ÍNDICE

NOTAS

ENTRE EL MUNDO INVISIBLE Y EL VISIBLE: LA «VIA MEDIA»

1 La seguridad de Newman en este punto era absoluta: «Hacerse Romanista parece cada vez más imposible; unirnos con Roma (si ella nos dejara) no imposible [...] Soy consciente de que, para mí mismo, aún no he desarrollado del todo [mis ideas]; existen opiniones aún desconocidas para mí que hay que descubrir e integrar, quizás también incoherencias que arreglar; pero en conjunto creo que he hecho presa de un sistema, un cuerpo de ideas, muy abarcador. Podría recorrer un buen trecho en compañía de Roma, y otro buen trecho con los peculiares [los evangélicos]; y no desesperaría de los disidentes. Creo que nuestro sistema será muy atractivo, por su novedad, por lo sublime que es, y por su base argumentativa» (carta a su hermana Jemima, 2 oct. 1834; Letters & Diaries 4, 337). Tardó tres años y muchos borradores en dar forma a ese sistema: son las Lectures on the Prophetical Office of the Church viewed relatively to Romanism and Popular Protestantism (1837). Tan insultante era su confianza que en aquella misma carta de 1834 a su hermana añade, medio en broma: «En este momento, si pudiera escoger y tener todas las circunstancias y medios a mi alcance, me iría como obispo (independiente) a la India y fundaría allí una Iglesia —un salto muy ambicioso, dirás. A alguien habrá que mandar como obispo... —pero ¡el Estado, el Estado!, ¡somos unos tullidos! Puedo imaginar el día en que la India sea un refugio para nosotros, si se nos acaba el juego aquí» (Letters & Diaries 5, 338). La serie de los Tractos estaba bajo el siguiente lema, tomado de 1 Cor 14,8: «Y si la trompeta da un toque confuso, ¿quién se preparará para el combate?» (If the trumpet give an uncertain sound, who shall prepare himself to the battle?).

2 Cualquiera lector de novela victoriana sabe hasta qué punto las consideraciones sociales regían las relaciones humanas en el XIX. En Norte y Sur (1855), de Elizabeth Gaskell, la señora Hale reprocha a su marido: «no has obrado bien presentándonos a semejante persona [Thornton] sin explicarnos antes lo que había sido» (115); Thornton había sido dependiente en un comercio y era entonces un rico fabricante.

3 Newman, que por entonces andaba lejos de sus futuros amigos, no estuvo presente, pero diez años más tarde, en un Memorandum que luego cito, anota como acontecimiento decisivo de 1836, en tercer lugar: «Conozco y empiezo a usar el Breviario», un Breviario que había heredado de Froude.

4 En la citada Norte y Sur, se explora el desclasamiento en que incurre el señor Hale, rector del apacible pueblito de Helstone cuando comprende que «no puedo seguir siendo pastor de la Iglesia anglicana» (49); lo cual supone no solo ser un cismático, un hereje, sino «un paria» (60); «si tu padre deja la Iglesia no nos admitirán en sociedad en ningún sitio» (63). Como Blanco se refugió en la portuaria Liverpool, los refinados Hale se trasladan al ostracismo de la industrial Milton del Norte —trasunto de Manchester, donde vivía Gaskell, casada con un pastor de la Iglesia unitaria. Cuando en 1845 Newman abandonó la Via Media hacia el lado contrario, las repercusiones sociales de su decisión religiosa también le confinaron en Birmingham, otra ciudad industrial del Norte, donde vivió hasta su muerte en 1890. Y cuando Francis Newman —siguiendo los pasos de su otro hermano, Charles, ya ateo— empieza a derivar hacia el escepticismo religioso, John Henry le advierte: «Espero que entiendas que, aunque me niego decididamente a verme contigo en términos de familiaridad o a sentarme a la mesa contigo, si quieres venir y que charlemos de lo que sea (discusiones, no), o escribirme en ese mismo tono, yo estaré encantado» (23 nov. 1835; Letters & Diaries 5, 167).

5 Blanco escribió esta primera parte, mientras estaba en Oxford, en forma de carta dirigida a su amigo Richard Whately, que le había animado a escribir «a detailed account of my life» (Life 1, 1).

6 «Domingo, 1 de febrero de 1835. El servicio en la Capilla Unitariana de Paradise Street me ha procurado el placer más completo» (Life 2, 92). «Liverpool, 11 de abril de 1835. Quiero recoger aquí que continúa o, mejor, que ha aumentado, el placer que siento en el servicio Unitariano [...] Esta misma mañana, mientras estaba en la Capilla, he tenido la convicción más fuerte y profunda de que nunca he asistido a nada tan realmente sublime como todo el culto en el que estaba participando» (Life 2, 121).

7 John se casó con Jemima (28 abr. 1836) y Tom con Harriett (27 set. 1836). Mr Mozley de Frairgate (Derby), Esquire, dedicó al mayor, John, al negocio familiar de la imprenta y la edición, contra los gustos de este, que hubiera querido ir a la universidad como hizo Tom; el cual fue discípulo de Newman en Oriel College, y luego colega suyo como fellow de Oriel; se ordenó en 1832. Tom fue un tractariano ardiente y estuvo a punto de hacerse católico en 1843 durante una estancia en Normandía; no lo hizo, en buena parte, porque Newman le aconsejó esperar dos años. A pesar de ello, Harriett culpó a su hermano y rompió toda relación con él hasta el final de su vida. Otro hermano, James Bowling Mozley (1813-78) también fue a Oriel, estuvo muy unido a Newman y fue su coadjutor en Saint Mary’s en 1838. Una hermana, Anne Mozley (1809-91), también tractariana, fue escritora; Newman le pidió que editara sus cartas de la época anglicana, cosa que hizo en 1891.

