Las manchas del arte

Réquiem taurino


 

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Manchas en la mirada

 

La sensibilidad de los hombres no es un paño inmaculado, sino un lienzo poblado de manchas. Los recuerdos remotos de la infancia se congelan en la memoria como una sucesión de señales que marcan nuestros afectos y cifran los originales miedos que nos acompañarán toda la vida. Las imágenes del pretérito también quedan cifradas como apariciones en sepia, sobre gelatinas de plata, en fotografías digitalizadas, o bien en cuadros al óleo, dibujos al carbón o trazos en acuarela. Son escenarios de la memoria que nos llegan en sueños o en viejas fotografías de blanco y negro, como manchas sobre un paño inmaculado.

Quizá la esencia más pura del arte sea la de salvar de las tinieblas y de la amnesia a los momentos luminosos de la realidad. Uno escribe porque la realidad no basta, diría Fernando Pessoa y porque así se queda en párrafos la secreta matemática de las letras que registra nombres, escenas, emociones y sensibilidades que no merecen perderse en el olvido. Los pintores realizan su magia al plasmar sobre la infinita extensión de un lienzo, o en la limitada cuadrícula de una hoja de papel, los trazos, líneas y curvas que pasaron por la mirada, sellaron la memoria y quedaron para siempre estampados en tinta.

La vista mira al paso instantes efímeros que por una misteriosa alquimia de la memoria quedarán fijos e inamovibles en el recuerdo. Uno contempla un momento fugaz en cualquier plaza de toros y ese instante de lo sucedido en el ruedo se vuelve la imagen de una larga cordobesa que se impregna en la mirada y sella la memoria para siempre. Más de un taurino sigue jaleando cualesquiera de los eternos derechazos que le instrumentó Silverio Pérez al toro Tanguito en el transcurso de una faena que se declaró inolvidable al mismo tiempo en que se llevaba a cabo. Esa y otras muchas instantáneas taurinas se vuelven eternas por la armónica multiplicación de emociones del recuerdo que se materializan en boca de los aficionados. También se vuelven perennes por obra y gracia de un pincel afortunado y, entonces, no importa ya la realidad y veracidad del recuerdo en sí, pues parecería que todos asistimos a la evocación. Decretado el sortilegio, todos vimos las faenas y conocimos a los toreros de otros tiempos, aun sin haber vivido sus tiempos. Por lo mismo, es casi imposible olvidar –el recuerdo cuando es apasionado goza de plena exactitud‒ el sismo encantado que suscitaban las chicuelinas ejecutadas por Manolo Martínez y específicamente un par de banderillas inconmensurable que colocó Rutilo Morales a un novillo anónimo, una tarde cualquiera que se ha perdido en la noche de los tiempos.

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Rafael Sánchez de Icaza es un artista que tiene un don entre muchos: amén de dominar técnicas y perspectivas, colores y sombras, tiene por encima de todo su arte, la enigmática facilidad de cuajar manchas. Manchas del arte que, en pocos trazos, describen detalladamente toda la magia de un lance a la verónica y toda la personalidad de un torero. Las manchas del arte de Sánchez de Icaza demuestran que no es necesario fotocopiar el rostro de un matador de toros, sino sólo evocar las imágenes que se entrometen en la mirada para retratarlo a la perfección y específicamente. Un pase natural de Curro Romero es inconfundible y, lejos de precisar la minuciosidad del retrato comercial, basta la evocación poética de una mancha de tinta para volver a sentir lo mismo que sentimos en la plaza al verlo en persona y a gritar en silencio el mismo olé que lanzamos en vivo y en voz alta.

