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Lydia Cabrera

El Monte

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-659-0.

ISBN ebook: 978-84-9007-445-9.

Sumario

Créditos 4

Dedicatoria 9

Al lector 11

I. El monte 17

II. Bilongo 26

III. Oluwa Ewé: el dueño del monte 81

IV. El tributo al dueño del monte 128

V. Cómo se prepara una nganga 134

Cómo se prepara un zarabanda 152

La santísima piedra imán 158

Conversión de la Samaritana (deprecación) 164

Otra deprecación 164

Oración 164

Otra oración 165

La piedra india 165

VI. El tesoro mágico y medicinal de Osain y Tata Nfindo 167

VII. La ceiba 169

VIII. Ukano Beconsí 218

IX. La palma real 246

X. Ukano mambre 305

Índice de plantas 317

A 317

B 367

C 383

CH 458

D 460

E 461

F 468

G 472

H 497

I 499

J 500

L 508

LL 513

M 514

N 542

Ñ 543

O 545

P 547

Q 585

R 587

S 593

T 600

U 606

V 606

Y 608

Z 620

Testimonio fotográfico 623

Libros a la carta 659

Dedicatoria

A Osain, Dueño del Monte...

A Marié

Al lector

A Fernando Ortiz, con afecto fraternal

Las notas que componen este primer volumen, y las de otros que le continuarán, son el producto de algunos años de paciente aplicación.

Las publico, no es necesario subrayarlo, sin asomo de pretensión científica. El método seguido, ¡si de método, aun vagamente, pudiera hablarse en el caso de este libro!, lo han impuesto, con sus explicaciones y digresiones, inseparables unas de otras, mis informantes, incapaces de ajustarse a ningún plan, y a quienes, insensiblemente, y por afán de exactitud de mi parte —quizá excesivo—, y que a ratos hará tediosa la lectura y confusa la comprensión de algunos párrafos, he seguido siempre estrechamente, cuidando de no alterar sus juicios ni sus palabras, aclarándolas solo en aquellos puntos en que serían del todo ininteligibles al profano. No omito repeticiones ni contradicciones, pues en los detalles, continuamente, se advierte una disparidad de criterios, entre las «autoridades» habaneras y las matanceras, estas últimas más conservadoras; entre los viejos y los jóvenes, y los innumerables cabildos o casas de santo.

He querido que, sin cambiar sus graciosos y peculiares modos de expresión, estos viejos que he conocido, hijos de africanos muchos de ellos; los más, enterados y respetuosos continuadores de su tradición, y cuya confianza pude conquistar, sean oídos sin intermediario, exactamente como me hablaron, por los que estudian la huella profunda y viva que dejaron en esta isla los conceptos mágicos y religiosos, las creencias y prácticas de los negros importados de África durante varios siglos de trata ininterrumpida.

Ganarse la confianza de estos viejos, fuentes vivas, inapreciables, a punto de agotarse, sin que nadie entre nosotros se dé prisa en aprovecharlas para el estudio de nuestro folclor, no es siempre tarea fácil. Ponen a prueba la paciencia del investigador, le toman un tiempo considerable. Se tarda en comprender sus eufemismos, sus supersticiones de lenguaje, pues hay cosas que no deben decirse jamás por lo claro, y es preciso aprender a entenderlos; esto es, aprender a pensar como ellos. Hay que someterse a sus caprichos y resabios, a sus estados de ánimo; adaptarse a sus horas, deshoras y demoras desesperantes; hacer méritos, emplear la astucia en ciertas ocasiones, y esperar con paciencia. No conocen la celeridad que mina la vida moderna y enferma el espíritu de los blancos; la presura, que es opresión, aprieto, congoja. «De la prisa no se saca más que el cansancio.» Y el investigador debe asimilarse su cachaza o su gran virtud filosófica, la «conformidá» —que para todo en la vida hay que tener conformidá—; y si queremos saber, por ejemplo, por qué la diosa Naná no quiere cuchillo de metal, sino de bambú, conformarnos con que nos cuenten, en cambio, cómo el gusano hizo llover, y la araña se quemó el pelo que tenía en el pecho. Dos o tres meses, acaso un año después, si repetimos la misma pregunta a quemarropa, se nos dirá «que por lo que le pasó con el hierro». Y ya en posesión de algunos fragmentos de la historia, más tarde se nos contará el resto, pues nunca estos negros viejos, que exasperan a su vez nuestros resabios de blancos, nuestros hábitos mentales, nuestro afán de precisión y, sobre todo, nuestra impaciencia —«el venado y la jicotea no pueden caminar juntos»—, dejan a la larga de recompensarnos.

