La palabra oculta

Monjas escritoras en la

Hispanoamérica colonial

Íride María Rossi de Fiori

Rosanna Caramella de Gamarra

Soledad Martínez de Lecuona

Helena Fiori Rossi

© 2021, por BTU (Biblioteca de Textos Universitarios)

Colección Estudios

ISBN: 978-950-851-123-2

Depósito Ley 11.723

1a. edición por BTU, 2008

Ilustración de tapa: Sor María Engracia Josefa del Santísimo Rosario, pintura (en: Montero Alarcón, Alma. Monjas coronadas. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1999).

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La palabra oculta : monjas escritoras en la Hispanoamérica colonial / Iride María Rossi de Fiori... [et al.].- 2a ed.- Salta : Biblioteca de Textos Universitarios, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-950-851-123-2

1. Estudios Literarios. 2. Literatura Hispanoamericana. I. Rossi de Fiori, Iride María.

CDD 809.04

…que hasta el hacer esta forma de letra algo razo-nable, me costó una prolija, y pesada persecución no por más de por que dicen que parecía letra de hombre, y que no era decente, conque me obligaron a malearla adrede…

Sor Juana Inés de la Cruz

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En el año 1990, y con el libro en pliego suelto titulado Poemas (1804). Carmelitas Descalzas de Córdoba, iniciamos un extenso reco-rrido en búsqueda de la escritura femenina conventual durante el período colonial en Hispanoamérica. «La palabra oculta»; palabra con-servada en los claustros de los conventos y en bibliotecas, museos y archivos privados; en gran medida desconocida, en muchos casos negada o censurada o desvalorizada; incluso a veces enajenada.

No fue fácil acceder a los textos, aún cuando éstos estuvieran identificados, pues en los ámbitos mencionados no se permite la consulta directa de material que está bajo guarda, y generalmente fue necesario conseguir permisos especiales para la revisión de los archivos, a veces hasta de las altas autoridades eclesiásticas. A esto se sumó la reticencia de las propias religiosas que son celosas cus-todias de su patrimonio.

A pesar de todo ello, fueron numerosos los hallazgos y cada uno dio lugar a una investigación que se concretó en publicaciones, en conferencias o comunicaciones a congresos en distintos centros de estudios de Hispanoamérica. Sin embargo, no todos alcanzaron un grado de visibilidad que permitiera su circulación más allá de los espacios locales y su apropiación por parte de la comunidad cien-tífica de esta área de estudios. Ediciones de tiraje y circulación restringida; algunas, en circuitos ajenos al tema objeto de estudio. Introducciones, prólogos, ponencias, enmascarados en general por la importancia o atención de determinada obra o autora. Frente a ello, la contrapartida fue el impacto de algunos títulos que alcanza-ron más de una edición.

El camino recorrido entre los primeros estudios realizados y el

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momento actual nos ha permitido adquirir una visión amplia del tema en los diferentes aspectos que lo integran; tema de gran compleji-dad, de difícil abordaje y que, a partir de los estudios de casos parti-culares, ha ido enriqueciéndose con el aporte de nuevas miradas.

A la luz de todo lo dicho, consideramos muy tentadora la idea que se plasma en este libro de recoger todo ese corpus diverso y disperso, en un solo volumen, para poner a consideración de estu-diosos y público en general nuestras indagaciones y apreciaciones sobre la escritura de monjas en el período colonial; escritura que atraviesa distintos siglos –desde el origen de la Colonia hasta el inicio de los períodos nacionales–; distintos países –desde la Repú-blica Dominicana, pasando por México, Guatemala y Ecuador, hasta la República Argentina–; distintas órdenes religiosas, diferentes géneros literarios, innumerables temáticas, perspectivas, enfoques; diferente envergadura y densidad de los textos –hojas sueltas u obras completas en más de un volumen–; obra publicada o manus-critos; producciones colectivas y obras de una sola autoría; distinto estado de conservación y legibilidad…

Toda esta diversidad exigió métodos de aproximación y análi-sis particulares para cada caso, incluso la apelación a disciplinas que se convirtieron en auxiliares importantes, como la historia, la geo-grafía, la paleografía, la semántica histórica.

Es necesario señalar que, dada la amplitud de la temática, la indagación se ha centrado siempre en la escritura, las estrategias y recursos utilizados por las escritoras y, de manera muy especial, el significado que ella adquiere en el ámbito cerrado del claustro. Pre-tendemos espiar a través de la rendija literaria ese espacio, traspa-sar la puerta reglar de la mano de la palabra.

El presente volumen consta de dos partes: I. Los estudios; II. Las obras. En la primera se recogen los estudios sobre el tema de la escritura femenina conventual que fueron presentados en congre-sos o publicados como introducciones o estudios preliminares de las distintas obras analizadas. Esta parte se inicia con un análisis abarcador de todo el panorama del tema investigado: «Los conven-tos y la palabra escrita», que nos acerca a un mundo enigmático, complejo y poco conocido.

A continuación, se suceden cronológicamente los distintos aná-lisis de casos que iluminan aspectos particulares del tema referido:

En el capítulo titulado «Sor Leonor, la primera escritora del Nuevo Mundo», se aborda un tema de la literatura fundacional de

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Hispanoamérica. Sor Leonor de Ovando (1548-1609?), dominica-na, es la que abre el camino de la escritura de mujeres en América. Se estudia a la autora en su contexto y su producción literaria.

