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NOTAS
DESDE UN PAÍS EXTRANJERO

UNA ESTADOUNIDENSE
EN UN MUNDO POST-ESTADOUNIDENSE

NOTAS
DESDE UN PAÍS EXTRANJERO

UNA ESTADOUNIDENSE
EN UN MUNDO POST-ESTADOUNIDENSE

Suzy Hansen

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Título original:

Notes on a Foreign Country: An American Abroad in a Post-American World

First published in 2017

Copyright © 2017 by Suzy Hansen

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S. L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

Primera edición: febrero de 2020

Diseño: Álvaro Reyero Pita

ISBN: 978-84-17375-33-1

Producción del ebook: booqlab.com

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o ser transmitida, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

comunicacion.deconatus@deconatus.com

ÍNDICE

Introducción

1. Primera vez en Oriente: Turquía

2. En busca de Engin: Turquía

3. Una mentalidad de Guerra Fría: Estados Unidos y el mundo

4. Intervenciones bienintencionadas: Grecia y Turquía

5. Dinero y golpes militares: el mundo árabe y Turquía

6. Estados Unidos en miniatura: Afganistán, Pakistán y Turquía

7. Sueños americanos: Estados Unidos, Irán y Turquía

Epílogo

Notas

Agradecimientos

 

Las pretensiones de virtud son ofensivas a Dios, así como las pretensiones de poder.
REINHOLD NIEBUHR1

Mujer, estatua de mujer que alza en una mano un harapo llamado libertad, una hoja de papel que llamamos historia, mientras con la otra estrangula a una niña cuyo nombre es Tierra.
ADONIS, Epitafio para Nueva York2

Algunos son culpables, pero todos somos responsables.
ABRAHAM JOSHUA HESCHEL3

1 La ironía en la historia americana, trad. de E. T. G., Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1958.

2 Epitafio para Nueva York, trad. de Federico Arbós, Madrid, Ediciones Hiperión, 1987.

3 Los profetas, trad. de Víctor A. Mirelman, Buenos Aires, Paidós, 1973.

 

A mi familia,
que me dejó marcharme,
y a P & M,
que me dijeron que escribiera.

INTRODUCCIÓN

Aún no está claro, ni mucho menos es algo seguro, que los Estados Unidos —un país formado en gran medida por personas que han huido de enormes catástrofes, hambrunas, dictaduras y persecuciones—, los hombres y mujeres de esta nación, tan llena de esperanza y tolerancia, serán capaces de sentir esa misma empatía por los demás miembros marginados de nuestra especie.
ARIEL DORFMAN

Cuando llevaba siete años viviendo en Turquía, visité una población llamada Soma, donde un incendio en una mina de carbón había matado a 301 hombres dos meses antes. Soma está ubicada en el oeste de Turquía, ligeramente hacia el interior desde la ciudad costera de Esmirna, y para llegar hasta allí, mi amigo y yo cogimos un ferry desde Estambul hasta una localidad en la otra orilla del mar de Mármara y alquilamos un coche. Era Ramadán, y también verano, y los lugareños, la mayoría de ellos practicantes ayunando por la fiesta sagrada, se movían lentamente, como si estuviesen drogados. Nos paramos a comer pide de queso en unos bancos junto al mar y observamos los buques cisterna, tan grandes y amenazadores como montañas, deslizarse demasiado cerca de la costa. Mujeres con velo paseaban por la orilla, mientras sus hijos iban y venían hacia ellas haciendo piruetas, como bumeranes evitando el contacto con el suelo. Recordé cuánto me había sorprendido, recién mudada a aquel país, que alguien que llevase un velo en la cabeza quisiera ir a la playa. Por aquel entonces todo me sorprendía.

Turquía era un lugar agradable para conducir, con sus suaves carreteras flanqueadas por puestos de miel, tenderetes de aceite de oliva y muy tentadoras señales de granjas de cachorros Kangal. (Los Kangal, autóctonos de Turquía, son unos perros pastores que ahuyentan a los lobos, por lo que verlos en forma de cachorro inocente era como ver a un niño antes de una vida de trabajos forzados). Las autopistas turcas, y las fábricas y estaciones que predominaban en ellas, siempre tenían un extraño aire a la Costa Este de Estados Unidos. El país no era ni de lejos tan exótico como casi todo el mundo se lo imaginaba, ni siquiera Estambul; para mí ya no era en absoluto exótico. En ese entonces también me preguntaba si, tal vez, las carreteras del oeste de Anatolia me resultaban familiares porque los estadounidenses habían financiado con fondos del Plan Marshall gran parte de la reconstrucción de Turquía durante la posguerra, desde su vialidad hasta sus escuelas, pasando por sus bases militares. Mientras conducíamos, experimenté esa desconcertante sensación de déjà vu que a menudo sentía viajando por otros países, como si ya hubiese estado allí antes.

Nos dirigíamos a Soma a investigar para un artículo de una revista, pero la catástrofe me perturbó por motivos que iban más allá de la curiosidad periodística. Después del incendio, el primer ministro, Recep Tayyip Erdoğan, visitó Soma y muchos de sus habitantes manifestaron en las calles porque culpaban a su gobierno del deterioro de la mina. Uno de los hombres del primer ministro, vestido con un traje caro y oscuro, fue fotografiado pateando a un manifestante en el suelo. Recuerdo haber pensado: «El Gobierno da patadas a un ciudadano en un lugar donde acaban de morir 301 hombres y sus familias están de luto». El horror de Soma parecía estar relacionado de algún modo con la desintegración de todo el Oriente Próximo: los yihadistas cruzando Turquía para llegar a Siria, las noticias diarias sobre el terrorismo, la desaparición de las fronteras nacionales. La pregunta que me hacía ya no era ¿cómo se fue todo a pique?, sino ¿cuándo comenzó todo?

