1

En uno de mis primeros recuerdos veo a un hombre con barba que está sentado en una butaca al lado de una estufa. Este hombre, de quien no puedo decir nada más, si era viejo o joven, cuál era su nombre, dónde estaba su casa, no habla: lo hacen por él tres –o quizá dos, o cuatro– mujeres que parecen discutir entre ellas, que se interrumpen a gritos, que tratan de explicarse ante otra mujer que acaba de llegar, conmigo, y que –la reconozco– es mi madre. Yo, desde luego, ya sé caminar, pues de pronto me alejo de aquel extraño grupo, voy solo hacia otro rincón de aquella sala desconocida, no sé por qué, tal vez porque he visto algo allí –un objeto, un color– que me llama la atención, o porque estoy asustado. Y es ahora también cuando puedo oír el crujido de un jarrón de porcelana, su caída al suelo estrepitosa, y al coro vocinglero que me mira con espanto. No veo más. En otro recuerdo no menos lejano, mi madre y yo subimos por unas escaleras muy estrechas –tan estrechas que no cabemos los dos en el mismo escalón, y yo voy delante, con su ayuda, avanzando con dificultad– hasta que por fin llegamos a una puerta que nos abre una mujer altísima y flaca, que llora, que se abraza a mi madre, que también grita, pero de dolor, y aquí ni siquiera entramos, volvemos a bajar las escaleras, como si hubiésemos llegado tarde a algún suceso extraordinario. Tal vez, se me ocurre en este momento, es decir, mientras los apunto en este cuaderno, estos fragmentos de la memoria sólo puedan ser, en su desamparo, abordados y comprendidos como los estratos más profundos de una excavación, como los restos de un antiguo asentamiento, oscuros y afilados, que, para la reconstrucción de su trazado completo, necesitan tanto de las informaciones precisas de la época –de aquella civilización desaparecida–, como de la imaginación, pero también, o por consiguiente, como el cimiento original sobre el que, tiempo después, en sucesivos periodos, se levantaron otros edificios, otras habitaciones –con otros jarrones de porcelana– y, en fin, otras escaleras más o menos estrechas, cuyas ruinas se nos aparecen mucho mejor conservadas. Más allá de estos fragmentos arqueológicos no hay nada, la tierra desnuda. O, en este caso nuestro, también la madre a la que acompañábamos, que se hace bien visible en los primeros estratos y en todos los superpuestos, y cuya memoria –de tierra y de madre–, se impone siempre a la nuestra. Íbamos a visitar a los enfermos. ¿No lo recuerdas?

Aquella era una costumbre que había heredado de su madre, aunque podríamos expresarlo de otro modo: de su madre no sólo había heredado la costumbre de visitar a los enfermos, sino que había heredado a los enfermos mismos, ya que mi abuela, al morir unos años antes de cumplir los sesenta, es decir, no habiendo llegado aún a la vejez, había dejado a un buen número de amigas de toda la vida, bien sanas casi todas por entonces, y a las que mi madre continuó viendo, sin olvidar a ninguna, según creo, convirtiéndose de aquel modo en su propia madre, en la amiga de sus amigas. Las vio envejecer a todas –no solamente a ellas, también a sus maridos, a sus hermanos, a sus padres–, enfermar muchas veces y morir, asistiendo con fidelidad a todos aquellos tránsitos y a las ceremonias consecuentes. Lo recuerdo bien, claro que sí. Y lo que mejor recuerdo ahora es aquel buen humor con el que entraba en aquellas casas y lograba casi siempre rescatar de su abatimiento hasta al doliente más entumecido. Porque si en aquellas visitas había, bien es verdad, fidelidad a aquella madre prematuramente muerta y caridad cristiana –la primera de las siete obras de misericordia corporales–, no menos puede decirse que había afición por las tertulias domésticas, en las que participaban otros muchos visitantes, y donde se hablaba, se reía, se bebía y se comía más de lo que probablemente el enfermo estaba en condiciones de soportar. Pero bien sé ahora que aquellas visitas eran menos para éste que para su familia, que tal vez necesitaba más de aquella sociedad intempestiva, de aquellas conversaciones bulliciosas. Se diría que en aquellos tiempos existían las enfermedades largas, o que los médicos –aquellos médicos parlanchines, fumadores y un poco despreocupados, que entraban con su maletín en las casas como fontaneros dispuestos a arreglar una pequeña avería sin importancia en el baño o en la cocina– acostumbraban a ordenar reposo con frecuencia, o que, en definitiva, también en la enfermedad, como en cualquier otro ámbito de la vida, no se conocían aún las aceleraciones posteriores. Se practicaba, pues, con mejor o peor ánimo, la convalecencia: aquel modo de tiempo suspendido, aquella pausa que los cuerpos y las mentes exigían, aquel arropamiento. Y estar enfermo de aquella manera, me parecía a mí entonces, no era bueno ni malo –toda vez que, además, el paciente siempre se recuperaba, y semanas o meses después de aquella visita volvíamos a verlo paseando tranquilamente por la calle–; significaba, según yo podía comprender, un estado por supuesto nada envidiable –me aterrorizaban aquellas botellas de jarabe sobre la mesa del comedor o en la mesita de noche–, pero cuyas consecuencias, digamos sociales, no parecían del todo incómodas, a veces incluso bastante amenas. No todos los enfermos, sin embargo, participaban de aquellas tertulias: algunos estaban demasiado febriles como para ponerse la bata y sentarse en una butaca del salón, y, como muy a menudo los visitantes eran tantos que resultaba imposible reunirlos en su habitación, nuestro principal protagonista se quedaba en la cama olvidado por todos. Esta circunstancia me permitía aventurarme por los pasillos, a hurtadillas, para observar al convaleciente desde la puerta, para espiar su soledad. Y tal vez ésta fuera la soledad más terrible de cuantas podía imaginar entonces. Al regresar a nuestra casa le preguntaba a mi madre por aquello y ella me respondía que era lo mejor para el enfermo, que en verdad aquel día no necesitaba ver a nadie, así que yo no entendía a qué habíamos ido tanta gente a verlo.