En «El infierno de Dante según María de Jesús», se centró la atención en la presencia de la Divina Comedia de Dante en Hispa-noamérica y la utilización personal e interesada que la escritora, María de Jesús Tomellín (Puebla de los Ángeles, 1579-1637) reali-za del mundo cultural medieval.

«El teatro religioso en la literatura fundacional de Guatemala» aborda el análisis de una manifestación del teatro popular guate-malteco que hunde sus raíces en la Edad Media española. Se trata del Entretenimiento en obsequio de la huida a Egipto, escrito por sor Juana de Maldonado y Paz (Antigua, Guatemala, 1598-1666).

«La oralidad y el teatro popular como recursos estilísticos en sor Juana». Sor Juana Inés de la Cruz es, indudablemente, la mayor exponente de esta literatura femenina conventual en Hispanoaméri-ca. Se analizó en ella uno de los aspectos menos investigados: al tratarse de una escritora famosa por su agudeza intelectual, quisimos acompañar este recorrido por la literatura religiosa con la frescura y la aparente sencillez de sus composiciones de carácter popular.

«La palabra, vehículo de la experiencia mística»: el encuentro con la obra de sor Gertrudis de San Ildefonso (Quito, Ecuador, 1652-1709) abre una perspectiva de la escritura mística en Hispa-noamérica la que se presenta diferente con respecto a la española. En La perla escondida en la concha de su humildad, la autora encara la difícil tarea de poner en palabras, múltiples acercamientos y vi-siones espirituales con un lenguaje llano, a veces muy poético y altamente pictórico. Además de profundizar en el estudio de la autora y su obra, se da cuenta, en una segunda parte, de las estrate-gias empleadas para el abordaje del texto y la preparación de su edición crítica.

En el capítulo «Las últimas escritoras religiosas de la Colonia, primeras en la Argentina» se da testimonio de la escritura religiosa en nuestro país, la que fue tardía y, en contraste con el ámbito de clausura en que se desarrolla, está unida a la última moda literaria imperante en el territorio: se trata de una clara muestra de poesía neoclásica virreinal, precursora del Pseudoclasicismo Patriótico que se impuso luego del movimiento independentista.

Es importante señalar que en las diferentes etapas de la inves-tigación, se partió siempre de una plataforma de nombres desco-nocidos, desde los cuales se fueron formulando hipótesis y concep-

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tualizaciones sobre el mundo conventual y la escritura producto de ese ámbito. No se parte del caso emblemático de sor Juan Inés de la Cruz, pero se llega a él como un ejemplo que reitera situaciones observadas en las otras escritoras.

La segunda parte de este volumen contiene todas las obras que constituyen el corpus estudiado y ya publicado, pero que, por tratarse en la mayoría de los casos de textos cuya obtención fue muy compleja, y por las características particulares de las ediciones rea-lizadas –en general de tirada reducida–, no tuvieron suficiente di-fusión. Todo ello amerita su inclusión en este libro.

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El libro El hábito y la palabra, publicado en 2001, constituye un rico aporte para los estudios en el campo de la escritura femenina en los conventos de Hispanoamérica durante el período de la Colonia. En él se recoge amplia información sobre los conventos, los nombres de las religiosas de quienes se guarda alguna memoria y, especial-mente, los de aquéllas que aparecen relacionadas con la literatura, ya sea porque se conservan sus obras o porque hay alguna referencia a su labor literaria. Todos estos registros han sido volcados, ade-más, en una base de datos en formato digital.

El libro se abre con un estudio sobre los conventos y la vida en ellos durante el período y en el territorio señalados, y el significado de la escritura para las religiosas.

Completa el panorama una antología de textos y un glosario de tér-minos utilizados en el ámbito.

Nota bibliográfica: Rossi de Fiori, Íride María y Rosanna Caramella de Gamarra. El hábito y la palabra. Escritura de monjas hispanoamerica-nas en el período colonial. Salta: Biblioteca de Textos Universitarios, 2001.

El objetivo fundamental de este trabajo fue volcar en un regis-tro sistemáticamente organizado toda la información recogida so-bre monjas del período colonial en Hispanoamérica, cuyo nombre trascendió a su época por alguna razón. En ese conjunto subraya-mos especialmente a aquéllas que se relacionan de alguna manera con la escritura: porque se sabe de su actividad en este campo por referencias de sus contemporáneos, o por la conservación de algún fragmento o del título de obras o de ediciones completas de sus obras. Esta información se organizó en tablas que consignan el nom-bre (civil/religioso) de las monjas, acompañado de datos de contextualización –fecha, lugar (país/localidad), convento y orden religiosa.

No siempre los datos que se encuentran corresponden a todos estos ítems, pues, en muchos casos, la información es fragmentaria o dudosa o difícil de identificar dada la lejanía en el tiempo y los distintos avatares que sufrieron conventos, archivos, publicaciones, etc. A esto se agrega la ambigüedad y contradicción en cuanto a los nombres de los conventos, el nombre religioso que, al reiterarse, provoca confusiones, y el problema de las fechas.

Con respecto a la ubicación temporal, algunos conventos se registran en las fuentes por la fecha de solicitud de autorización para su fundación, o por la fecha de concesión de ésta, o por el mo-mento en que entran las monjas al convento, o cuando se consagra formalmente la casa conventual y hasta la iglesia que le es anexada. Esto lleva a dudas que en muchos casos resultan imposibles de resolver.

