img1.png

 

Ética y ciudadanía : de la reflexión a la acción / compiladores

Wilson Acosta Valdeleón, Fabio Orlando Neira Sánchez. -

Bogotá : Universidad de la Salle, 2013.

284 p. ; 16 x 24 cm

1. Incluye referencias bibliográficas.

ISBN 978-958-8844-26-8

1. Ética 2. Ética social 3. Ciudadanía 4. Educación cívica

I. Acosta Valdeleón, Wilson, comp. II. Neira Sánchez, Fabio Orlando, comp.

172.1 cd 21 ed.

A1384307

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

ISBN: 978-958-8844-26-8

Primera edición: Bogotá D. C., febrero del 2013

© Derechos reservados Universidad de La Salle

Edición:

Oficina de Publicaciones

Cra. 5 No. 59A-44 Edificio Administrativo 3er. Piso

P.B.X.: (571) 348 8000 Extensión: 1224

Directo: (571) 3488047 Fax: (571) 217 0885

Correo electrónico: publicadones@lasaUe.edu.co

Dirección editorial:

Guillermo Alberto González Triana

Coordinación editorial:

Sonia Montaño Bermúdez

Corrección de estilo:

María Angélica Ospina Martínez

Diseño de portada:

Claudia Patricia Rodriguez Ávila

Diagramación:

Mauricio Salamanca

ePub x Hipertexto / www.hipertexto.com.co

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por

cualquier procedimiento, conforme a lo dispuesto por la ley.

A manera de introducción: reflexiones sobre la relación entre ética y ciudadanía{*}


Wilson Acosta Valdeleón{**}

Fabio Orlando Neira Sánchez{***}

Resulta casi una verdad de Perogrullo afirmar que vivimos un momento histórico signado por una cantidad enorme y vertiginosa de cambios en todos los órdenes, al punto de que pareciera ser que el cambio es la única constante de las sociedades contemporáneas. Las mutaciones en los sistemas de producción económica han destruido las certitudes que antes tenían el empresario y el trabajador, y las han remplazado por un escenario de incertidumbre cotidiana en la que el fantasma del riesgo está siempre presente. La vida social se ha transformado drásticamente: instituciones que antes nos servían como fuente de identidad, tales como la familia, la Iglesia, los grupos, la nación, han ido desdibujándose y transformándose al punto de que nos cuesta hoy reconocerlas como otrora lo hacíamos. La vida política también ha mutado y hoy por hoy pocos creen en los partidos y las ideologías, y se contentan con defender y gestionar los asuntos que les son propios y urgentes sin depositar mayor confianza en la posibilidad de construir una sociedad mejor. Hasta la vida personal y las relaciones que entablamos con los otros seres humanos han mutado gracias a la presencia de las nuevas tecnologías de la información y el constante uso de las redes sociales.

En medio de este nuevo panorama pletórico de transformaciones, no es para nada extraño que la moral también se vea sometida a una serie de cambios que muy rápidamente hacen que aquello que antes se considerara válido y positivo para la construcción de sociedad, hoy se sienta anticuado y hasta impertinente. Solo hace falta constatar los nuevos tipos de relación amorosa que han surgido en las últimas décadas, en las que el amor romántico que se juraba solo a una persona y para toda la vida, sin importar las condiciones, ha venido cediendo paso a nuevas formas de relación que tienen como fundamento el consenso para fijar los límites de lo que es y no es válido e incluso del tiempo que ha de durar y las causales para darlo por terminado. El presente, entonces, cobra un valor inusitado destituyendo al pasado y el futuro. De ahí que, como afirma Diego Barragán, en el texto “El asunto es practicar: aceleración, inmovilidad y futuro” de este mismo libro,

[...] en la vida cotidiana también lo urgente ha sustituido a lo importante, adelgazando a su vez la idea de proyecto, el cual se entiende más como un procedimiento para incrementar el rendimiento y no como una posibilidad de vislumbrar el futuro. Así, se trata de un individuo que prefiere la satisfacción inmediata, que transita de un deseo a otro aceleradamente, que prefiere la intensidad a la duración, que está insatisfecho, pero sobre todo —aquí está tal vez la mayor ambigüedad—, este tipo de ser humano “exige del presente lo que debería esperarse del futuro” (Innerarity, 2009, p. 54). En este sentido, se valora más el presente, desplazando la comprensión del futuro como proyecto social y humano; además, se vive en una colectiva urgencia de tiempo, es decir, una sensación de falta de tiempo constante. En consecuencia, la adaptabilidad, la flexibilidad y la movilidad son valores que una sociedad de este estilo promueve, para que así la aceleración y la urgencia tomen su forma definitiva en la productividad y el consumo. Aquello que en antaño era urgente —que se entendía como extraordinario— se vuelve rutinario y común; podríamos hablar del imperio de las falsas urgencias, que requieren actuar inmediatamente.El sosiego se nos es negado y la intranquilidad por responder a las falsas urgencias colma nuestras vidas.

