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Contenido

de mi propio testimonio

del testimonio de vicente ruiz búfalo

del testimonio de teresa campos

del testimonio de doña julia muñoz

del testimonio de josé álvarez juncal

uno

dos

tres

cuatro

cinco

seis

siete

ocho

nueve

diez

once

final

pasodoble

1 Así lo he comprobado en el libro Apuntes del dialecto caló o gitano puro, de Barsaly Dávila y Blas Pérez. [La presente nota y todas las que siguen al pie se corresponden con apreciaciones del narrador, el padre Domingo Camprecios. (N. del E.)].

2 La librería Ibérica, en la ciudad de Málaga, fue propiedad de Salvador González Anaya (1879-1955), novelista, académico de la Lengua y alcalde de Málaga en 1916-1918.

3 Así dicen en Canarias a los higos chumbos.

4 He tenido ocasión de admirar la caja de Vicente Ruiz Marín y puedo asegurar que se queda corto en sus alabanzas.

5 Aunque, según afirma la propia María Teresa Campos, jamás acudió a una corrida de toros, sabe usar términos taurinos e incluso tecnicismos, sin duda alguna por su prolongado trato con José Álvarez Juncal.

6 Hago notar el curioso erotismo del que algunos cronistas manchegos —y bilbaínos— hacían gala en los años cincuenta.

7 No me ha sido difícil averiguar que el verbo entender, en ciertos casos, significa una clara alusión a la homosexualidad.

8 Don José Castillo, uno de los más grandes cocineros vascos que han existido, autor de libros fundamentales en gastronomía, como Recetas de caseríos guipuzcoanos y Recetas de cocina de abuelas vascas.

9 María Teresa Campos se refiere al tifus exantemático, uno de los azotes de la posguerra española. Era aquella una enfermedad infecciosa aguda originada por el microorganismo Rickettsia prowazekii y transmitida por la pulga de las ratas y por los piojos. Es cierto que se preveía rudimentariamente con saquitos de alcanfor (Cinnamomum camphora).

10 María Teresa Campos cursó segunda enseñanza en el colegio de la Asunción de San Sebastián, con buenas notas. Sin embargo, sus redacciones no son tan correctas como fuera de desear (sobre todo por la casi total ausencia de comas). Yo he respetado su forma y guardo todas sus voluntarias referencias a José Álvarez para utilizarlas en su momento.

11 Jamás tuve vocación ni ánimo de censor y por supuesto no pienso tocar una coma del relato de doña Julia Muñoz, a la que respondo por alusiones: yo no me «colé» en casa de su padre, sino que fui a investigar en su biblioteca el origen de ciertas tradiciones cordobesas para una conferencia que entonces preparaba.

12 No dejo de preguntarme cómo doña Julia ha llegado a saber que soy poeta lírico.

13 Es bien curioso cómo ni Teresa Campos ni doña Julia Muñoz, sin duda las dos mujeres más importantes en la vida del torero, fueron aficionadas a los toros.

14 Ricardo García K-Hito fue dibujante y periodista y en su adolescencia intentó probar fortuna en los ruedos. Dirigió el semanario Dígame, de gran prestigio en el mundo del espectáculo y sobre todo en el taurino, durante largos años. Escribió, entre otras obras, De la ceca a la meca, Yo, García y Manolete ya se ha muerto, a quien calificó de «Monstruo», para mayor gloria del torero cordobés. ¡Dios le bendiga!

15 Escritor sevillano, autor de Los dos solos, La tauromaquia de Miguel Báez, Los genios de cerca, La tauromaquia de Juan Belmonte y sobre todo El toreo, entre otros.

16 Así comienza el primer cuaderno de las incompletas memorias de José Álvarez Juncal, que su gran amigo don Vicente Ruiz me ha pasado amablemente. He querido reproducir este prólogo por dar una muestra de las inquietudes literarias de Juncal, que si bien no era un estudioso tampoco fue hombre indocto en manera alguna y bien a las claras está la prueba, en cuanto a citas y conocimientos se refiere. Me reservo el resto de sus impresiones, para incorporarlas al texto definitivo de este homenaje.

17 Escritor, político —fue ministro de Alfonso XIII más de una vez— y académico de la Historia, nacido en Granada. Es autor de Toreros románticos y Semblanzas taurinas, entre otros libros, y de cientos de artículos publicados sobre este tema.

18 La novela a la que se refiere Teresa Campos —La bestia debe morir— es original del poeta inglés Cecil Day-Lewis, que escribía relatos policíacos bajo el pseudónimo de Nicholas Blake. La cita es de Eclesiastés, 3, 19, y dice: «La bestia debe morir, el hombre muere también; sí, ambos deben morir».

19 José María de Cossío, escritor nacido en Santander y académico de la Lengua, es creador de la enciclopedia taurina conocida popularmente por el nombre de Cossío.