En torno a aquella fecha, el año 2014, noté que tanto a mis amigos occidentales como a los turcos les había dado por debatir si la vida había mejorado o empeorado. El terrorismo, la crisis de los refugiados, la desigualdad económica y el cambio climático suscitaban estos debates, pero a veces la cuestión surgía en torno a temas más personales, como la decisión de tener hijos. «Antes, la gente tenía que preocuparse por la bomba», argumentaba una amiga, «hace cincuenta años era mucho peor». Pero a mí me daba la sensación de que ahora nuestros miedos se habían vuelto más personales, no temíamos la aniquilación colectiva, sino que nos despedazasen miembro a miembro. Ese mismo año, una amiga, fotógrafa, ofreció regalarme una impresión de su vasto archivo. En él había fotos de mujeres con vestidos estampados en vivos colores en Kenia, de tecas en Bután, de una pareja bailando en su boda en India… Había muchas deslumbrantes, el tipo de cosas que querrías colgar en la pared de tu casa. No obstante, yo elegí una cruda e incolora fotografía de cientos de diminutos refugiados sin rostro desparramados en el desierto, cruzando de Siria a Irak, porque en 2014, ¿qué otra foto se podía elegir? No era tiempo de bailes.

En Turquía, uno de esos países en ascenso y modernización, se suponía que la vida había mejorado. Para mí, el accidente de Soma —en el que quedó claro que la vida humana en Turquía se había devaluado de forma sustancial— fue el instante en que se derrumbó el mito del progreso. «¿Hay vida después de Soma?», grafiteó alguien en la acera frente a la ventana de mi apartamento. Igual que mi fotografía, la frase captaba el estado de ánimo. Fui a Soma porque, como todo el mundo, quería comprender cómo había ocurrido. Me interesaban todos los aspectos técnicos morbosos: el gas metano, el modo en que ardía el carbón y las normas básicas de seguridad de las minas. Esperaba que los motivos fueran específicos de Turquía, de esa empresa y de esa mina de carbón. Tenía en mente una excavación científica y, en vez de eso, como comúnmente parecía suceder en los años que viví en el extranjero, la excavación con la que me acabé topando resultó ser histórica.

Cuando llegamos, Soma seguía inmersa en la tragedia. De los edificios colgaban carteles en los que se leía NUESTRO DOLOR ES INMENSO. El recepcionista del Linyit Otel nos miró con recelo, y frunció el ceño cuando le dijimos que éramos periodistas. A él, como a muchos comerciantes y empresarios de Soma, no le gustaba la llegada de los extranjeros, de los activistas forasteros ni de los sindicalistas radicales. «No se metan en esto», decía la gente; a nosotros, unos a otros. «No den problemas».

Mi acompañante, Caner (pronunciado Yaner), mi amigo más antiguo en Turquía, me facilitó muchísimo la estancia en Soma —no solo por ser hombre, sino por ser turco—. Caner era capaz de ver cosas de su país que yo no veía; muchas veces veía cosas del mundo que yo no. Después de escribir el artículo sobre Soma, por ejemplo, Caner me ayudó con la verificación de datos, algo con lo que esta revista —The New York Times Magazine— era especialmente rigurosa, a veces incluso demencial. (Una vez, un verificador de datos y yo pasamos media hora discutiendo la diferencia entre una sala de teatro y una sala de espectáculos). Caner bromeó con asombro sobre el celo del periodismo estadounidense y yo le expliqué que la obsesión no era solo por cuestiones legales, sino por mantener una especie de objetividad. En otras palabras, le dije la verdad. Se rio de mí: «Pero esa actitud respecto a vuestra objetividad es política en sí misma».

La calle principal de Soma se parecía a muchas otras localidades turcas [1]: cuidada y ordenada. Lechos de flores recién arreglados flanqueaban las calzadas, los monumentos conmemorativos de la Primera Guerra Mundial —el típico Atatürk de bronce— relucían como si les acabaran de sacar brillo, la gente fregaba la acera delante de sus tiendas. En las tardes de verano, los hombres, y a veces las mujeres, se reunían en una zona del jardín de té central; las mujeres y niños, y a veces los hombres, se juntaban en la sección llamada el salón familiar; todo el mundo pasaba las horas fumando y chismorreando hasta pasada la medianoche. Soma no era un lugar donde la gente frecuentase los bares, y rara vez salían a cenar, pero contaba con una lujosa cafetería de sillones grises afelpados y con un restaurante relativamente caro de una cadena llamada Köfteci Ramiz. En estas comunidades pobres no había dinero para gran cosa, más allá de los gastos domésticos, pero las familias turcas se apoyaban unas a otras instintivamente; un minero trabaja toda su vida solo para construirles una vivienda de dos habitaciones a cada uno de sus tres hijos. Yo era una mujer de treinta y seis años, soltera y sin hijos, que vivía a miles de kilómetros de su familia y hacía tiempo había adoptado los típicos ideales occidentales del individualismo. Pero a siete años de distancia de Nueva York, había llegado a la conclusión de que era la familia turca la que mantenía unida a Turquía, era lo más fuerte. Soma tenía una auténtica cualidad de típica localidad estadounidense, un cierto aire de conservadurismo y aversión a la provocación. En torno a la plaza principal se erigían atentos los vigilantes pilares de la comunidad: las mezquitas, las casas de té para hombres, las oficinas de la compañía minera, la policía, la sede del partido de gobierno –el AKP–, el ayuntamiento y, en el centro de todo, en un gran edificio de ventanas reflectantes negras, Türk-İş, el sindicato que representaba a los mineros del carbón de Soma.

Nos dirigimos hacia una angosta calle peatonal cubierta por parras que nos protegían del despiadado sol estival egeo. Un grupo de hombres se había reunido ante la sede de DİSK, un pequeño sindicato izquierdista fundado en los años sesenta —al que no pertenecía ni uno solo de los mineros— que había abierto sus puertas tras el desastre para informar a los mineros de sus derechos. Los representantes del sindicato nos ofrecieron sillas de plástico y té. En cuestión de minutos, varios hombres empezaron a sentarse a nuestro alrededor, como si mi visita hubiera sido planificada, cosa que no era así.