8 Newman ayudaba a sostener la casa de su madre y sus hermanas en Iffley, y les pasaba dinero para limosnas y para que atendieran a los pobres de Littlemore.

9 También anota puntualmente los fallos: «Cumplí esto hasta el final; pero debo decir que tomé el miércoles una copa de oporto. La única molestia importante que he tenido ha sido un dolor en la cara, que he eliminado tomando unas pastillas de sulfato de quinina». Y antes: «A medida que pasaba el tiempo, con frecuencia repetí carne. He estado tomando vino» (113).

10 Blanco White, en su versión al castellano (Londres, 1827) del Book of Common Prayer, traduce como Liturgia anglicana o Libro de oración común.

11 Autobiographical Writings 214-15 y Suyo 109-10. Letters & Diaries 6, 213-14, n. 4 da una versión ligeramente distinta.

12 «What though the radiance which was once so bright/Be now for ever taken from my sight,/Though nothing can bring back the hour/Of splendour in the grass, of glory in the flower;/We will grieve not, rather find/Strength in what remains behind:/In the primal sympathy/Which having been must ever be;/In the soothing thoughts that spring/Out of human suffering;/In the faith that looks through death/In years that bring the philosophical mind». También se acuerda uno de Esplendor en la hierba, la película de Elia Kazan (1961), sobre una historia del dramaturgo William Inge, donde estos versos servían de lema al amor frustrado de Deanie y Bud.

13 La «Order of the Companions of Honour» está compuesta por la reina y 65 miembros, nombrados por su especial relieve en las artes, la ciencia, la política, la industria o la religión. No lleva consigo título nobiliario. Stephen Hawking es uno de ellos.

14 Sin embargo, la sodomía le producía horror. Vale la pena mirar Lesbianism en el Oxford English Dictionary: el testimonio más antiguo es de 1870 y procede, precisamente del poeta Algernon Charles Swinburne (por cierto, Mrs John Bowden era su tía): «Swinburne expressed a horror of sodomy and an actual admiration of Lesbianism, being unable to see that that is equally loathsome».

DEDICATORIA

15 Hugh James Rose (1795-1838) estudió en Trinity College, Cambridge. Había fundado en 1832 la British Magazine, órgano de opiniones tradicionales en religión y en política. En su parroquia de Hadleigh (Suffolk) se celebró la que podría considerarse primera (y también última) reunión de los principales participantes en el Movimiento de Oxford. Newman era muy poco partidario de iniciativas que empiezan por los comités, los nombramientos y los grandes planes. Imagino que la dedicatoria fue póstuma, a modo de homenaje. Rose estuvo en el origen del primer libro importante de Newman en 1833, Los arrianos del siglo IV: «Hacia 1830 recibí una propuesta de Mr Hugh Rose, que junto con Mr Lyall (más tarde Dean de Canterbury) buscaban autores para una colección teológica. Querían que les escribiera una Historia de los Principales Concilios. Acepté la petición y me puse a trabajar inmediatamente en el Concilio de Nicea. Esta investigación supuso lanzarme a un mar de innumerables corrientes: me vi llevado primero a la historia prenicena y luego a la Iglesia de Alejandría. La obra se publicó finalmente con el título de Los arrianos del siglo IV. De sus 422 páginas, las primeras 117 eran una introducción y el Concilio de Nicea no aparecía hasta la página 254, y ocupaba solo 20 páginas» (Apologia pro Vita Sua 49). B.D.: ‘Bachelor of Divinity’.

Sermón 1

1 Un pasaje del Book of Common Prayer anglicano habla del cristiano que vive para Dios «in whose service is perfect freedom».

Sermón 2

1 Palabras de la Vulgata, eliminadas en la Neovulgata.

2 1 S 6,19: «Y castigó a los hombres de Bet-Semes, porque habían mirado dentro del arca del Señor, castigó a cincuenta mil del pueblo, y a otros setenta» (King James Version). El texto depurado oculta la alusión newmaniana y elimina la «muchedumbre» de los castigados: «Sin embargo, los hijos de Jeconías, que habitaban en Bet-Semes, no se alegraron como los demás al ver el arca del Señor, por lo que el Señor castigó a setenta de sus hombres».

Sermón 3

1 Las «ramas» de la única Iglesia católica que Newman tenía en la cabeza en estos años eran tres: la Anglicana, la Romana y la Ortodoxa.

* «The Almighty and merciful Lord grant you Absolution and Remission of all your sins, true repetance, amendment of life, and the grace and consolation of his Holy Spirit» (Communion of the Sick; Book of Common Prayer).

Sermón 7

1 Socinianismo: doctrina protestante, que no acepta la Trinidad, llamada así por Laelio Socino que murió en 1562 y Faustus Socinus (1539-1604), su sobrino. En estos años, Newman marcaba las distancias de la Iglesia Anglicana con la Iglesia Romana, por un lado, y todo tipo de protestantismos, por otro.

Sermón 11

1 Newman mantenía en este momento la teoría anglo-católica de la única Iglesia Católica como una abstracción subsistente en tres ramas distintas, imperfectas pero divinas: la Anglicana, la Romana y la Griega.

2 Como anglicano, Newman no tenía la noción de la intercesión individual de los santos.

Sermón 13

1 En Inglaterra, ya se sabe, un 18 de junio, fecha de este sermón, la primavera aún está por llegar...

Sermón 16

1 Se refiere a la Eucaristía. La fe de Newman anglicano en la presencia eucarística era profunda pero aún no incluía que fuera sustancial.