20 Me había propuesto no hacer el menor comentario o acotación sobre las opiniones personales que exponen aquellos que intervienen en el tema que nos ocupa, pero la alusión directa de doña Julia ­Muñoz me obliga a cambiar de conducta. Nadie consideró nunca que los ropajes sacerdotales fueran ridículos y en absoluto que tuvieran que ver con los vestidos de torear, que más bien señalan formas masculinas que las ocultan. Y eso, dada su condición femenina y sus dotes de observación,
bien lo sabe doña Julia Muñoz.

21 Solo el estado de ánimo —sin duda excitado y herido— de doña Julia Muñoz puede hacerle meter en el mismo tarro a curas y maricones y preferir queridas a sacerdotes en torno al torero. Subrayo esta opinión y la desmiento, más por voluntad de justicia que por espíritu de censor.

22 Cesare Lombroso (1836-1909). Criminólogo italiano nacido en Verona y formado en Turín, París y Viena. Afirmaba Lombroso, desdeñando factores económicos o sociológicos, que la insania moral del criminal obedece siempre a una anomalía física o estado patológico: vamos, que el criminal nace y no se hace. Creo que doña Julia Muñoz no sabe una palabra de Lombroso y que aquí habla de oídas o de la superficial lectura de algún libro en la biblioteca de su padre.

23 Tan duro sustantivo, que a mí no me halaga en absoluto, debe querer decir en este caso autoridad moral para llamar a las cosas por su nombre.

24 La frase «Ya me preocuparé mañana» —y condenso su sentido— la pronuncia Escarlata O’Hara, que interpretaba Vivien Leigh, en Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939).

25 He reproducido exactamente estos párrafos tal como me los mandó, sin el menor rebozo, la señora Teresa Campos. Recuerdo al efecto los volúmenes de la Biblioteca Clásica (Madrid, 1913), donde los párrafos subidos de tono se incluían en su idioma original, solo para doctos. Véase, como ejemplo, tomo I de las comedias de Aristófanes.

26 La Orden siempre ha sido liberal, y mis superiores me han enseñado a admirar el desgarro y la sinceridad de los hombres y, en este caso, de las mujeres. Lo que dice, más bien lo que clama Teresa Campos, me recuerda una canción de amor de un poeta árabe maldito: Kitab al-Bakr Umram, llamado por los cristianos «Insignia del Deseo». Yo no sé —a estas alturas y con permiso del santo padre— si existe el infierno, pero por el eterno descanso de mi amigo José Álvarez Juncal, quiero que no lo haya.

27 Debo señalar que, efectivamente, la actitud de José Álvarez Juncal me pareció insólita o sorprendente, en aquel momento, y que, conociéndole como le conocía, aunque en el tiempo le hubiera olvidado, su actitud y su forma de comportarse conmigo me parecieron sospechosas. Los años, la experiencia e incluso, ¿por qué no decirlo?, los hábitos de la Orden a la que pertenezco me han enseñado a desconfiar del prójimo.

28 La estructura de Gonzalo de Córdoba, llamado el Gran Capitán, es obra de Mateo Inurria. El cuerpo es de bronce y la cabeza, de mármol. Se asegura que el escultor se inspiró en la mascarilla del famoso diestro cordobés Rafael Molina Lagartijo.

29 He meditado largo tiempo sobre la forma en que debería seguir este relato y he llegado a la conclusión de que, cuando los acontecimientos me afecten de manera directa, no tengo por qué ocultar o disfrazar mi pensamiento. Si Vicente Ruiz, doña Julia Muñoz o Teresa Campos hablan en primera persona, yo también puedo hacerlo. Espero que esta decisión, o, sobre todo, esta pequeña vanidad o egoísmo, no desordene el relato de las andanzas de José Álvarez Juncal.

30 Nunca supo Juncal que aquel pacto lo llamara yo «De las Ermitas» y desde luego jamás sospechó que quien esto escribe llegara a alcanzar tal conocimiento de su paso por el mundo. Sirva de ejemplo la carta que publico al principio del siguiente capítulo, autorizado por la remitente.

31 Soy un hombre metódico e incluso maniático del orden establecido, pero creo que debo transgredir ahora esta norma y hacer los oportunos comentarios de la carta de la señora M. B., a la que siempre llamaré Elsa Wunderly, sin comillas. La señora Wunderly me envió esta carta escrita en alemán a pesar de conocer —como ella misma afirma— perfectamente nuestra lengua. Y le respondí en latín. En una segunda carta suya, ya redactada en español, M. B. se disculpó de lo que ella consideraba una incorrección y yo, una muestra de inocente superioridad.