Por otra parte, un inconveniente de primer orden está dado

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por el hermetismo del mundo conventual que no permite sacar a la luz los datos y éstos se filtran fragmentariamente a través de grie-tas no deseadas, lo que naturalmente provoca errores de interpre-tación.

De la entrevista con religiosas de clausura en la actualidad, surge claramente que para ellas la indagación del pasado por lo ge-neral no reviste ninguna importancia. Su misión es netamente es-piritual y trascendente y, por lo tanto, buscar nombres de monjas escritoras o textos escritos por ellas significa una desviación o una pérdida de tiempo que no se pueden permitir; a pesar de que, como veremos a lo largo de este trabajo, la escritura y el registro de he-chos conventuales hayan sido una actividad central en cada mo-mento de la vida de los conventos. Esto nos lleva a deducir que la escritura tiene sentido en cuanto contemporaneidad, sirve para delinear modelos de comportamiento, guardar memoria de todo lo que ocurre, pero ese valor no es retrospectivo, no se va hacia atrás para realizar investigación histórica.

Toda la información recogida hasta el momento tiene un ca-rácter dinámico, abierto y no definitivo, lo que nos obliga a conti-nuar el rastreo que, sin lugar a dudas, determinará la necesidad de agregar o reformular datos y conclusiones, a medida que se en-cuentre nueva información y se avance en esta línea de investiga-ción en los distintos países de Hispanoamérica1.

La labor de registro y el consecuente estudio de los datos han permitido profundizar en distintos aspectos de la vida conventual y de la escritura femenina, información que recogemos en el presen-te estudio preliminar en torno a la problemática de la escritura de monjas, y que ejemplificamos con referencias relevadas por noso-tras en investigaciones de campo y con las obtenidas de las investi-gaciones de otros estudiosos que nos permiten elaborar nuestra teoría sobre el tema. Este trabajo demostrará lo complejo de las circunstancias que rodean al hecho de la escritura y lo fortuito de la transmisión de ese producto literario. Al tratarse de producción escrita colonial y conventual, con muestras muy pequeñas en algu-nos casos, y con el cambio permanente que generan las apariciones de nueva documentación, el proceso de análisis es muy arduo y los resultados generalmente no son definitivos.

1 A partir del cúmulo de datos que se han ampliado o rectificado y de la información que se ha ido agregando a medida que se avanza en la investigación, se encuentra en preparación la segunda edición de la base de datos que acompañó la edición original de El hábito y la palabra (2001).

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En este estudio nos centramos especialmente en la escritura femenina conventual, en sus temas, géneros, inclusión o no en es-cuelas o movimientos literarios, destrezas técnicas de las autoras, etc. En relación con la problemática literaria surgen dos aspectos importantes y complementarios entre sí: primero, la cuestión de la autoría y su contracara el anonimato, que puede ser real –cuando la monja no firma su obra– o encubierto –cuando firma con el nombre religioso que no es identificatorio y, además, desdibuja la identi-dad real hasta hacerla desaparecer con el paso del tiempo; este ano-nimato se acrecienta además con la reiteración de los nombres2. En segundo lugar, todo lo atinente a la transmisión del texto que, como se verá, es azarosa; este tipo de obra literaria es un producto con destino incierto; algunas de las razones son: generalmente no llega a la instancia de la publicación o es una publicación precaria de uso interno; se pierde, se traspapela con otros documentos en cajas o carpetas sin rótulos o con identificación vaga; o de haber sido pasible de prohibición o sanciones, se esconde deliberadamente. También sucede que se borra el nombre y se cambia la autoría. En el caso de que la obra se publique, la edición se realiza en lugares distantes o mucho tiempo después del momento de la escritura.

De un nombre precario y de una transmisión dificultosa, re-sulta entonces como una conclusión natural que se debió haber escrito mucho para que sobreviva la cantidad de material que logra encontrarse en la actualidad.

Consideramos nuestro deber hacer público nuestro reconoci-miento a todos los investigadores que desde sus lugares de origen y desde sus estudios particulares aportan datos que completan nues-tras propias investigaciones.

Hemos incorporado, al final del libro, una pequeña antología de poesías escritas por religiosas hispanoamericanas, sin la menor intención de agotar el tema. El material registrado fue tomado de antologías, manuscritos, obras publicadas de las autoras o estudios críticos que incluyen fragmentos de poesías como ejemplo de la

2 Al respecto, resulta muy ilustrativo el caso registrado por Dante E. Zegarra López (1985: 424): «…desde 1616 gobernaba el Monasterio de Santa Catalina, como Priora, Ana de los Ángeles (Gutiérrez), una de las religiosas que ingresó al Monasterio el día de la fundación de éste y que por esa época debía ser menor de 55 años de edad.

Por el mismo hecho del nombre religioso que tenía la Priora que recibió sus votos de profesión, Ana de Monteagudo adoptó el nombre religioso de «de los Ángeles» y que ella, posteriormente a su turno, estando de Priora, se le impuso a otra religiosa de nombre civil: Ana».

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temática que tratan. Por esta razón el cuerpo de la muestra com-prende fragmentos, selecciones o textos completos, según las ca-racterísticas del material hallado.

Al pie de las composiciones se señalan las fuentes de donde fueron tomadas y los datos de ubicación de las autoras. El ordena-miento es cronológico. Los textos han sido modernizados para su ajuste a una norma única y para facilitar la lectura.