2 Véanse los Pensamientos de Pascal.

Sermón 17

1 Ver Ignat. Ad Eph. 19.

Sermón 18

1 Newman hace a continuación un retrato de la mentalidad protestante; tomando la postura contraria a la suya, llega casi al sarcasmo.

Sermón 20

1 En el número 7 de la encíclica Spes salvi (2007), Benedicto XVI hace un comentario teológico y filológico del sentido de los términos griegos originales hypostasis y elenchos, y la interpretación que implica la traducción católica como substantia y argumentum: la «prueba» presente, objetiva de lo que no se ve, frente a la interpretación luterana que rehúye lo objetivo e implica un «sentido subjetivo, como expresión de una actitud interior» de firmeza y convicción en lo que no se ve. «En sí mismo, esto no es erróneo pero no es el sentido del texto».

Sermón 21

1 Creo que alude a 2 Cro 7,3: «Todos los israelitas, al ver cómo bajaba fuego y que la gloria del Señor estaba dentro del Templo, se postraron rostro en tierra sobre el pavimento, adoraron y celebraron al Señor: ‘Porque es bueno, porque su misericordia es eterna’» (la cursiva es mía).

2 El profeta de las «ruedas prodigiosas» es Ezequiel (1,15-21): «Estaba mirando los seres animados y vi una rueda en la tierra junto a los seres animados, junto a cada uno de los cuatro. El aspecto y la estructura de las ruedas eran como de crisólito y las cuatro tenían la misma forma. Su aspecto y estructura era como si cada rueda estuviera dentro de otra rueda. Podían ir en las cuatro direcciones, sin volverse al andar. Sus aros eran altos y temibles, y los aros de las cuatro ruedas estaban llenos de ojos alrededor. Cuando los seres animados andaban, las ruedas se movían junto a ellos. Y cuando los seres animados se levantaban de la tierra, se levantaban las ruedas. Los seres animados iban donde el espíritu los dirigía y las ruedas se levantaban con ellos, pues las animaba el mismo espíritu de vida. Cuando los seres animados andaban, se movían las ruedas; cuando ellos se detenían, se detenían las ruedas; cuando los seres animados se levantaban de la tierra, se levantaban las ruedas, pues las animaba el mismo espíritu de vida» (la cursiva es mía).

Sermón 23

1 Del oficio de la Visita a los Enfermos.

Sermón 4
ES OBLIGADO ACEPTAR LOS PRIVILEGIOS RELIGIOSOS
[n. 382 | 22 de marzo de 1835]

«Entonces dijo el señor a su siervo: ‘Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa’» (Lc 14,23)

La parábola del banquete de bodas, de donde proceden estas palabras, se encuentra también en el evangelio de san Mateo, con este añadido: que de los traídos a la fuerza hay uno que no lleva traje de bodas y no solo fue considerado indigno sino que fue castigado. «‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar traje de boda?’. Pero él se calló. Entonces el rey les dijo a los servidores: ‘Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y rechinar de dientes’. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos» (Mt 22,12-14). «Amigo, ¿cómo has entrado aquí?». «A la fuerza» podría haber respondido. Pero nuestro Señor dice «él se cayó», y pronuncia su condena eterna.

Hay algo terrible y chocante en la enseñanza contenida en la parábola. Se diría que estamos obligados a aceptar los beneficios religiosos, de cuyo uso somos responsables y por cuyo mal uso seremos castigados. Se nos fuerza a ser cristianos, pero esta imposición no se tiene luego en cuenta cuando llega el día de rendir cuentas. La misma enseñanza se deriva de la parábola de los talentos. El siervo que esconde el talento de su señor parece haber considerado su situación con ese sentido de la justicia y la decencia en que tan a menudo cae el hombre natural: esa idea de quedarse en paz y bien consigo mismo si no tocaba el talento; como si se pudiera lavar las manos, por así decir, de todo el asunto, y no arriesgarse ni a ganar ni a perder; sintiendo que se trataba de un asunto delicado que se ponía en sus manos; que había muchas posibilidades de fracasar; que su señor era del tipo de hombre austero, difícil de contentar, y con opiniones propias sobre lo justo y el deber, y poco razonable; y, por tanto, que lo más seguro era mantenerse a distancia para no tener preocupaciones y no correr peligro. Pero aquí el que razona egoístamente se encuentra con la misma terca necesidad, vamos a llamarla así. La ley de las cosas le presiona, y el creador de las leyes también; parece que una especie de destino incontrolable le rodea; el destino de la responsabilidad, el fatum de la libertad, la prerrogativa inalienable de tener que escoger entre la vida y la muerte, la perspectiva inevitable del cielo o el infierno. «Por tus palabras te juzgo, siervo malo» (Lc 19,22); «en cuanto al siervo inútil, arrojadlo a las tinieblas de afuera» (Mt 25,30).

Y de Judas dice nuestro Señor: «¡ay de aquel hombre por quien es entregado el Hijo del Hombre! Más le valdría a ese hombre no haber nacido» (Mt 26,24). Pero nació, se le toleró su traición y fue condenado.

Esa misma es la enseñanza del Viejo Testamento; por ejemplo en las palabras memorables del profeta Ezequiel, en las que Dios Todopoderoso dice a los israelitas: «no se hará lo que imagina vuestro pensamiento cuando decís: ‘Seremos como las naciones, como las familias de los países que dan culto al árbol y a la piedra’. Por mi vida, oráculo del Señor Dios: ‘Con mano fuerte y brazo extendido, derramando mi cólera, reinaré sobre vosotros. [...] Os haré pasar bajo mi cayado y os conduciré bajo el yugo de la alianza’» (Ez 20,32-37).