32 Mi pretensión no era otra que reunir el mayor número de datos sobre las andanzas de Juncal, incluso en sus incursiones sentimentales, y se lo dije de la forma más delicada que pude. Con toda la razón rechazó mi oferta, aunque se equivoca: puedo reconstruir, con mínimos errores, la relación Elsa Wunderly-José Álvarez Juncal.

33 Estoy seguro de que intentaba escandalizarme, pero afirmo que no lo consiguió, y entiendo, aunque mi venerado maestro Julián Pereda jamás lo hubiera comprendido, que una mujer puede ser feliz en su matrimonio y cometer una o dos infidelidades. Lo que no entiendo, ni entenderé nunca, es la relación Elsa Wunderly-José Álvarez Juncal. Pero tampoco entiendo a las mujeres.

34 El muy sinvergüenza.

35 La real M. B., como es lógico, se registró con su nombre y dirección en el hotel. Para mí fue muy sencillo averiguarlo.

36 Conozco la relación señora M. B.-José Álvarez por el relato que de ella me hizo Vicente Ruiz Búfalo, que obtuvo aquellas confidencias del desaparecido maestro: podando lo que pueda haber de fantasía en el relato de Juncal, quedan unos hechos que pueden ser muy parecidos a la realidad.

37 «Los amantes», de R. M. Rilke, correspondiente a su colección de poemas dispersos y póstumos de los años 1906 a 1926.

38 Algo ha entregado mi ardiente vida / en manos de alguien que no sabe / lo que yo era hasta ayer.

39 Pasado el tiempo, sigo sin entender por qué Juncal abandonó a su familia precisamente en su decadencia. Solo cabe una explicación: a pesar de sus muchos defectos, o tal vez por ellos, Juncal nunca fue previsor y siempre, independiente.

40 Tal vez la revista taurina más prestigiosa de cuantas han existido. Vio la luz en 1882 gracias a la iniciativa de don Julián Palacios. En sus páginas hay muestras del talento de escritores como Sánchez de Neira, Mariano de Cavia, Peña y Goñi, Ramos Carrión y Ricardo de la Vega, y, sobre del dibujante Daniel Perca.

41 En eso tiene razón la ilustre dama: no podía negarme en absoluto.

42 No sabía entonces doña Julia Muñoz que yo, gustosísimamente, me hacía cargo de la misión, especialmente por probar el temple de mi amigo José Álvarez.

43 Juncal, de oídas seguramente, cita la curiosa situación de Juan Belmonte frente al miedo y repite lo que ya contó Manuel Chaves Nogales en su extraordinario libro Juan Belmonte, matador de toros.

44 Famosa actriz y cantante de tangos nacida en Rosario, República Argentina, en 1908.

45 Siempre son curiosas las contradicciones de las mujeres, pero en este caso, y que me perdone doña Julia Muñoz, resulta casi cínica. Yo me pregunto: ¿cómo puede extrañarse de que su hijo sintiera cierto apego «por aquel hombre» cuando ella misma se casó con Juncal?

46 No solo hay buitres y piratas en el planeta de los toros, como decía mi buen amigo Antonio Díaz-Cavañate: hay también gente buena y generosa y así quiero hacerlo constar frente a la opinión de doña Julia.

47 En este momento del relato Manuel Álvarez no era solo una «inversión», sino un negocio. Es cierto que formar a un torero cuesta muchos millones, que solo algunos pocos tienen padrinos y que la mayoría se queda en la cuneta por falta de ayuda y de oportunidades, pero también es cierto que muchos novilleros han sido filones para sus empresarios y ahí están los ejemplos de Aparicio y Litri, Pedrés y Jumillano y en la actualidad Camino, el nuevo Litri y el Niño de la Taurina.

48 Mártires cristianas patronas de Sevilla. Hijas de un alfarero, se dice que destruyeron la imagen de Venus y que por tal hecho fueron acusadas de sacrílegas por el gobernador romano y condenadas a muerte. El cuadro de Murillo que las representa es conocido por el nombre de Las cacharreras.

49 No dejan de sorprenderme los conocimientos religiosos de Vicente Ruiz.

50 La coquetería de las mujeres es siempre enternecedora: por aquella fecha doña Teresa Campos pasaba de sobra los cincuenta años.

51 Pierre Joseph Proudhon (1809-1865). Socialista francés nacido en Besanzón, que se dio a conocer por su famoso tratado Qu’est-ce que la propriété? Se le considera el padre del anarquismo moderno.

52 María Salomé la Reverte alborotó el mundo taurino en 1900 y se mantuvo en primera línea hasta que se descubrió que, en realidad, era un hombre: Agustín Rodríguez. Quiso continuar su carrera en los ruedos pero no tenía la menor condición para la lidia. Acabó sus días de guarda de una finca de Jaén.

