Había una vez un concurso

C:\Users\melorenzini\Desktop\Manuscritos en Proceso Forja\MNUSCRITOS EN PROCESO\IGNACIO SERRANO\1 Imagen Cada día tiene su historia.jpg

El cartel que leyó Aníbal Andrade esa tarde lo había llenado de una emoción que no sentía desde la última Navidad. Era una mezcla de alegría y de ansiedad. En el colegio se anunciaba un concurso de cuentos abierto a todos los estudiantes. Solo se exigía que fuese una narración original, hecha por un niño o un joven menor de 18 años, que la obra tuviese más de 14 páginas en Word tamaño carta, y que fuese escrita en letra tamaño 12, fuente Tahoma o Arial. El afiche decía, también, que el cuento ganador postularía para ser publicado por una editorial importante, dedicada precisamente a literatura infantil y juvenil. Aníbal, con el corazón sobresaltado y la cabeza a mil por hora, sentía que esta era la oportunidad de su vida para convertirse en lo que siempre había querido ser: un escritor famoso. Una especie de J.K. Rowling versión adolescente.

Estimulado por el aviso, Aníbal imaginaba su cuento instalado en todas las grandes tiendas y principales librerías del país, y leído por miles de alumnos en todos los colegios de Chile. Si hasta fantaseaba con la idea de que su profesora de Lenguaje y Comunicación lo solicitaría en el plan lector, y sus compañeros tendrían que responder largas pruebas sobre cada capítulo y cada personaje. En ese sueño, él era el único que no estaba obligado a estudiar su propio libro.

Pero había un problema: Aníbal no había reparado en la última línea del afiche. El concurso hablaba de plazos y de fecha límite para entregar el manuscrito: lunes de la semana siguiente. La alegría se empezaba a volver desánimo, y la excitación, pena y rabia.

–¡Cómo nadie me hablo de esto! –reclamó al cielo el frustrado escritor.

La oportunidad de su vida se esfumaba por una cuestión de tiempo. Tal vez el próximo concurso sería en varios años más, cuando ya no fuese joven y el colegio para él hubiese terminado. La puerta del éxito –sentía el pequeño Aníbal con dolor e impotencia– se cerraba de golpe frente a sus narices.

–14 páginas, 7 días, 2 páginas por día –murmuró el Tolo con su vista fija también en el cartel.

Esas palabras detuvieron en seco las preocupaciones de Aníbal. Tolosa o el Tolo no era un hombre de letras, pero era una calculadora humana. Sin querer, su compañero genio le estaba diciendo que no todo estaba perdido. Era cosa de escribir 2 páginas por día y el cuento estaría terminado. Aunque eso suponía trabajar duro y dedicarse a escribir también el domingo, día que normalmente los Andrade reservaban para actividades familiares. La posibilidad de participar en un concurso ameritaba esmerarse hasta el último día de la semana…

Por lo demás, la tarea requería harto esfuerzo, pero tampoco era imposible. Había visto a su padre publicar un libro para sus alumnos de la universidad y a su madre redactar cartas al diario, así que escribir no era una empresa extraña en su familia. Había una cuestión genética que ayudaba. Además, el pequeño Andrade siempre había sentido que él podía ser mucho mejor escritor que varios de los autores que había leído en el colegio. Es cierto que se había topado con obras muy interesantes, pero había también muchas otras que no tenían ningún “brillo”. Le gustaba calificar los libros: ninguno se había sacado nota 7, tres o cuatro habían obtenido un 6.0, varios 3.9, y hasta había usado el 1.5 para un par de bodrios con poca aventura y muy malas ilustraciones.

Mientras pensaba en esto, llegó su madre a buscarlo.

–Mamá, no sabes la gran noticia –exclamó un Aníbal exaltado.

–¿Un 7 en matemáticas? –dijo la mamá con tono de pregunta.

–Mejor aún.

–Te eximiste para siempre de matemáticas –insistió la señora Andrade con algo de sarcasmo.

–No, mamá, nada de eso. Pasa que en el colegio se va a hacer un concurso de cuentos. En realidad no en el colegio, pero eso no importa. Lo promociona una editorial importante, y está especialmente dirigido a jóvenes promesas. ¡Y yo lo voy a ganar!

–Pero debes saber –dijo la madre– que escribir no es una labor sencilla, se requiere…

–Lo sé, mamá –la interrumpió Aníbal–. Por eso vamos al auto, apaga la radio y cierra las ventanas, que necesito pensar la historia. Y que nadie me hable…

El novel escritor había empezado a trabajar.