Antes de pasar a comentar esta verdad solemne e indudable (tan indudable como verdadera es la Escritura), me gustaría que considerarais quién la proclama en la parábola en cuestión. Es nuestro Señor Jesucristo. Aquí, como en otros lugares, no lo ha dejado al cuidado de sus siervos; ha tomado sobre sí mismo lo que podría llamarse la responsabilidad, casi diría yo el oprobio, de anunciar enseñanzas que pueden escandalizar. Considerad sus hechos y dichos, tal como aparecen en el evangelio. ¿No es Él el autor de una religión que todos los días oímos llamar, y con razón, suave, benigna, caritativa y alegre? No es Él por carácter, como proclama la voz común de los mortales, manso y humilde de corazón, considerado y amoroso? ¿Puede alguien leer la historia de su vida y muerte sin quedar convencido de la verdad de esta opinión común? Más aún, ¿puede alguien profundizar, aunque sea en grado ínfimo en la consoladora doctrina de la Expiación, la Redención de nuestros pecados en la Cruz, sin quedarse con la absoluta seguridad de que no hay nada en el mundo que se pudiera hacer por nosotros que Él no haya hecho y no vaya a hacer? Y, sin embargo, es Él quien nos pone esa cadena. Así que sus suspiros y lágrimas, su fatigoso ir de un lado a otro, sus severos discursos, su agonía y muerte, todo lo que Él ha hecho, todo lo que ha sufrido, parece instarnos a que tengamos confianza en Él. Él condesciende y nos insta a que confiemos en la verdad y justicia de sus palabras cuando declara que estamos obligados a recibir las mercedes de Dios y que seremos castigados si hacemos mal uso de ellas. Me extenderé un poco ahora en la situación general y luego mostraré en qué sentido nos afecta especialmente a los cristianos.

1. Considerad lo que nos viene a la cabeza en primer lugar, nuestro nacimiento a este mundo. Concedo que este es un mundo de gozo y alegría, pero también, sin duda, un mundo de cuidados y dolores. Mucha gente pensará que los dolores sobrepasan en conjunto a los gozos en su conjunto. Lo piense esto así o no la mayoría de la gente, para mi propósito me basta con que haya una sola persona que lo crea. Me basta que una sola persona piense que la enfermedad, las decepciones, la angustia, aflicción, sufrimiento, miedo, son males tan dolorosos que sería mejor no haber nacido. Si este fuera el sentimiento de una sola persona, esa única persona, está claro, sería en lo que concierne a su existencia, lo que es el cristiano con relación a su nuevo nacimiento: el receptor de un don que no ha deseado. Antes de nacer no se nos ha preguntado si escogeríamos este mundo. Se nos coloca bajo ese yugo, queramos o no, ya que, evidentemente, no podemos escoger o rechazar este don de naturaleza mortal antes de que se nos otorgue el poder de elegir.

En esta consideración tropieza a veces la soberbia de gentes reflexivas pero irreligiosas. Corazones arrogantes, impacientes, rebeldes, al encontrarse en posesión de este don de la vida y de la razón, se enfrentan a lo que no pueden deshacer, retuercen el don contra él mismo y discuten contra él por medio de él. Se dan golpes y se estrellan de forma infructuosa contra el destino al que están encadenados; y como no pueden anular el hecho de haber sido creados creen vengarse alzándose contra el Creador de forma blasfema. «¿Por que he sido creado? ¿Por qué no puedo aniquilarme si quiero? ¿Por qué tengo que sufrir?». Este es el tipo de preguntas en que se consumen, a veces incluso quitándose la vida de forma violenta con la frenética esperanza de ejercer así un poder sobre su propia existencia. Y una vez que han cometido ese hecho fatídico y se encuentran —como es seguro que se encuentran— con que siguen siendo seres independientes con sentimientos y conciencia, con pensamientos, deseos, gustos y juicios personales, ¿quién podrá imaginar el horror que se apoderará de ellos en ese nuevo estado de su existencia? El horror de verse sin cuerpo, sin nada que tocar, nada a lo que volverse y dirigir su ira, nada más que ellos mismos; sin cuerpo pero vivos, vivos pero sin poder alguno sobre el principio de la vida, que pertenece únicamente a la voluntad de Aquel que los llamó a la vida y del que han blasfemado.

A veces esta falta de resignación toma otra vía. Hay muchos que sin rebelarse así contra la voluntad de Dios, no admiten que sea su deber servirle bajo esas condiciones, cualesquiera que sean, a las que Dios ha decidido someter al hombre; ellos son responsables de lo que hacen y deben sacar de su interior, por el poder de su voluntad, lo que ha de responder a las circunstancias en que se encuentran. Por tanto, deliberadamente y como cuestión de principio, se dejan llevar pasivamente por la corriente de la vida, ocurra lo que ocurra. ¿Que se presenta la tentación? Caen en ella. ¿Que viene el peligro? Son cobardes. ¿Se les estimula a la virtud? Son virtuosos. ¿Se pone de moda la religión? Proclaman su fe. Pero no entran ni por un momento en la verdad sencilla y trascendental de que las circunstancias que les rodean son exteriores tanto a su responsabilidad como a su elección; no son más que condiciones señaladas por la Omnipotencia de Dios, bajo las que se encuentran colocados (por qué, conviene no preguntar); y que es parte de su prudencia tomarlas como vienen, tomarlas, usarlas, mejorarlas.

Llamo la atención sobre estos casos de falta de resignación, no por sí mismos, sino para ilustrar, por contraste, esa ley de nuestra naturaleza de la que estoy hablando; es decir, que sin pedirnos consentimiento, Dios nos coloca en unas circunstancias determinadas, nos da una vida de sufrimiento, y una disciplina moral; y estamos obligados a obedecer a Dios en esas circunstancias como si nosotros mismos nos las hubiéramos procurado, bajo pena de consecuencias terribles, si no lo hacemos.