Se acompaña el libro, finalmente, con un glosario de términos del mundo conventual, complementado con un listado de los nom-bres de conventos que se reiteran según las órdenes a que pertene-cen. Consideramos muy importante este anexo, pues la mayor par-te del vocabulario es histórico y su significado, de difícil deducción. Se agrega el hecho de que muchos de los términos que se mantie-nen en nuestro lenguaje actual, tenían, en su momento, un campo semántico completamente distinto; otros son de circulación res-tringida, referidos a objetos o circunstancias existentes sólo en al-gunos lugares. Hay palabras relacionadas con los campos de la ar-quitectura, de la vestimenta, de oficios conventuales, del mundo de relación, elementos del culto, etc. 3

3 Por tratarse de un material de alto valor referencial para el contenido general de la presente edición, dicho glosario se incluye al final del libro.

Abadesas comprensivas y represivas, ir y venir de provinciales y comisarios, exigentes o permisivos, vicarios y capellanes atentos o descuidados, mayordomos fraudulentos y administradores hones-tos, compañeras amistosas y religiosas malhumoradas; exigüidad o abundancia de recursos económicos; población multitudinaria o pequeños grupos de mujeres dedicadas al apostolado religioso y a la educación; vida de corte y sacrificio estoico; profundo misticis-mo, fatuidad y vanidades. La vida conventual en Hispanoamérica es, todo junto o por separado, cada una de estas posibilidades. A cada realidad que podamos describir se contrapondrán ejemplos representativos de la realidad exactamente opuesta.

Dentro de todas las normas, reglas y leyes que definían a la institución conventual, ésta tenía, como toda institución humana, cierta flexibilidad y adaptación a las circunstancias históricas con-cretas por las que iba pasando.

Antes de analizar el mundo conventual en Hispanoamérica, consideramos necesario hablar del mundo americano que servirá de escenario al desarrollo de la institución conventual.

Es muy frecuente que veamos sintetizarse la enorme comple-jidad de la etapa inicial de la hispanización de América con la expre-sión «Mundo Nuevo». Esta expresión no sólo no revela las caracte-rísticas de ese mundo, sino que además tiende a desviar nuestra atención de algunas cuestiones fundamentales. Dejaremos de lado el hecho de que, en realidad, no se instaura un mundo nuevo en

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una nada anterior, sino que América es un mundo ya existente, con un desarrollo poblacional y cultural muy importante. Nos apoyare-mos como punto de partida para este análisis en la llegada de los españoles. Los conquistadores llegan a estas tierras intuyendo una realidad diferente de la que encuentran. Luego de la sorpresa ini-cial, tratarán de relacionarse con el ámbito a través de los instru-mentos que les son familiares: las instituciones y el ordenamiento del mundo europeo. Entonces fundarán ciudades, crearán Cabil-dos, Reales Audiencias, Virreinatos. Y las normas que establecen para la interrelación dentro de la nueva sociedad serán, en algunos casos, más rígidas que en España, y en otros, más diluidas o simple-mente tergiversadas.

América, con su circunstancia completamente diferente de la realidad conocida por los europeos, constituirá un factor de distor-sión de ideas, instituciones y hasta costumbres cotidianas4. El mun-do europeo penetra en el americano pero inmediatamente se mo-difica o se desvía dado que las circunstancias y condiciones del medio americano son completamente diferentes de las europeas. En esa geografía distinta, desconocida, sin equivalencias posibles, estos hombres buscan establecer equivalencias con lo conocido y así, la primera imagen de América es errónea. Desde su llegada a tierra, Colón cree estar pisando el suelo que no es, y describe el paisaje, los animales y la gente desde su conocimiento del mundo. Los hombres que llegan traen una formación tardo-medieval, se-gún la cual las construcciones teóricas preelaboradas determinan a la realidad; por lo tanto tratarán de hacer encajar lo que ven dentro de sus preconceptos. Y, por otro lado, no debemos olvidar que la mayoría de estos hombres vienen de circunstancias poco halagüe-ñas, de modo que, una vez pasado el estupor inicial, se darán cuenta de la posición ventajosa en que se encuentran para inventarse una nueva realidad y, paradójicamente, en contraposición con el salva-jismo y desorden del ambiente que los rodea, generarán organi-zaciones políticas y sociales exageradamente rígidas, pero con una naturaleza muchas veces diferente de la de las organizaciones origi-nales. A todo esto se agrega como una variable esencial y que modifi-ca el panorama, la cuestión de las descendencias de conquistadores e indias, que generarán una sociedad con elementos humanos nuevos no fácilmente ubicables en las estructuras conocidas.

En ese contexto paradojal de salvajismo y necesidad de civili-

4 Daisy Rípodas Ardanaz (1983) habla de «refracción de ideas en Hispanoamérica colonial».

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zación, de desórdenes y necesidad de organización, se inserta, en-tre las otras, la institución conventual; de modo que sufrirá, a la par de las otras, adaptaciones que a veces resultarán en una mayor rigi-dez, otras en un suavizamiento y muchas veces, en una estructura nueva. La variable más importante que diferenciará notablemente el espíritu de los conventos femeninos de Hispanoamérica de los europeos es la cuestión socio-racial que se convierte en la razón más importante para la creación de conventos: la mujer, sea la espa-ñola que no tiene candidatos maridables en razón de su condición social; sea la mestiza, hija de conquistador e india; sea la india no-ble (las «indias caciques»); sean las huérfanas, resultado inevitable de las guerras de conquista, no tienen espacio en la sociedad. Para dar respuesta a esta problemática, las autoridades civiles y religio-sas determinan la creación de conventos que permiten, por un lado, contenerlas adecuadamente, manteniéndolas alejadas del pecado; por otro lado, darles un sentido a su vida, poniéndolas al servicio de Dios y, finalmente, sacarlas del mundo en donde constituyen una grave preocupación para los hombres.