Mi padre era un hombre solitario y no podía esperarse de él que nos acompañara con frecuencia en aquellas visitas; era, además, como supe después, hipocondriaco. Veo poco a mi hermana, cinco años mayor que yo, en aquellos recuerdos: seguramente dejó de venir un día, cuando empezó a ser rebelde, a ir a la suya, con aquella sorprendente precocidad para todo que tanto perturbaba a mis padres. (Sin embargo, bien que recuerdo la ocasión en que ambos nos comimos todo el chocolate que había en la despensa de una de aquellas casas visitadas y de la reprimenda posterior.) Las principales aficiones de mi padre eran las de un hombre también reservado y tímido: la lectura, el ajedrez, los largos paseos. No podía esperarse tampoco que nos acompañara a aquellos espectáculos que tanto divertían a mi madre: el fútbol, los toros, el circo, las carreras de trotones, las procesiones. Le gustaba, sin embargo, o eso me parecía a mí, que, al regresar a casa, le contáramos todo lo que habíamos visto. Mi madre me llevaba a aquellos espectáculos públicos no sólo por complacerme: allí se lo pasaba mejor que yo. De hecho, yo dejé de ir a todos cuando me hice mayor, y ella continuó asistiendo durante algunos años más, hasta que su equipo de fútbol desapareció –por impago de las deudas–, la plaza de toros se cerró definitivamente –no había, al parecer, suficiente afición taurina en la isla–, el hipódromo se convirtió en discoteca y los circos que de tanto en cuanto nos visitaban eran cada vez más tristes y estaban llenos de pulgas. Todavía le quedaban las procesiones y otras celebraciones nuevas que fue descubriendo y a las que se aficionó con facilidad. Creo que yo heredé de mis padres sus respectivas tendencias, en verdad incompatibles, por lo que siempre me he sentido atraído tanto por la intensa vida social como por la soledad más profunda, aunque esto sólo ha significado para mí una inquietante y agotadora disyuntiva: que, cuando permanezco en una, deseo estar en la otra. (Un camino intermedio y satisfactorio tampoco he sabido encontrarlo nunca.) Los niños piensan poco o nada en cómo será su vida de adulto, qué herencias determinarán su carácter, si se parecerán más a su padre o a su madre, y, sin embargo, no tardan en empezar a decir qué profesión preferirán a otras: ven claramente que esa vida de adulto en la que no piensan llegará de todas formas. Dispuse de alternativas, pero nunca quise ser torero ni futbolista ni domador de leones: al parecer, todos aquellos enfermos que visitábamos en sus casas despertaron en mí la vocación de médico.