2. Esa es nuestra condición humana; y, como cristianos, es la misma. Por ejemplo, no tenemos oportunidad de crecer antes de elegir nuestra religión. Tenemos tan poca posibilidad de elegir nuestra religión como de nacer o no. Nos lo dan hecho y no tenemos parte en ello. Nos bautizan de niños. Nuestros padrinos responden por nosotros. Si, por una parte, tenemos en cuenta lo grandes que son los privilegios del Bautismo y, por otra, el gran peligro de resistirse o abusar de ellos, se verá que se trata de un asunto muy grave. Las palabras de san Pablo acerca del peligro de apagar el don de la gracia son definitivas: «es imposible que quienes una vez fueron iluminados, y gustaron también el don celestial, y llegaron a recibir el Espíritu Santo, y saborearon la palabra divina y la manifestación de la fuerza del mundo venidero, y no obstante cayeron, vuelvan de nuevo a la conversión» (Hb 6,4-6).

Pongamos una persona que ha caído en pecado y que dice: «¡Ojalá no estuviera bautizado, pues no estaría sometido a este gran riesgo! ¡Ojalá un único bautismo para la remisión de todos los pecados estuviera por llegar! ¡Ojalá no hubiera recibido ya esa purificación de una vez para siempre, y estuviera libre de la necesidad de luchar continuamente para mantenerme en el estado de limpieza en que me colocaron!». Pero esto no puede ser. Somos cristianos desde nuestros años primeros, no podemos declinar ni el gran privilegio ni la responsabilidad. En lugar de acobardarnos ante la responsabilidad, lo que debemos hacer es apoyarnos en ese privilegio, en la contemplación de la multitud de auxilios que tenemos para salir airosos en todas nuestras pruebas; y consolados así, debemos seguir colaborando con Dios como adultos.

Lo mismo se aplica a nuestra educación. Se nos educa como cristianos. No podemos, ni nos está permitido, mantenernos a distancia y decir que conservamos nuestro juicio al margen de prejuicios para decidir por nosotros mismos. El caso es que somos cristianos. Y nuestro deber no es considerar cuál sería nuestra obligación si no fuéramos cristianos, no ir por ahí disputando, tamizando las pruebas en favor del cristianismo, sopesando este aspecto o el otro, sino obrar según las reglas que se nos han dado hasta que haya alguna razón para pensar que esas reglas están equivocadas; asimilar a fondo sus verdades, a medida que vamos adelante, a base de obrar conforme a ellas y por los frutos que dan en nosotros. También los paganos pueden sentirse obligados a interesarse por la cuestión de las pruebas pero nuestro deber es usar los talentos que tenemos y probar su valor por medio de las obras, y no de argumentos.

Estos son ejemplos puestos con la intención de mostrar cómo nos vemos forzados a la posesión de ciertas ventajas o desventajas y, en consecuencia, a obrar dentro de ese estado de cosas, cooperando con él de acuerdo con el poder interior que hemos recibido, en lugar de huir de él. Ved qué paralelos son el orden cristiano y el de la naturaleza. Dios nos destina por naturaleza a ser hijos del pecador Adán, seres responsables, con almas inmortales —a la fuerza, por decirlo así. Y a través de la Iglesia, de manera semejante, nos da el sacramento del nuevo nacimiento y nos educa en los sanos principios —queramos o no.

3. Pero esta coacción por parte de la Iglesia es aún más insistente y extensa de lo que he dicho hasta ahora, y por tanto será justo dar algunos ejemplos más para llevar a vuestro ánimo el principio en que se funda. Primero ejemplificaré el hecho notable de que (según parece) familias enteras fueron bautizadas por los apóstoles, incluyendo esclavos y niños. Se diría que los adultos, si dependían del amo de la casa, al convertirse participaban de sus privilegios y deberes. Así se manda en el Antiguo Testamento, en el caso de Abrahán, a cuya circuncisión siguió, por mandato divino, la circuncisión de sus siervos. «Todos los hombres de su casa, los nacidos allí y los comprados a extranjeros con dinero, se circuncidaron con él» (Gn 17, 7). De igual manera leemos en los Hechos de los Apóstoles que cuando Lidia se convirtió no solo se bautizó ella, sino que, dándolo por supuesto (esa es la impresión que da el texto), «su casa» se bautizó también (Hch 16,15). Y cuando el carcelero de Filipos se bautiza no lo hace solo él, sino «él y todos los suyos inmediatamente». Y en la primera epístola a los Corintios san Pablo dice haber bautizado «a la familia de Estéfanas» (1,16). No es cuestión ahora de considerar las condiciones y circunstancias requeridas para actuar así. Lo único que pretendo es llamar la atención sobre el principio que lleva consigo ese modo de proceder.

