El Alfabeto del Silencio

 

Una guía fabulada para despertar

 

 

 

 

El alfabeto del silencio

© de los textos: Raúl Miranda Carús, 2020

© de esta edición: Editorial Tequisté, 2020

Coordinación editorial: M. Fernanda Karageorgiu

Corrección: María Belén Lacentra

Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo

1º edición de este sello: mayo de 2020, Tequisté

 

Ediciones anteriores:

1ª edición: octubre de 2016, autoedición

2ª edición: diciembre de 2017, autoedición

 

Producción editorial: Tequisté

contacto@txtediciones.com.ar

www.tequiste.com

 

ISBN: 978-987-4935-29-8

 

Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

 

Miranda Carús, Raúl

El alfabeto del silencio / Raúl Miranda Carús. - 1a ed . - Pilar : Tequisté. TXT, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-4935-29-8

1. Autoayuda. 2. Espiritualidad. 3. Ensayo Filosófico. I. Título.

CDD 158.1

 

 

 

 

 

 

 

A Jacobo, Diego y Gonzalo

 

 

 

Agradecimientos

Mi sincera gratitud a Belén, Max, Roberto, Mercedes y María por sus valiosísimos comentarios sobre el manuscrito original que tanto me han ayudado a mejorar. También a Amelia y a Fernanda, por sus minuciosos trabajos de revisión.

Por supuesto, a Concha y a mis padres y hermanos por tantas enseñanzas a través de los años.

 

 

Cuando el río recibe al Mar...

Prólogo de Jorge Lomar

 

 

Cuando el río recibe al Mar, el río no sabe exactamente qué está sucediendo en él. Surgen mil remolinos por todas partes. El color del río va perdiendo intensidad, pero mil nuevos colores brotan en cada brillo. La fuerza de la corriente casi ha llegado al punto de extinguirse, como si no hubiera ya que llegar a ninguna parte. Sin embargo, el movimiento permanece en todas partes. Los remolinos van suavizándose según se va haciendo más profunda la disolución de la corriente en la grandeza del horizonte. El agua es más dulce aquí o más salada allá, pareciera que aún las fuerzas de la tierra y la montaña hicieran divisiones. Pero la totalidad va limando dulcemente cada diferencia a medida que el agua se sabe Agua.

Y entonces, una vez pasado el tiempo de las medidas, el agua se sabe viento, montaña, nieve, hierba, aire, fuego, sal, hombre y planeta. La ignorancia es olvidada en la total vivencia del Presente.

El camino ineludible de tu vida desemboca en la expresión del amor. El amor es unidad, totalidad y plenitud que expresarás de maneras únicas, imprevisibles e incontrolables, de formas que aún no eres capaz de pensar, de modos que el mundo desconoce.

Ese mundo que ahora mismo parece estar ahí, fuera de ti, esperando a ver qué haces, se convertirá en un latido de tu corazón, un parpadeo de tu conciencia y ya no esperará ni un segundo más. El mundo entero se unirá a tu expresión de amor y todo será transformado eternamente.

Este mundo, que hoy parece un estorbo para tu despertar o una carrera de obstáculos, será el escenario de tu despertar. Anímate. Es el momento del desaprendizaje. Estamos de buena nueva, hay una totalidad por celebrar. Ya estamos preparados y el tiempo de vivir sin tiempo ha llegado.

Tal vez, sin embargo, aún veas lejanos los momentos para celebrar algo. Es tal la confusión en la mente ante el constante desafío de la personalidad, que el mundo es percibido como un nido de locura, caos y violencia. ¿Qué hay que celebrar ante tal despropósito?

En el mundo de la confusión, sean bienvenidos los caminos amables, las palabras claras y la belleza regalada. En el mundo de lo concreto, serán bien recibidos la abstracción sin distracción, la disolución del enfoque excluyente y el afloramiento de la atención abierta.

El regalo que nos ofrece Raúl es de aquellos que provienen de lo nuevo. No es novedoso, ni una nueva moda. Proviene de lo eternamente nuevo. Es por esto que armoniza con todo lo nuevo que siempre estuvo presente y brillando a través de todo el tiempo de lo viejo, a través de la historia y de cada historia, en cada lugar y en cada encuentro. El regalo de este libro es una invitación a dejar volar la mente entre los aromas del relato para después enfocarla decididamente en lo pleno de tu interior.

Las historias de cada día nos desplazan sutilmente del enfoque interior hasta que, a veces, nos perdemos del todo. Si observas bien, sabrás que en cada instante siempre hubo una lección y un regalo. Así es la vida en el delta del río. Hay mil historias pequeñas y grandes, clasificadas según tu momento, que te tientan a olvidarte de la perfecta corriente que te lleva al Mar. Y entre todas esas historias, de repente una perla, un brillo, un espejo de lo invisible haciéndose observable en tu corazón. Sea bien recibida una historia que nos ayuda a regresar a la verdad entre tanta historia de la misma historia. Sean bien recibidos todos los regalos.

Da la bienvenida en tu corazón a este regalo, El alfabeto del silencio. Una combinación de cuentos inspiradores, artículos de ensayo y guías prácticas de contemplación. Un regalo de quien se deja llevar por la corriente para quien se deja llevar por la corriente. Y entre la corriente, una experiencia, un brillo, una respiración profunda, una sonrisa, una perla. Te has visto de refilón. No lo puedes atrapar. Ya pasó. Un regalo corriente en el tiempo, pero imperecedero en tu corazón. Es de estos regalos de los que está forjado el curso del río.

Este libro es un regalo para tu corazón y para tu mente, para el lugar del abrazo en donde ambos se encuentran. Este libro es un regalo que recibes en el tiempo para concederte el regalo del no tiempo, que es tu reconocimiento de la paz y la verdad presentes en el ahora infinito. Cada capítulo está destinado a frenar la corriente de tu río, no porque no haya sentido para ser un río sino porque, una vez llegado el delta, la corriente se hace suave.

Siente. Déjate llevar. El sabor de la sal impregna ya tu avance. Es el momento de traducir el viejo sistema de pensamiento a lo nuevo. Es el momento de la paz.