53 El 6 de julio de 1944 toreó Manolete en Madrid la corrida de la Prensa con Luis Gómez el Estudiante y Juanito Belmonte. El sexto toro, de Alipio Pérez Tabernero, fue desechado y en su lugar se lidió Ratón, del portugués Pinto Barreiro. Con aquel toro hizo Manuel Rodríguez un monumento al arte taurino y puedo afirmarlo porque yo lo vi.

54 Búfalo se refiere a sir Henry Morton Stanley, nombre adoptivo de John Rowlands (1841-1904), y a su famoso encuentro (1871) con David Livingstone en Ujiji (Tanganica).

55 La plaza de toros de San Sebastián se inauguró en 1876 y fue derruida al término de la Semana Grande de 1973. El último festejo consistió en un festival en el que actuaron Julio Aparicio, Miguel Báez Litri, Antonio Ordóñez e Ireneo Baz el Charro, un oscuro matador de toros —en aquel año aún era novillero—, nacido en La Encina (Salamanca) y criado en Guipúzcoa: él tuvo el honor de matar la última res en El Chofre, que así decían a la plaza de toros de San Sebastián.

56 Se dice que tan extraño brindis lo pronunció en Francia, dirigido al presidente de la República, Rafael Molina Lagartijo. Otros atribuyen el hecho a Rafael Guerra Guerrita.

57 El Hotel du Palais, de Biarritz, fue antes Villa Eugénie. Napoleón III, en 1855, hizo construir la lujosa residencia para Eugenia de Montijo, convertida ya en emperatriz de los franceses. Dos incendios han marcado con sendas cicatrices lo que ahora es el hotel más lujoso de la Costa Vasca francesa.

58 Ruiz Marín tiene una idea un poco confusa del anarquismo, porque, aunque sus orígenes puedan encontrarse en la Revolución francesa, su nacimiento como programa de acción política data de la escisión producida en el V Congreso de la Primera Internacional (La Haya, 1872).

59 Mijaíl Bakunin (1814-1876). Revolucionario y anarquista ruso nacido en Torjok. Fue oficial de la Guardia Imperial y abandonó el ejército en 1836. Colectivista, ateo y enemigo de todo sometimiento al Estado, basó el anarquismo en su creencia de que el hombre debía ser absolutamente libre. Entre sus obras destacan Catecismo de un revolucionario, Dios y el Estado y Los príncipes de la revolución.

60 Federación Anarquista Internacional, que tuvo un destacado papel en la guerra civil de España (1936-1939) y que se enfrentó directamente al Partido Comunista.

61 Andalucismo, al menos de hecho. El Diccionario de la Real Academia Española dice: «Cría de la merluza, pescadilla». Pero ni los académicos lo tienen claro, ni yo tampoco: personalmente creo que la pescadilla no tiene nada que ver con la merluza.

62 José Álvarez se refiere a Joselito el Gallo, que debutó en Madrid de
novillero, con una corrida de toros de Olea (13 de junio de 1912). El público lo aclamó al grito de «¡Lagartijo, Lagartijo, ha resucitado
Lagartijo!» Tenía José entonces diecisiete años recién cumplidos.

63 Todo anarquista que se precie debe siempre llevar algo negro en el vestido, aunque solo sea un pañuelo.

64 Prolífico escritor belga nacido en Lieja (1903). Su personaje, el comisario Jules Maigret, lo ha dado a conocer en el mundo entero. Además de escribir novelas policiacas ha cultivado el género costumbrista y el teatro.

65 Don Justiniano Matute, en los Anales de la ciudad de Sevilla, la describe así: «El reducto de la puerta principal, que llaman del Príncipe, tiene siete varas de alto, con adorno de orden jónico, y cuatro varas de luz, la que da principio a un cañón de igual capacidad y veinticuatro de largo que conduce al circo». Por esa puerta gloriosa salen a hombros los triunfadores de la Real Maestranza.

66 Melodía del americano Irving Berlin que hizo famosa Fred Astaire en la película Sombrero de copa (1935).

67 Se dice ahora despectivamente de los extranjeros, sobre todo turistas. El vocablo es una degeneración nacida de la mala dicción de los vascos en la guerra carlista: a los soldados liberales los llamaban cristinos y de cristino nace guiristino y luego el apócope guiri para los forasteros no deseados.

68 Por supuesto, conozco el poema, o lo que sea, de mi admirado Rubén Darío, porque nosotros, y le dedico el nosotros a la joven y decimonónica señora Julia Muñoz, lo sabemos todo. Es detestable, y no solo en el fondo, sino en la forma; tan ingenua, ripiosa y primitiva, tan ramplona, como de feria. Los jesuitas, querida y misteriosa Julia, somos mucho peores. Y mucho mejores: y si yo he callado algo, lo seguiré callando sin necesidad de la ayuda de nuestro admirado comisario Maigret.