El segundo motivo en importancia para la creación de conven-tos era el prestigio que devenía de ello para la ciudad y sus persona-lidades. Es por esto que era frecuente que las familias notables donaran parte de sus bienes para la fundación o mantenimiento del convento, lo cual las revestía de un halo particular. Un ejemplo de esto es el Convento Real de la Concepción de San Miguel el Gran-de (San Miguel de Allende), México, el cual es fundado en 1756 por los Condes de la Canal, para que su hija Josefina Lina (que tomará el nombre de Josefina Lina de la Santísima Trinidad) pu-diera profesar. Por otra parte, en el Libro de Cabildo, en el acta donde se trata la fundación del Monasterio de Santa Catalina de Sena en Arequipa (1568), se señala:

En este Cabildo se trató que de muchos días atrás se ha tratado en este Cabildo que sería conveniente al hornato de esta ciudad y muy del servicio de Dios nuestro señor que se hiciese e fundase una casa de recogimiento e munasterio para monjas… (Zegarra, 1985: 24; subrayado nuestro.)

Por otra parte, debido a que la fundación de conventos, en general, respondía a necesidades imperiosas en cuanto a dar solu-ción a problemas sociales, el procedimiento que se seguía era poco ortodoxo en el sentido de que se echaba mano de los conventos que hubiera, en la misma ciudad o en lugares cercanos, para traer mon-

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jas fundadoras, usar las constituciones, la regla y el hábito de esos conventos, aunque no coincidieran con la orden que se había elegi-do para el nuevo. Jesús Paniagua Pérez (Monacato, 1993: 301) dice, al respecto, lo siguiente:

…por ello vemos a concepcionistas fundando carmelos y a clarisas fundando concepcionistas. Es más, ni siquiera el franciscanismo, teresianismo o dominicanismo eran límites para elegir fundadoras. En realidad, la causa esencial era que los fundadores, por lo general, solían ser gentes adineradas que simpatizaban con una u otra orden o se sentían atraídos por un determinado carisma y ése era el único fundamento que hacía que un monasterio tomase un hábito y regla u otro.

Consideramos imprescindible aclarar que lo que definiremos como «imagen ideal de la vida conventual» se forma a partir de las señales e información que nos llegan desde el interior del mundo eclesiástico. Esa imagen no siempre coincide con la realidad; es más, a veces se halla en clara contradicción con lo que verdadera-mente ocurre en el interior del convento.

Por otra parte, para entender las enormes diferencias que mar-caremos entre imagen ideal y realidad, es importante señalar que ese mundo conventual es regido, fundamentalmente, por un crite-rio de discreción que exige mantener oculto todo aquello que con-travenga el «deber ser» del convento: todo aquello que signifique una transgresión debe mantenerse encerrado entre las paredes del ámbito, y no debe ser conocido en el exterior. A partir de la revisión de los archivos conventuales5 comienzan a salir al exterior informa-ción, obras, nombres, en tal volumen que pareciera revelarse un mundo.

Imagen ideal

Un fragmento de un documento escrito por fray Pedro de la Rúa (Querétaro, 1735) nos ilustra al respecto: «Las religiosas fue-ron llamadas a la religión para ser esposas de Jesucristo y para con-seguir la corona de la gloria, por eso se sujetan a una estrecha po-

5 Una de las primeras investigadoras en realizar un estudio a fondo en los archivos conventuales es Josefina Muriel, quien, en 1946, revisa los de la ciudad de México y expone sus conclusiones en su tesis doctoral. A la par de estos estudios, también se analiza innumerable cantidad de documentos y actuaciones en relación con cuestiones producidas en los conventos de Hispanoamérica.

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breza, a una continua vigilia para la guarda de la pureza, a una traba-josa obediencia, a un continuo y perpetuo encerramiento» (Ramírez Montes, 1995: 565).

A partir de estas palabras enunciaremos brevemente cuáles eran históricamente los componentes de lo que denominamos la «ima-gen ideal del convento» que, por otra parte, define su «deber ser».

E  Libertad de conciencia para la elección del estado religio-so, lo cual lleva al deseo de profesar y pronunciar los votos de casti-dad, pobreza y obediencia. Todo esto requiere de una férrea voca-ción y de un espíritu de sacrificio que ayuden a la religiosa y la mantengan firme en sus votos.

E  Clausura: silencio, recogimiento individual y vida comu-nitaria; disciplina para aceptar y cumplir las reglas; compromiso con la orden y todo lo que ella implica.

E  Rutina monacal hecha de oración, meditación, recogimien-to, examen de conciencia, penitencia; prácticas devocionales que alternan con las labores femeninas cumplidas con humildad y su-misión.

E  Servicio –dentro del convento–, educación y cuidado de los enfermos; además del cumplimiento de todas las labores do-mésticas para la atención del claustro.

Traspasar el «umbral de la puerta reglar» significaba abando-nar definitivamente el mundo, el siglo. Y el ingreso de la postulan-te era acompañado de una cantidad de ritos tendientes a remarcar la obligación de desprenderse del mundo: el corte de los cabellos, el cambio de sus ropas mundanas por el hábito de novicia; abando-nar joyas, adornos y afeites; separarse de su familia, perder su nom-bre y dejar fuera todas las cuestiones de carácter social que hubie-ran acompañado su vida en la casa paterna; olvidar toda jerarquía social o política para asumir su nueva condición que, de ahí en más, estaría regida exclusivamente por la obediencia a la jerarquía ecle-siástica. Esta ceremonia era pública y se revestía de un carácter ejemplarizador, de modo que muchas veces llegaba a constituir un verdadero acontecimiento social al que asistían familiares, autori-dades, gente de la ciudad6.