Ha sido mi propósito ofrecer a los especialistas, con toda modestia y la mayor fidelidad, un material que no ha pasado por el filtro peligroso de la interpretación, y de enfrentarlos con los documentos vivos que he tenido la suerte de encontrar.

He cuidado siempre de deslindar, en el mapa místico de las influencias continentales heredadas, las dos áreas más importantes y persistentes: la lucumí y la conga —yoruba y bantú—, confundidas largo tiempo por los profanos, y que se suelen catalogar bajo un título erróneo e impreciso: ñañiguismo.

Llamaremos lucumís o congos, ya por sus prácticas o por su ascendencia, a los que pertenecen a uno de estos dos grupos, como aún actualmente suelen llamarse a sí mismos, al referirse sobre todo a su filiación religiosa.

Emplearemos los mismos términos que nuestros consultados para designar ciertos fenómenos y prácticas. Son estos los usuales en el pueblo, que sin distinción de razas, y no pocas veces de categoría, es asiduo cliente del babalocha u olúborissa —lucumí—, y del padre nganga o taita inkisi-congo.

Sin duda, como lo ha señalado un africanista norteamericano, «Cuba es la más blanca de las islas del Caribe»; pero el peso de la influencia africana en la misma población que se tiene por blanca es incalculable, aunque a simple vista no puede apreciarse. No se comprenderá a nuestro pueblo sin conocer al negro. Esta influencia es hoy más evidente que en los días de la colonia. No nos adentraremos mucho en la vida cubana sin dejar de encontrarnos con esta presencia africana que no se manifiesta exclusivamente en la coloración de la piel.

Ignorando las lenguas yoruba y bantú que tanto se precian de hablar y, efectivamente, se hablan en este país: el arará y el carabalí —ewe, bibío, efí—, y deliberadamente, sin diccionarios ni obras de consulta al alcance de la mano, he anotado las voces que corrientemente emplean en sus relatos y charlas, según la pronunciación y las variantes de cada informante. No me ha sido posible determinar —porque ellos mismos lo ignoran generalmente— las palabras que corresponden, tanto en el grupo lucumí como en el congo, a los distintos dialectos que aquí se hablaron y aún se hablan en los templos y entre los que llamaremos, si se nos permite, la casta sacerdotal y sus secuaces, en Pinar del Río, La Habana, Matanzas y Santa Clara. Por ejemplo: algunos lucumís llaman al árbol iki; otros iggi; a las divinidades, Orisha, orissá; a la yerba, ewe, éggüe, égbe, igbé, korikó; al arcoiris, osúmaremi, ochumaré, malé, ibari; a la naranja, orómibó, orórabo, olómbo, oyímbo, osan, esá. Análogas diferencias, que revelan los distintos dialectos bantús hablados en Cuba, hallamos entre los congos: viejo; ángu, ángulu, moana kuku; aguardiente; malafo, guandénde; brujo; nganga, fumo, musambo, imbanda, muyoli, sudika mambi, mambi mambí; fiesta; bángala, kuma, kiá kisamba, kisúmba.

Me he limitado rigurosamente a consignar, con absoluta objetividad y sin prejuicio, lo que he oído y lo que he visto.

El único valor de este libro, aceptadas de antemano todas las críticas que puedan hacérsele, consiste, exclusivamente, en la parte tan directa que han tomado en él los mismos negros. Son ellos los verdaderos autores.

Hago constar que, por principio, no escribo ni empleo el nombre de negro en el sentido peyorativo que pretende darle una corriente demagógica e interesada, empeñada en borrarlo del lenguaje y de la estadística, como una humillación para los hombres de color.