Pareciera ser que estuviéramos condenados a vivir en medio del vértigo y que la urgencia de mantenernos al día nos impidiera tomar demasiado tiempo para la reflexión teórica. Aún más, pareciera ser que las reflexiones teóricas que no logran aterrizar a la realidad nos han hecho pesimistas y hasta resistentes a la posibilidad de encontrar coherencia entre nuestros discursos teóricos y nuestras prácticas en la vida cotidiana. Existe un señalamiento importante de la sociedad hacia las instituciones formadoras de los nuevos sujetos y en medio de este señalamiento está la acusación de formar buenos razonadores morales, pero muy malos practicantes. Y es aquí donde Barragán propone que la ética es un asunto primordialmente ligado con la práctica. Escuchémosle:

Con todo lo anterior, podemos decir que en la actualidad vivir bien y felizmente es un asunto que debe ser retomado, de cara al presente y al futuro. Diferentes autores y doctrinas han hecho sus propuestas intentando buscar la mejor manera de convivir. En la actualidad, para pensar el futuro y la convivencia planetaria, es importante reflexionar sobre los derechos humanos y la ciudadanía, conceptos que nos dan un marco global sobre el cómo hemos de actuar. En este contexto, el desarrollo de prácticas morales o, mejor, de una percepción moral de la sociedad, resulta vital y no se circunscribe solamente a estudiar teóricamente cómo se debe actuar o a profundizar sobre lo que consideramos bueno o malo de las actuaciones de los otros, a la manera como se pretenden estudiar los fenómenos científicos: “el sentido moral no es primordialmente cuestión de cálculo, de ahí que haya que superar el prevalente individualismo metodológico en el análisis y el diseño de soluciones de las cuestiones sociales, políticas, económicas e institucionales. No es suficiente confiar en los mecanismos de racionalización social, como están instituidos” (Conill, 2006, p. 282).

Esta inusitada confianza en la práctica pareciera obedecer, como mencionábamos anteriormente, a la pérdida de confianza en las certitudes que la teoría podría dar a la acción moral. Actuar sin mayor reflexión podría resultar ser también improcedente, por lo menos así pareciera desprenderse del análisis juicioso que realiza Félix Riaño en su artículo “Ética, religión y legalidad: concordancias y diferencias” que se publica en este libro y en el que aborda las formas de regulación social a las que les otorga un papel fundamental, no solo para poder discernir sobre nuestra comprensión de lo ético y lo moral, sino para orientar nuestras acciones. Por señalar un ejemplo —explica Riaño—,

[...] la lengua o sistema de comunicación lingüística, considerada como un producto cultural complejo, es el elemento que coadyuva a la cohesión social y permite las diversas dinámicas de cambio. Siendo así, es uno de los factores más drásticos de un choque cultural; se entiende cuando se desconoce un código de lengua, como el alemán o cualquier otro en relación con el castellano. La cultura lo implica todo, es el aporte del hombre a la naturaleza que le rodea, es la resignificación de su realidad, es el situarse en el mundo.

Desde esta postura, los análisis que preceden a la acción son fundamentales, ya que ellos atienden a una serie de factores que hacen que el actuar resulte moralmente pertinente. No se es moral sino dentro de un contexto específico; no se puede actuar moralmente sin que antes medie una comprensión de la cultura en la cual se desenvuelve el sujeto. Tal es el caso de las normas morales que, según Riaño, modifican abierta o sutilmente nuestra conducta:

Pero hay normas culturales aun más sutiles. Es el caso de los segundos que se nos permite mirar los ojos de un desconocido. En nuestra cultura serían unos tres o cuatro segundos; si el tiempo de la mirada se prolonga, se trasgrede la norma y eso provoca reacciones sancionatorias y múltiples interpretaciones. Esto se puede constatar en el bus urbano, un verdadero laboratorio sociológico donde puede ocurrir que, si observo a alguien y este se entera, de inmediato retiro mi mirada; o cuando la silla va de frente a otra silla la norma dice que no nos podemos mirar directamente a los ojos; o en el ascensor la norma sugiere mirar el número que indica el piso antes que mirar al desconocido. Estas normas no se expresan en algún escrito, pero funcionan y, si se transgreden, se nota la sanción. [...] Podemos concluir que la conducta humana comienza a ser modulada con las normas sociales, respondiendo a la necesidad de organización y armonización de los grupos humanos.

Ambas invitaciones, tanto la de Barragán como la de Riaño, no hacen sino colocar sobre la mesa una discusión muy importante en nuestros días y que refiere en últimas a la pregunta sobre el camino que deberemos construir para lograr que los miembros de nuestra sociedad construyan las herramientas necesarias para someter a interrogación la cultura, los valores y la moral existentes a fin de encontrar, tanto en sus reflexiones como en sus prácticas, las respuestas necesarias para llevar una vida bella y buena en medio de una sociedad signada por el cambio, la incertidumbre y el desasosiego.

LAS ÉTICAS DEL CUÍDADO Y LA COMPASÍÓN

Complejizando la discusión y llevándola más allá incluso de la reflexión entre la teoría y la praxis, aparecen en escena dos conceptos que, leídos desde diversas orillas del pensamiento, pueden aportar elementos para orientar la reflexión y la acción en nuestras sociedades: el cuidado y la compasión. Y es que estos dos conceptos parecieran haber cobrado una cierta hegemonía en las discusiones que se producen respecto de cómo y por qué actuar ante los otros en un mundo que privilegia cada vez más el individualismo y, con él, la constitución de un sujeto que, antes que sentirse identificado y obligado con las normas morales del colectivo, tiende cada vez más a interrogar su propio comportamiento para buscar en su conciencia los derroteros de su acción.

No obstante, como mencionábamos, estas categorías no son leídas de manera uniforme, sino que desde diversas esquinas del pensamiento cobran matices diferentes que en sí mismos pintan un escenario de discusión. Jorge Martínez en su artículo “La ética del cuidado de sí”, publicado en este texto, acude a Foucault para presentar una ética del cuidado, pero del cuidado de sí que

[...] permite constituir al sujeto en fuente de conocimiento. Esto se logra por medio del autogobierno, denominado por Foucault tecnologías del yo, las cuales favorecen un espacio para que las personas, solas o con la ayuda de otros, efectúen cierto número de operaciones sobre su cuerpo, alma, pensamientos, conductas y maneras de ser; es decir, se transformen con el fin de alcanzar cierto estado.