Algunos de estos hombres eran los propios mineros. Tenían la cara arrugada, el cuerpo esquelético —como si estuvieran desnutridos—, y mala dentadura. Podía saber cuáles mineros habían estado en la mina aquel día porque parpadeaban constantemente, como si no estuvieran seguros de por dónde les vendría el siguiente golpe. Turquía es un país en el que los hombres son más importantes que las mujeres; los hijos, más importantes que las hijas; los maridos, más importantes que las esposas. En Turquía los hombres eran los guerreros, los que habían liberado a la nación. De repente daba la impresión de que los hombres turcos habían sido derrotados, y si el Estado trataba de esta forma incluso a los hombres, pensé, entonces todo el mundo había sido despojado de lo que fuera que alguna vez los hubiera protegido frente a los elementos.

Un minero llamado Ahmet me narró lo que sucedió el 13 de mayo de 2014, el peor accidente industrial en los noventa años de historia de Turquía. Él y su esposa, Tuğba, vivían en una casa de piedra de tres habitaciones en una aldea de Soma llamada Kayrakaltı, enclavada en medio de cipreses, frescos arroyos y suaves colinas doradas. La mayoría de los 350 habitantes de Kayrakaltı solía cultivar el famoso tabaco oriental turco, pero hacía unos quince años los pequeños agricultores empezaron a pasarlo mal, así que Ahmet empezó a trabajar como operador de una máquina rozadora en una mina llamada Eynez, propiedad de Soma Holding.

Cuando llegó al trabajo aquella mañana, Ahmet se cambió delante de su taquilla y se puso su abrigo y sus botas de minero forradas de hierro. Luego, él y setecientos hombres más iniciaron su descenso a la mina. «Hadi! Hadi!» (¡Vamos! ¡Vamos!), gritaban los supervisores, siempre con la vista puesta en la velocidad, en la producción. En el cambio de turno, se decían unos a otros «geçmiş olsun», (que te mejores pronto), o incluso «hakkını helal et», que es una forma que tienen los turcos de perdonarse mutuamente si temen que pueda ser la última oportunidad de hacerlo. La galería de Ahmet estaba en una de las partes más profundas de la mina, en donde se extraía el carbón con una rozadora gigantesca manejada por cuarenta hombres. Ahmet trabajó todo el día, hasta que, de repente, alrededor de las 15:10, la rozadora dejó de funcionar. Las cintas transportadoras de carbón dejaron de funcionar; la electricidad dejó de funcionar; todo dejó de funcionar. Había habido un apagón. Solo las luces en los cascos amarillos de los mineros brillaban en la oscuridad. Unos electricistas con máscaras de gas vinieron a decirles que había explotado un cable y se había iniciado un pequeño incendio. Los mineros de la galería de Ahmet supusieron que pasaría una media hora antes de que alguien les comunicase que ya era seguro salir.

Pasada la primera hora, empezaron a preocuparse. ¿Por qué nadie había ido a hablar con ellos? ¿Por qué tardaban tanto? Algunos hombres fueron a investigar lo que ocurría, pero no regresaron. En la mina no había refugios de seguridad para los mineros, así que lo que hicieron fue ponerse a rezar. Un humo negro estaba entrando en su galería desde ambos extremos. Todos los mineros llevaban una máscara en su cinturón, pero pocos tenían fe en ella. Las máscaras eran viejas y tenían costras de polvo de carbón. Algunos se las pusieron y aspiraron suciedad. Algunas máscaras simplemente no funcionaban.

El humo empezó a quemarles la cara. Ahmet se sentía mareado. Algunos se arrodillaron en el suelo y metieron la cara en el barro, se lo restregaron en la piel, lo respiraron, se lo untaron en la boca. Se agacharon y tosieron, respirando el mugriento barro de las minas de carbón. Después echaron a correr, a correr a ninguna parte. Ahmet vio a Ibrahim, un ingeniero corpulento, sentado en el suelo, con la máscara de gas colgándole del cuello. Respiraba, pero le salía sangre de la nariz. Un hombre llamado Ali estaba sentado bajo una cinta transportadora estropeada. Estaba frío. Ahmet se dio cuenta de lo que estaba pasando: los mineros se estaban muriendo. No tenía más opción que ponerse su máscara e intentar escapar. Según pasaba, algunos de sus amigos se volvían hacia él, estirando los brazos, como si trataran de agarrarle la mano.

Cuando subió una escalera al segundo nivel, Ahmet vio cuerpos sobre una cinta transportadora, como si aquellos hombres hubieran pensado que tarde o temprano la cinta los sacaría de allí. Otros estaban tendidos en el suelo. Y cerca de ellos, también sobre el suelo de tierra, Ahmet vio decenas de ratas. Supo que estaban muertas porque se les veían los dientes, tenían las mandíbulas abiertas y rígidas. «Henos aquí», pensó, «la hermandad de ratas y hombres».

Ahmet sobrevivió, salió a trompicones de la mina hasta los faros del equipo de salvamento. Esta es la imagen que todo el país vio aquel día en televisión: miles de familias —padres, madres, esposas, niños, abuelas—, gendarmería, equipos de rescate de las ONG estatales, policías y socorristas apiñados en torno a las entradas de la mina. La gente gritaba, empujaba, lloraba, exigía respuestas. Cada vez que un hombre salía vivo, tosiendo y con la cara negra, la multitud aplaudía. Cada vez que sacaban torpemente un cuerpo sobre una camilla, la gran muchedumbre se desgarraba y se apiñaba tambaleante, tratando de ver si reconocían lo que fuera: un corte de pelo, la curva de una ceja, el ángulo de una nariz.

Un hombre de sesenta y tantos llamado Tayfun, representante de DİSK, comenzó a relatar la historia de Soma. Casi todos los hombres habían sido agricultores de tabaco subvencionados por y al servicio de la compañía estatal Tekel, que fabricaba unos cigarrillos muy populares a nivel nacional. Durante décadas, Tekel mantuvo las plantaciones de tres millones de hombres y sus familias. Luego, unos cuarenta años atrás, el país abrió sus mercados a los productos extranjeros, entre ellos el tabaco. «Empezamos a ver por las calles esos Parliament suyos», dijo un minero con una sonrisita, mientras señalaba el Parliament que yo tenía en la mano.