Expreso una gratitud muy sincera a las sombras de José de Calazán Herrera Bangoché, alias el Moro, hijo de Oba Koso; de Calixta Morales, Oddeddei, hija de Ochosi; de J. S. Baró, «Campo santo Buena Noche»; de Gabino Sandoval, hijo de Allágguna; de Nino de Cárdenas, hijo de Oggún, mis primeros y francos colaboradores. Y a los que vinieron después, que, como ellos, me abrieron lealmente las puertas de su mundo, tan lejano del mío. A Francisquilla Ibáñez, prototipo de la vitalidad y del buen humor africanos, y a sus hijas iyalochas Petrona y Dolores Ibáñez. A Marcos Domínguez, filani oluborisa, colaborador inteligente y comprensivo. A la conga Mariate, esclava de sus dioses y de su conciencia escrupulosa. A Anón, otra centenaria, que solo se atrevía a salir de noche para recoger la limosna de alguna familia caritativa, porque de día los niños le gritaban bruja y la apedreaban. Durante mes y medio acudió puntualmente a conversar conmigo en la típica ventana de una casa de La Gloria en Trinidad. A Enriqueta Herrera, conservadora e intransigente; y a aquellos más jóvenes que, temerosos de ser tildados de traidores por los «santeros del sindicato», han preferido que silencie sus nombres y que, venciendo sus escrúpulos o una desconfianza inexplicable, no me negaron su colaboración.

Doy las gracias también a los que pretendieron engañarme y confundirme. Lo hicieron con mucho donaire, y sus mixtificaciones no eran menos interesantes ni inverosímiles.

Debo mucho a la señora María Teresa de Rojas, que tanto me ha ayudado en la preparación de este libro. Al barón J. de Bicske Dobronyi, que me ha proporcionado la fotografía, muy difícil de obtener, de dos iyawós —recién iniciados— saludando al tambor, y de una cabeza donde se muestran las pinturas que se le hacen al neófito en la ceremonia del asiento o consagración de un «hijo de santo». A la señorita Josefina Tarafa y Govín, que ha tenido la bondad de acompañarme tantas veces en estas excursiones folclóricas, para tomar el mayor número de las que aparecen al final del texto, con excepción de la de Calixta Morales, Oddeddei, retratada por la inolvidable escritora y distinguida venezolana Teresa de la Parra, que la vio con frecuencia, y se complacía en platicar con ella durante su estancia en La Habana. Teresa guardaba el recuerdo de algunas frases lapidarias de la vieja iyalocha y de su cortesía de gran estilo. Y nunca olvidó a Calazán, actor inimitable, ni a un pordiosero fabuloso, especie de Diógenes negro, que solía llevarle de regalo naranjas de china. Personajes novelables que la escritora emparentaba con el Vicente Cochocho en carne y hueso de las fragantes Memorias de Mama Blanca, y con otros tipos parecidos, igualmente interesantes y simpáticos, conocidos en su infancia en la hacienda Tazón, en una Caracas todavía de aleros y ventanas arrodilladas, que hubiesen revivido en el libro que soñaba escribir sobre la colonia.

En esta serie de fotografías debo considerar como una muestra del favor de una nganga muy temible y de la obediencia del brujo a sus mandatos, la que al fin pudo hacerme María Teresa de Rojas de un recipiente mágico, una «prenda» de mayombe.

Las ngangas, los orishas «montados», las piedras en que se les adora, las ceremonias, no deben retratarse bajo ningún concepto. En este punto, y hasta la fecha, santeros y paleros son inflexibles. Ya había olvidado la rotunda negativa de Baró al pedirle hacía tres o cuatro años que me permitiese retratar su nganga, cuando un día llegó de improviso, trayendo nada menos que el sacromágico y terrible caldero, escondido dentro de un saco negro. El espíritu en que este moraba le había manifestado que quería retratarse, y que estaba bien que la «moana mundele» guardase su retrato. El viejo se apresuraba a cumplir aquel capricho inesperado de su nganga y, tranquilo, me autorizaba —«con licencia de la prenda»— a publicar la fotografía, si tal era mi deseo. Es la única nganga que se ha retratado en Cuba. También, por primera vez en su vida, Baró consintió en permanecer inmóvil unos segundos ante el lente, el «mensu» inquietante de una cámara.