Gracias. Vamos juntos siempre.

 

Jorge Lomar

 

 

 

 

 

El pescador de perlas

Prólogo fabulado

 

 

 

Carlos vivía al final de la playa, donde el manto grisáceo de la arena comenzaba a mezclarse con las piedrecitas del camino por el que pasaban cada semana los carros de bueyes a vender su mercancía en el mercado de Puerto Princesa, o para embarcarla allí hacia Manila. Su casa era grande y le gustaba encalarla todos los años para mantenerla bonita. Por dentro estaba prácticamente vacía, a excepción de una cama turca, una sólida mesa de ebanista con seis sillas, un aparador con los cristales opacos lleno de botellas polvorientas y una cocina de carbón algo inclinada. Su afán por mantener blancas las paredes no le dejaba tiempo para calafatear el techo, y algunos inviernos las goteras formaban charcos en el suelo entre la cama, la mesa y la cocina.

En el exterior, a la derecha de la puerta, junto a una contraventana verdosa, había una silla de mimbre. Al otro lado, entre dos de los pilares que sostenían la cubierta del porche, oscilaba una hamaca. Desde allí contemplaba al amanecer o a la hora del crepúsculo cómo las olas batían la cercana orilla o el acantilado al otro extremo de la gran playa levantando un estallido luminoso. Luego miraba mar adentro donde las ondas parecían dormir meciéndose unas contra otras para coger fuerzas antes de estrellarse contra las rocas. Entonces encontraba un parecido que no podía explicar entre el mar, el cielo estrellado y la luna, especialmente cuando esta emergía del horizonte como incubada por las aguas.

Sabía que los demonios habitan en las olas, dentro del debatir continuo de la espuma, mientras que en las profundidades, donde se originan las mareas, existe la calma y todo permanece inmutable. Había rechazado la pesca de altura porque la red se tira desde la superficie. Tampoco le atraía la caña apostada en la cala, ni quería ser un mariscador cuya faena transcurre cerca de la orilla. Se había hecho pescador de perlas para bucear cerca de la serena fuente del océano, complaciéndose en adentrarse cada día donde se percibe cómo el oleaje de la superficie es una porción mínima del mar.

Su trabajo le satisfizo durante muchos años. Su cuerpo maduró nervudo, sinuoso, bruñido y al mismo tiempo arrugado por el agua. Su pasión le hacía soltar la barca todas las mañanas, remar largamente, alcanzar las lejanas barreras de coral y sumergirse con la redecilla atada a una muñeca y una daga a la cintura para pasar gran parte del día buscando tesoros. Durante mucho tiempo disfrutó de cada inmersión y del hallazgo de cada dura esfera arrebujada entre la carne viscosa de las ostras.

Sin embargo, a medida que las arrugas de su piel comenzaron a acentuarse, empezó a sentir una necesidad nueva. Cuando se sentaba en la silla o se tumbaba en la hamaca del porche advertía una incompletitud, una carencia, un vacío royente. Sintió que le quedaba algo por hacer, una labor vital, un querer olvidado cuya ejecución era importante para encontrar sentido definitivo a su tarea. La idea surgió como los bancos de peces grisáceos suspendidos sobre la media mar en los atardeceres de otoño.

Un día bajo el cielo despejado, cuando almorzaba pescado seco en el vaivén del esquife con el sombrero pajizo calado, comprendió que debía hallar un tipo diferente de perla. No supo cómo había de ser, solo que debía ser diferente, con otro brillo, con otro nácar, de otro tamaño o dotada de una forma nueva: una perla única. Desde entonces, cada inmersión en las capas frías de la corriente se transformó en una búsqueda sin sentido. A medida que su deseo aumentaba, la satisfacción cuando desentrañaba una cuenta convencional del fondo de su concha se reducía. Eso le hizo trabajar más. Empezó a levantarse antes del amanecer, a desayunar someramente ya algo encorvado sobre la robusta mesa y a partir con su barca en el momento en el cual el brochazo ígneo del sol comenzaba a batir la superficie de las aguas. Trabajaba toda la mañana, sesteaba después de comer y continuaba cuando el sol abandonaba el mediodía hasta avanzada la tarde. Luego regresaba expectante con su cosecha remando sobre la superficie espejeante para explorar sentado en la playa las entrañas de cada valva.

Impelido por el cansancio comenzó a dormir más que antes. Se acostaba tan pronto el sol desaparecía por la garganta del mar, y descansaba profundamente hasta despertar espontáneamente justo antes de comenzar el día.

Al cabo de muchos meses de tarea frenética comenzó a oír una voz; era lenta, baja y profunda. Extrañamente le decía que lo que buscaba no se encontraba en el mar y le instaba a detenerse. Al principio no hizo caso por lo extraño de la situación y lo absurdo del mensaje. Sin embargo la voz se hizo incesante, cada vez más clara, más firme y también más atenta. El puro deseo de detenerla le llevó un día a obedecer, a no salir a pescar, a pausar su búsqueda.

Ese día no sucedió nada. Transcurrió tranquilo, nublado, mostrando el mar como una opaca masa de pizarra que reflejaba el color de las nubes. Durante esa jornada dejó de oír la voz y cesó de pensar en la perla única. Al día siguiente tornó a la faena, pero al cabo de una semana volvió a detenerse aconsejado de nuevo por un dictado todavía más cercano. El segundo descanso trajo una gran calma, y los pensamientos sobre su búsqueda se detuvieron por completo una vez más. Poco a poco, el número de jornadas sin salir fue aumentando, hasta llegar a ser más numeroso que el de días de trabajo. En los días varado se permitió levantarse cuando el sol ya se elevaba por el horizonte. Subía al pueblo a media mañana encaramándose en cualquier transporte para apalabrar el precio de la próxima recolecta, y pasaba las tardes en la terraza sintiendo la calma del seno oceánico latirle dentro.

Una noche, absorto en la escalera que bajaba al confín de la arena, notó cómo el ojo vacío de la luna le observaba desde el centro del horizonte. A su vez él lo miró algo turbado, y mientras posaba sus ojos sobre ella se dio cuenta de que era ella quien le hablaba.