Estas tecnologías, como lo explica Martínez, actúan en el interior de los individuos constituyéndolos en sujetos éticos y, en este caso, la ética no solo es una acción, sino que se convierte en una forma de vida que se preocupa por constituirse a sí misma en algo bello y bueno, pero no desde los ideales que otro ha pensado y ordenado, sino desde un trabajo íntimo y constante que refiere por lo menos a cuatro acciones:

1. Ocuparse de sí no es una simple preparación momentánea para la vida: es una forma de vida, en la cual el sujeto se ocupa de sí, para sí mismo. Esto se consigue por medio de un modelo jurídico político: ser soberano de sí, ejercer autodominio, ser independiente.

2. La práctica de sí debe permitir deshacerse de todos los malos hábitos, de todas las opiniones falsas que se reciben de la multitud, de los maestros, parientes y allegados. Desaprender es una de las características importantes de la cultura de sí.

3. El cuidado de sí se concibe como un combate permanente. No se trata simplemente de formar, para el futuro, a un hombre o mujer de valor. Hay que dar al individuo las armas y el coraje que le permitirán combatir durante toda su vida.

4. La cultura de sí implica un conjunto de tecnologías de la vida, en el sentido de que, en el análisis que hace Foucault de la Antigüedad, devela que Sócrates, Séneca o Plinio no se preocupaban tanto por lo que venía después de la vida o de lo que pasa después de la muerte. Para ellos, el verdadero problema consistía en comprender qué práctica se debía aplicar a fin de vivir tan bien como se debería.

No deja de ser sorprendente la cercanía de la propuesta del cuidado de sí con las características que Lawrence Kohlberg propone para una forma superior de desarrollo del juicio moral al que él da en llamar el pensamiento posconvencional. Así pareciera concluir Wilson Acosta cuando en su artículo “El desarrollo moral: una mirada desde la propuesta de Lawrence Kohlberg” trae a la escena de este debate al psicólogo norteamericano, para quien la actuación moral por el miedo, por el pragmatismo, por la necesidad de reconocimiento precede a formas más desarrolladas de la moralidad que estarían centradas en la posibilidad de construir individuos con juicios morales autónomos que, tomando como referencia los derechos y valores universales, orientan su conducta desde una permanente introspección y examen.

Una mirada a los estadios del desarrollo del pensamiento moral que plantea este autor, nos conduce inexorablemente a preguntarnos interiormente sobre los motivos que nos llevan a actuar y específicamente sobre por qué actuamos bien. Esta reflexión es fundamental, pues a partir de ella es posible determinar un tipo específico de sujeto y uno de sociedad.

No es suficiente creer que se es “bueno” o se actúa bien; es necesario someter la praxis ética a un escrutinio constante que nos permita identificar las razones que nos mueven a actuar de esta o de otra manera. La función de la educación ética no debe ser la de moralizar y por allí mismo constituir individuos que se comporten “bien”; por el contrario y como hemos visto, su función es la de brindar herramientas para que, de forma crítica, cada individuo esté en capacidad para analizar las situaciones morales en las que se ve envuelto y tomar con criterios sustentados las mejores decisiones.

En su aporte a la discusión, Acosta muestra también cómo las críticas realizadas por las feministas al modelo kohlbergiano dan lugar al nacimiento de una ética del cuidado. Caroll Guilligan, por ejemplo, al cuestionar la postura racionalista del psicólogo norteamericano, propone que no todos los seres humanos actúan desde el ideal de justicia, sino que en muchas ocasiones, especialmente los miembros del género femenino, parecen pensar y actuar desde valores como el cuidado y la compasión. Pero a diferencia de la ética del cuidado de sí, esta es una ética del cuidado de los otros, una ética que no se piensa de forma egoísta, sino colectiva, que es movida por los valores del amor, la solidaridad y la compasión.

Y es aquí donde la propuesta de una ética de la compasión entra a desempeñar un papel importante en la discusión que estamos planteando, pues ante un mundo signado por el individualismo, la naturalización del capitalismo, la guerra, el hambre, etc., pensar la acción humana desde el valor de la compasión resulta por lo menos sugerente. En este orden de ideas, Alberto Silva trae a colación en su artículo “Ética de la compasión y de la misericordia” los desarrollos de Melich que se sitúan en un mundo donde el dolor y el sufrimiento aquejan a muchos hombres y mujeres colocados en situaciones de pobreza y vulnerabilidad por sus congéneres.

La ética se configura como una praxis de dominio de la contingencia, del sufrimiento, de la beligerancia, del mal. Es a lo que me refiero con la expresión ética de la compasión, porque la ética configura espacios de cordialidad que hacen posible que, sin necesidad de recurrir a “mecanismos metafísicos”, podamos dominar (provisionalmente) los aspectos de la finitud que nos asaltan y sobrecogen en cada trayecto espacio temporal [...] la ética es una relación compasiva, una respuesta al dolor del otro. Bien es verdad —y esto es decisivo—, que la forma o la manera de responder a este dolor ajeno no puede establecerse a priori, así como tampoco podremos saber a ciencia cierta si hemos respondido adecuadamente (Melich, 2010, p. 36).