Me había negado este favor, no por desconfiar de mis buenas intenciones, sino por miedo a que su imagen fuese acaso a parar a manos de otro brujo, quien, dueño del retrato, podría hechizarlo y acabar con él fácilmente a punta de alfileres o en «lukambo finda ntoto» —en una tumba—. En cuanto a su nganga, profanación aparte, se la hubiesen amarrado y debilitado.

Para fotografiar las piedras sagradas lucumís, los orishas siempre fueron consultados de antemano.

Mi reconocimiento a la señorita Julia García de Lomas, que se empeñó en descifrar la escritura enredada de mis cuartillas y las copió en su Remington; y a los empleados del excelente impresor Burgay, por el interés y el cuidado que todos han puesto en la confección de este volumen.

En la quinta San José. Abril de 1954

Lydia Cabrera

I. El monte

Persiste en el negro cubano, con tenacidad asombrosa, la creencia en la espiritualidad del monte. En los montes y malezas de Cuba habitan, como en las selvas de África, las mismas divinidades ancestrales, los espíritus poderosos que todavía hoy, igual que en los días de la trata, más teme y venera, y de cuya hostilidad o benevolencia siguen dependiendo sus éxitos o sus fracasos.

El negro que se adentra en la manigua, que penetra de lleno en un «corazón de monte», no duda del contacto directo que establece con fuerzas sobrenaturales que allí, en sus propios dominios, lo rodean: cualquier espacio de monte, por la presencia invisible o a veces visible de dioses y espíritus, se considera sagrado. «El monte es sagrado» porque en él residen, «viven», las divinidades. «Los santos están más en el monte que en cielo.»

Engendrador de la vida, «somos hijos del monte porque la vida empezó allí; los santos nacen del monte y nuestra religión también nace del monte —me dice mi viejo yerbero Sandoval, descendiente de eggwddós—. Todo se encuentra en el monte —los fundamentos del cosmos—, y todo hay que pedírselo al monte, que nos lo da todo». Por medio de estas explicaciones y otras semejantes —«la vida salió del monte, somos hijos del monte», etc.—, conocemos que, para ellos, monte equivale a tierra en el concepto de madre universal, fuente de vida. «Tierra y monte son lo mismo.»

«Allí están los orishas Elegguá, Oggún, Ochosi, Oko, Ayé, Changó, Allágguna. Y los Eggun —los muertos, Eléko, Ikús, Ibbayés...—. ¡Está lleno de difuntos! Los muertos van a la manigua.»

«En el monte se encuentran todos los Eshú —entes diabólicos—; los Iwi, los addalum y ayés o aradyés; la Cosa-Mala, Iyóndo, espíritus oscuros, maléficos, que tienen malas intenciones; toda la gente extraña del otro mundo; fantasmales y horribles de ver. Animales también del otro mundo, como Keneno, Kiama o Kolofo, ¡Aróni, que Dios nos libre!» El clarividente, solitario en la manigua enmarañada, percibe las formas estrambóticas e impresionantes que para el ojo humano asumen a veces estos trasgos y demonios silvestres que el negro siente alentar en la vegetación. «Vi, se lo juro por mi alma —me confía mi querido maestro José de Calazán Herrera—, la cabeza de un negrazo, peludo como una araña, que le salían los pies de las orejas, guindando por una pata de una rama.» Y no pongamos en duda la espeluznante realidad de esta cabeza entrevista en algún breñal, formada en el misterio de la penumbra y del miedo, ni de otras visiones suyas, producto de alguna ilusión, que para un negro creyente pronto se convierte en realidad, como todo lo que sueña o imagina. La mentira que tan a menudo improvisa, por una predisposición extraordinaria a la autosugestión —que no debemos perder de vista para no dudar invariablemente de su sinceridad y comprenderlo mejor—, a la postre se impone a su ánimo con el convencimiento de una experiencia verdadera. El hecho fabuloso que inventa en..., poeta, basta que lo relate unas cuantas veces para que se transforme insensiblemente y quede registrado en su conciencia como algo que le sucedió realmente. Y aunque la facilidad de autopersuasión —si bien no tan exagerada—, en rigor no es solo privativa del negro, en él nos explica muchas particularidades de su alma, de su gran emotividad religiosa, de su credulidad; y, desde luego, la influencia persistente, incalculable, que el hechicero y la magia ejercen continuamente en su vida.