En los 2000, por orden del FMI, y en línea con los valores de privatización de la época, el Gobierno de Erdoğan desmanteló Tekel, como a muchas otras compañías estatales. Los agricultores perdieron su protección, y también su empleo. «Ocurrió poco a poco, fue un proceso lento», dijo Tayfun. «Los agricultores tenían esperanzas. Probaron con los tomates. Probaron con los pepinos. Pero no bastaba. Así que los hijos de los agricultores fueron a las minas».

En Soma, como en muchos otros lugares, las minas estaban en manos de una empresa privada que vendía todo su carbón al Gobierno a un bajo precio. El Gobierno también era responsable de supervisar las condiciones de seguridad de las minas. Este sistema codependiente permitió que no se tomaran responsabilidades. A las empresas no les importaba mucho que los techos de las minas tuvieran soportes de pésima calidad ni que los sensores de gas, que debían detectar el metano y el monóxido de carbono, no funcionasen. Los cables eléctricos eran viejos y estaban tendidos sin orden ni concierto. No había plan de evacuación ni protocolo de accidentes en caso de incendio.

Las condiciones laborales de los mineros también eran terribles. Sus jefes los castigaban con entusiasmo, los insultaban, les gritaban e incluso maldecían a sus madres y hermanas. Siempre las mismas palabras: Hadi, hadi, hadi. Vamos, vamos, vamos. Todo el día, hadi, hadi, hadi. Si un minero descansaba, las volvía a escuchar. Si algo iba mal, hadi, hadi, hadi, a trabajar. Los jefes hacían cualquier cosa para obtener el mayor rendimiento posible de los mineros, y la producción no se detenía por nada.

—Así que los dos primeros pilares de la tragedia fueron el Estado y la compañía —prosiguió Tayfun—, y el triángulo lo completó el sindicato.

Aquello me sobresaltó.

—¿El sindicato?

Otros hombres se inmiscuyeron exaltados.

—¡Seguro que ya saben que usted está aquí! —dijo uno.

—Tienen espías en todas partes. Si hablamos con usted, lo irán contando —dijo otro.

—¿A qué se refiere con «lo irán contando»? —pregunté—. ¿A quién se lo contarán?

—Se lo contarán al sindicato.

—¿No a la compañía?

—Son lo mismo.

El sindicato de mineros de las ventanas negras reflectantes, Türk-İş, jamás había abogado por mejores condiciones laborales, mejores salarios, ni tan siquiera por días de baja pagos para sus mineros. Los mineros estaban convencidos de que todos los habitantes de la ciudad estaban controlados por el sindicato; es decir, por la compañía; es decir, por el Gobierno. Los hombres llamaban a esto el pulpo.

—¿Qué pasó para que el sindicato se convirtiera en esto? —pregunté—. ¿Siempre fue cercano al Estado?

—Pues claro —contestó un hombre de nombre Aydın. Aydın tenía actitud de historiador—. Era un sindicato al estilo americano. Se fundó durante los primeros años de la República de Turquía —en los cincuenta— con la ayuda de Estados Unidos. En otras palabras —insinuó— la influencia estadounidense, y la propia historia laboral de Estados Unidos, había contribuido a crear un sindicato que no protegía a los trabajadores turcos y cuya negligencia había causado la muerte de 301 hombres.

Aydın me contó esto y, ese mismo día, más tarde, toda la historia de los trabajadores americanos y turcos, con un tono de absoluta objetividad. No se solía aludir a la influencia estadounidense con particular ponzoña o indignación, sino como un mero hecho histórico. La mayoría de los extranjeros no se mostraba susceptible al respecto. La única persona repentinamente susceptible era la estadounidense, yo, porque por supuesto para el estadounidense nada de esto era un simple hecho. A los estadounidenses nos sorprende la relación directa entre nuestro país y los otros, porque no reconocemos que Estados Unidos es un imperio; es imposible comprender una relación si no se es consciente de que existe. Aquellas semanas en Soma, me enteré de que Estados Unidos había gobernado el mundo durante y después de la Guerra Fría, y de cómo su política exterior había determinado el rumbo de la historia de Turquía y, a través de pequeñas cosas, contribuido a la tragedia de Soma. Pero de todas las cosas que descubrí aquellos días en esa humilde localidad turca, la más aterradora fue la resiliencia de mi propia inocencia.

De adulta, nunca había tenido las ideas muy claras sobre mi vida. Rara vez me imaginaba el día de mi boda o al hombre con el que me casaría, la casa en la que viviría, cuál sería mi situación económica o si tendría hijos. No siempre fue así. Hace poco mi madre encontró un montón de cuadernos de cuando era niña repletos de planes para mi futuro. Escribí lo que haría a cada edad, era muy ambiciosa: cuándo me casaría, cuándo tendría hijos y cuándo abriría un estudio de danza. Esa planificación se acabó cuando me marché de mi pequeña ciudad natal para ir a la universidad. La experiencia de irme a un lugar radicalmente nuevo, como lo era para mí la universidad, cambió por completo mi concepción del mundo y sus posibilidades, una transformación que se repitió al mudarme a Nueva York y, una vez más, al mudarme a Estambul. Todo cambio es dramático para alguien de provincias. Pero la última mudanza fue la más difícil. En Turquía, la conmoción fue mucho más desconcertante: al cabo de un tiempo comencé a sentir que toda la base de mi manera de pensar era una mentira.