La lectura que realiza Alberto Silva de la ética de la compasión de Melich resulta fundamental para pensar las relaciones contemporáneas entre ética y ciudadanía, dado que esta propuesta derriba los ideales metafísicos como referencia para el actuar ético y nos propone centrarnos en nuestro momento histórico. Para el caso colombiano, esto supone que cada ciudadano se constituya a sí mismo como un actor consciente de nuestra historia, que sea capaz de construir su propia biografía en relación con esta sociedad concreta en la que nos tocó vivir, pero que es la que da marco y sentido a nuestra vida.

Silva nos recuerda además en su lectura de Melich la importancia de situarse en el presente, en un presente que nos conmueve, que nos invita a observar el mundo y, en él, a los que junto con nosotros lo habitan; pero esta no es una mirada puramente desde la razón, ella invita a mirar para dejarse afectar, para sentir, para construir emoción, una emoción moral. Esta es una ética pragmática, para el hombre de la calle, cuyo tema no está en el mundo de las elucubraciones sino en la cotidianidad; recoge aquello que es desechado por otros enfoques:

Una ética de la compasión, como la que se esboza en este ensayo, es una ética impura, una ética corpórea, desde el espacio y el tiempo, desde la historia y la memoria, desde las situaciones (presentes, pasadas y futuras) y los acontecimientos, desde las transgresiones a la norma y las biografías singulares, desde la vulnerabilidad y la fragilidad, desde la ambivalencia y la ambigüedad [...] solo puede haber ética desde la situación y experiencia, desde la singularidad y desde la biografía, y un imperativo categórico, como el que Kant propone, escapa a este ámbito (Melich, 2010, p. 48).

La lectura que hace Silva de los textos de Melich muestra la interrogación que este autor le hace a la moral dominante en nuestras sociedades; un cuestionamiento que invita a repensar los valores sobre los que está fundada nuestra cotidianidad, nuestras formas habituales de pensar, hacer y sentir. Pero además de este cuestionamiento, implica también una invitación a su deconstrucción, a colocarlas en suspenso para poderlas controvertir y a tratar de hacerlas caer en desuso, para atreverse a pensar otras nuevas en su lugar. Es así como Silva concluye que la ética de la compasión es

[...] una ética de rebeldía, de contracultura, y se hace claro cuando vemos que los valores como producto cultural se imponen tiránicamente en la conciencia de las personas impidiéndoles vivir en la profundidad de la demanda de su corazón y su sentir; por ejemplo, nuestra prevención para actuar misericordiosamente en situaciones en las que el miedo a ser involucrado y aun castigado nos paraliza para la acción que debe darse frente al herido o al vulnerado en sus derechos [...]. En efecto, enfermos por el intento de sistematizar y de homologar todo para resolver con fórmulas o prescripciones, hemos convertido el mundo humano en algo estéril, aséptico, en el cual nos es imposible mirar el dolor particular de cada evento y cada situación. Esta ética es potente porque permite luchar contra la domesticación que genera en nuestro pensamiento el sistemático ejercicio de los medios de comunicación de banalizar el sufrimiento humano.

Una lectura similar de la ética de la compasión de Melich es la que realizan Milton Molano y Juan Carlos Rivera en su artículo “Reflexiones para pensar una ciudadanía de la compasión desde el juicio profesional como juicio ético”, pero esta vez enfocada al análisis del desarrollo ético de la profesión. Desde una postura de la comprensión, emprenden un análisis vigoroso sobre la forma en que la profesión es usada solamente desde una postura individualista, sin tener en cuenta a ese otro para quien mi saber puede resultar necesario. En su crítica denuncian acciones de los y las profesionales centradas en valores como el individualismo, la egolatría y el desbordado ánimo de lucro personal:

Analizando detenidamente todos los escenarios arriba descritos, encontramos actores que se constituyen en sujetos de una cultura violenta, inhumana, en donde el otro no importa salvo para utilizarlo en beneficio propio, quien es un peldaño que contribuye en la propia escalada. El otro puede dejarse en estado de indefensión, de angustia, de enfermedad, de miedo, de dolor, de tristeza, de ansiedad, de inestabilidad, de vulnerabilidad, de desprotección, de vacío, con incapacidad para subsistir y entender, privado de libertad, sin identidad, sin participación, sin creatividad, y todo a partir de actos, decisiones y relaciones deshumanizantes, carentes de ética aunque puedan estar enmarcadas en la moralidad. Autores y actores que con ostentosos títulos, explotan sus profesiones, cargos o roles con un fin único: el bien personal.

La lectura que realizan Molano y Rivera de Melich se convierte en denuncia social contra las formas en que la academia forma a los profesionales y frente al enfoque que estos terminan dándole a su actuar profesional. Para nadie es un secreto que, en muchas ocasiones, las instituciones formadoras de profesionales están más interesadas en obtener un lucro rápido y fácil que en responder a los problemas sociales y productivos que enfrenta la sociedad. Como corolario, los nuevos profesionales, en su práctica profesional, terminan generando espacios de negación humana en donde se actúa sin prestar atención a las necesidades de ese otro que es mi cliente, mi usuario, mi beneficiario, pero que también es un ser humano como yo.