Mientras escuchaba, se fijó con mayor claridad que nunca en cómo la luna guiaba la marea. Percibió las corrientes parecidas a miríadas de nadadores moviéndose en la misma dirección con la rotundidad de un inmenso cuadro móvil pintado por una mano descendida desde el cénit. Su reflejo inundaba las aguas, y las aguas, del mismo color que el astro, tintaban el interior de los cofres que él cosechaba. Entendió que lo que recogía cada día en el fondo del mar no era sino una densificación diminuta de ese reflejo nacarado, que cada perla no era sino una porción surgida de la gran perla lunar, madre de todas las perlas. Era el astro quien le hacía entender esto, y él comprendió ahora por qué le susurraba que no buscase la joya única en el mar.

Entendió también por qué encontraba tanta paz en el océano: cuando la luna se refleja en él, lo impregna de la calma que comparte con la cúpula estrellada. El agua a su vez trasladaba esa calma a la tierra cuando la bañaba en forma de lluvia. Era la luna quien traía el cielo al mar para que este lo portase a la tierra. Supo entonces que su trabajo consistía en ayudarla a diseminar trozos de calmo firmamento por el mundo, porque cada esfera plateada es una materialización del cielo.

Desde esa noche volvió a bucear sin descanso, pero con un sentido diferente. Ahora sabía realmente cuál era el motivo de su amor por el océano. Desde entonces, cuando vendía un puñado de luna recogido del fondo, estaba seguro de estar compartiendo aquello encontrado tanto en su interior, como en el cuenco del mar, como en la altura.

 

 

 

Prefacio

 

Hemos olvidado qué somos. Desde el comienzo del tiempo nos percibimos como entes perecederos, incompletos, desamparados, impotentes, aislados, sujetos a fuerzas extrañas. Al haber impuesto tales ideas de nosotros sobre nosotros mismos hemos caído en una suerte de avanzado alzhéimer espiritual.

El propósito de este libro es avivar tu naturaleza olvidada, facilitar el retorno a lo extraordinario latente en ti. Mas solo facilitarlo, porque nadie puede activar tal estado: solo tú puedes hacerlo. Aquí se proponen maneras para que, si quieres, las pongas en práctica utilizando tu voluntad y tu potencial, que es ilimitado y se encuentra insospechadamente a mano. Aun así, la vuelta hacia aquello en lo que consistes no es una tarea solitaria ni ardua, al contrario, está cuajada de tesoros y solo puede ser realizada en compañía.

Lo expuesto en las siguientes páginas no aporta información nueva. Ya lo conoces: está grabado en la profundidad de tu memoria. Simplemente lo exhuma, lo saca a la luz desde la penumbra donde reposa. No pretende añadir nada, sino más bien quitar, desbrozar, perfilar. Forma parte de la enseñanza Universal, del mensaje del Amor contenido en el núcleo de tradiciones como el hinduismo, el taoísmo, el budismo, el judaísmo, el sufismo, el advaita vedanta o la mística occidental, y se basa en especial en la práctica de Un Curso de Amor, Un Curso de Milagros y El Camino de la Maestría de los cuales puede considerarse una humilde introducción. Sobre todo, surge del hondo contacto con el Ser del que parte toda guía.

Solo hay dos sendas de regreso: la resonancia o la experiencia. La resonancia es conocimiento olvidado asomando de nuevo en la mente; la experiencia es la vivencia de tal conocimiento. Para llegar a nuestro objetivo recurriremos a ambas a través de ensayos, ejercicios y relatos.

Los ensayos prueban el camino de la resonancia. Son guijarros arrojados al estanque del recuerdo con la intención de hacerlo palpitar. No proponen verdades absolutas, ni siquiera verdades a medias, porque una idea ajena admitida sin más acaba convirtiéndose en un lastre inamovible para alcanzar cualquier verdad. Tal vez aportan saber, pero el saber en sí tampoco aporta nada por sí mismo. Si al leernos intuyes que algo implícito en ti aflora, esos ensayos habrán cumplido su cometido.

Los ejercicios proponen el de la experiencia. Son propuestas destinadas a la indagación práctica, puras meditaciones. Puedes corroborar el sentido de los ensayos por ti mismo realizándolas. Si no encuentras valor alguno en ellas, nada significará para ti. No tiene importancia, llegarás de alguna otra manera.

Los cuentos expresan a través de la metáfora mensajes difíciles de transmitir de otra forma. Nutren tanto a los ensayos como a los ejercicios de un modo no secuencial, no descriptivo, remotamente experiencial, intuitivo, aunque tal vez reconocible por la memoria esencial.

En el caso de que los ensayos te resulten pesados, contradictorios, desafiantes en exceso o demasiado densos, sáltatelos, ve al cuento o al ejercicio más cercano y luego, si lo deseas, prueba a acercarte de nuevo a ellos para ver si entonces muestran su significado.

Hay por lo tanto varias maneras de leer este libro. Una es la habitual, de la primera a la última página. Otra consiste en recorrer primero los cuentos y los ejercicios dejando el resto para el final. Otra es acercarse a los ensayos haciéndolos vibrar con la maza de la experiencia presente en las meditaciones y dejar los cuentos aparte como libro de ficción complementario. Otra más es alterar el orden de la lectura, recorriendo las partes que más te atraigan en cada momento. Cualquier método puede ser útil. Te animo a encontrar el idóneo para ti.

La velocidad de avance hacia la meta estará determinada solo por tu resistencia. Paradójicamente tenemos miedo a nuestra propia realidad, por maravillosa que sea. Lo que somos nos produce temor porque aceptarlo supondría renunciar a la seguridad de lo conocido, aunque resulte incómodo, y hacerlo nos llevaría a un lugar aparentemente ignoto, si bien muy familiar una vez se vislumbra. Por eso preferimos permanecer en un mundo percibido como hostil. Esta es la causa por la cual seguimos sumidos en él. Podría parecer que el motivo de ese recelo se encuentra en que nuestra naturaleza –aquello a lo que esta obra pretende contribuir a recordarte– es maliciosa o imperfecta. No obstante, sucede muy al contrario: es pura plenitud. Aun así, preferimos seguir inmersos en nuestras ilusiones, aturdidos, doloridos o insensibilizados, felices solo a veces. Lo real es una amenaza para el sueño en el cual estamos atrapados porque lo haría desaparecer. Cuando relajes por completo la oposición a tu realidad despertarás con rapidez.