Dominio natural de los espíritus, muchos de los cuales han visto «con sus propios ojos y más despiertos» algunos de mis más serios y convencidos informantes, viejos y jóvenes, el monte, lógicamente, es un lugar peligroso para los que se aventuran en él sin tomar precauciones. Toda cosa aparentemente natural excede los límites engañosos de la naturaleza; todo es sobrenatural. Verdad que solemos ignorar, o que hemos olvidado con la edad, los blancos. La mayoría de los espíritus, algunos temibles, que se alojan en ciertos árboles y matojos, las grandes divinidades que habitan y señorean el monte, en ceibas y jagüeyes, son, como todos los espíritus y divinidades, ya malévolas o benévolas, en extremo susceptibles. Añadiré, con la aprobación de mis instructores, que todas son en extremo interesadas. Es indispensable conocer sus exigencias, proceder de acuerdo con la regla establecida por los mismos espíritus —«el monte tiene su ley»—, y por los abuelos africanos que enseñaron e iniciaron a los viejos criollos. Para que el monte sea propicio al hombre y lo ayude en sus empeños, es menester «saber entrar en el monte». Cedo la palabra a Gabino Sandoval, que se precia de explicarlo todo «con claridad de entendimiento» y sabe escoger bien sus ejemplos: «Figúrese que Eggo, el monte, es como un templo. El blanco va a la iglesia a pedir lo que no tiene, o a pedir que Jesucristo o la Virgen María o cualquier otro miembro de la familia celestial, le conserve lo que tiene y se lo fortalezca. Va a la casa de Dios para atender a sus necesidades..., porque sin la ayuda de Dios, ¿qué puede un hombre? Nosotros los negros vamos al monte como si fuésemos a una iglesia, porque está llena de santos y de difuntos, a pedirles lo que nos hace falta para nuestra salud y para nuestros negocios. Ahora bien: si en casa ajena se debe ser respetuoso, en la casa de los santos, ¿no se será más respetuoso? El blanco no entra en la iglesia como Pedro por su casa... ¿Qué piensa el Santísimo si usted le vuelve la espalda al altar, cuando a lo que usted va es a pedirle que le dé salud, que lo ayude, que le dé esto o lo otro? Jesucristo se ofende; si la oye, no le pone atención. Porque todo tiene su manera..., y esa no sería manera de dirigirse a ningún santo. Pues lo mismo es el monte, y como allí también hay santos, y están las ánimas y los espíritus todos, tampoco se entra sin respeto y compostura. Y con mayor razón cuando se va a pedir». El monte encierra esencialmente todo lo que el negro necesita para su magia, para la conservación de su salud y de su bienestar; todo lo que le hace falta para defenderse de cualquier fuerza adversa, suministrándole los elementos de protección —o de ataque— más eficaces. No obstante, para que consienta en que se tome la planta o el palo o la piedra indispensables a su objeto, es preciso que solicite respetuosamente su permiso, y sobre todo, que le pague religiosamente con aguardiente, tabaco, dinero, y en ciertas ocasiones, con la efusión de la sangre de un pollo o de un gallo, el derecho, el tributo que todos le deben. «Un palo no hace el monte», y dentro del monte, cada árbol, cada mata, cada yerba, tiene su dueño, y con un sentido de propiedad perfectamente definido.

«Sin cortesía —me asegura Baró—, el monte no da una hojita ni nada que tenga virtud.» No olvidemos que nuestros negros todo lo humanizan: «si al monte no se le saluda, si no cobra, se pone bravo».

El ladrón más osado en poblado no se atreverá en descampado a apoderarse de un bejuco para un hechizo sin un reverente «con licencia», y sin abonarle en buena ley al dueño invisible y temido unas monedas de cobre; y si no las posee, unos granos de maíz equivalentes.

M. C., que va a la manigua con frecuencia en Luna nueva, le dice así —ante todo saluda al viento del monte—: «Tié tié lo masimene».

«Buenos días.» «Ndiambo luweña, tié tié. Ndiambo que yo mboba mpaka memi tu cuenda mensu cunansila yari-yari con Sambianpungo mi mboba cuna lembo Nsasi lumuna. Nguei tu cuenda. Cuenda macondo, mboba nsimbo ¡Nsasi Lukasa!, pa cuenda mpolo, matari Nsasi...» «Dios, dame licencia.» En resumen, hablando en congo, M. C. le dice al monte: «Mira que te doy para que me permitas recoger lo que necesito para un talismán o unos polvos, para llevarme sus piedras de Nsasi».