Otro ejemplo notable de la fuerza que se concedió a los hombres en la Iglesia primitiva se verá por la costumbre existente entonces de llevar al sacerdocio a quienes reunían condiciones, sin pedir su consentimiento. Los primeros cristianos consideraban la ordenación sacerdotal de forma muy distinta a como la considera la época actual —¡por desgracia para nosotros! Hoy día el sacerdocio es visto con frecuencia como un oficio de este mundo —un modo de vida, un sueldo. La gente lo asocia con una vida comparativamente fácil o, por lo menos, sin problemas, con respetabilidad y comodidades, unos ingresos fijos, una posición en la sociedad. ¡Pobres de nosotros, que no sentimos ninguno de esos terrores sobre el sacerdocio que hacían a los primeros cristianos huir de él! Pero a sus ojos (dejando al margen el riesgo de desempeñarlo en tiempos de persecución) era un oficio tan solemne que cuanto más santo era un hombre, menos se inclinaba a tomarlo. Sentían que, en cierto modo, tenían que hacerse cargo de la responsabilidad de otras personas y que la salvación de los demás dependía de ellos; sentían que apenas podían tomar el sacerdocio sin correr el riesgo de verse salpicados con la sangre de las almas que se pierden. Habían entendido las palabras de san Pablo cuando dice que tiene una carga sobre sus hombros y que ay de él si no predicara el Evangelio. Por tanto, se acobardaban ante la tarea como si (por usar una mala comparación) les hubieran mandado bucear hasta el fondo del mar para buscar perlas o escalar un acantilado de vértigo. Sí, sabían que del cielo les llegaría ayuda abundante, toda la que necesitasen; pero también sabían que, como parte de la tarea dependería de ellos, aunque solo se les pedía que colaboraran con Dios, esa parte era en todo caso un empleo muy capaz de dar miedo. Así que en muchas ocasiones huían, literalmente, cuando se les llamaba para el oficio sagrado; y la Iglesia al tomarlos literalmente a la fuerza (siguiendo el precedente de la conversión de san Pablo) depositaba en ellos esa carga.

Considerad la conducta de la Iglesia desde el primer momento en que se le concedió un rostro civil y tendréis un nuevo ejemplo de ese principio coercitivo de que vengo hablando. ¿Qué son las conversiones de naciones enteras que tuvieron lugar en la Edad Media, cuando los reyes se sometían a la Iglesia y su pueblo iba detrás, sino salir a los caminos y veredas para obligar a los hombres a entrar? (Lc 14,23). Y aunque podemos imaginar casos en que esta coacción sería aplicada de forma imprudente, excesiva, inoportuna o indiscriminada, no obstante, su principio no es otro que el del bautismo de familias enteras que se narra en los Hechos. ¿Qué fue de esta amorosa y religiosa fuerza (por así llamarla) que en otros tiempos preservó la sana doctrina con penas civiles que hacían que la gente se lo pensara dos veces, y tres, antes de proferir precipitadamente palabras ligeras o divulgar ideas heterodoxas? Un oficio, un puesto público que todo el mundo pasa por alto, por el abuso que de él se ha hecho en ciertos tiempos y lugares, y la inclinación de los hombres a irse de un extremo al contrario.

4. Permitidme ahora, para terminar, llamar la atención sobre la luz que esta ley de la Providencia arroja sobre las circunstancias y modo en que se administra una concreta ceremonia de la Iglesia; me refiero a la Confirmación. Aunque en ciertos aspectos todo cristiano está siempre bajo el poder coactivo de la Iglesia, a medida que avanza en la vida, lo está cada vez menos; y, si comparamos con la niñez, llega un momento en que se les puede considerar hombres libres. Ya no gozan más, al menos en el mismo sentido que antes, el privilegio y la gracia de ser dependientes. La Confirmación es el último acto por parte de la Iglesia antes de dejarlos. Los bendice y los saca de la casa de su juventud para que se busquen su fortuna en la vida. Su fuerza coactiva sobre ellos termina con una bendición; los bendice a la fuerza y los deja marchar. Son enviados por sus amigos para recibir esa bendición final; se someten y se les deja libres. Hermanos míos, jóvenes y mayores, pensar esto llena de temor, es una consideración muy conmovedora para quienes presencian una Confirmación, pero es más imponente para quienes toman parte en ella. Vosotros que tenéis a vuestro cargo el cuidado de gente joven, tened buen cuidado de traerlos a confirmar; no dejéis que se os escape el tiempo; no dejéis que se hagan mayores. ¿Por qué? Porque entonces ya no podréis traerlos; el tiempo de la coacción habrá pasado, serán ya sus propios amos. Pensaréis que quizá conserváis cierta influencia sobre vuestros hijos y dependientes, y podréis traerlos, aunque les haya pasado la edad. Y ¿qué pasa si nosotros no queremos recibirlos? Puede ocurrir. Quiero decir: cuando un hombre o una mujer ha crecido, se requiere mucho más que antes, y es probable que ellos no sean capaces de responder. Cuando la persona es joven, antes de que su espíritu se forme, antes de que ensucie su veste bautismal y contraiga malos hábitos, ese es el momento para recibir la Confirmación, que les da la gracia para que realicen esa «buena obra» que el Bautismo ha iniciado en ellos. Pero una vez que han entrado en el mundo —cualquiera que sea su edad, porque varía según las personas—, cuando inician su batalla con el mundo, la carne y el demonio, cuando su espíritu adquiere una determinada forma y, más aún, pecan deliberadamente en algún punto grave, ¿se puede esperar que estén debidamente preparados para recibir la Confirmación, incluso aunque se les persuadiera a pedirla? Cuando una persona adulta viene de forma fría e indiferente, simplemente porque sus amigos nos lo envían, ¿podemos nosotros, ministros del Señor, recibirlos? ¿Podemos recibir, como si se encontrara en un estado meramente pasivo, a alguien que habiendo madurado en años, debería tener igual madurez en sus principios religiosos? Así pues, los que tenéis responsabilidades sobre gente joven, tened cuidado, para no dejar pasar el tiempo de traerlos a la gracia de Dios cuando podéis hacerlo, porque ese momento ya no vuelve. Traedlos mientras tienen el corazón tierno; quizá se alejen de vosotros y ya no podréis recuperarlos.

