluminada había ideado bajar los bultos de la banda sin fin, colocarlos en filas, de manera que si uno veía pasar su maleta tenía que escalar dos metros de bultos que se interponían entre uno y la banda. El caso es que a Manolete lo dejaron sin maletas, sin dormir y, evidentemente, sin cheque.

—Ni me han dicho ni gracias, tío —le decía a Pablo. Aunque le dejé teléfono y dirección tengo la certeza de que ese mismo día se regresó, dormido, a Madrid.

Imaginé que esa noche iniciaba yo una de las mejores amistades de mi vida. Pablo era realmente un tipo muy divertido y prometía ser muy interesante cultivar su conversación y sus chistes. Incluso lo primero que le dije a mi mujer, que me esperaba afuera, fue que le quería presentar a un tipo divertidísimo. Pero ya no salió Pablo o, al menos ya no lo vi salir. Quizá se quedó en uno de los bares consolando al Monstruo Manolete o se quedó con el Gallego levantando algunos de los diecinueve bultos que traía éste para la familia de acá.

El domingo pasado, en la Monumental Plaza de Toros México, buena parte de la afición se distrajo con una bronca igual de monumental allá por el primer tendido de sol. Al fijar la vista, buscando el chisme para ver quién o quiénes se liaban a golpes, alcancé a ver a Pablito Allen, cerveza en mano, calmando a los rijosos... Un verdadero pasajero de Indias.