69 Como decía Juncal: «¡Qué mala leche tienen las mujeres!».

Las irregularidades ortográficas y gramaticales presentes en este libro (apócopes, leísmos, etc.) reflejan la intención del autor de dotar a sus personajes de un habla específica, reflejo, en cada caso, de sus particularidades geográficas, cronológicas y culturales.
Todas las notas al pie son obra del autor y se corresponden con apreciaciones del narrador, el padre Domingo Camprecios.

A Paco Rabal, por su arte,
por su talento y por buen torero,
le brinda este toro
juncal

de mi propio testimonio

Mi nombre es Domingo Camprecios y Baró. Nací en Reus (Tarragona), a las cinco de la tarde del día 25 de agosto de 1925. Fueron mis padres Domingo Camprecios y Turell y Neus Baró y Menat. Mi bisabuelo paterno, Florián Camprecios y Deulofeu, compadre de nuestro glorioso paisano el general don Juan Prim y Prats, al que acompañó en la batalla de Castillejos y a quien veló tras el luctuoso atentado de la calle del Turco en Madrid. Mi abuelo materno, Santiago Baró y Brases —amigo personal de don Luis Mazzantini y Eguía—, me inculcó la afición a la fiesta de toros, tema del que voy a tratar, llevándome a numerosas corridas. Recuerdo con singular agrado la primera de ellas, fue en Barcelona y trabajaban aquella tarde Marcial Lalanda, Vicente Barrera y Antonio García Maravilla. Hice el bachillerato en Tarragona, terminándolo después de nuestra guerra civil y ya por desgracia huérfano de padre. Sentí entonces una irrefrenable vocación religiosa, que mi abuelo Florián comprendió y alentó, aunque no dejara de aconsejarme que lo de cura estaba bien, pero mal pagado y que ­debería apuntar más alto: por ejemplo, a ser licenciado en Derecho. Como las dos opciones eran posibles e incluso aconsejables, acabé recalando en Deusto (antes Vizcaya), donde me hice jesuita y doctor en leyes. Siempre que pude asistí en Bilbao a las corridas generales y de esta forma tuve la suerte de ver los trabajos de casi todos los grandes maestros de aquella época: Domingo Ortega, Pepe y Antonio Bienvenida, Agustín Parra Parrita, Pepín Martín Vázquez y sobre todos, sin desmerecer a ninguno, Manuel Rodríguez y Sánchez Manolete, que dejó honda huella en mi aún fresco paladar de aficionado. En 1949 —contaba yo a la sazón veinticuatro años— tuve el gusto de conocer a José Álvarez Juncal, que toreó en Bilbao con Luis Sánchez Olivares Diamante Negro y Miguel Ortas, los tres novilleros. El joven jesuita y el no menos joven matador intimaron rápidamente y la amistad que naciera al anochecer de un día de junio de 1949 no se rompió hasta el tristísimo 26 de septiembre del pasado año. Bien es cierto que, por los singulares comportamientos de Juncal, aquella amistad quedó interrumpida durante veinte años o más. Era Juncal entonces un mozo de buena talla y cierta dosis de flamenquería —cosa nada extraña en su oficio— que había nacido en Carmona (Sevilla), de madre murciana y padre cordobés. Pero de José Álvarez hablaré más extensamente en su ocasión, que, como decía mi querido maestro don Pedro Monís y Odriozola, no ha de faltar. Al salir del seminario fui destinado por mis superiores a Córdoba, donde impartí clases, seis años después, en la casa que tiene la Orden en dicha ciudad andaluza. Azares del destino —o de la Providencia— hicieron que lo que iba a ser una estancia breve se convirtiera en domicilio habitual. Al cabo del tiempo, me considero más cordobés que catalán, aunque siempre he conservado mi peculiar acento y el amor a la dulce tierra que me vio nacer. En la ciudad de los califas, para mí la más hermosa de España, acrecenté mi afición a la fiesta brava, debido en parte a mi amistad con José Álvarez Juncal, a quien veía frecuentemente. Llegué a ser socio de número de la Peña Manolete y con el tiempo —corría el año 1984— alcancé una de sus vicepresidencias. Por cierto, que aquel hecho no fue del agrado de nuestro superior, el reverendo padre don Federico Iriarte y Urruticoechea, S. J., más aficionado a la gastronomía vasca y a la cría de aves rapaces que al arte que diera fama al señor Pedro Romero.

Permítaseme ahora una breve digresión.