Tengo para mí que don Miguel de Cervantes Saavedra sabía perfectamente que al ubicar la maravillosa historia de Alonso Quijano en La Mancha, estaba realizando un inigualado juego de palabras: Don Quijote sale de La Mancha geográfica en pos de sus aventuras fantásticas, pero también sale de la mancha tipográfica, es decir que del libro mismo, al internarse en el universo ilimitado de la lectura. Es el primer personaje de la literatura universal que se sabe leído: al entrar a una imprenta de Barcelona con Sancho, ambos se asombran e incluso se mofan de que el impresor esté poniendo en párrafos sus aventuras. Alonso Quijano y Sancho Panza se ven de pronto convertidos en tipos móviles en todos los sentidos de las palabras: sus venturas son letras que se van acomodando según los entuertos de la trama y su trascendencia rebasa la inmediatez de lo insignificante, pues ellos mismos se saben ya habitantes del reino inconmensurable de la imaginación. Dejan de ser dos aventureros manchegos que se aventuraban sobre el papel de las páginas para asumir sus gloriosos papeles de Caballero de la Triste Figura Irracional y su Fiel Escudero Racional.

Tengo también el convencimiento de que don Diego Velázquez sabía que al construir la enrevesada arquitectura visual de Las Meninas, conformaba un juego de manchas que se convertirían en una mágica combinación de espejos. Con las luces y sombras que emanaban de su pincel, Velázquez acomodaba los espacios y confundía la mirada: el retrato de los Reyes de España no es más que una mancha en un espejo que se ve al fondo de una escena en donde los que posan, en realidad, son la Infanta Margarita y sus ayudantas, un perro adormilado, un enano y la enigmática Maribárbola. Entre las sombras, se ve una monja, un paje, más cuadros y sobre el conjunto retratado-reflejado-refractado, la luminosidad que viene de fuera y el misterio de la silueta de un hombre que parecería salirse del engaño. Pero quien mira de frente a ese cuadro no puede menos que sentirse él mismo retratado, inmerso en una tela que supuestamente sólo tiene dos dimensiones, cuando por gracia de la mirada las manchas de pintura transmiten la inequívoca sensación de tridimensionalidad.

Las letras con las que se forman las palabras que pueblan los párrafos de un libro se observan de lejos como un conglomerado de manchas que se descifran a través del milagro que llamamos lectura. El lector se planta ante los voluminosos ensueños impresos de El ingenioso hidalgo y del ingenioso caballero Don Quijote de La Mancha y de pronto lo que podría ser la pesadez del papel se convierte en una sucesión de manchas sobre páginas en blanco que se van poblando con las voces, ruidos, duelos y quebrantos que uno mismo escucha con la llave de su personal lectura. El espectador se planta ante la estatura tridimensional del cuadro de Las Meninas de Velázquez y de pronto, lo que parecería ser una inmensa tabla de colores planos se desdobla en ventana y portal, pórtico y umbral, espejo y paisaje de las emociones de uno mismo. De la misma suerte que con la lectura, la contemplación estética llena la mirada del espectador con ruidos y silencios, músicas calladas y silenciosos murmullos que forman la concordia de la propia sensibilidad.

Las manchas del arte que logra Rafael Sánchez de Icaza con la brevedad de sus trazos y el medido goteo de las tintas, o el ligero vaivén de su lápiz, logran una comunión similar. Lejos del bullicio de los ruedos, ajeno al barullo de los espectadores y en el páramo personal de la reflexión, el que observe estas manchas de arte taurino lee la velada geometría de la embestida imaginaria y contempla el álgebra desconocida con la que el torero decidió trazar el lance. Estas manchas revelan, sin necesidad de utilizar las escuadras de la precisión detallista, los terrenos exactos en donde se registran los momentos taurinos que retratan y refractan: uno contempla la huella de la tinta y deletrea en su mente la trigonometría perfecta compuesta por citar, templar y mandar. Más aún, estas sombras de·tinta sobre un fondo impalpable delinean la silueta imperial de un toro único, que es todos los toros y uno solo, las encornaduras particulares e irrepetibles, las pintas y los pelajes que cubren todos los colores aunque a la vista se nos aparezcan como sombras.