¿A qué realidad me refiero? A una que no puede ser expresada. Es tan ilimitada, tan prodigiosa que no cabe en ninguna palabra. Sin embargo, puede ser vivida. Precisamente ese es el objetivo de esta obra. Ojalá sea de algún provecho.

 

Pechón, otoño de 2016

 

 

 

 

1

El sueño

 

 

 

 

 

«Lo irreal no existe, lo real nunca deja de existir».

Bhagavad Gita. Canto II-16

 

«Fácilmente aceptamos la realidad, quizá porque intuimos que nada es real».

Borges «El inmortal»

 

 

 

 

I

La fábrica de la percepción

 

 

 

Un encuentro peculiar

 

Álex luce una cresta roja. Lleva el resto del cráneo rapado y un código de barras tatuado en la sien. De su nariz cuelga un amplio aro y se ha atravesado las orejas con pequeñas flechas. Viste camiseta negra de rejilla, pantalones de camuflaje agujereados y unas grandes botas con herrajes metálicos cuya suela debe medir unos cinco centímetros de grosor. Como va al gimnasio todos los días, sus brazos parecen dos columnas. El izquierdo está decorado con dragones rojos, el derecho con dragones verdes. Se ha sentado delante de ti en el autobús.

 

 

Recuerda la última vez en que te topaste con alguien como Álex, o con cualquier otro desconocido cuyo aspecto no te encajara. Quizá su físico no se correspondiera con los cánones de belleza, te chocara su atuendo, o tal vez te resultara extraña su manera de hablar o de mirar.

Recuerda si pensaste algo sobre el posible origen de esa persona, sobre su modo de pensar, sobre su actitud, si te imaginaste a qué se dedicaría, por qué se hallaría allí, qué iría a hacer después. Recuerda si te formaste alguna opinión acerca de sus defectos o virtudes, e incluso, aunque fuera la primera vez que le vieras, si supusiste qué cosas malas o buenas habría hecho antes.

Haz también recuento de qué emociones surgieron en ti.

Finalmente, recuerda cómo reaccionaste ante todo ello.

Recupera una experiencia similar.

 

 

Al mirar a esa persona, ¿qué estabas viendo?

 

 

 

La visión oceánica

 

Cuando miramos el mar y pensamos «estoy viendo el mar», lo que realmente estamos viendo no es el mar, sino su superficie. No vemos las corrientes, los fondos, las playas, la vida desbordante en su seno, la luz filtrada traspasando las aguas, los corales, las algas y el plancton, los médanos, las ensenadas, las innumerables orillas, las extensiones desconocidas, las fosas, las tempestades, las rías ni las grandes llanuras heladas.

Igualmente, cuando miramos lo que llamamos mundo no estamos viendo el mundo. Al observar el cielo, una silla, una roca o el libro que sostenemos entre las manos, lo que captamos es la capa externa de todas esas cosas. Si pudiéramos alcanzar más allá descubriríamos una infinita corriente vital. Repararíamos en las moléculas, en los átomos en movimiento y en las partículas elementales que conforman cada átomo interrelacionándose para engendrar algo intensamente vivo; oiríamos un fragor; sentiríamos una imperiosa corriente de energía; presenciaríamos un enorme espacio vacío entre todo ello. Y, aun así, no estaríamos asistiendo a lo que es si obviáramos la innombrable presencia de una realidad inasible más allá de la materia.

Por motivos similares, cuando miramos a una persona y pensamos «estoy viendo una persona» lo que vemos es un cuerpo, un rostro, una raza, un género, una expresión, una edad. No es por casualidad que la palabra persona provenga del griego máscara —«prósõpon»—. En la antigüedad los actores actuaban ocultándose el rostro con una careta a través de la cual hablaban. «Per» significa ‘a través’, «sona» significa ‘sonido’. La fuente del sonido no es la máscara, sino algo mucho más profundo e invisible oculto tras ella. La persona es la forma que cubre el indescifrable Ser existente detrás. La personalidad y el cuerpo son la máscara, la rígida expresión.

Mas lo que principalmente vemos al relacionarnos con un semejante es nuestra propia atracción, rechazo o indiferencia hacia él, nuestra reacción hacia su rostro, nuestro acuerdo o desacuerdo con lo que dice, nuestra opinión. Todo ello viene dado por una experiencia previa, por una educación, por un entorno, por una programación. En caso de que lo conozcamos, tendremos en mente una biografía parcial, una pequeña historia, consideraremos su manera de comportarse en el pasado y cómo creemos lo hará en el futuro. Probablemente, sea de manera consciente o inconsciente, juzguemos esos supuestos actos. En ese preciso instante hemos dejado de verlo, porque lo hemos sustituido por un cúmulo de impresiones. Sobre ese ser se ha superpuesto una proyección elaborada por quien lo mira. Una vez fabricada dicha proyección, no es raro que la apuntalemos con un nuevo conjunto de valoraciones y así acabemos creyendo en su verosimilitud. Inmediatamente la volvemos a proyectar, los ojos la confirman y así queda refrendada.

Cuando presenciamos el mar, un objeto o a un semejante, no estamos presenciando el mar, el objeto ni a ese semejante. Sin embargo, a la superficie del mar la llamamos «mar», a nuestras opiniones sobre alguien las llamamos «semejante», y a nuestra idea del mundo la llamamos «mundo». Cuando nos encontramos frente al océano, no estamos asistiendo al océano, sino a nuestra idea de océano. Cuando hablamos con un semejante, no estamos hablando con un semejante, sino con nuestra idea de él. Cuando afrontamos cualesquiera circunstancias, estamos afrontando nuestra interpretación de ellas. Cuando actuamos en el mundo estamos actuando sobre nuestra percepción.

Nunca actuamos sobre la realidad, sino sobre nuestra idea de la realidad. Cómo la hayamos forjado determinará nuestra noción del entorno y por ende nuestra manera de actuar sobre él.