En Deusto impartía clases de Derecho Penal mi sabio maestro y luego respetado amigo el reverendo padre don Julián Pereda, S. J. Era este don Julián hombre docto y profundo aficionado al hecho taurino, que llegó a preocuparle hondamente por razones de moral y ética. Autor de un librito, corto en páginas y grande en saber, Los toros ante la Iglesia y la Moral, libro que conservo autografiado por él y que guardo como uno de mis más preciosos tesoros. Del sagaz texto extraje las razones que opuse, en larga conversación, a mi superior tras mi nombramiento como vicepresidente de la Peña ­Manolete. Los tiempos eran otros, ya no reinaba en España S. M. don Felipe II y no ocupaba la silla de san Pedro el santo Pío V. El buen padre hubo de rendirse a mis razones con la condición de que le convidara a comer en El Caballo Rojo, afamado restaurante cordobés que regenta mi amigo Pepe García Marín, un gran artista según la autorizada opinión del padre Iriarte.

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Hora es ya de que confiese mis intenciones. Me propongo escribir un libro en homenaje a mi admirado José ­Álvarez Juncal, y por extensión a todos los hombres que se visten de luces en España, Francia, Portugal y América hispana. Más que un libro original es la reunión de los testimonios de los allegados al fino torero sevillano. La idea surgió de Vicente Ruiz y Marín, llamado Búfalo y de oficio limpiabotas. Este artesano, gran amigo de Juncal, a quien veneraba, redactó por consejo mío gran parte de sus vivencias pasadas junto al diestro. Yo las conservo tanto en estilo como, a veces, en su curiosa ortografía. A ellas añadí fragmentos de las memorias que el mismo José Álvarez escribiera. Memorias —justo es reconocerlo— incompletas y confusas que he ido sumando a lo largo del texto. Con aquellas dos fuentes en mi poder tuve la ocurrencia de pedirle su particular aportación a doña Julia Muñoz y Valbuena, de ilustre familia cordobesa y esposa que fuera de don José Álvarez Juncal. Doña Julia —reticente y reservada al principio— accedió al fin a mi demanda. Este hecho, impensable en otras circunstancias, se debió sin duda alguna a los acontecimientos que cerraron la vida del matador. Por último, una rara casualidad completó el rompecabezas que mi inconsciencia había desafiado. Impartía yo una charla sobre el escritor Blasco Ibáñez y el problema del duelo en el siglo xix, en la ciudad de Sevilla. Tras la charla fui a cenar a un modesto restaurante llamado La Buena Mesa, cuya propietaria, a quien por supuesto conocía de nombre, es doña María Teresa Campos y González, amante que fue de don José Álvarez Juncal durante largos años y, por lo que luego se verá, detonador del final de la historia que nos ocupa. A los postres, doña María Teresa se acercó a mí y con cierto rubor me pidió permiso para sentarse. Yo se lo concedí y ella entonces me invitó a un agradable licor de pera. Tras alabarle las excelencias del conejo con caracoles que acababa de degustar, entramos en materia. Doña María Teresa —que también me conocía a mí por referencias— tenía necesidad de hablar de Pepe, como ella le llamaba, a quien quiso mucho en vida. Un ligero rubor teñía sus mejillas. Yo la tranquilicé. San Agustín dijo: «Amad, haced lo que os parezca», y aquella mujer había amado a mi amigo. Sus ojos se nublaron y yo tuve que hacer un esfuerzo para no acompañarla. Me confesó algo que a ella le parecía insólito: la mañana del sábado anterior entró a pasear en el barrio de Santa Cruz y sin explicarse la razón se compró un cuaderno y un bolígrafo. Luego —según su testimonio— se sentó en la terraza de un bar en la plaza de los Venerables y allí comenzó a escribir sus menciones con Juncal. La insté a continuar el camino emprendido y le confesé mi intención de reunir los testimonios a los que antes aludí. No le hizo mucha gracia la intervención de doña Julia, a quien calificó de «bruja», pero prometió remitirme unas cuartillas con sus particulares impresiones. Ayer tarde llegaron a mi domicilio de Córdoba con una carta que copio literalmente:

Apreciado padre Camprecios:

Espero que al recibo de la presente se encuentre usted bien de salud. Yo quedo bien a Dios gracias. Yendo a la cuestión que nos ocupa le diré que el encuentro que tuvimos la otra noche para mí resultó muy reconfortante y tranquilizador. Sé cuánto le apreciaba y le respetaba el pobre Pepe. Le mando las cuartillas que le prometí aunque dudo que le sirvan de algo porque a mí nunca se me han dado bien las letras. No tengo muy seguro que esto sirva de algo ni acreciente el recuerdo del pobre Pepe. Yo he escrito con toda sinceridad y por ello le pido perdón ya que algunos pasajes pueden resultar demasiado sinceros. Me reía al escribirlos pero pensaba que los curas de hoy en día no son como los de antes. Bueno, no quiero cansarle más. Si viene por Sevilla, ya sabe dónde me tiene. Le agradeceré que me remita la foto de Pepe que me prometió.