Manchas que nos manchan la mirada más allá de la mancha. Quienes descendemos de la estirpe de Alonso Quijano sabemos que leer es un placer que puede llegar a secar los intelectos o por lo menos manchar las esferas oculares con miopías y astigmatismos. Quienes hemos entrado a las pinturas de Velázquez o viajado sobre los lienzos de Picasso, sabemos que corremos el tentador peligro de impregnar nuestros propios ojos con formas y colores que difícilmente podremos borrar. Quienes hemos sido inoculados con la afición a las corridas de toros, no como espectadores de costumbre, sino como apasionados feligreses rituales, sabemos que los lances y recortes de las faenas memorables se congelarán en nuestro recuerdo como una mancha multicolor y casi indescriptible.

Al revolucionar y evolucionar las tintas que utilizara Goya para plasmar su Tauromaquia, Pablo Picasso marcó un extremo exquisito en la configuración de las manchas indelebles que suscita el arte de las corridas de toros. Basados en el trazo perfecto de las líneas, en el conocimiento preciso de lo visual y sus variadas perspectivas, quienes tienen el don de las manchas del arte no necesitan recurrir al hiperrealismo exagerado del retrato cuasifotográfico, sino cultivar el misterio de la insinuación, avisar los cuerpos del toro y del torero como quien cita para dar un lance, vislumbrar la trayectoria de las embestidas imaginarias y los vuelos impalpables del engaño. En una palabra, las manchas del arte apelan a la imaginación con la misma callada sutileza con la que una emoción se despierta en nuestra memoria. Manchas que son un enigma enrevesado, un juego de birlibirloque, un respiro de poemas que se escriben con pinceles, prosas sin el peso de la puntuación ortográfica que se vuelven huellas indelebles.

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Manchas de la memoria

 

Dicen los entendidos en psicología clínica que cualquier ser humano llega a revelar más de un entresijo de su memoria y no pocas verdades emocionales con tan sólo observar las manchas de tinta que llevan el nombre de Rorschach. Unas gotas de tinta se vierten sobre un pliego de papel que al doblarse por la mitad realizan una suerte de espejo que, según los psicoanalistas, proyectan no sólo los parámetros de la personalidad de quien observe esa mancha en particular, sino sus más íntimos y ocultados traumas. Un mismo pliego entintado puede aparentar ser un mapa de la isla del tesoro o una enigmática mariposa de obsidiana; una y la misma mancha bien puede ser vista como una máscara de un brujo innombrable o el perfecto retrato de una pareja haciendo el amor. La interpretación con la que calificarán al incauto paciente observador de tales manchas depende de la ética y preparación del terapeuta, pero lo cierto es que sin valoración clínica parecería que las manchas de Rorschach quedan abiertas a cualquier impresión posible, asentando que su definición dependerá más de lo primero que le venga a la mente al paciente y lo diga en voz alta, que al hecho poco probable de que cada una de esas manchas fuera trazada con una clara intencionalidad fijada a priori.

La psique es entonces como la memoria: un páramo de señales neuronales que manchan la corteza cerebral y el claustro del hipotálamo como un territorio impregnado de señales indelebles. Pienso entonces en la interpretación de los sueños que Sigmund Freud bien sabía que se formaban y forjaban en la medida en que el equilibrio o desequilibrio de las emociones determinasen sus tramas y desenlaces. Los sueños manchando la serenidad o la alteración de quien duerme, de la misma manera en que las nubes se dibujan y desdibujan sobre el negro lienzo de la noche.

La memoria está compuesta así de manchas que son partículas de recuerdo y confluencia de tiempos. Manchas en la memoria que se confunden con lo que realmente es memoria así como con todo lo que es capaz de inventar la imaginación. Manchas inconexas y bizarras, nebulosas soñadas, recuerdos inventados, momentos inolvidables, la eternidad en un solo instante y la tentación recurrente del olvido.

También en la fiesta de los toros se conjugan estas dicotomías y Rafael Sánchez de Icaza ha sabido detener ante nuestra mirada buena parte de sus infinitas combinaciones. Las manchas del arte quizá proyecten la silueta atrayente de un picador citando de largo a un toro boyante, pero en la memoria del observador quizá esa imagen clara se traduzca en el recuerdo de un puyazo memorable, con fecha, plaza y condiciones climáticas fijas. El anverso en este caso es simétrico: uno observa una de las manchas plasmadas por Sánchez de Icaza, hecha con toda la intención de dejar grabado con nombre y apellido el doblón rodilla en tierra que ejecuta específica y personalísimamente Enrique Ponce, y por vía de las manchas de nuestra propia memoria nos remitimos a un gesto congelado que le llegamos a ver en vivo a Lorenzo Garza, en otro tiempo y en otra galaxia.