Por otro lado, estas mismas reflexiones se aplican con mayor fuerza a los jóvenes mismos. Es asunto suyo. Los que tienen edad de ser confirmados deben venir y ser confirmados enseguida, no sea que se hagan demasiado mayores para ser confirmados; quiero decir: no sea que se les confirme de otro modo, un modo que les mantendrá alejados de esta santa Confirmación; no sea que reciban esa confirmación miserable de los que se lanzan al pecado, al contacto infeccioso de este mundo y a la imposición de las manos del demonio sobre ellos. Hermanos míos, no os conocéis, no podéis responder de vosotros mismos, no podéis confiar en las promesas que hacéis y os conciernen, no sabéis lo que será de vosotros, si no recibís los dones de la gracia cuando se os ofrecen. Por así decirlo, se os imponen ahora. Si los alejáis de vosotros, sin duda venceréis esa fuerza, seréis más fuertes que la misericordia de Dios. Podéis dejar para después, o para nunca, este santo sacramento porque ahora no os gusta una vida religiosa estricta; porque no os tomáis interés en vuestro futuro eterno. ¡Qué pena! Dais un paso que nunca podréis deshacer. Este canal sagrado de la gracia quizá cambie vuestro corazón y vuestra voluntad, y os haga amar el servicio de Dios; pero el momento en que se pierde ya no volverá más. Pasará un año y otro, y os encontraréis cada vez más alejados de Dios. Quizá os precipitéis al pecado abierto y deliberado; quizá no; pero tampoco amaréis a Dios. Vuestro corazón se apegará al mundo, o pasaréis por la vida con un espíritu frío, sin fe, estrecho, sin metas altas, sin amor a las cosas invisibles, sin amor a Cristo, vuestro Salvador. Así terminará este rechazo de la amorosa coacción del Todopoderoso: con la esclavitud a este mundo, y al dios de este mundo. Que Dios nos salve de esto a todos, jóvenes y mayores, por Cristo Señor nuestro.

Traducción de Víctor García Ruiz

Sermón 6
LA INDIVIDUALIDAD DEL ALMA
[n. 402 | 27 de marzo de 1836]

«El espíritu vuelva a Dios que lo dio» (Qo 12,7)

Se nos dice aquí que en el momento de la muerte el espíritu del hombre vuelve a Dios. El escritor sagrado no habla solo de los hombres justos o del pueblo elegido de Dios, sino de los hombres en general. En todos los hombres, el alma, cuando se separa del cuerpo, regresa a Dios. Dios la dio, Dios la creó, Él la infundió en el cuerpo y Él la mantiene ahí; Él la mantiene en su existencia individual, dondequiera que esté. El alma anima al cuerpo mientras dura la vida. Y regresa, cae de nuevo en el estado de lo invisible cuando llega la muerte. Contemplemos con atención esta verdad que a primera vista puede parecernos que entendemos perfectamente. El punto que vamos a considerar es este: que cada alma humana que está o ha estado sobre la tierra, tiene una existencia separada; y esto es así en la eternidad, no solo en el tiempo; en el mundo invisible, no solo en este, y no solo durante su vida mortal sino siempre, desde el momento de su creación, unida o no a un cuerpo de carne.

Nada es más difícil que caer en la cuenta de que cada persona tiene un alma individual, que cada uno de los millones que viven o han vivido es un ser tan completo e independiente en sí mismo como si no existiera en el mundo nadie más que él. Para explicar lo que quiero decir: ¿creéis que el comandante de un ejército se da cuenta de eso cuando envía a un grupo de hombres a una misión peligrosa? No quiero decir que esté obrando mal al hacerlo; solo pregunto, como un hecho, ¿creéis que él, por lo general, entiende que cada uno de esos pobres hombres tiene un alma, un alma tan querida para sí mismo, tan preciosa en su naturaleza como la suya propia? O, más bien, ¿no mira al grupo de hombres colectivamente, como un grupo, como parte de un conjunto, algo así como las ruedas o los muelles de alguna máquina enorme, a las que sí asigna una individualidad y no a cada una de las almas que la componen?

Este ejemplo mostrará lo que quiero decir, y qué expuestos estamos todos a no entender la doctrina de la individualidad separada de cada alma humana. Clasificamos a los hombres en grupos, lo mismo que agrupamos las piedras de un edificio. Pensad en la manera en que normalmente consideramos la historia, la política, el comercio, y cosas parecidas, y reconoceréis que lo que digo es verdad. Generalizamos, establecemos verdades y a continuación contemplamos esas creaciones de nuestra mente y las consideramos y partimos de ellas como si fueran la realidad, dejando al margen las que lo son de una forma más real. Otro ejemplo: cuando hablamos de la grandeza de la nación, ¿qué significa eso? Pues bien, lo que realmente significa es que un cierto número, definido y distinto, de seres individuales e inmortales, durante unos pocos años se encontraron en condiciones de actuar como grupo, y los unos sobre los otros, de tal manera que pudieron influir sobre el conjunto del mundo, obtener supremacía sobre el mundo, adquirir poderío y riqueza, y también parecer una sola cosa, y que se hable de ellos y se los considere como una sola cosa. Durante un tiempo corto parecen una sola cosa, y nosotros, por nuestra costumbre de vivir de lo que vemos, los consideramos una sola cosa y nos olvidamos de que son otra cosa. Y cuando este muere y aquel muere, olvidamos que se está produciendo el paso de almas inmortales individuales a un estado invisible; que todo lo que vemos no es más que apariencia y que las partes del todo son la realidad. No, no pensamos nada de esto; al contrario, aunque más y más hombres mueren, y más y más hombres nacen, y el todo está renovándose continuamente, nos olvidamos de todos los que se van, somos del todo insensibles a todos los que llegan, y seguimos pensando que ese todo al que llamamos la nación es uno y lo mismo, y que los individuos que nacen y mueren existen solo en él y para él, y que no son más que granos del granero u hojas del árbol.