El convento, como edificio (la fábrica, como es llamada en los

6 Josefina Muriel, en su conferencia magistral «Cincuenta años escribiendo historia de las mujeres» (Monacato, 1995: 19-31) señala que, de la pintura de la época, se pueden conocer rostros, nombres, títulos, familias de las jóvenes que profesarían; atuendos fastuosos; retratos del acto de la boda mística, entre otros componentes de esta vida.

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documentos), debía ser una construcción sobria, humilde, con las comodidades mínimas, con espacios individuales (celdas austeras, despojadas de todo adorno) y espacios comunitarios para comer, trabajar y recrearse (el refectorio, los patios, el coro).

Realidad del mundo conventual

El modo de vida descripto hasta aquí no siempre se cumplió. Es más: son mucho más frecuentes los casos de inobservancia, de ahí las numerosísimas tramitaciones entre abadesas, superiores de las órdenes, autoridades eclesiásticas de América y de España y presentaciones hechas ante el mismo Rey o el Papa, sea quejándose de los incumplimientos, sea dando extensas explicaciones de a qué se debían éstos.

Para entender cabalmente lo que sucede en el ámbito conven-tual hispanoamericano, consideramos necesario enfocar el análisis en dos direcciones:

1. Las disposiciones del Concilio de Trento (1545-1563);

2. La realidad del mundo americano y las condiciones de crea-ción de conventos en esa realidad.

El Concilio de Trento7 

La reforma tridentina, en lo que hace a la vida conventual, tanto masculina como femenina, se puede resumir en los siguien-tes puntos8:

E Necesidad de volver a la pureza de la regla en la que se hubiese profesado.

E Para garantizar la libertad y conciencia personal de ingreso al con-vento, se fija una edad mínima para la aspirante, un tiempo de novi-ciado y un profundo examen de su voluntad antes de la profesión.

E Obligación de respetar y cumplir los votos.

E Deber de las religiosas de vivir en el claustro y plegarse a la vida comunitaria a la hora del rezo, en el refectorio y en el uso del hábito.

7 El Concilio de Trento fue convocado por Paulo III para resolver las dificultades provocadas por la aparición de la Reforma luterana. Se reunió desde 1545 hasta 1563, con grandes interrupciones, y en el documento Definitio fidei Tridentina se dieron a conocer las conclusiones aprobadas en su transcurso, que afectaron al dogma y a la disciplina de la iglesia.

8 El tema de la reforma de Trento y su aplicación en América es desarrollado por Viforcos Marinas, María Isabel: «Las reformas disciplinares de Trento y la realidad de la vida monástica en el Perú Virreinal»; en Monacato, 1995: 523 y ss.

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E Estricta observancia de la clausura, prohibición expresa de que ninguna religiosa abandone el claustro y de que ninguna persona ajena entre en él.

E Someterse al control de los capítulos de las órdenes, de la auto-ridad episcopal y al dictado de los visitadores por ella asignados, que habían de inspeccionar periódicamente los conventos.

E Necesidad de conjugar la obligatoria pobreza individual con la responsabilidad de garantizar los recursos de vida de las comuni-dades religiosas.

El Concilio de Trento, entonces, instituye firmemente la li-bertad vocacional y la clausura, así como la vida auténticamente comunitaria, y la prohibición absoluta de peculio. Y, por la firme determinación puesta en estas consideraciones que sintetizan la reforma tridentina en el ámbito conventual, podemos intuir que todo esto no se cumplía o, al menos, que su cumplimiento no era muy estricto.

Debemos entender, por un lado, que la reforma tridentina, en cuanto a la vida conventual, no fue estrictamente una reforma, sino un llamar a una vuelta a los orígenes9. Los aspectos que señalamos como centrales en estas disposiciones estaban ya explícitamente establecidos en las reglas de las órdenes monásticas desde su crea-ción; pero una progresiva relajación de las costumbres se había ido verificando ya desde los siglos XII y XIII. Es indudable que, a esta altura, existía un total o parcial desconocimiento por parte de los fundadores de los conventos de las características de las reglas que los debían regir10.

Por otra parte, es importante señalar que el Concilio de Trento en realidad adopta la reforma que ya Santa Teresa primero, y a con-tinuación San Juan de la Cruz, habían establecido en sus Constitu-ciones cuando reforman la orden del Carmelo.

9 Ya el Concilio de Ver (año 755) establece que las monjas tenían que escoger entre vivir en un monasterio sub ordine regulari o bien bajo el obispo sub ordine canonico, y la exigencia de la vida comunitaria es normal a partir de entonces en todos los sínodos, que permitían solamente la vida propiamente monástica, o la canonical, para las vírgenes. (Cfr. Masoliver, 1994: 124.)