Lo que llamamos mundo, pues, es el conjunto de nuestras ideas, un grupo de pequeños conceptos cerrados, una colección de objetos mentales, un ámbito infinito convertido en un esquema estático y severamente limitado. En ese trueque nos perdemos la maravillosa inmensidad, tanto material como incorpórea, oculta detrás. El mundo que percibimos no existe. Aquello que existe es algo mucho más vasto, mágico e insondable.

¿Cómo acceder a él? El primer paso es sencillo. Consiste en recordar que tras la superficie existe el fondo. Eso es suficiente para comenzar a ver. Haz la prueba, y observa si todo no comienza a conocerse de una manera asombrosamente distinta.

 

 

Comprender

 

Cuando el mar se agita aparece una ola. Algo destaca, salta y se desprende adquiriendo un color y una forma diferenciada. El razonamiento percibe el océano como una cosa y la ola como otra distinta. Para poder distinguirlas da a cada una un nombre diferente. Puede incluso llegar a analizar la masa de la ola, la velocidad a la cual se mueve, su aceleración, su amplitud, las fuerzas intrínsecas al desplazamiento, su constitución interna, el fenómeno por el cual se forma la espuma, el rozamiento que ejerce sobre el fondo marino. Así le es posible llegar a entender detalladamente la ola. Pero si soslayara el hecho de que la ola es realmente el océano manifestándose en una forma concreta, que ambos son el mismo elemento, que forman una unidad y que esencialmente no son diferentes, habría perdido completamente su significado. Habría entendido la ola aisladamente, pero no habría comprendido nada.

Podríamos equiparar la ola con lo físico y su realidad oceánica con lo etéreo; igualmente, los objetos de nuestro entorno son ondas surgidas de un gran mar impalpable tendido en su raíz.

Entender y comprender pueden parecer términos equivalentes. No obstante comprender posee un sentido adicional: también significa abarcar, unir.

Al empeñarnos en escudriñar independientemente cada elemento a nuestro alcance, dejamos de comprender el todo. El raciocinio y los sentidos captan la fachada del entorno desmembrándola en partes sueltas y considerando cada una por separado. Al hacerlo se pierde el sentido esencial de Unidad. Los objetos, los acontecimientos se perciben como olas desconectadas de un gran océano.

Para comprender no es necesario elaborar, sino simplemente advertir, notar lo que Es sin añadir ni quitar nada, presenciar cómo la ola se forma por un movimiento de la superficie oceánica y cómo, cuando pierde su forma, vuelve a disolverse en aquello de lo cual surgió y que nunca dejó de ser. A partir de ahí, subordinado a la comprensión, el estudio aislado de cualquier fenómeno es un maravilloso ejercicio intelectual capaz de añadir gran riqueza a la experiencia; por el contrario, cuando se antepone a ella, es motivo de una formidable confusión.

 

 

El cristal quebrado

 

Imagina que un día comenzaras a ver todo a tu alrededor con aspecto roto, como si alguien hubiese tomado fotografías de cada cosa, las hubiese despedazado y hubiese descolocado los recortes. Supón que al mirarte a ti mismo te vieses de la misma manera. Sin duda serías presa de un gran temor. En caso de que esa percepción se prolongara durante mucho tiempo, probablemente ese miedo se atenuaría, aunque quedaría latente en ti, y acabarías tomándolo como la manera normal de vivir.

Figúrate que al cabo de un tiempo advirtieses que, por algún motivo, frente a ti se había interpuesto un cristal quebrado en el cual no habías reparado anteriormente, y cayeras en la cuenta de que la fragmentación no se encontraba en lo que estabas viendo, sino en ese cristal. Al ver a su través habías atribuido erróneamente la rotura al entorno, porque cuando se mira por un cristal roto todo lo que hay detrás cobra esa misma apariencia.

El entorno roto es lo que llamaremos lo aparente. El cristal, la mente dividida. Lo que hay tras él, lo real. El sueño se da por fragmentación, por una percepción troceada, desintegrada, desmenuzada, inconexa, instalada sin culpa por nosotros en nosotros mismos.

Veamos a continuación cómo se construye el cristal quebrado.

 

 

El velo del pensamiento

 

El pensamiento es una pequeña porción de la mente cuya sobreutilización deriva en la racionalización de un mundo últimamente mágico. Cuando se utiliza de manera abusiva actúa como un denso cedazo, como una retícula cuyos hilos trocean la experiencia en piezas, prototipos, maquetas, pequeños objetos mentales inteligibles por mecanismos lógicos, secuenciales, memorísticos, cartesianos a través de los cuales nos complacemos en entender. Identificamos una forma como árbol, otra como edificio, otra como viento, otra como lápiz, otra como sabor, otra como nube, otra como música, otra como mujer. Para ello hemos de recortar cada input a fin de hacerlo inteligible y colocar cada uno en una casilla preconcebida por factores perceptivos, biográficos, emocionales, educativos, sociales, perfilando una silueta para cada elemento. Así, a través de un severo proceso reductivo, aislamos cada pieza. Una vez armadas las costillas de la percepción, las rellenamos adaptando la realidad a esa forma preconcebida, y al hacerlo, seguros de haberla abarcado, nos sentimos momentáneamente satisfechos. Mediante este proceso inconsciente de colosal reducción olvidamos la riqueza, la interconexión y el misterio de la creación.

Los hilos de esa retícula quedan cristalizados en palabras, formas rígidas cuya función es acuñar conceptos. Las palabras guardadas en la memoria llevan en sí una distorsión implícita. En el momento en que damos nombre a las cosas las sustituimos por conceptos y creemos entenderlas. Entonces nos alejamos de ellas. Sin darnos cuenta comenzamos a ver una realidad dominada por pequeños modelos a causa de los cuales el orbe queda inmensamente empobrecido. Consecuentemente comenzamos a percibir un entorno repetitivo, monótono, gris, mortecino, carente de interés.