Suya afectísima,

Teresa Campos

Con los materiales reunidos he compuesto este testimonio a la mayor gloria de Juncal. Cada una de las impresiones de los personajes —Búfalo, doña Julia Muñoz, Teresa Campos y yo mismo— están marcadas por un inevitable tono subjetivo. En ocasiones me he permitido reflexionar sobre hechos que no viví personalmente, convirtiéndome en una especie de falso testigo y nunca en escritor de novelas, porque debo dejar claro que no soy fabulador y mucho menos novelista. Desde muy joven tuve afición a las letras, pero mis trabajos literarios no fueron más allá de tres docenas de conferencias, algún texto jurídico, ciento cuatro artículos —cuarenta y siete de tema taurino— publicados en el Diario de ­Córdoba, dos obritas representadas en la Universidad de Deusto y un guión cinematográfico aún inédito. Al término de cada capítulo añado unas notas, que ayudan a clarificar el texto o a aportar datos de utilidad general: confieso que en alguna ocasión he utilizado esas «notas» para desahogarme.

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Por supuesto, no soy el primer eclesiástico que quedó fascinado en nuestra Piel de Toro por el hecho taurino. Cito a mi viejo amigo y maestro don Julián Pereda, S. J.: «¿Hay algo, si prescindimos de la religión, que haya entrado más adentro en el alma española que los toros? Como diversión, lo ha llenado todo, mucho más en los tiempos pasados que ahora [1945], por lo más popular y más aristocrática al mismo tiempo que fue entonces la fiesta: más popular, porque era realmente diversión del pueblo (para pueblo tan hombre diversión tan viril); más aristocrática, porque lo más linajudo de la nobleza española (el mismo Carlos V mató un toro en Valladolid) se entregaba con incoercible entusiasmo a este peligroso deporte, que tan bien templaba los aceros de sus bríos y les adiestraba en el manejo de armas y caballos».

Y claro que, estando el ambiente tan saturado de hazañas taurinas, tan excitado el deseo por nuevas y más audaces fiestas, tan llena de la imaginación de símbolos y referencias y metáforas y comparaciones alusivas a los toros, que tan perfectamente comprendía todo el pueblo, por necesidad la literatura y la poesía habían de tener algo así como su apartado taurino y valerse de su lenguaje para llegar más al alma del pueblo.

Qué se pensaría hoy si un orador sagrado subiera al púlpito, como lo hizo el elegante clásico fray Hernando de Santiago (1597), y en un panegírico de san Bartolomé dijera:

Suele suceder cuando un toro bravo sale a la plaza, rostro y cerviguillo ancho y negro, que con su aspecto, furia y bramidos obliga a que todos se pongan en cobro y que cuando están llenos los tablados y solo el coso, sale un hombre que solo con su capa en la mano le silba y le provoca y le incita: todos le han lástima y le tienen por muerto y, aunque le den voces, de nada se turba, antes severo, entero y reposado, si el toro no le quiere, él se le llega, y cuando le arremete, cerrando los ojos, a dar la cornada, déjale la capa en los cuernos, húrtale el cuerpo y parte a la carrera a un puesto seguro a que echó el ojo primero que comenzase a hacer esto; embravécese el toro con la capa y rómpela, y los que de lejos lo miran piensan que mató al hombre; pero el otro vivo se está riendo y holgando en paz.

Toros hubo bravos, locos, furiosos y crueles en tiempos de los gloriosos apóstoles y mártires antiguos: magencios, dioclecianos, nerones, domicianos espantosos andaban en las plazas de sus imperios; salían mártires a torear con ellos, provocándoles con las capas de sus cuerpos, deseosos por perder la vida de él por ganar la del alma… Así lo vio san Pablo cuando dijo: «Spectaculum facti sumus mundo, angelis et homnibus» («Somos espectáculo a quien con cuidado salen a ver los ángeles en el cielo y los hombres en el mundo»); pero, como diestros toreadores, dejaban las capas de los cuerpos en los cuernos furiosos del tirano y saltaban con las almas a los seguros andamios y barreras del cielo, en que habían puesto los ojos antes de salir a ponerse en esto.

Los que miraban el caso muy de lejos, y no con buenos ojos, cuando veían el furor y justicia con que maltrataban al mártir, pensaban que moría; pero ellos estaban seguros en su gloria y paz. Lenguaje es este de la sabiduría: «Viss sunt oculis insipientium mori, illi autem sunt in pace».

Uno de los que bien torearon con una vaca lasciva y loca, que suele ser peor que los toros, aunque en el viejo testamento fue con su ama; porque le dejó la capa, huyendo el cuerpo, no diese la cornada en el alma. Pero el que es más para ver entre todos los del nuevo y viejo testamento es nuestro santo apóstol san Bartolomé, que, no teniendo capa, por haberla dejado con todo lo demás por Dios, la misma piel suya deja en manos del tirano como en cuernos del toro.