10 Al inicio de la vida conventual en Europa (primeros siglos de la Edad Media) lo más común era el régimen de regula mixta, es decir, la vida conventual se adaptaba con absoluta libertad a las normas y estatutos que más le convinieran de entre las diversas reglas conocidas entonces. Este eclecticismo se mantuvo fuertemente vigente más o menos hasta mediados del siglo XIII. (Cfr. Masoliver, 1994: 123). «Las clarisas seguían en un principio la Regla de san Benito, y un benedictino era su protector. Mas, transcurridos cuarenta años, Inocencio III, el gran amigo de san Francisco de Asís, cambiará su Regla, a pesar de que conservaron algún rasgo de la anterior, por ejemplo, el hecho de seguir teniendo abadesas». (idem: 158).

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El panorama del siglo XVI es muy complejo y hay que enten-der que no sólo existe el problema de la necesidad de separar y definir el mundo conventual como diferente del mundo laico, de ahí la insistencia en la clausura, sino que también en este último existe el reclamo de establecer pautas para la vida espiritual, sin que esto le signifique al hombre común adoptar las formas de la vida conventual; se busca el establecimiento de una ética religiosa para el laico. En este contexto es que se produce la reforma del Carmelo: el objetivo fundamental, definir a la vida conventual a través de la estricta observancia de la clausura y la obediencia a la regla; no se trata de laicos puestos a vivir en un convento, sino de religiosos que verdaderamente aceptan y obedecen la regla que rige la vida en el convento al que se incorporan.

Realidad del mundo americano. Condiciones de creación de los conventos femeninos

Las disposiciones del Concilio de Trento fueron inmediata-mente comunicadas a todas las diócesis, incluidas las del Nuevo Mundo, para su inmediata implementación. Pero la problemática particular del mundo americano no había sido tenida en cuenta en el Concilio, por lo que se planteó la inmediata necesidad de adaptar estas disposiciones, adaptación que se produjo, en muchos casos, de forma natural y como una continuación de lo que tradicional-mente se venía haciendo en América, por la propia inercia de hábi-tos fuertemente arraigados en la sociedad colonial; y en otros casos, con duros enfrentamientos entre el convento, las autoridades ecle-siásticas y las autoridades de Indias, a quienes se recurría en cali-dad de árbitros finales.

En América no existen problemas relativos al dogma (como en Europa), pero existen otros derivados de las características particulares de esta sociedad en formación, como ya lo hemos seña-lado. Los focos de tensión más urticantes y que habrían de provocar mayores enfrentamientos son:

a) conflictos de poder y jurisdiccionales: entre eclesiásticos y au-toridades civiles, generados en torno a las controvertidas prerroga-tivas del patronato real11; entre clero regular (órdenes monásticas)

11 Derecho de patronato, Patronato o Patronazgo Real o Ius Patronatus: derecho que tenía el rey de presentar sujetos idóneos para los obispados, prelacías seculares y regulares, dignidades y prebendas en las catedrales o colegiatas, y otros beneficios.

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y clero secular (representado fundamentalmente por la autoridad del obispo);

b) conflictos sociales, derivados de la particular conformación de la sociedad colonial.

Ambos factores de tensión encontrarán eco inmediato en los claustros femeninos que se convierten en cajas de resonancia para los problemas que se producen en las ciudades donde ellos están asentados.

Al poder ser los conventos fundados por autoridades o entida-des civiles, familias acomodadas y de cierto rango social, o por los obispos o por las autoridades de alguna orden y hasta de fundación mixta, en la que intervenían dos o tres de los nombrados, se produ-cían conflictos de poder sobre quién tenía el patronato sobre el convento. El Cabildo de Arequipa, cofundador del Monasterio de Santa Catalina de Sena, deja establecida, en el documento de fun-dación, su condición de fundador y patrón del monasterio, por haberlo fundado y dotado «con mandas y limosnas», remarcándose el deseo del Cabildo de que ni el Papa, ni ninguno de sus jueces eclesiásticos «se puedan entremeter ni entremetan en elegir ni elijan Patrón ni otra cosa tocante o dependiente al dicho patronaz-go… ni sobre lo susodicho se pueda ingresar bulas, ni privilegios, ni concesiones algunas de Su Santidad, ni de otro juez delegado…» (cit. en Zegarra, 1985: 41).

El problema racial, por otra parte, constituirá una de las gran-des dificultades en esta sociedad clasista que no admite mezclas: la presencia de mujeres aborígenes en América obligará a la crea-ción de conventos para albergarlas12. Así, como novedad llamativa respecto de lo que sucede en Europa, se dará la creación de una primera orden exclusivamente femenina, no dependiente, como segunda orden, de una masculina: nos referimos a la orden de las

Este derecho fue otorgado inicialmente, en 1508, por el Papa Julio II a los reyes de España y, por ende, a sus virreyes y cabildos en América. Por este derecho, eran los reyes de España y sus lugartenientes los que normaban la fundación de conventos y monasterios, establecimiento de capellanías e, incluso, proponían a obispos y arzobispos y sus cambios de sede. Este derecho provocó no pocos conflictos de jurisdicción al someter a la Iglesia al poder civil, contra todo lo que estaba pautado desde siempre por las normas y la tradición.

12 En Italia, en el siglo XII, se registra un caso curioso para el mundo europeo, de que los monasterios de una misma ciudad se repartieran las vocaciones por una cuestión de carácter social. Así, en Brescia, el monasterio de Santa Julia recibía a las novicias nobles, y el de los Santos Cosme y Damián, sometido a la jurisdicción del obispo, a las burguesas y campesinas. (Cfr. Masoliver, 1994: 157-8)

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clarisas cuyos conventos, en sus primeros tiempos, sólo albergaban a indias caciques.