Aquí están [denuncian Molano y Rivera] cientos de pacientes aguardando por una cita, por un medicamento, por una mano que sane sus males, de manera cálida y eficaz, o los familiares que han perdido seres queridos por problemas del sistema. Son las familias cuyos miembros deben soportar el estrés, producto de la estrechez, de la falta de espacios para la intimidad personal o familiar, la sana movilidad. Son quienes han tenido que perder sus ahorros y hogares por causa del capitalismo salvaje. Son los miles de empleados despedidos por políticas de recorte presupuestal con medidas arbitrarias y egoístas; son los presos que purgan injustas condenas mientras pícaros que los implicaron están libres o pagando sus penas con todas las comodidades y son aquellos a quienes se les vulneran sus derechos. Son las víctimas de la injuria y la calumnia. Son los estudiantes privados de oportunidades para acercarse a la ciencia y a la investigación, a pesar de sus enormes potencialidades, y los que han sido víctimas de un proceso educativo que en ocasiones más bien deforma; son los consumidores engañados por tácticas mercantilistas, que compran sin saber que lo adquirido con esfuerzo les puede causar daño a sí mismos o al planeta. Son quienes han visto resquebrajar su autoestima y la confianza en sus propias capacidades al sentirse improductivos por el rechazo recibido tras decenas de entrevistas. Son los quebrados por causa de la ilegalidad de pares o el enriquecimiento ilícito. Son quienes viven bajo el manto de la injusticia, la soledad, la inequidad. Son los millones de ciudadanos que deben enfrentar a diario largos y tediosos trancones dada la falta de previsión o mala fe de los urbanistas; son los que deben soportar la agresividad de otro conciudadano, tan alterado o más, que uno mismo.

De aquí deriva que la ausencia de una comprensión y una conciencia sobre las problemáticas sociales en los egresados de los programas profesionales, sea caldo de cultivo para que se desarrollen plenamente antivalores como los que mencionábamos anteriormente. Un caldo de cultivo que rápidamente hace de la nuestra una sociedad indolente frente a las necesidades del otro, un espacio oscuro y frío en donde campea la insolidaridad y el desamor, en donde el reconocimiento del otro no existe, en donde el dolor y el sufrimiento son ignorados e invisibilizados.

Por esto, Molano y Rivera invitan a repensar o, como diríamos más contemporáneamente, a re-significar lo ético y lo humano: “En ese sentido, vale la pena explorar qué queremos decir con la expresión ‘ético' y precisar qué estamos pensando más allá del ‘deber ser', de los códigos y las normas que muchas veces equiparan lo legal con lo moral y que absolutizan la ley como único criterio de discernimiento, despojando a la ética del cuerpo, de la materialidad y de lo contingente”. Por eso, la invitación es a no quedarse en una representación de lo humano, en un concepto, en una categoría que corre el riesgo de excluir o de convertirse en instrumento de deshumanización. La ética de la compasión es respuesta al dolor y al sufrimiento del otro, es conciencia de nuestra contingencia radical.

ÉTICA CÍVICA Y SOCIEDADES POSCONVENCIONALES

Un tercer elemento para acercarse a las relaciones entre ética y ciudadanía lo constituye la reflexión sobre otra propuesta ética, esta vez la de la ética cívica. Es una propuesta que emerge con la modernidad misma, en el preciso momento en que entran en crisis los sistemas monárquicos y comienzan a emerger los primeros regímenes democráticos en Europa, y aparece la figura del ciudadano como un nuevo actor en la escena social.

El surgimiento de los Derechos del Hombre y el Ciudadano en medio del fragor de la Revolución Francesa y luego el de los Derechos Humanos después de la hecatombe producida por la Segunda Guerra Mundial, pueden ser elementos fundantes para comprender esta propuesta de construcción de un ethos basado en los derechos que a cada ser humano le asisten, no solo en razón de su categoría de ciudadano, sino simplemente por el hecho de pertenecer a la especie.

El reconocimiento de estos derechos ha dado lugar a la propuesta de una nueva ética que entiende la riqueza social que implica el libre examen, la libertad de elegir, de ser como realmente se quiere ser, de escoger su propio proyecto vital en medio de una sociedad diversa. Usando a Kohlberg, podríamos afirmar que es un tipo de sociedad posconvencional que da lugar a la emergencia de un nuevo sujeto. Como bien lo afirman Luis Hernando Pabón y Jackson Acosta en su artículo “La sociedad posconvencional: ideales y realidades”,

[...] los sujetos que conforman las sociedades posconvencionales tienen varias características en las que manifiestan su compromiso con la sociedad que han decidido conformar. Un ciudadano de este tipo de sociedades se caracteriza porque sus acciones se centran en la defensa de lo público, entiende la importancia de la regla en su sociedad y es solidario con sus congéneres.

Tres características señalan Pabón y Acosta como relevantes en este nuevo tipo de sujeto posconvencional:

En primer lugar, el ciudadano de la sociedad posconvencional es consciente de la defensa de lo público; es una actitud primordial en la construcción del tejido social. [...] Como segundo aspecto, el ciudadano entiende la importancia de la regla en su sociedad, la cual, según Mockus, “se hace operativa por la capacidad de llegar a un acuerdo sobre si un comportamiento se adecúa a ella o no [...]”. [...] La solidaridad es la tercera característica importante en quien constituye una sociedad posconvencional, ya que no se puede lograr un sentido pleno de justicia si no existe la solidaridad entre todos los seres humanos, a pesar de las diferencias que pueda haber entre ellos.

La emergencia de este sujeto posconvencional que describe Pabón, nos hace pensar en la serie de transformaciones con las que iniciábamos este escrito introductorio, pero más allá de esto nos invita a considerar las formas en que hoy en día se producen los acuerdos morales. Si existe y se acepta socialmente que es necesaria y productiva la diversidad de proyectos vitales, si se acepta que el individuo decide por sí mismo qué está y no está bien, si los nuevos sujetos prescinden de otros para pensar y actuar, surge entonces el cuestionamiento: ¿cómo podremos entonces vivir juntos?