A pesar de todo su patriotismo, los estadounidenses rara vez piensan en cómo se relaciona su identidad nacional con su identidad personal. Esta indiferencia es específica de la mentalidad de los estadounidenses blancos —quienes no saben que eso es lo que son— y sigue una trayectoria que se da únicamente en la historia de Estados Unidos. Sin embargo, en los últimos años esta identidad nacional se ha vuelto más difícil de ignorar. Ya no podemos viajar a otros países sin darnos cuenta del extraño peso que cargamos con nosotros, nuestros propios y desconocidos límites. Después de mudarme a Estambul, compré un cuaderno y, a diferencia de aquella niña segura de sí misma, no anoté planes, sino una pregunta: ¿en quiénes nos convertimos si no nos convertimos en estadounidenses, al menos no en el sentido que siempre le dimos a la palabra? Lo preguntaba porque mis años como estadounidense del siglo XXI en el extranjero no fueron un alegre juego de autodescubrimiento y romanticismo, de esos que vemos en las películas; lo fueron más de devastación y vergüenza y, aún hoy, sigo sin conocerme a mí misma.

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En 2007, obtuve una beca de escritura que enviaba a estadounidenses al extranjero durante dos años seguidos. La había solicitado por capricho. Ni me imaginaba que la iba a ganar. Jamás pensé que me iría de Nueva York. Tenía casi treinta años, mis amigos se estaban emparejando y pronto empezarían a ganar toneladas de dinero para mantener a sus primogénitos. Aunque me felicitaron, detecté una mirada de preocupación en sus rostros, como si estuviese loca por dejar todo esto, como si a los veintinueve fuese un poquitín tarde para encontrarme a mí misma. Ni siquiera había estado nunca en Turquía.

La beca había sido creada en los años veinte por Charles Crane, un rusófilo, vástago de una fortuna de repuestos de fontanería cuya revista corporativa, Valve World [El mundo de las válvulas], publicaba titulares como «El rey Huseín de Hiyaz disfruta del cuarto de baño Crane» [2]. Después de la Primera Guerra Mundial —según su biógrafo, David Hapgood—, Crane llegó a la conclusión de que los «estadounidenses y sobre todo los responsables políticos estadounidenses no estaban lo suficientemente bien informados sobre el resto del mundo» [3] y comenzó a enviar a jóvenes hombres al extranjero, a veces incluso por diez años en nombre de su Institute of Current World Affairs [Instituto de Asuntos Exteriores Actuales], ICWA. Sospeché, dada la incipiente era imperial en la que fue concebida, que la beca funcionaba también como una especie de operación de inteligencia de bajo rango. Cuando me mudé a Turquía, y los turcos empezaron a tacharme de espía, a un amigo estadounidense se le ocurrió que tal vez fuese una espía postmoderna: una espía que no sabía que era espía. «Bueno, en cierto modo es verdad», dijo con sequedad. «Como todos los corresponsales en el extranjero, estás enviando una información que, sin importar cuáles fueran tus intenciones, sin duda se usará de la peor forma imaginable».

En realidad, el objetivo de la beca de Crane parece más benévolo. «Cada hombre se encargará de llevar a cabo una labor que quizá sea la más difícil posible, a saber, la de interpretar a un pueblo, o grupo, para sí mismo y para los demás» [4], ponía uno de los primeros folletos del ICWA, de 1925. «Dicha labor exige… algo que trasciende el arduo trabajo y las buenas intenciones, algo que trasciende incluso el conocimiento; la comprensión, la perspicacia, el sosiego del tiempo y el don de la palabra son indispensables». En aquella época, Estados Unidos aún no era una superpotencia. A pesar de la ocupación de Filipinas y Cuba, y de su larga historia de esclavitud, la imagen que tenían muchas personas de otros países seguía siendo la de una nación antiimperialista, rebelde, un país que, en líneas generales, se había resistido a las peores tentaciones del colonialismo y el imperialismo y, en su lugar, había predicado al mundo una especie de teología de la liberación sin precedentes. Cuando el presidente Woodrow Wilson argumentó, en su famoso discurso de los catorce puntos, que todos los ciudadanos merecían el derecho a decidir sus propios destinos políticos, inspiró a los líderes de todo el antiguo Imperio otomano —Eleftherios Venizelos en Grecia, Saad Zaghloul en Egipto y Mustafá Kemal Atatürk en Turquía—a luchar por la independencia de la dominación extranjera. En la década de 1910, algunos percibían a Estados Unidos como un mesías que rescataba a los pueblos del mundo de los males de Europa.

No obstante, los extranjeros sobrevaloraron el conocimiento o el interés de Wilson por su parte del mundo. Wilson no tenía ni la más remota idea de que existiesen tantísimas etnias y religiones. «Ustedes no conocen ni pueden apreciar la preocupación que ha supuesto para mí», admitió, «el hecho de que numerosos millones de personas hayan forjado unas ilusiones basadas en mis palabras» [5]. Incluso cuarenta años después, el presidente egipcio y ferviente nacionalista Gamal Abdel Nasser le recordaría a Estados Unidos que, aunque los estadounidenses hubieran olvidado los principios de Woodrow Wilson, los egipcios no lo habían hecho.

Charles Crane supo comprender esas esperanzas. Después de la guerra, a principios de 1919, el presidente Wilson envió a Crane y a un teólogo llamado Henry Churchill King a un viaje a lo ancho y largo del antiguo Imperio otomano. En consonancia con el espíritu de autodeterminación, Wilson quería saber qué forma de gobierno deseaban para sí mismos estos pueblos recién liberados. Ni Crane ni King habían pasado nunca mucho tiempo en la región. En esos años, el tamaño de todo el ejército de Estados Unidos equivalía a una veinteava parte del de Alemania, incluso más pequeño que el de Rumanía o Bulgaria, y no contaba con un servicio de inteligencia en Oriente Próximo, salvo por un único espía enviado a Arabia durante la Primera Guerra Mundial como especulador de la compañía Standard Oil.

Crane y King entrevistaron a miles de personas: drusos y maronitas, turcos y armenios, árabes y judíos. Lo que oyeron fue que los habitantes de Oriente Próximo anhelaban la independencia, pero estaban dispuestos a aceptar la tutela de Estados Unidos, un país del que sabían bien poco, salvo que no había esclavizado a gran parte del planeta, como sí habían hecho los británicos y los franceses. La gran feminista turca Halide Edip Adıvar le dijo a Mustafá Kemal (Atatürk) que los estadounidenses eran «la solución menos perjudicial» [6]. Según informaron Crane y King, muchos árabes incluso alababan el «espíritu genuinamente democrático» [7] de Estados Unidos y creían que «no tenía ambiciones territoriales ni coloniales». En todas partes la gente le decía a Crane que le encantaba el presidente estadounidense y algunos incluso «se sabían de memoria los catorce puntos» [8].