Sin esta reverencia, sabe que lo que se llevaría «no tendría esencia»: alma.

Árboles y plantas desempeñan un papel demasiado importante en la religión y en la vida mística de los negros de Cuba —y de todo el pueblo mestizo de Cuba—, para que estos, como observa Catalino, «no sean legales con el monte».

«No hay santo —Orisha— sin Ewe», ni Nganga, Nkiso y hechizo sin Vititi Nfinda. Árboles y plantas son seres dotados de alma, de inteligencia y de voluntad, como todo lo que nace, crece y vive bajo el Sol —como toda manifestación de la naturaleza, como toda cosa existente—. Por lo menos, así lo creen a pie juntillas mis numerosos confidentes. «Este año mi marpacífico se empeñó en no darme una sola flor. ¡Que no! Me está castigando, pero vamos a ver qué resuelve —se me queja una mujer—. Y es que cuando los vecinos me pidieron que les diese unas hojas, sin pensar, yo se las di; y a él no le gusta eso. Él quiere que le paguen. Es lo justo. Usted sabe que no se deben dar gratis hojas del marpacífico ni del paraíso.»

Cuando un árbol no es precisamente la vivienda o «trono» de una divinidad, posee las virtudes —que le confiere aquella a que pertenece—. Tiene su aché, su gracia. La tradición popular cristiana, que recoge toda una vieja costumbre anterior y universal, también sabe mucho de yerbas y de árboles milagrosos; algunas plantas, porque nacieron en el Calvario, porque sanaron las llagas de nuestro señor, o fueron sembradas por la misma virgen, recibieron sus propiedades benéficas de estas manos divinas. En otras, también, como en todo, anduvo metido el diablo.

Por las facultades curativas, por el poder mágico que atribuye a árboles y plantas, el negro no puede prescindir, casi a diario, de utilizarlas y de invocar la protección de los espíritus o fuerzas que en ellas se fijan. De ewe o de vititi nfinda se valdrá en todos los momentos de su vida. La magia es la gran preocupación de nuestros negros; y la obtención, el dominio de fuerzas ocultas y poderosas que lo obedezcan ciegamente, no ha dejado de ser su gran anhelo.

Brujos son nuestros negros, muchas veces, en el sentido individual que reprueba, teme y condena la magia ortodoxa, cuyas prácticas y ritos se encaminan a obtener el bien de la comunidad. Brujo en provecho personal y en detrimento del prójimo, si la ocasión se presenta; brujo forzosamente, en defensa propia... «Es muy peligroso vivir aquí sin un resguardo. ¡Ay! ¡Cuba es tan brujera!» Y ante cualquier accidente natural, al primer contratiempo que surge en sus vidas, aparentemente inexplicable o..., fácilmente explicable, sigue reaccionando con la misma mentalidad primitiva de sus antepasados, en un medio, como el nuestro, impregnado de magia hasta lo inimaginable; a pesar de la escuela pública, de la universidad o de un catolicismo que acomoda perfectamente a sus creencias y que no ha alterado en el fondo las ideas religiosas de la mayoría. «¿Jesús no nace en el monte sobre un montón de yerba —dice C.—, y para irse al cielo a ser Dios no muere en un monte, el monte Calvario? Siempre andaba metido por los montes. ¡Era yerbero!»

Sin variar los patrones africanos de defensa —o de ataque—, dispone, para la lucha contra las brujerías incesantes de los demás, de toda una técnica preventiva con un número incontable de fórmulas, de antídotos, de contrahechizos, de «trabajos» —nsalanga— y de ebbós, que derivan su secreta virtud de un árbol, de un bejuco o de una yerba. Con ewe, como llaman a las yerbas y plantas los descendientes de lucumís-yorubas, o un vititi nfinda, los descendientes de congos —y aquí el término comprende troncos, hojas y raíces— se alivian un simple dolor de estómago o se curan una llaga maligna. Y sobre todo, por medio de ewe y «su secreto» de vititi, se consigue el efecto sobrenatural que, de contar tan solo con sus pobres fuerzas, esto es, sin el recurso de la magia y de dioses y espíritus, bien sabe que no podría lograr jamás. Con ewe o vititi nfinda se «desbarata» un maleficio, se purifica, «se limpia» un individuo de toda mácula de brujería, se conjura una mala influencia, «se cierra el paso a lo malo», se aleja una desgracia de la casa —una desgracia o una persona importuna—, se neutraliza la mala acción de un enemigo, y lo que es más práctico y satisfactorio, se le despacha al otro mundo.