Si alguien te dijera que esta mañana ha visto un pájaro, tú inmediatamente extraerías de la memoria tu concepto de pájaro —una imagen, un color, un sonido, una sensación— y pensarías «comprendo lo que has visto». Pero con certeza lo que el otro ha presenciado no ha sido la imagen ni el color ni la sensación que tú tienes en mente, sino una realidad diferente y mucho más honda, aunque tal vez tampoco la haya captado al haberla conceptualizado en su pensar. Fíjate: mientras el pensar siga cribando sin interrupción, el mundo percibido seguirá despojado de significado para ambos.

Esto no quiere decir que el lenguaje y la razón no sean herramientas maravillosas. Cuando se utilizan para apuntar hacia lo innombrable son instrumentos de riqueza inusitada. Sin embargo, cuando se usan para sustituirla por símbolos recortados constituyen una sutil pared entre nosotros y la infinita realidad. Solo darse cuenta de esto es ya una manera de volver a conectar con ella.

 

 

El velo de los sentidos

 

Los sentidos son incapaces de acceder a lo que Es por tres motivos. Por un lado, porque únicamente tienen acceso a parte de la envoltura física de las cosas. Solo ven superficie y una superficie transformada. Por otro, porque, aunque captar una porción mayor de la materia tal vez nos ayudaría a entender algo más de ella, aún nos faltaría acceder a un gran reino impalpable existente más allá de lo físico, a una parte sustancial de la totalidad que nada tiene que ver con lo tangible. La vista de las águilas es mucho más profunda que la nuestra y el oído de los perros es mucho más penetrante, pero en caso de que existiera un animal capaz de captar todo lo físico, solo se quedaría en el umbral. A medida que conocemos más del entorno, al igual que de nosotros mismos, nos damos cuenta de que la creación es un incontable mar donde se conjugan lo explícito y lo tácito. La forma es manifiesta y parcialmente captable por los sentidos, mientras que su origen es imperceptible. Como veremos más adelante, este último solo se puede alcanzar por la gran mente oculta tras el pensar obsesivo. Finalmente, porque los utilizamos principalmente para reafirmar nuestras ideas, una suma preestablecida antes de mirar, escuchar u oír. Entre esas preconcepciones existe una particularmente determinante en la captación de lo creado: la convicción de que somos seres separados tanto de todo lo demás como de nosotros mismos. Y al estar ciertos de ello, eso es exactamente lo que experimentamos.

 

 

La invención del miedo

 

La colonia se hallaba dormida. Solo Agu, tumbado sobre una rama con el cuerpo voluptuosamente aplastado por su propio peso, un brazo tendido hacia el vacío y el otro plegado bajo la enorme testa, permanecía despierto. Mientras, los ojos cerrados de los demás se movían eléctricamente tras los párpados en una ensoñación aguzada por la espesa canícula.

El sol se filtraba a través de la saturación acuosa suspendida en el ambiente. Las gotas residuales de la última lluvia iban cayendo desde las hojas al lejano suelo. Agu las veía desaparecer y poco después oía su chasquido sobre el substrato. Tras fijarse en ellas miró su garra derecha balancearse en el aire. Advirtió cómo el vaivén era producido por la corriente sanguínea. Cuando el corazón bombeaba, el brazo, inflándose sutilmente, se movía. Cuando se contraía, quería volver a su posición original, pero la inercia lo desplazaba un poco más allá. Al concentrarse en ese movimiento sintió la sensación hormigueante de la vida fluyendo por cada hueso, por cada célula, por cada miembro, y también por los árboles, por los otros cuerpos dormidos, por el rocío, por el liquen, extendiendo un profundo sosiego.

Se movió lentamente para desentumecerse. Los magnos hombros se reacomodaron para disponerla espalda en una postura escorzada. Flexionó las patas, giró la cadera, y los muslos quedaron semienredados en el frescor de las hojas. El bullir de la vida se le desbordó por todo el cuerpo acentuando la sensación elástica, abiertamente fluida, anegándole en un placer extático. Cuando su respiración salía cálida por las fosas nasales, los pulmones se desinflaban haciendo descender ligeramente el voluminoso abdomen. Luego, al inhalar el aire cargado de olor a clorofila y musgo, su tronco —robusto, musculado, algo rígido— se elevaba nuevamente hasta la posición inicial. Entonces notaba una punción en las costillas producida por una protuberancia en la rama, y disfrutaba de esa sensación cercana al dolor.

Volvió a dirigir la atención al entorno. La densa trama enramada formaba una constelación ilimitada, y una masa de ruidos hasta ahora desapercibidos emergió en su consciencia. Sonaban innumerables cantos de ave, unos en primer término, otros semienterrados en el trasfondo. Agu fue consciente de todos a la vez. También escuchó un intenso zumbido surgir desde los troncos, de entre las hojas y del interior del frondoso piso. Incontables insectos invisibles roían las entrañas de la floresta, carcomiéndola y alimentándola a la vez en un lento destruir y construir. El fragor del bosque húmedo elevaba en el ambiente una armonía entonada a mil voces desde el primer tiempo.

La inteligencia intuitiva, profunda, inocente de Agu, comprendía más el conjunto de la selva que cada uno de los detalles inscritos en ella. Al escucharla sintió un agradecimiento grande y puro.

Al notar cómo el caer de las gotas perforaba sin cesar esa nube sonora creando una criba de silencios redondos, ocupó su atención en una presencia sutil más allá del intenso sonido. Era una presencia callada cargada de un poder constante, inalcanzable para el oído o la vista aunque omnipresente. Cada vez que algún elemento germinaba —un nuevo brote sobre un tronco, un ápice de rocío en una hoja, una larva, una cría en la tribu— era alumbrado por ella, y al desaparecer a ella volvía. Lo notaba en el latir de su corazón, cada vez que posaba su mano sobre otro pecho, al observar hipnotizado la cara blanca de la luna; en el sol elevándose tras el confín de la noche; en las ingentes nubes henchidas de vegetación futura atravesando lentamente las ramas altas. De ese vacío fértil existente tras todo ello, brotaba la unidad de la selva, transformándola continuamente para que no cambiara nunca. Tal conocimiento no lo abandonaba y lo mantenía unido a ella.