2

No existen enfermedades, sino enfermos. Muchas veces he oído este conocido adagio y quizá lo oyera por primera vez en alguna de aquellas tertulias en las que se hablaba, según recuerdo, de muchos asuntos diferentes, pero, sobre todo, con mayor énfasis y participación, de enfermedades y de enfermos. Y allí también fui consciente por primera vez de hasta qué punto la enfermedad nos acompaña siempre –expresión que, sin duda, pude oír, con extrañeza o pasmo, en boca de alguno de aquellos contertulios–, cómo todas las enfermedades, las que hemos tenido y las que llegaremos a tener, no solamente son inevitables obstáculos que deben ser superados, sino también, muchas veces, alteraciones necesarias de nuestro organismo que nos permiten seguir viviendo. Para aquel niño que oía más que escuchaba, mientras leía su tebeo o jugaba con sus coches sobre la alfombra del salón o en el pasillo, todas aquellas palabras cazadas al vuelo –como suele decirse– fueron organizándose con algún significado más o menos comprensible en sus primeras enfermedades propias, en aquel largo sarampión, por ejemplo, que pasó casi completamente a oscuras –como era la costumbre entonces con aquella infección– y aburrido, o en aquellas paperas que compartió con la hermana y con los tres niños que vivían en el piso de enfrente. ¿Acaso no se crecía cada vez que se enfermaba? Dijera lo que dijera aquel adagio antiguo, las enfermedades sí existían, y todos los allí reunidos llevaban bien su cuenta, con sus nombres y sus procesos sufrientes, cada cual enumeraba las suyas, que tal vez consolaran al enfermo de turno, en una competición que parecía no tener fin y que otorgaba prestigio a aquel que más y peores podía describir, mientras las galletas y el moscatel iban desapareciendo de la mesa. Fui conociendo de aquel modo el nombre de las muchas dolencias que, al parecer, según iba entendiendo, me esperaban a lo largo de la vida: desde la bronquitis crónica hasta el reumatismo, desde la migraña hasta la flebitis o la ciática. Me aprendí el nombre de aquellas y otras muchas enfermedades con la misma naturalidad con la que también memorizaba los nombres de los futbolistas o de los toreros, aunque de ellas no podía reconocer aún ni su rostro ni sus habilidades.

Ya por entonces, algunas de las más temibles enfermedades habían desaparecido, pero, como entre aquellos visitantes había no pocos ancianos, no faltaban quienes podían añadir a su lista prodigiosa la viruela, el paludismo o el tifus. A mí, lo que de verdad me asombraba era el hecho de que hubiera dolencias que se hubieran extinguido, pues esto significaba la posibilidad de que algún día ya no hubiera ninguna. ¿Cómo iban a crecer entonces los niños? Ya encontrarían la manera. También se terminarían aquellas visitas, por supuesto. Podía imaginar un mundo sin enfermos y sin enfermedades, aunque entonces me preguntaba de qué se moriría la gente. Mi respuesta siempre era la misma: de viejos. A no ser que te atropellara un coche o te ahogaras en la playa: dos calamidades que, sólo si eras muy descuidado o tenías mala suerte, podían ocurrirte. Aquellos otros nombres de enfermedades que, según se decía, ya no iban a volver nunca más, poseían un halo mágico para mí, ya no me afectarían, nada tendrían que ver conmigo, mientras observaba con curiosidad a los ancianos que decían haber padecido alguna de ellas, imaginaba su sufrimiento pasado. El paludismo: una enfermedad que transmitían los mosquitos. ¿Hablaban en serio o estaban bromeando? No siempre conseguía distinguir el tono de las conversaciones, pues se pasaba del gesto circunspecto o apesadumbrado a la risa franca y compartida con una rapidez extraordinaria. La viruela: de ella sólo se hablaba cuando no estaban presentes quienes la habían sufrido, pues las huellas de aquel terrible virus en el rostro no se llevaban con orgullo. El tifus: todo cuanto se decía acerca de esta enfermedad sólo podía escucharlo con espanto y aquellos que decían haberla padecido la recordaban con voz temblorosa, como supervivientes de una tragedia inconcebible. Cuando volvíamos a casa, mi madre siempre procuraba atenuar todo lo que se había dicho y yo había podido oír: Los viejos siempre exageran un poco.

Puede que exageraran, sí, pero, efectivamente, sólo un poco, y si aquellas antiguas enfermedades ya no existían entre nosotros, se debía, sobre todo, según se decía también en aquellas reuniones alegres, a que la isla había dejado de ser pobre y el progreso –y aquí en realidad decían el turismo, que era la única forma de progreso que habían conocido– había llegado por fin a nuestras calles, a nuestros bares, a nuestras carnicerías y pescaderías, a nuestro mercado de verduras y, finalmente, también a nuestras casas, como si todos aquellos lugares hubieran estado infestados de virus, mosquitos y bacterias horripilantes durante decenios y sólo se hubiera empezado a limpiar la porquería con la llegada de los turistas. Todos estaban de acuerdo con esta conclusión y no sentían ninguna nostalgia por los tiempos pasados, a los que en verdad pertenecían, de corazón y por costumbre. Se alegraban sobre todo por sus hijos y por sus nietos, que ya estaban buscándose la vida de cualquier manera, con mejor o peor suerte, en aquellos nuevos tiempos que prometían tanta felicidad, aunque el escepticismo dominaba todos sus pensamientos, pues su experiencia propia les decía que en una isla no se estaba para prosperar, sino para sobrevivir. Ellos eran, sin darse cuenta, o tal vez sí, las últimas y más raras bacterias que quedaban por desaparecer de aquella civilización antigua.