La encuesta de Crane fue la primera de este tipo. Sin embargo, los funcionarios de gobierno estadounidense ignoraron los hallazgos de la Comisión King-Crane, porque para entonces ya estaban al tanto de que los británicos y los franceses habían urdido un plan (conocido como el Acuerdo Sykes-Picot) para repartirse la región. Siria e Irak se convirtieron en países con fronteras trazadas al azar por encima de comunidades asentadas, y lacayos franceses y británicos se establecieron como sus gobernantes. Es probable que el presidente Wilson jamás leyese el informe de Crane.

Los acontecimientos posteriores fueron catastróficos: el intercambio de población entre Grecia y Turquía, el conflicto israelí-palestino, el expolio de los kurdos y los armenios, la subyugación de los árabes, el auge de las dictaduras y más de cien años de agitación que se extienden hasta hoy en día. Más tarde, cuando el Informe King-Crane salió a la luz en la revista Editor & Publisher, los editores escribieron que la indiferencia de los responsables políticos estadounidenses ante las conclusiones del informe era «un espectáculo sobrecogedor […] de cómo una democracia desinformada podía desencadenar las consecuencias más funestas». Y añadían: «Los pueblos turcos, griegos, árabes, armenios, judíos, sirios y drusos, por no hablar de los europeos, han mostrado su asombro ante lo que ha sucedido con la misión estadounidense y su informe, ya que todos soñaban con que instaurase la paz y un nuevo orden al atribulado Oriente Próximo» [9]. Los habitantes de la región jamás comprendieron qué ocurrió con aquella «gran esperanza».

La excepción fue Turquía. Mientras que los iraquíes, sirios, palestinos y egipcios aún se hallaban atados a gobernantes coloniales, los turcos conquistaron su independencia de las potencias occidentales y reconstruyeron su país por sí mismos, un logro que no perdían oportunidad de recordarme. Tan solo después de otra Guerra Mundial, Turquía, bañada de fondos del naciente imperio estadounidense, comenzó a reconstruir su frágil identidad imitando vagamente a su benefactor. En la universidad estudié la Doctrina Truman y el Plan Marshall; entonces supe que millones de dólares habían ido a dos países, llamados Grecia y Turquía. Pero antes de mudarme a Estambul, a los veintinueve años, jamás había cuestionado que estos fondos fuesen nada más que un gesto caritativo por parte de Estados Unidos. En mi mente, la escena era similar a la de un hombre rico que construye una nueva escuela en la ciudad; el presidente de los Estados Unidos aparecía con una bolsa de dinero y la dejaba sobre un escritorio, sin compromisos, y los habitantes de la ciudad aplaudían con gratitud.

Tal y como la organización de Crane había descrito, existe una diferencia entre el conocimiento y ese «hermoso lugar más allá de él». ¿Pero qué podía aprender yo marchándome de Estados Unidos que fuese más allá de esas buenas intenciones, de la comprensión, del lujo del tiempo? ¿Qué más había? Apenas había estudiado la Primera Guerra Mundial. No tenía ni idea de que los habitantes de Oriente Próximo se habían sentido traicionados por los estadounidenses durante cien años. No tenía idea de que hubieran tenido tan buen concepto de Estados Unidos en primer lugar.

Una vez, durante una breve época llena de esperanza en Turquía, un joven artista turco que acababa de volver a su país después de pasar una década en Nueva York me dijo: «La historia de Occidente es una farsa y todo el mundo lo sabe. Tal vez podamos tomar los valores de los que los estadounidenses han abusado para sacarles provecho material y hacer algo mejor con ellos». No le dije que la mayoría de los estadounidenses no tendría ni idea de a qué se estaba refiriendo —que yo, hasta cierto punto, tampoco la tenía—, pero para entonces esa sensación de ignorancia recién descubierta era algo que yo ya conocía bien. No puedes crecer en la segunda mitad del siglo XX en los Estados Unidos de América y vivir en el extranjero en el siglo XXI sin sentirla en todo momento. Si aprendía algo sobre Turquía, lo recibía como una feliz incorporación a mi mentalidad, como hacen las personas sencillas pero curiosas. Pero si aprendía algo acerca de Estados Unidos en Turquía —o más tarde en Egipto, Grecia, Afganistán o Irán—, lo percibía como una alteración. Mi cerebro experimentaba la adquisición de ese conocimiento como el empaste de una caries: una perforación, la extracción de algo, el tapiado con algo más y, después, un dolor fastidioso y persistente y un diente que jamás volvería a ser el mismo.

Durante las semanas antes de marcharme de Nueva York, pasé horas aburriendo a mis seres más queridos con explicaciones sobre la relevancia internacional de Turquía, echando mano, por supuesto, del cliché de que Estambul era el puente entre Oriente y Occidente. Al principio mi familia no estaba muy contenta por mí; Nueva York ya había sido lo bastante espantoso para ellos. La reacción de mi hermano a la noticia de que había ganado esta generosa beca fue algo así como: «¿Lo veis? Os dije que se la darían», como si se tratase de una amenaza de la que ya había advertido a la familia. Mi madre me preguntó si aquello significaba que ya no quería la preciosa maleta que me había regalado por Navidad, suponiendo que no sería adecuada para Oriente Próximo, y, como la mayoría de las mujeres de su generación, aplaudió con discreción la aventura de su hija. Mi padre, quien temía que los terroristas islámicos bombardeasen pronto toda la Costa Este hasta hundirla en el Atlántico, se quedó despierto una noche viendo en la CNN la histórica visita del papa Benedicto XVI a Estambul en 2006. Desperté con un correo electrónico enviado a las tres de la mañana que decía: «¿Sabías que el 99% de la población de Turquía es musulmana? ¿Estás loca?».