Árboles y yerbas, en el campo de la magia o en el de la medicina popular, inseparable de la magia, responden a cualquier demanda. No es de extrañar que, considerados como agentes preciosos de la salud y de la suerte, nuestros negros —y quizá debíamos decir nuestro pueblo, que en su mayoría es mestizo física y espiritualmente— tienen por lo regular un gran conocimiento de las virtudes curativas que atribuyen a los poderes mágicos de que están dotadas las plantas. «Curan porque ellas mismas son brujas.»

Importante es sanar de una dolencia, pero mucho más lo es librarse de una mala sombra, de una influencia maléfica, de un malembo o de un ñeque, que es lo que suele producir la enfermedad.

Toda calamidad tiene su antídoto o preventivo en algún palo o yerbajo y, por supuesto, en la intervención de otro espíritu más fuerte que actuará en este, combatirá y vencerá al espíritu contrario que ha producido el mal.

Un «palo» —musi o inkunia nfinda—, un espíritu nos ataca, y con otro nos defiende el brujo. Causan un bien o un mal según la intención de quien los corta y utiliza.

El rito, la palabra, la conminación mágica, determinan luego su efecto, y para todo hay dos caminos: el bueno y el malo. «Se toma el que se quiere.» «El palo hace lo que se le mande.»

En el campo, y en honor de la verdad, en la misma Habana, las boticas no han podido hacerle una competencia decisiva a la botica natural que todos tienen al alcance de la mano en el matorral más próximo, con los nombres pintorescos, a veces obscenos, de las yerbas más vulgares. El bicarbonato no goza de mayor prestigio que el cocimiento de la albahaca morada de Oggún o de la mejorana de Obatalá; y para el menor achaque físico o contratiempo, para aclarar la estrella de un destino que se nubla, cualquier mujer blanca, «de la tierra», sin que necesariamente sea iyalocha —sacerdotisa—, nos indicará una serie de yerbas que le inspiran más confianza que las medicinas del farmacéutico, en las que no actúa, como en las plantas, un poder espiritual, y aquellas que, según la creencia o la experiencia de la fe del pueblo, combaten mejor la mala suerte, la salación.

En cada yerba opera la virtud de un santo, una fuerza sobrenatural. «Las medicinas están vivas en el monte —me dice un viejo de quien no logré se dejase tratar el reumatismo que prometía aliviarle el médico—. Yo conozco la yerba. Sé la que me conviene y ya iré a buscarla. Lleve a su médico a la manigua, a ver si sabe él la que tiene que arrancar para quitar un catarro. Mis mataduras me las remedio con yerbas, y no con pinchazos.» «El médico —insiste otro— nunca está en lo verdadero.» Lo que cura es la fórmula mágica. La del ngángántare o ngángula. La del agguggú, la del awó o babalawo. Y en el negro capitalino, a pesar de su innegable adaptabilidad a un progreso material que aquí, como en ninguna otra parte, solemos confundir orgullosamente con la cultura, situado en el mismo plano de igualdad que el blanco, disfrutando en todos los órdenes de los beneficios de la civilización, el atavismo africano no es menos fuerte e irreductible que en el negro campesino; en el palurdo y retrógrado.