En esta misma línea de análisis, el profesor Armando Gil en su artículo “La ética cívica” hace un análisis riguroso de la ética cívica en medio de la cual se sitúa este sujeto posconvencional que, pese a poder realizar este tipo de ejercicio para esclarecer autónomamente sus posturas morales, entiende que también vive en sociedad y adhiere entonces a unos mínimos morales de carácter consensuado que sirven, no para dar sentido a la vida misma, sino para poder convivir en un mundo en donde las diversas posturas han sido aceptadas y legitimadas. Veamos:

La ética civil es el conjunto mínimo aceptado por una determinada sociedad donde se salvaguarde el pluralismo de proyectos humanos. La no confesionalidad de la vida social y la posibilidad de una reflexión ética racional. [...] [Se] refiere a una sensibilidad y a unos contenidos morales de la sociedad, por ello se habla de un mínimo moral en cuanto que marca el nivel de aceptación moral de la sociedad más debajo de la cual no podríamos ubicar ningún proyecto válido de la sociedad. [...] [Constituye] la moral “común” dentro del legítimo pluralismo de opciones o miradas éticas y se apoya en la realidad humana. Es un patrimonio común de la sociedad, el mínimo moral común aceptado por el conjunto de una determinada sociedad que expresa el grado de maduración ética de la sociedad.

Para el profesor Armando Gil, nuestras sociedades han decidido aceptar que existe la diferencia; que no existe un único proyecto de vida buena y bella; que la diversidad, antes que generar desorden en un determinado “orden”, lo que hace es enriquecer y generar posibilidades y oportunidades para las sociedades. Y de allí parte su invitación a sumarse a esta reflexión:

La moral cívica es hoy un hecho porque en las sociedades actuales pluralistas hemos conservado determinados valores, derechos y actitudes. Nuestro oficio consiste en estudiarlos y sacar a la luz con nuestro testimonio, esos mínimos ya compartidos y que deben ser la guía de nuestra convivencia y nuestra actuación para generar ciudadanos auténticos y comprometidos con los demás.

Una reflexión muy similar es la que propone Juan Pablo Suárez en su artículo “Una mirada a la construcción de la ciudadanía”, en el cual realiza un análisis del ethos de la modernidad: “Es importante reconocer que frente a la ciudadanía hay muchas tareas pendientes, amplios retos educativos y pedagógicos. De igual manera, se necesita una población dispuesta a hacer los cambios necesarios para posibilitar unas relaciones sociales equitativas, con espacios para la participación, la pluralidad y el compromiso social”.

Para Suárez, varios son los desafíos que emergen al pensar en la consolidación de un ethos cívico o moderno, como él prefiere llamarlo: en primer lugar, se encuentra el desarrollo de un verdadera cultura democrática en medio de la cual sea posible que el ciudadano moderno realice su proyecto de vida; en segundo lugar y muy ligada al anterior, la secularización de las relaciones políticas para que estas no pasen ya por los espacios de la Iglesia y la tutela moral religiosa únicamente, sino para que permitan que la capacidad de pensar y elegir libremente sea un hecho. Finalmente, pero no por ello menos importante, Suárez invita a buscar estrategias para refundar lo público; en sus propias palabras:

[...] es necesario pensar en refundar lo público, situación nada fácil en el actual escenario nacional, en el que dichos espacios han ido desapareciendo, optando por la privatización de las instituciones. Sin embargo, también es preciso tener en cuenta que aún hay lugares que bajo esa denominación existen; por tanto, es crucial dirigir la atención sobre ellos, procurándoles mejores condiciones, respeto y cuidado por parte de los individuos que se benefician de ellos. En esta medida, el parque, los andenes, las vías, los puentes peatonales, hospitales, colegios y edificios públicos hacen parte de aquellas representaciones simbólicas que llaman a la conservación y a su inteligente y proporcionada utilización.

Para complementar la propuesta de Suárez, nada mejor que el desarrollo que Javier Pombo hace del concepto de competencias ciudadanas en el artículo que lleva este mismo nombre. Si Suárez propone refundar lo público, Pombo entra de lleno a ofrecer una conceptualización desde la que este anhelo se hace posible. Y es que la categoría de competencia ciudadana, que ha venido siendo desarrollada en las últimas décadas, alude precisamente a la actuación de un sujeto ético y político que vive en medio de sociedades posconvencionales. Como bien lo afirma Pombo, alrededor de esta categoría ha sido posible articular un

[...] conjunto de conocimientos y de habilidades cognitivas, emocionales y comunicativas que, articulados entre sí, hacen posible que el ciudadano actúe de manera constructiva en la sociedad democrática. A través de estas, se espera formar unos ciudadanos comprometidos, respetuosos de la diferencia y defensores del bien común. Las competencias ciudadanas permiten que cada persona contribuya a la convivencia pacífica, participe responsable y constructivamente en los procesos democráticos y respete y valore la pluralidad y las diferencias, tanto en su entorno cercano, como en su comunidad, en su país o en otros países.

Como puede verse, este es un desafío de gran talante, no solo por el tipo de habilidades que como prerrequisito necesitan desarrollarse, sino porque estas deben ponerse en práctica a la hora de la vida en sociedad. No se trata solamente entonces de desarrollar unas habilidades, sino de ponerlas en juego a la hora de la vida política y social que desarrolla un individuo, y de allí se deriva un enorme desafío para todas las instituciones que promueven un comportamiento ético en los ciudadanos.