Ahora me resulta asombroso, pero recuerdo que yo, la neoyorquina que se consideraba a sí misma tan distinta de sus orígenes, respondí tranquilamente: «En Turquía controlan el islam. Obligan a las mujeres a quitarse el velo de la cabeza y meterlo en una caja antes de entrar en los campus universitarios»; como si a las propias mujeres no les importase esa experiencia inapropiada y humillante, como si yo fuese a depositar una valiosa prenda de mi guardarropa en la caja de un policía. En aquella época, los pensadores occidentales proclamaban a Turquía como el único país musulmán exitoso, y a su fundador laicista, Atatürk, como a la clase de dictador que podía gustarle hasta a un progresista. Yo no estaba solo intentando tranquilizar a mi padre; aparentemente, en ese momento yo también le tenía miedo al islam. Todos habíamos perdido la cabeza después del 11 de septiembre.

Me estaba torturando a mí misma con Turquía sin ninguna razón de peso o sentimental. No tenía ningún vínculo con el país, pero la verdad es que no tenía vínculos con ningún lugar. Yo era estadounidense, a dos generaciones de distancia de cualquier origen o historia familiar europeos. Una vez leí que los niños que crecen escuchando relatos de familiares queridos tienen un mejor sentido de la orientación en la vida; por ejemplo, a los niños que saben que su abuela escapó del Holocausto con diamantes cosidos en el forro de la chaqueta o que su abuelo se incorporó al equipo de fútbol del instituto les resulta más fácil imaginar su propio propósito vital. Los que no cuentan con una historia se sienten ansiosos e inseguros. No existe ningún yo cultural que buscar, ninguna cocina de aroma especiado donde redescubrir lejanos recuerdos culturales, ningún crimen o error del que aprender y redimirse, ningún acontecimiento histórico que comparar con los actuales. Mis abuelos inmigrantes hicieron lo que los Estados Unidos de América les dijeron que hicieran: borrón y cuenta nueva. El precio de la entrada era olvidar el pasado. En parte, yo me mudaba a Turquía porque no tenía ningún otro sitio adonde ir.

De donde yo venía, pocas personas optaban por vivir en el extranjero; muchas ni siquiera iban de vacaciones. Mi ciudad estaba ubicada en la costa de Nueva Jersey, a dos horas de Nueva York, en un condado tanto obrero como obscenamente rico que un día se teñiría de rojo por Donald Trump. Mi familia manejaba un campo de golf público y económico. Yo trabajaba ahí en el verano vendiendo perritos calientes. En mi vida, la política se limitaba a los problemas y los prejuicios del pequeño empresario: impuestos, inmigrantes y poco más. Mi ciudad, poblada casi en su totalidad por descendientes de blancos europeos cristianos, tenía pocos vínculos con el mundo exterior, tal vez por decisión propia, lo que hacía que sus miedos y resentimientos se maceraran sin que existiera razón aparente para expresarlos a alguien que no fueran ellos mismos. No recuerdo que se hablara mucho de política exterior o de otros países; rara vez incluso de Nueva York, que se cernía sobre nosotros como una sombra aterradora, el lugar al que los estadounidenses iban para ser atracados o para creerse mejores que los demás. Esa era mi percepción del mundo exterior: el lugar a donde los estadounidenses iban para que les hicieran daño o para dañar a otros. Cuando entré en una prestigiosa universidad, me llevé conmigo esta pueblerina actitud defensiva, pero poco a poco descubrí que en realidad el mundo era caleidoscópico y estaba lleno de posibilidades.

Así que, como es lógico, Nueva York se convirtió en un sueño, la tierra de las búsquedas relevantes, la oportunidad de ser absuelta de mis pecados provincianos. Después de la universidad, me mudé allí y encontré trabajo como periodista en un semanario, The New York Observer, que estaba obsesionado con Nueva York. El semanario fue una experiencia periodística formativa para mí, principalmente gracias a su paternal director, Peter Kaplan, quien quería, nada más y nada menos, que ver a todos sus hijos triunfar. El mes en el que empecé, agosto de 2004, se celebraba la Convención Republicana en Nueva York. La llegada de los Republicanos fue como un insulto para los progresistas de la ciudad, los que habían votado a Al Gore y estaban en contra de la guerra de Irak. Como reporteros, asistimos a las fiestas y nos burlamos de los palurdos. Pero a mí no me parecían tan distintos de los neoyorquinos. Los Republicanos eran los guerreros mundiales, otra élite de poder. Habían llegado a una ciudad que, no tan secretamente, celebraba y veneraba a los vencedores, sin importar sus acciones.

Para entonces, y gracias a internet, Nueva York se había transformado en una versión puesta de cocaína y esteroides de sí misma. Trabajar en los medios de comunicación ofrecía un cierto grado de responsabilidad cívica y expresión literaria, pero, sobre todo, descubrí que para muchos ofrecía una forma más o menos respetable de alcanzar la nueva fama basada en internet. En aquel momento los jóvenes parecían desesperados por obtener el reconocimiento de una fuerza externa, algo que estaba más allá de las nociones convencionales de fama. La escritora Alison Lurie comparó este «complejo de celebridad» con el proceso a través del cual los regímenes totalitarios convierten a grupos o etnias enteros en «no personas»; en cambio, en las «llamadas sociedades democráticas avanzadas», escribió, las personas se hacían eso a sí mismas [10]. Apenas unos años después del 11 de septiembre nos volvimos, en efecto, menos introspectivos. Los compasivos esfuerzos por comprender nuestro nuevo e incierto mundo fueron reemplazados por una serie de formas aún más específicas de gestionarlo —el dinero, el matrimonio, los barrios de moda, los hijos, la comida orgánica, el pilates—, todo ello alimentado por unas sórdidas y exuberantes acciones de bolsa. Durante esa Edad de Oro —quizá la última verdadera Edad de Oro—, la gente pobre desapareció misteriosamente como en una guerra sucia; los bancos reemplazaron todas las tiendas, cafeterías o restaurantes normales; y hubo una extraña obsesión por la comida, a la que —todavía no lo sabíamos— pronto todos empezaríamos a hacer fotos para publicarlas en internet. Las redes sociales ni siquiera existían todavía, pero aun así conocí a algunos aspirantes a escritores y personas normales que se desvivían para que los mencionasen en uno de determinados sitios web neoyorquinos; ya era evidente que aparecer en el periódico impreso no generaba la misma emoción adictiva. La vida real había adoptado no solo la velocidad y la amnesia de internet, sino también de la obsesión y la locura de Wall Street, como dijo el escritor Frank Rich en su momento. El 11 de septiembre no había sido más que una nueva bajada de la bolsa. Durante los años más catastróficos de las guerras de Irak y Afganistán, Nueva York celebró una fiesta por todo lo alto.