La raíz plantada en los comienzos del siglo XVI se mantiene firme y vigorosa; y aunque definitivamente rota en la segunda mitad del siglo XIX toda comunicación directa con África, nuestros negros, en espíritu, no han llegado a dejar de ser africanos. No han podido renunciar a sus creencias, ni olvidar las secretas enseñanzas de sus mayores. Continúan fielmente sus viejas prácticas mágicas, y para todo siguen recurriendo al monte; se dirigen a las primitivas divinidades naturales que adoraron los antepasados y les legaron vivas, alojadas en piedras, en caracoles o en troncos y raíces, y a las que, como aquellos, siguen hablándoles en africano, en yoruba, en ewe o en bantú. El de la ciudad, que sabe leer y escribir, escucha la radio, y pasa muchas de sus veladas en el cine; le sacrifica a su fetiche, «a su prenda», lo mismo que el rústico y analfabeto, que aún alumbra con una «chismosa» su bohío, internado en campo solitario. A este último, en lo que respecta a la magia o la curandería, se le tiene por depositario de la tradición más pura y rigurosa; y precisamente porque no ha salido del monte y conserva los secretos de los viejos de nación, goza de todo el respeto del habanero, que va a consultarlo en caso de apuro, o se precia —si a su vez es palero, para imponer su autoridad— de haber sido alguna vez su discípulo y confidente.

Lo mismo en los bohíos que en las casas confortables de La Habana, el dios Elegguá, que se representa por una piedra tallada como un rostro, sigue y seguirá, bien untado en manteca de corojo, vigilando con sus ojos de caracol, disimulado en un velador junto a las puertas de los hogares negros, de los hogares mulatos, satisfecho con que una vez al mes, por lo menos, se le dé a beber la sangre de un pollo, cuando no pide, aunque de tarde en tarde, que se le mate un teré —ratón—, o una ecuté —jutía—, en la misma habitación donde se lee, en una gran litografía del Sagrado Corazón de Jesús, suspendida en lugar preferente: «Dios bendiga este hogar». Sincretismo religioso al que no siempre se sustrae el blanco, reflejo fiel de un sincretismo social que no ha de extrañar a nadie que conozca a Cuba, y que analizó entre nosotros, hace más de cuarenta años, Fernando Ortiz en sus Negros brujos. Siempre los santos católicos han convivido en Cuba en la mejor armonía e intimidad —hoy francamente— con los santos africanos; del mismo modo que, antes, las patentes de los científicos, y actualmente la penicilina y las vitaminas, alternan con las yerbas consagradas de los curanderos-hechiceros. Al fin y al cabo, como decía la difunta Calixta Morales, que sabía su catecismo de memoria y fue una de las iyalochas más honorables de La Habana: «Los santos son los mismos aquí y en África. Los mismos, con distintos nombres. La única diferencia está en que los nuestros comen mucho y tienen que bailar, y los de ustedes se conforman con incienso y aceite, y no bailan». En cuanto a las medicinas... «es botánica disfrazada —palo y yerba—, y en el monte están todas vivitas».

En fin, casi siempre de acuerdo con lo que digan Ifá o Diloggún, el vititi mensu, o nkala —espejo mágico del mayombero; o el «ser», que se manifiesta por algún médium espiritista consultado—, o cuando no le quede más remedio, el negro acude a los hospitales; se jacta en ocasiones de haber sido operado —la cicatriz que deja una operación se ostenta con cierta vanidad, tiene algo de distintivo o de sagrado, es como un eye, un tatuaje—, recibe las medicinas del dispensario, aún las paga con gusto si son caras —si son caras las toman con más fe—, pero en su fuero interno confía mucho más en la gracia de «ewe o de Kongue», en la mágica receta del santero, que una divinidad ha dictado, y que se añade a la del facultativo. Jamás deja de ser del todo, entrañablemente, «un hijo de la Madre Selva», del monte misterioso, que saturado de poderosos efluvios, recinto de las fuerzas sagradas, siempre despierta en su ánimo un atávico sentimiento mezclado de euforia y de profundo, temeroso misticismo. El remedio santo, la salvación providencial, indiscutiblemente, todavía están en el monte: en ileigi, igbó, yukó, obóyuro, ngüei, aráoco, eggó o ninfei, como lo llaman los descendientes de lucumís; musito, miangu, dituto, nfindo, finda, kunfinda o anabuttu, los descendientes de congas; porque los árboles —ikí, nkuni, musí— son habitaciones de orishas, de mpúngus y de espíritus —ngangas—, y en las yerbas, impregnadas de arcanas y esenciales virtudes, actúan influencias de las divinidades, o las mismas divinidades en persona, «que gobiernan el mundo» y el destino de cada hombre.