Esta rígida e intolerante estratificación social fue determinante también del incumplimiento de otra de las disposiciones tridenti-nas: la exigencia de respetar la vida comunitaria. Las niñas de fami-lia acomodada, alentadas por sus padres, tutores o «madrinas» del convento, no estaban dispuestas a hacer vida en común con cual-quiera que no fuera su par, y tampoco se avenían a realizar las bajas tareas domésticas, tanto para como para el orden y aseo del con-vento, por lo que eran acompañadas al claustro por sirvientas que debían atenderlas como en su vida familiar de antes. Volveremos después sobre el tema de sirvientas y esclavas y labores serviles, pero ahora queremos tocar un tema íntimamente relacionado con esta cuestión de la vida en común.

Según el Concilio y las Constituciones de los conventos, las religiosas debían realizar vida comunitaria para comer, trabajar y recrearse; y también debían descansar en un espacio único durante la siesta y la noche, si bien se permitía el uso de canceles para divi-dir e independizar a cada monja, todo esto con el fin de evitar las llamadas «celdas profanas», instaladas desde las primeras épocas en los conventos.

Pero, contrariamente a estas determinaciones, estas celdas profanas llegaron a constituir verdaderas viviendas individuales o grupales en el interior de los claustros y eran patrocinadas por los familiares de la monja que compraban el «sitio» al convento y ha-cían construir, en carácter de «celda», toda una vivienda. Algunas llegaron a tener dos pisos; una, dos o tres habitaciones, con venta-nas y balcones a la calle; baño, sala, escribanía; cocina con fogón y chimenea, patio y corrales, todo con las terminaciones debidas: pa-redes de adobe blanqueadas, con puertas de cedro, bibliotecas y adornos. Se da el caso, en un convento en Lima, en que la construc-ción de una celda es encargada a un destacado constructor de la época13.

Naturalmente, como la celda había sido comprada al convento y era de propiedad de la monja, ella, o su familia, podían venderla o heredarla para otra monja; a veces el beneficiado era el propio con-vento, quien le daba usos especiales («celdas condicionadas»).

Dan testimonio claro de la estructura de estas construcciones

13 Al respecto, ver nota 8 en Sor Juana de Maldonado y Paz. Entretenimiento en obsequio de la huida a Egipto.

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los restos arqueológicos de una celda, posiblemente de sor Juana Inés de la Cruz o de alguna de sus compañeras, del antiguo convento de San Jerónimo, hoy Universidad Claustro Sor Juana (México D. F.)

Vida comunitaria versus vida particular dentro del convento. Sor Juana es un ejemplo acabado de la vida particular: estudiar, escribir, albergar en su celda todos los instrumentos, libros y arte-factos necesarios; comer, recibir y solazarse en privado, rechazan-do, además, las comidillas y murmuraciones en que se ocupaban muchas veces las religiosas. En la Carta de Monterrey14, escrita por sor Juana a su confesor, leemos:

¿Por qué ha de ser malo que el rato que yo había de estar en una reja hablando disparates, o en una celda murmurando cuanto pasa fuera, y dentro de casa, o pelear con otra, o riñen-do a la triste sirviente, o vagando por todo el mundo con el pensamiento, lo gastara en estudiar? (Subrayado nuestro.)

Ahora bien, de todo lo que conforma el mundo conventual femenino en Hispanoamérica nos interesa desarrollar sólo algunos conceptos, pues es imposible pretender agotar toda su compleji-dad. Así, nos detendremos en dos aspectos: la vida conventual y la escritura, como uno de los componentes de este mundo conven-tual femenino.

14 Tapia Méndez, Aureliano (Ed.). Carta de sor Juana Inés de la Cruz a su confesor. Autodefensa espiri-tual. Boston, Mass. U.S.A., 1986.

Bañera en la casa de Sor Jua-na de Maldonado (Méndez de la Vega, 2002: 127)

En Méndez de la Vega (2002).

Entre las disposiciones tridentinas figuraba la de que se debía garantizar que el ingreso al convento estuviera determinado por una «libre elección de la mujer», la que tiene su origen en una vocación personal por la vida religiosa. Así, una indicación reiterada para el momento en que se tomaba la profesión de votos era que las postulantes debían ser amonestadas «una, dos y tres veces, si son todas o alguna de ellas persuadidas de alguna persona o personas, a que sean monjas contra su voluntad» (Zegarra, 1985: 67).

La mujer hispanoamericana, en general, es profundamente religiosa y piadosa, pero eso no significa que posea vocación de vida monástica.

El concepto que se tiene de la mujer, por un lado, y las condi-ciones de vida de ésta en la sociedad colonial, por otro, determina-rán que el claustro y la vida conventual en América asuman el carác-ter de un refugio para la mujer, refugio buscado intencionalmente por ella o determinado compulsivamente por la familia.

Respecto de este concepto, la tradición teológica, científica y popular, que pervive desde la Edad Media, asociaba a la mujer con el cuerpo, la lujuria, la flaqueza, la irracionalidad, mientras que iden-tificaba a los hombres con el espíritu, la razón y la fuerza. De esta manera, el pecado en la mujer es inherente a su naturaleza, provie-ne de su interior. En cambio, el hombre que peca lo hace porque es seducido desde afuera, tentado por la corporeidad femennina. Ésta, entonces, es considerada un elemento peligroso para la moral de los hombres, inclinada, como es, naturalmente hacia el mal. Pero, además, también desde la visión de los teólogos, se insiste en «la natural fragilidad de la mujer». Ella es un ser inferior, débil, como

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