Pombo hace notar la importancia de incluir estas competencias en los objetivos de formación de los y las docentes de las instituciones formadoras. No obstante, es un hecho que en muy pocos casos este proceso formativo se asume por el grueso de los y las docentes, y que lo que ocurre generalmente es que esta tarea es delegada a unos cuantos docentes que se encargan de las materias sociales y humanísticas, mientras desde las otras este tipo de competencias no se aborda o, lo que es más grave, se envían mensajes contrarios que terminan por restarle importancia a los trabajos que otros realizan. Consecuente con estas preocupaciones, Pombo explica que

Una forma de trabajarlas, dice Enrique Chaux (2004), es desde todas las áreas académicas, es decir, transversamente. Por ejemplo, una clase de ciencias naturales en la que se esté estudiando el tema de la energía, puede llevar a reflexiones sobre problemas éticos que pueden relacionarse con conflictos en las comunidades o de nivel internacional. Es la oportunidad de escuchar a otras personas, aunque tengan opiniones muy distintas entre sí, y así poder construir con los otros, tal y como podría suceder en una sociedad democrática.

Emerge entonces un desafío para las instituciones formadoras, pues deben colocar a tono sus procesos educativos con un nuevo tipo de sociedades y sujetos posconvencionales. Atrás quedaron los tiempos de la indoctrinación, de la tutela moral, del monismo ético; un nuevo tiempo ha llegado y se hace necesaria la construcción de nuevas propuestas formativas para la constitución del nuevo ciudadano y, por ende, de la nueva sociedad.

Nueva sociedad que configura escenarios de participación novedosos y por ahora poco explorados como los que propone Luis Enrique Quiroga en su artículo “Ciberdemocracia o de la participación ético-política en la red”, en el que introduce el concepto polémico de ciberdemocracia:

Ahora, cuando el mundo se muestra cada vez más interconectado gracias al desarrollo de las tecnologías digitales de la comunicación,{1} y la circulación y acceso a la información, se hace fundamental en todos los procesos sociales (lo que ha dado pie a que algunos autores hablen de “la sociedad de la información”), la posibilidad de formas emergentes de participación ético-políticas se hace más evidente. Es en este contexto donde hoy se habla de una ciberdemocracia (Lévy, 2004), entendida como la recuperación del capital social por medio de las nuevas tecnologías, con sentido ético-político.

Propone Quiroga una nueva línea de análisis en las relaciones entre ética y ciudadanía, mediada por el compromiso con la construcción de una sociedad de la información que tenga en cuenta al ser humano como elemento central para la construcción de un desarrollo humano integral y sustentable:

Hablar hoy día de las implicaciones y alcances políticos que tiene la sociedad de la información en la cultura contemporánea implica, entre otras cosas, analizar los imaginarios que sobre la relación entre conocimiento, comunicación, ética y política se han venido constituyendo en las condiciones actuales. Es así como, al remitirnos a la declaración de principios para construir la sociedad de la información (un desafío global para el nuevo milenio, según la Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información, CMSI),{2} encontramos como visión: “[...] el deseo y compromiso comunes de construir una Sociedad de la Información centrada en la persona, integradora y orientada al desarrollo, en que todos puedan crear, consultar, utilizar y compartir la información y el conocimiento, para que las personas, las comunidades y los pueblos puedan emplear plenamente sus posibilidades en la promoción de su desarrollo sostenible y en la mejora de su calidad de vida” (CMSI, 2005, s. p.).

Presentamos entonces en este libro tres entradas al análisis y la reflexión sobre la relación entre ética y ciudadanía. Estas tres no son necesariamente ni las únicas ni las más potentes, pero sí evidencian la intención de un colectivo académico por llenar de sentido esta relación que cobra cada día más vigencia y urgencia en la sociedad colombiana.

Primera parte


Una mirada a las diferentes

formas de regulación social

El asunto es practicar: aceleración, inmovilidad y futuro{*}


Diego Fernando Barragán Giraldo{**}

Los seres humanos estamos obligados a decidir de qué manera queremos vivir.

Puig-Rovira

INTRODUCCIÓN

De suyo tiene el futuro que es incierto; esa es su condición por excelencia. Parece que cada vez más nuestra época ha cerrado las puertas a la posibilidad de una vida digna, en la que las generaciones futuras puedan vivir felizmente. Cada día se sienten con mayor fuerza la desesperanza por el mañana y la contundencia del presente en las que no se ven salidas posibles. Claro que inciden en este panorama las decisiones que han tomado los gobiernos y la sociedad civil, pero también tiene que ver con lo que cada uno de nosotros —como subjetividades únicas y responsables de nuestros actos— hacemos de manera directa. No significa pensar que solamente las actuaciones individuales logran los cambios; implica considerar que varias personas, realizando un mismo tipo de acciones, llegan a transformar la sociedad, o también —si así se desea— dejan las cosas tal como están.

El ser humano es un organismo vivo que tiene la capacidad de razonar; tal condición le ha permitido dominar el planeta explotando los recursos naturales, fortificando la idea moderna de desarrollo, como también el concepto de calidad de vida. Sin embargo, si paramos un momento a mirarnos detenidamente, veremos que aquello que se ha ganado históricamente en el ámbito sociocultural ha dejado tras de sí una huella de agotamiento de los recursos naturales del planeta, donde un futuro humano parece cada vez más esquivo. Es claro que entre los seres que habitamos la Tierra, el ser humano es el único capaz de proponerse la anticipación del futuro; es más, es el único que ha hecho del pasado una fuerza importante que afecta el presente y lo venidero. No obstante, pensar en el futuro no parece tener el peso político y social que se merece, al punto que las sociedades parecen preocuparse solamente por el presente y el porvenir inmediato, para así autosatisfacer sus condiciones de desarrollo y bienestar. Solo basta con ver las decisiones de los gobiernos y se notará la ausencia de planificación para trazar proyectos de gran impacto en el tiempo.