¡Así habló fray Hernando de Santiago, y a buen seguro que le entendió hasta la última viejecita y sacaría materia de santa admiración!

Palabras santas del viejo profesor de Derecho Penal, a las que yo añado un testimonio que tal vez hoy, a ciertos espíritus delicados o timoratos, parezca un tanto irreverente. Es fray Cristóbal de Fonseca, agustino, quien, refiriéndose al prendimiento de Jesucristo en el huerto, afirma:

Y Cristo Nuestro Señor la llamó hora de ellos, hora de sus deseos y hora de su poder; porque allí todos tuvieron manos contra el Señor: judíos, gentiles, sacerdotes. Como cuando llega la hora de lidiar al toro, antes en el campo le temen y no osan llegar a maltratarlo; pero en saliendo de la plaza, unos le silban, otros le tiran garrochas, otros piedras, otros le echan la capa sobre los ojos, otros le jarretan y algunos por gentileza le alancean: así aquel pueblo, que antes no se había atrevido y siempre anduvo temeroso, en llegando la hora, unos le silban, otros le tiran garrochas, como los azotes y espinas; otros le jarretan, poniéndole clavos en sus pies; otros le cubren los ojos con la capa y otro por gala le atravesó con una lanza el costado. Es su hora.

Como decía el padre Pereda, S. J.: «¡Cuántos ejemplos similares podríamos amontonar de predicadores y panegiristas, que en lenguaje taurino exponían las graves verdades de la fe!».

Sin embargo, no todo fue camino de rosas para los clérigos, curas, monjes, capellanes y prelados duchos en tauromaquia. Los venerables Hurtado Tomás, Medina y Mendo, los salmanticenses e incluso fray Antonio de Ciudad Real fueron tratados de bárbaros. Tengamos en cuenta que en aquellos años se habían celebrado fiestas de toros en la plaza de San Pedro de Roma, bajo la paternal mirada de Alejandro VI, Julio II y León X. Pues ni por esas, como solía decir mi tan mentado profesor el padre Julián Pereda, S. J. Fue culpable, si un papa puede ser culpable de algo, san Pío V, que el 1 de noviembre de 1567 lanzó al orbe la bula Salute gregis, refiriéndose a la fiesta taurina como: «Haec cruenta turpiaque daemonum nom humium spectacula» («Estos espectáculos tan torpes y cruentos, más de demonios que de hombres»). Añadía el santo Pío V de gloriosa memoria:

Queden abolidos [se refiere a los espectáculos taurinos] en los pueblos cristianos, prohibimos bajo pena de excomunión, ipso facto incurrenda, a todos los príncipes, cualquiera que sea su dignidad [reinaba en España Felipe II, gran aficionado a los toros], lo mismo eclesiástica que laical, regia o imperial, el que permitan estas fiestas de toros. Si alguno muriera en el coso, quede sin sepultura eclesiástica. También prohibimos a los clérigos, tanto seculares como regulares, bajo pena de excomunión, el que presencien tales espectáculos. Anulamos toda las obligaciones, juramentos y votos de correr toros, hechos en honor de los santos o de determinadas festividades.

La santa bula cayó como una bomba en España y, de haber prosperado la orden de san Pío V, san Fermín (Pamplona), san Pedro y san Pablo (Burgos), san Jaime (Valencia) y san Isidro (Madrid), entre otros muchos venerables, se hubieran quedado sin fiesta en su pueblo. Fue Gregorio XIII, en la bula
Exponi nobis (25 de agosto de 1585), quien, con todos mis respetos a S. S., se encargó de echarle agua al vino, manteniendo la pena de excomunión a solo «monachis et fratribus Mendicantibus, coeterisque ordinis et instituti regularibus» («a los monjes y hermanos mendicantes y a los regulares de cualquier orden o instituto»), añadiendo que seguía la prohibición en cuanto a que no se corrieran los toros en días de fiesta y que mandaba se tomaran toda clase de precauciones para evitar muertes y mutilaciones. Sabios y paternales mandatos que solo dejaban fuera del abono a curas y frailes, aunque ponían en orden las enfermerías de las plazas de toros. Hoy, a pesar de los esfuerzos del cardenal Gasparri (1920), la gente de Iglesia —al menos de hecho— puede ver lidiar reses bravas e incluso en las plazas de toros hay un capellán por si fuera menester, y ya no se prohíbe a los diestros ser enterrados en tierra sagrada: recuérdense los hermosos monumentos funerarios de Manuel García y Cuesta Espartero, José Gómez Ortega Gallito y Manuel Rodríguez Sánchez Manolete, porque como dijo san Pablo: «Spectaculus factibus mundo, angelis et hominibus» («Somos espectáculo a quien con cuidado salen a ver los ángeles en el cielo y los hombres en el mundo»).