Volvió a fijarse en su brazo pendulante. Escuchó tanto el pulso de la sangre como el silencio tendido detrás, reconociendo en sí mismo un fragmento callado de la gran armonía. Evitó el sueño comiendo algunas bayas, y siguió sintiéndose integrado en esa unidad.

Sin embargo, esa mañana sucedió algo, en apariencia. Algo que hizo retumbar la selva. No hubo causa, ni detonante, ni origen. Agu conjeturó inverosímilmente, con un candor pueril cuyo único propósito era explorar, la posibilidad de poder existir separado del gran todo. Era una posibilidad excéntrica, hilarante si por ventura hubiese recordado reír. La punta de ese pensamiento casi ajeno a él se le clavó en la boca del estómago abriendo un espacio no colmado, un hueco imposible. No había sentido nada parecido antes.

No quiso darle importancia, pero en vez de orillar la idea al igual que se bordea un tronco incómodo atravesado en una senda, se detuvo a contemplarla. La posibilidad de poder aislarse de toda la vida le produjo un oscuro atractivo y a la vez un gran rechazo, como cuando se topaba con un cuerpo descompuesto entre la hojarasca sin poder dejar de mirarlo mientras deseaba seguir camino. La extraña idea era un brote creciendo sin raíz, un miembro suyo seccionado medrando absurdamente por su cuenta, una fruta acorchada colgando baja, resplandeciente e insípida. Decidió considerarla para ver a dónde le llevaba. Tensó el hocico y giró la testuz. Su mirada quedó enajenada en una expresión perpleja similar a lo que notaba dentro.

Entonces sintió mucho sueño, un sopor al cual le era imposible resistirse, aun cuando aquel día estuviera lleno de luz. Sin darse cuenta, cayó en un profundo letargo que hizo que lo sucesivo transcurriera en una alucinación sorprendentemente real.

Vio un insecto de cuerpo metálico reptando por el suelo junto a él, y por primera vez no le encontró sentido. Lo concibió como un fragmento aislado. Atendió a los límites de ese cuerpo bruñido, dando más importancia a su frontera que al latir compartido albergado dentro. Advirtió entonces que, si el insecto no fuera parte del fértil vacío del cual surgía la selva, podría caer en la aniquilación. Su pálpito ya no estaría fundido con el conjunto, ni con su fuente, y podría perderse para siempre. Entornó la imponente testa hacia el contorno de su pecho mientras consideraba la misma posibilidad sobre sí mismo. Se debatió en una disyuntiva: por un lado, permanecer en la gran unión a través del núcleo callado señor del bosque; por otro, la fascinante perspectiva de vivir apartado. Esa contradicción se amplificó tanto, tan rápidamente, que tuvo la sensación de estar convirtiéndose en un ser demediado, pleno y desunido a la vez. Detenido entre ambas voluntades no advirtió lo extravagante de lo segundo. Aletargado, imaginó cómo sería olvidarse del invisible caudal fluyente entre los árboles y las rocas que les daba vida. Desunirse del origen de la selva equivalía a la posibilidad que había vislumbrado en el insecto, la de poder extinguirse para siempre. Esa figuración le hizo visualizar su cuerpo inerte, su mente extinta. En contrapartida, consideró cómo, si fuera independiente, quizá podría conseguir algo de lo que había carecido hasta entonces. Tal vez la autonomía le aportase algo valioso.

Mientras tanto, la corriente impalpable seguía presente generando vida, manifestándose y ocultándose como un río paralelo al canto selvático. Pero Agu no lo veía más. Lanzó un gemido doloroso seguido inmediatamente de uno placentero; luego uno perplejo a medio camino entre ambos. Miró sus dos manos: una seguía siendo parte de todo, la otra se había convertido en una pieza desgajada. Sin querer, las fue separando hasta no poder enfocarlas simultáneamente. De forma involuntaria fue orientando primero los ojos y después todo el torso hacia la mano desligada mientras olvidaba la otra. El sueño se hizo aún más denso. Elevó los ojos duros como dos obsidianas hacia el cielo en una mezcla de felicidad y zozobra. Llevó ese puño al pecho, lo golpeó rotundamente sin poder parar mientras seguía alborozándose y gimiendo.

Cuando miró a su alrededor se sintió solo por vez primera. Todo había cambiado. La selva ya no era una. Estaba formada por elementos desengranados. Los árboles habían dejado de formar un tejido. Los sonidos vibraban por separado en frecuencias distintas. El cauce callado desde el cual todo surgía había quedado oculto. La gran respiración había cesado. Las ramas a su alcance flotaban apáticas en un aire turbio. También su cuerpo se había convertido en un objeto carente de sentido. Al notarlo, su atención se siguió entreteniendo más en los límites que en el interior. No recordó cuando, tumbado, percibía el sutil germen de vida que era el origen del flujo sanguíneo y de la rotundidad ósea, de los músculos laxos y turgentes.

Quiso demostrar lo acertado de esa nueva sensación buscando alguna evidencia. La encontró en su propia piel. Acercó los dedos a la cara notando el roce en las yemas. Los alejó fijándose en el espacio entre el vello y la mano. La colocó frente a sí, enfocando las duras huellas, y confirmó estar presenciando un objeto desmarcado. Entonces se persuadió de ser solo un cuerpo, una forma concreta animada por una vida privada, desvinculada de cualquier origen, un fragmento encaminado al deterioro, sujeto a un principio y a un fin tajantes.

En el interior de ese sueño reconoció al resto de la manada. Llevaba dormida mucho tiempo, y su olvido era más profundo. En Agu aún quedaba una muy débil noción de sí mismo, pero los demás habían caído en un hondo desmayo donde el conocimiento había desaparecido totalmente, haciéndoles soñar ser ralladuras desprendidas.

Él fue avanzando hacia la misma oscuridad casi sin darse cuenta, y al hacerlo fue nutriendo el temor colectivo con el suyo propio. Comenzó a preocuparse por su propia existencia, a necesitar hacer cosas por sí mismo para asegurarla. Entonces algo acabó de dar absoluta verosimilitud al sueño: ideó que en algún momento, él volvería a ser completo. Al olvidar que ya lo era, imaginó un momento en el futuro en el cual llegaría a serlo. Para él, tal momento debía encontrarse más adelante, puesto que le era obvia su inexistencia en el preciso segundo en el cual se hallaba. Eso le llevó a mirar hacia un lugar invisible en el futuro. Así, el error se perpetuó en la temerosa esperanza de acabar algún día.