Ahora bien, pensar que el futuro puede ser cambiado merece no solamente una posición teórica, sino también un compromiso con eso que hacemos de forma concreta; es decir, una opción por hacer cosas de manera individual y colectiva. Esos son algunos de los asuntos de la reflexión de la ética, la moral y la política. Es evidente que al ser humano no le es permitido fisgonear —ni siquiera momentáneamente— en el futuro, y también que “las ideas sobre el futuro nunca podrán basarse en otra cosa que en las ideas sobre el pasado” (Gadamer, 2002, p. 144). Por lo tanto, comprender el pasado —ya sea como lo acontecido o como presente— no es solo un capricho de los historiadores; es una necesidad vital de cualquier ser humano. Esa actividad reflexiva nos permite pensar en un futuro probable más humano, más equitativo para con todos los organismos vivos del planeta.

TEORÍA DE LA ACELERACIÓN

En su libro El futuro y sus enemigos, el filósofo Daniel Innerarity (2009) plantea que nuestra cultura está enmarcada por una sociedad sin profundidad temporal. Dos variables determinan este tipo de estructura social; por un lado, la lógica del beneficio inmediato, que proviene de los mercados financieros, y por otro, la instantaneidad de los medios de comunicación. De igual manera, los referentes simbólicos de comprensión mutan vertiginosamente, al punto que ya no parece haber lugares a los que mirar: el éxito, el disfrute, la instantaneidad, son referentes cada vez más relativos; los criterios de responsabilidad no se han podido reconfigurar. De ahí que el tiempo sea más circunstancial, cambiante, nunca estable; en consecuencia, el presente es lo único que parece importar.

También el autor hace un llamado a preocuparse por el papel de nuestra generación dentro del contexto de la responsabilidad con aquellos no nacidos. Es decir, recapacitar sobre cómo estamos expropiando los recursos con los que deberían vivir las generaciones futuras e hipotecando la vida de nuestros descendientes. Es igual que si se adquiere una deuda a sabiendas de que no podremos nunca pagarla y dejamos la responsabilidad a nuestros hijos y nietos. En este sentido, el filósofo hace una descripción de la sociedad contemporánea que bien puede ayudarnos a reflexionar sobre la manera como nos podemos comprender e introduce un polémico concepto que él denomina la teoría de la aceleración: “vivimos en una época fascinada por la velocidad y superada por su propia aceleración” (Innerarity, 2009, p. 45). Veamos algunos elementos de la propuesta.

La aceleración nos lleva a trabajar más rápido, más eficientemente, para procurarnos el bienestar. De forma similar, la aceleración social en la que nos encontramos imbuidos nos impulsa a saltar de una cosa a la otra de la manera más rápida y efectiva, desechando aquello que se considera obsoleto o inútil. Sin embargo —continúa el autor—, la aceleración no es la única condición que define nuestra sociedad; hay movimientos contrarios: “se forman remolinos en los que se quedan atrapadas dimensiones que no avanzan, sino que giran o se detienen” (Innerarity, 2009, p. 49). En esos términos, la lógica secuencial de la historia se ha fragmentado, no permitiendo emerger nada substancialmente nuevo —todo es novedad transitoria—, pero además las cosas están ya dadas, sin vinculación con el pasado, el presente y el futuro.

De ahí que en la vida cotidiana también lo urgente haya sustituido a lo importante, adelgazando a su vez la idea de proyecto, el cual se entiende más como un procedimiento para incrementar el rendimiento y no como una posibilidad de vislumbrar el futuro. Así, se trata de un individuo que prefiere la satisfacción inmediata, que transita de un deseo a otro aceleradamente, que prefiere la intensidad a la duración, que está insatisfecho, pero sobre todo —aquí está tal vez la mayor ambigüedad—, este tipo de ser humano “exige del presente lo que debería esperarse del futuro” (Innerarity, 2009, p. 54). En este sentido, se valora más el presente, desplazando la comprensión del futuro como proyecto social y humano; además, se vive en una colectiva urgencia de tiempo, es decir, una sensación de falta de tiempo constante. En consecuencia, la adaptabilidad, la flexibilidad y la movilidad son valores que una sociedad de este estilo promueve, para que así la aceleración y la urgencia tomen su forma definitiva en la productividad y el consumo. Aquello que en antaño era urgente —que se entendía como extraordinario— se vuelve rutinario y común; podríamos hablar del imperio de las falsas urgencias, que requieren actuar inmediatamente. El sosiego se nos es negado y la intranquilidad por responder a las falsas urgencias colma nuestras vidas.

Una vez expuestas algunas características de nuestra sociedad, es vital pensar que, en todo caso, el futuro es un asunto que debe ser pensado. No solamente en términos de la supervivencia biológica de nuestra especie, sino fundamentalmente alrededor de las transformaciones políticas que, como sociedad, nos hemos de proponer. Es un llamado a revisar reflexivamente esos asuntos en que la aceleración, la urgencia, la flexibilidad y la instantaneidad no nos permiten el sosiego para hacerlo; la conocida frase de la cultura popular “Vísteme despacio que tengo prisa” ——