Fijaos en las ciudades populosas. Hay multitudes que fluyen por sus calles, algunos a pie, otros en coches; si pudiéramos mirar dentro veríamos las tiendas llenas de gente, y las casas también. Todas sus partes rebosan vida. De ahí obtenemos una sensación general de esplendor, magnificencia, opulencia y energía. Pero ¿cuál es la verdad? Pues que cada uno de los seres de esa inmensa aglomeración es su propio centro y que todas las cosas que le rodean no son más que sombras, «sombras en vano» en las que «camina y se agita en vano» (Sal 39,7). Cada uno tiene sus esperanzas, su miedos, deseos, juicios y fines propios; lo es todo para sí mismo, y los demás nada son en realidad. Nadie fuera de sí mismo puede tocarle, ni puede tocar su alma, su inmortalidad; tiene que vivir a solas consigo mismo para siempre. Tiene en sí mismo una profundidad insondable, un abismo infinito de existencia, y la escena en que juega un papel momentáneo no es más que un fugaz destello de sol que cae sobre ella.

Al estudiar la historia nos encontramos con relatos de grandes matanzas y masacres, pestes, hambrunas, guerras, etcétera. Una vez más, estamos particularmente acostumbrados a contemplar las masas de gente como unidades individuales. No entendemos que una muchedumbre es una reunión de almas inmortales.

Digo almas inmortales: cada uno de los componentes de esas muchedumbres no solo tuvo mientras estuvo sobre la tierra, sino que sigue teniendo, un alma que simplemente volvió en su momento a Dios, que la había creado, y no pereció, y ahora vive para Él. Esos millones y millones de seres humanos que alguna vez pisaron la tierra y vieron la luz del sol existen, todos, en este preciso momento. Creo que me concederéis que no somos conscientes de esto como deberíamos. Todos esos cananeos a los que mataron los israelitas, cada uno de ellos está ahora en algún lugar del universo, ahora, en este momento, en el lugar que Dios le ha asignado. Leemos en la Biblia: «consagraron al anatema todo lo que había en» Jericó, «jóvenes y ancianos» (Jos 6,21). Lo mismo con Ay: «aquel día cayeron doce mil entre hombres y mujeres, todos los habitantes de Ay» (Jos 8,25). «Josué y todo Israel marcharon de Maquedá a Libná, Laquís, Eglón, Hebrón, Debir y las asediaron, las conquistaron y pasaron a filo de espada a su rey y a todas sus fortalezas, y exterminaron a cuantas personas había en ella sin dejar supervivientes» (Jos 10,29-39). Cada una de esas almas vive. Tuvieron en la tierra pensamientos y sentimientos individuales, y los tienen ahora. Tuvieron sus gustos y sus deseos, obtuvieron lo que creyeron bueno y lo gozaron. Y aún viven, en un lugar u otro, y lo que hicieron entonces en la carne sin duda tiene su peso en su actual destino. Viven, reservados para el día que ha de venir, cuando todos los pueblos se presentarán ante la presencia de Dios.

Pero, ¿por qué hablar de los pueblos de Canaán dados al anatema cuando la Escritura habla de otra sentencia más amplia, más abarcadora —el Diluvio—, y en un lugar parece apuntar al estado presente de temor reverencial en que se encuentran cuantos la sufrieron? El Diluvio fue una condena abrumadora: todos los seres humanos de la tierra, excepto ocho, fueron eliminados. Todo ese universo de almas viven todavía, aunque su tabernáculo material se haya ahogado bajo las aguas. La Escritura, digo, lo da a entender, de forma oscura, sí, pero con toda certeza: san Pedro habla de «los espíritus cautivos» (1 P 3,19) —esto es, cautivos entonces— que han sido «desobedientes», «cuando en tiempos de Noé les esperaba Dios pacientemente» (1 P 3,20). Esas almas numerosas, numerosísimas, que fueron expulsadas violentamente de sus cuerpos por las aguas del Diluvio, estaban vivas dos mil años más tarde, cuando san Pedro escribía. Con toda seguridad, siguen vivas ahora.

Lo mismo ocurre con la muchedumbre de otras personas de que se habla en la Escritura. Todos los judíos que perecieron en el asedio de Jerusalén viven; el ejército de Senaquerib vive. Senaquerib mismo vive. Todos los perseguidores de la Iglesia que han existido en el mundo viven. Los reyes de Babilonia viven. Como dice el profeta, están muy débiles ahora, y su vida toca ya «el fondo del hades» (Si 51,6; Pr 15,24), pero tienen una cuenta que rendir y esperan el día de la llamada. Todos los que se hicieron un nombre en la tierra, todos los poderosos señores de la guerra, todos los grandes gobernantes, todos los hábiles consejeros, todos los arribistas intrigantes, todos los aventureros inquietos, todos los comerciantes codiciosos, todos los orgullosos y lascivos permanecen en la existencia, aunque impotentes y estériles. Balaam, Saúl, Joab, Ajitófel, buenos y malos, sabios e ignorantes, ricos y pobres, todos tienen su sitio particular, cada uno vive por sí mismo en esa esfera de luz u oscuridad que él mismo se ha procurado aquí.

Y todos los nombres que vemos escritos en los enterramientos de las iglesias y cementerios, todos los escritores cuyos nombres y obras vemos en las bibliotecas, todos los obreros que levantaron los grandes edificios, lejanos y cercanos, que son la admiración del mundo, todos ellos están en la mente de Dios, todos viven.