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Quizá la memoria colectiva que se forma en torno de la tauromaquia no sea más que una inconmensurable torre de Babel conformada por una desarticulada e infinita sucesión de manchas. Quizá la memoria personal del aficionado apasionado sea una suerte de átomos etéreos, glóbulos que parecen manchas que se globalizan intempestivamente al gritar un olé desde el fondo del alma, que es como dejar que la memoria se exprese en voz alta y que, al hacerlo entre el bullicio del tendido, nuestro grito se vuelve una confesión pública que deja de ser íntima y callada para convertirse en emoción compartida y voz en coro.

Habría que considerar también si la historia de los pueblos no se aparece también como una sucesión de manchas: en los párrafos de los libros que equivocadamente se enseñan para mnemotecnia de fechas y nombres célebres; en el recuerdo de las estatuas que glorifican en bronce y a dimensión suprahumana las hazañas de los próceres incuestionables; y en las muchas vistas de caballete y en mural donde se ha glorificado la utopía de nuestro pretérito y la ensoñación idílica de nuestros posibles futuros. Pienso, por ejemplo, en los murales de Diego Rivera que cubren los muros de Palacio Nacional o bien los murales impresionantes de José Clemente Orozco que engalanan el patio central del Antiguo Colegio de San Ildefonso. En ambos casos, espero no cometer un desacato al afirmar que no es difícil ver esas obras como manchas policromadas sobre la sobria superficie otrora inmaculada de esos muros. Por otro lado, supongo que ambos artistas tuvieron a bien borrar las manchas de pintura que se escurrían sobre mantas al pie de sus murales: en el caso de Rivera, indudablemente las huellas remanentes que goteaban de su enrevesado y abultado mural no sólo reproducían el panegírico del mundo indígena idealizado, sino quizá también eran como espejo de la utopía socialista que allí también quedó plasmada; en el caso de Orozco habría que preguntarse si las manchas de pintura que cayeron sobre el pasillo de San Ildefonso, bajo los arcos de ese patio entrañable, no quedaran en la forma de sangre derramada, sangre real de los revolucionarios allí retratados como si Orozco hubiera cifrado su grandeza con el secreto sortilegio de pintar la esencia de la sangre mexicana revolucionaria precisamente con sangre, o con pigmentos que cumplían una suerte de milagro de transubstanciación al quedar como manchas de sangre en el muro.

Las manchas del arte taurino no son entonces un ejercicio psicoanalítico asignado a un solo observador, sino una suerte de polifonía puesta en tinta, una partitura de trazos, sombras y líneas que forman un concierto visual. Así como las notas que conforman la Sonata para piano número 21

Quizá la imagen de Cristo que quedó plasmada sobre el lienzo con el que Verónica enjugó el sudor y la sangre divinos, no fuera también más que manchas inexplicables de un arte divino. Manchas milagrosas impregnadas, estigmatizadas, sobre la tela como retrato fehaciente de Dios hecho Hombre, así como en México queda aún a la vista la mancha perfecta e intemporal de la Madre de Dios con piel morena impregnada sobre la humilde manta de una tela indígena. La mancha milagrosa, vera imagen, verdadera imagen del rostro de Cristo causó tan asombroso impacto que es la lejana inspiración del lance con el que se acostumbra a recibir las primeras embestidas de un toro bravo. Un lance a la verónica bien instrumentado no precisa que la vista del torero se distraiga aterrorizada ante la contemplación de los cuernos ni del trapío del toro que embiste a la capa, sino que la mirada del torero quede fija precisamente en el lienzo, como una manera de encomendarse secretamente a la mancha imaginaria que se intuye sobre el fondo color de rosa del percal o la mancha de sangre que se impregna en cuanto el capote roza el lomo ya sangrante del burel.


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