Mas el sueño de Agu solo duró un instante. Fue una cabezada que pareció extenderse ilimitadamente, como cuando un relámpago cruje sobrecogiendo el ánimo durante un largo segundo. Durante ese ápice el resplandor parece no acabar, pero inmediatamente todo vuelve a quedar como antes. Tal fue la duración del sueño, aunque nadie lo habría creído durante su transcurso. Nada podría haberle convencido de que, durante una ilusión tan contundente, seguía acostado en la pura seguridad de un abrazo en el cual se contenía todo.

Porque, a pesar de creerlo, Agu no había abandonado la selva. Continuaba irremisiblemente inmerso en el cálido lazo de la única realidad donde nada cesa jamás de existir.

 

 

La ilusión de separación

 

El cristal resquebrajado de la percepción nos lleva a confirmar ilusoria e inconscientemente la idea de ser entidades seccionadas de sí mismas y de todo lo demás. La ilusión de separación no está producida originalmente por los sentidos ni por el pensar enredado, sino por una concepción previa a la cual ambos sirven: el convencimiento de que somos seres aislados, desvinculados de todo lo demás, consecuentemente limitados y dependientes solo de nuestros propios y escasos recursos. Este es el origen de todo miedo, porque la separación genera desamparo, desprotección, amenaza y alienta la tesis de la muerte. También es la raíz de toda culpa, porque pensamos veladamente que al habernos separado de nuestro origen hemos cometido un acto terrible, y por tanto en algún momento seremos castigados.

Tal ilusión se hace patente mediante la acción de ambos filtros. Su efecto combinado arroja ante nosotros pruebas de la veracidad de la separación. A través de ellos damos crédito a lo elaborado en nuestro imaginario, puesto que tal convencimiento es refrendado tanto por sus emisarios, los sentidos, como por el pensamiento desintegrador. Ambos solo ven parcialmente. Utilizándolos anteponemos nuestras ideas al Mundo, reemplazamos la inmensidad por conceptos, vemos las fabricaciones del divagar aprisionado y fraguamos un sólido espejismo de aislamiento.

La separación es una idea errónea que provoca el hábito inconsciente de transformar y reducir la realidad, lo cual nos desconecta de ella.

¿Estamos entonces irremediablemente condenados a vivir en un sueño empobrecido, mutilado, esquemático, tomado por normal a base de pura costumbre? Muy al contrario, el acceso y la experiencia de Ser constituye nuestra manera natural de existir, una manera radicalmente distinta a la aparente; una manera plena, ilimitada, segura y dichosa, aunque olvidada.

Ahora vamos a regresar a ella.

 

 

II

Dentro del velo

 

 

 

 

Antes de seguir leyendo cierra los ojos. Permanece así al menos dos minutos.

 

 

[ En la versión impresa, aquí hay páginas en blanco. Se recomienda tener algunas hojas para realizar los ejercicios. ]

 

 

 

En las páginas en blanco anteriores haz un inventario de lo que has pensado durante este tiempo. Anota las ideas, las imágenes, los recuerdos o los pronósticos que han pasado por tu pensamiento.

Si no tienes a mano nada con qué escribir, hazlo mentalmente.

 

 

Ahora repasa la lista.

 

 

Tal vez al revisarla hayan surgido otras ideas derivadas de las anteriores. Añádelas a continuación.

 

 

Si apuntaras todo lo que pasa por tu mente, no acabarías nunca. Surgirían cosas como obligaciones por cumplir; lo que has olvidado hacer y sus consecuencias; cuándo vas a llevarlo a cabo, su nivel de urgencia; qué harás cuando algo vuelva a pasar para evitarlo o aprovecharlo; lo que te ha dicho alguien justa o injustamente; el origen de una sensación física; un problema surgido hace tiempo cuya solución no encuentras y cuál podría ser su impacto en el porvenir; un inconveniente ya superado que ha resurgido sin saber cómo; lo fastidioso de algo venidero; cómo debería haberse comportado alguien; de qué careces y cómo conseguirlo; el último placer vivido o uno por llegar; lo inevitable de un acontecimiento futuro; lo virtuoso o lo defectuoso en ti o en otros…

 

Pensar es algo que hacemos interminablemente. Para advertirlo, tan solo vuelve a cerrar los ojos y permanece así un minuto más.

 

 

 

Habrás notado que gran parte de los pensamientos surgen sin saber de dónde, sin mediación de la voluntad, sin que parezca posible pararlos y sin que, en muchas más ocasiones de las que quizá creas, los elijas. Simplemente aparecen al cerrar los ojos.

 

Sucede lo mismo con los ojos abiertos, haz la prueba.

 

 

 

Un buen sirviente y un mal amo

 

El cavilar incesante es un hábito profundamente arraigado en la mente humana. Tal fenómeno se produce cuando el pensamiento se separa de la voluntad, es decir, cuando uno1 comienza a pensar sin querer, literalmente sin darse cuenta, o cuando, acostumbrado a pensar de continuo, aun queriendo, no puede dejar de hacerlo.

En el punto en el cual el divagar y la voluntad de pensar se desligan sucede algo singular: el pensamiento se independiza y se desboca, las ideas brotan, se entrelazan, se ramifican, se extienden, proliferan, cunden, cobran volumen e inercia y discurren autónomamente con enorme e inadvertida fuerza.

Comprueba si te ha sucedido algo así realizando el ejercicio anterior.

Una querencia tan común y tan aparentemente inocua como la de pensar sin descanso tiene una relevancia mayor de lo que pueda parecer, porque la masa de especulaciones sueltas llega fácilmente a ocupar la totalidad del espacio interior creando una trama invisible cuyo tamiz filtra todo lo que se escucha, se ve o se siente.

Entonces, en vez de conducir a tu mente, tu mente te conduce a ti.