Había una tremenda fisura entre esta Nueva York surrealista y la realidad fuera de ella: la invasión de Irak, esta nueva guerra del terror. El frenetismo masivo por leer libros sobre los talibanes, Sayyid Qutb y el islam en sí —que a muchos no les parecía una de las tres principales religiones monoteístas, sino una recién descubierta filosofía alienígena— no continuó después de las invasiones de Afganistán e Irak. No recuerdo a una multitud comprando libros sobre Irak, salvo aquellos que estaban a favor de la invasión, como Republic of Fear [La república del miedo] y The Threatening Storm [La tormenta amenazadora]. Para 2005 las guerras habían desaparecido de la televisión. ¿Tan elitistas se habían vuelto los medios de comunicación, tan dominados por los licenciados de Harvard y Yale, que ninguno de nosotros sabía que los soldados estaban luchando ni se sentía exaltado por las guerras? El mismo proceso que había anhelado cuando me mudé a Nueva York, la ruptura con mi identidad pueblerina, solo había dado lugar a un nuevo tipo de ignorancia, a una desconexión del resto del país. Para algunos sofisticados que conocí en Nueva York, mi evidente provincialismo había sido una especie de exotismo; yo era una superviviente de esos lugares horribles de Estados Unidos que de vez en cuando veían en Fox News. Pero los neoyorquinos tampoco sabían nada de ellos. Y al darme cuenta de esto, esos neoyorquinos que había admirado y envidiado tanto parecían, de pronto, los provincianos: si ellos no comprendían su propio país, no estaba segura de que alguno de nosotros pudiera comprender el mundo.

La ausencia de auténticas protestas contra la guerra de Irak se justificó con la inexistencia de un servicio militar obligatorio, como si nuestras conciencias ardieran solamente cuando alguien más enciende la cerilla. Lo que no supimos preguntarnos fue cómo nos sentiríamos o actuaríamos si conociéramos a los iraquíes. No me refiero a conocerlos en el sentido de llamar a un iraquí por teléfono, sino conocerlos en el sentido de conocer su historia, su experiencia; su historia y experiencia con los Estados Unidos. No recuerdo tener una imagen del pueblo iraquí, de una familia iraquí, de un hombre iraquí, de un hombre iraquí normal y corriente: un médico, un cartero o un profesor, como alguien con quien podías haber crecido. Y aunque la hubiera tenido, no estoy segura de que mi cerebro hubiera sido capaz de imaginarse los potenciales horrores que podían sucederle a ese hombre: que lo despedazase una bomba, lo torturasen en prisión, le disparasen en un cruce mientras conducía, le volaran la tapa de los sesos, le arrancaran de cuajo una pierna, que su esposa y sus hijos gritaran y lloraran de dolor, y que todo fuera culpa del ejército de tu país, de tu gobierno, tuya. La empatía era infraestructuralmente imposible. No podíamos imaginarnos una guerra real, una guerra que dominara nuestras vidas, una guerra que ocupase nuestra calle de restaurantes favorita de Brooklyn, una guerra que levantase barricadas y controles y controlara las esquinas con hombres aterradores, acorazados, repletos de armas, gritando en una lengua que no entendemos. Simplemente no era posible que los estadounidenses, o quizá los blancos estadounidenses, se imaginaran estas cosas —ni el horror ni la responsabilidad—, así que no lo hicimos.

Para los periodistas, esta falta de imaginación tuvo unas repercusiones mayores, obviamente, porque nosotros informábamos al público y porque, como periodistas progresistas, éramos extremadamente arrogantes. Venerábamos nuestros estándares estadounidenses de objetividad, supuestamente exclusivos, pero no podíamos darnos cuenta —no éramos lo bastante humildes para hacerlo— de que una mente estadounidense objetiva es, en primer lugar y más importante, una mente estadounidense. Al ser objetivos, en realidad estábamos dejando expuesto nuestro criterio a siglos de prejuicios arraigados y lagunas de conocimiento. Fracasamos interrogando no solo a nuestras fuentes, sino a nosotros mismos. Estaba rodeada de las personas con la mentalidad más progresista del país, pero eso no bastaba. El problema no era la política.

Para mí, la hermosa diversidad de Nueva York era la mejor vida que Estados Unidos podía ofrecer. Pero sabía que algo andaba mal con la manera en que vivíamos. Íbamos por ahí con la inquietante sensación de que algo nos había ocurrido, pero no sabía qué ni por qué. Esa fue una de las razones por las que solicité la beca; sabía que mi confusión tenía algo que ver con una suerte de desconocimiento fundamental del mundo, del tipo que solo se vería reforzado, una y otra vez, por lo mismo que en su momento me había fascinado de Nueva York, una sofisticación construida por un ejército de mecanismos de defensa. Para entonces, nunca le había prestado demasiada atención a la historia de Charles Crane ni a por qué había ido a la Turquía otomana o a la importancia de su Informe King-Crane, pero sí comprendí que había sido elegida para la beca por un motivo que en cierto modo se alineaba con su filosofía, porque el comité quería ver qué pasaría si soltaban a una persona ignorante en un lugar desconocido. Dudo que Charles Crane se imaginara que, en 2007, casi cien años después de la primera guerra mundial de Estados Unidos, un estadounidense pudiera ser tan ignorante como yo.