LA ESTRELLA
DE SEVILLA
MAGDALENA AGUINAGA |
JOSÉ MONTERO PADILLA |
MARÍA ANGULO EGEA |
MATILDE MORENO MARTÍNEZ |
JOSÉ LUIS ARAGÓN SÁNCHEZ |
JUAN A. MUÑOZ |
JESÚS ARRIBAS |
FRANCISCO MUÑOZ MARQUINA |
RAFAEL BALBÍN |
FÉLIX NAVAS LÓPEZ |
CARMEN BUENO ACERO |
KEPA OSORO ITURBE |
JUAN JOSÉ CABEDO TORRES |
Mª TERESA OTAL PIEDRAFITA |
PAULA BARRAL CABESTRERO |
IGNACIO PINEDO |
Mª ESPERANZA CABEZAS MTNEZ. |
BEATRIZ PÉREZ SÁNCHEZ |
ÁNGEL MARÍA CALVO |
JOSÉ ANTONIO PINEL |
MANUEL CAMARERO |
MONTSERRAT RIBAO PEREIRA |
FERNANDO DOMÉNECH RICO |
ANA HERRERO RIOPÉREZ |
JESÚS FERNÁNDEZ VALLEJO |
BORJA RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ |
LUIS FERRERO CARRACEDO |
TOMÁS RODRÍGUEZ SÁNCHEZ |
MARÍA LUISA GARCÍA GONZÁLEZ |
MERCEDES ROSÚA |
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ SUBÍAS |
JORGE ROSELLÓ VERDEGUER |
ANTONIO A. GÓMEZ YEBRA |
EMILIO SALES DASÍ |
ANTONIO HERMOSÍN |
ESPERANZA SAN LEÓN JIMÉNEZ |
PRUDENCIO HERRERA |
FLORENCIO SEVILLA |
GLORIA HERVÁS |
EDUARDO SORIANO PALOMO |
JOSÉ MARÍA LEGIDO |
ALEJANDRO VALERO |
FRANCISCO LÓPEZ ESTRADA |
J. VARELA-PORTAS DE ORDUÑA |
ARCADIO LÓPEZ-CASANOVA |
JUAN MANUEL VILLANUEVA FDEZ. |
JOSÉ M. LUCÍA MEGÍAS |
JESÚS ZAPATA |
MARY KAY McCOY |
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LOPE DE VEGA
LA ESTRELLA
DE SEVILLA
Edición de
JUAN MANUEL VILLANUEVA FERNÁNDEZ
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Primera edición impresa: marzo 2009
Primera edición en e-book: septiembre 2012
Edición en ePub: febrero de 2013
© de la edición: Juan Manuel Villanueva Fernández
© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2012
www.edhasa.es
ISBN 978-84-9740-556-0
Depósito legal: B.25488-2012
Ilustración de cubierta: Tintoretto: Las bodas de Baco y Ariadna (detalle, 1578). Palazzo Ducale, Venecia. Espada de parada de Maximiliano I (detalle de empuñadura. Milán, h.1494).
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A mi querido profesor
VICENTE TRADACETE (),
sembrador de ilusiones
y amor a la vida
Retrato de don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares.
Grabado de Pedro Pontius, según composición de Velázquez y ornamentación de Rubens.
Madrid, Biblioteca Nacional.
Suele identificarse el Barroco, en España, con el siglo XVII, y el Renacimiento con el XVI; pero no deben entenderse como movimientos absolutamente distintos; de hecho, la realidad hispana fue la misma, con las variaciones debidas al transcurso del tiempo.
Los sucesores de Felipe II, denominados «Austrias menores», no gobernaron por sí mismos. Entregaron el poder a sus «validos» o «privados»; de éstos, sin duda, el más importante fue el conde-duque de Olivares, privado de Felipe IV hasta 1643.
Las costosas guerras en Europa, en defensa de ideales imposibles, arruinaron y diezmaron a Castilla, sin que la plata americana compensara las pérdidas. También incitaron a la independencia a Cataluña y Portugal. España fue perdiendo paulatinamente territorios en la Paz de Westfalia (1648) y la Paz de los Pirineos (1659).
El despego al trabajo de los nobles y el clero —éste cada vez más numeroso por motivos económicos—, también favorecidos con muchos privilegios, abrumó el peso de los impuestos sobre burgueses, artesanos y campesinos. Aumentaron los pobres sin cesar.
En el Barroco español se distinguen dos movimientos literarios, derivados del Renacimiento:
1. El culteranismo —también llamado gongorismo, por su máximo representante, el cordobés Luis de Góngora—. Manifiesta una preocupación especial por la belleza formal.
2. El conceptismo, cuyos representantes de mayor importancia fueron el madrileño Francisco de Quevedo y el aragonés Baltasar Gracián. Su preocupación primordial fue la densidad de contenido.
Para comprender La Estrella de Sevilla, no basta con leer el texto literario; es imprescindible conocer el pensamiento de sus contemporáneos. En la época medieval, los problemas se analizaban con perspectiva religiosa. A principios del siglo XVI, en España, ciertos pensamientos revolucionarios los concibieron los grandes catedráticos de teología en las universidades de Alcalá y Salamanca. Así sucedió, por ejemplo, con el Derecho Internacional; lo creó Francisco de Vitoria, en sus estudios sobre los derechos de los indios.
En la actualidad, las limitaciones de los gobernantes y el castigo de quienes abusan del poder se consideran temas políticos. En los siglos XVI y XVII, las estudiaban los teólogos por considerarse cuestiones morales. Entre todas las publicaciones, adquirió importancia fundamental una del jesuita español Juan de Mariana: De rege (1600) defendió la legitimidad del tiranicidio en determinadas ocasiones. Su libro fue quemado en París, en 1610, tras el asesinato del rey Enrique IV; y se prohibió defender el tiranicidio.
Lope de Vega lleva el teatro español a su culminación. Junto a él, otros escritores participan en el mantenimiento de las representaciones en los corrales de comedias. También algunos de sus contemporáneos aportaron ideas novedosas y cierto enriquecimiento a las líneas maestras de la Comedia. Por eso, parece preferible hablar de «ciclo» en lugar de «Escuela de Lope de Vega».
Los mayores autores de este ciclo son Guillén de Castro, Mira de Amescua y Vélez de Guevara, prácticamente contemporáneos del Fénix de los Ingenios. Un poco más jóvenes son Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón y Pérez de Montalbán.
Se han generalizado una serie de características como identificativas de la fórmula dramática establecida por Lope de Vega en Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609).
Estos rasgos son los siguientes:
1. Ruptura de las tres unidades dramáticas (acción, tiempo y lugar). Pese a denominarse «clásicas», conviene recordar que el propio Esquilo, primero de los grandes trágicos griegos, rompe la unidad de lugar y, en consecuencia, la de tiempo. Por otra parte, no faltan, en nuestros dramaturgos áureos, piezas que respetan las tres unidades, incluyendo al propio Lope.
2. Reducción a tres actos, de los cinco que tenía en épocas precedentes (sobre todo, respecto a la tragedia del siglo XVI). Los tres actos corresponden a las tres partes establecidas por la retórica de planteamiento, nudo y desenlace. Conviene tener presente que Cervantes también se autoatribuyó este «mérito».
3. Uso exclusivo del verso, con diversos tipos de estrofas. Sólo esporádicamente, en algunas «cartas» o «papeles», se utilizaba la prosa. La incorporación de letrillas y bailes populares añadían espectacularidad a la representación.
4. Generalización de la tragicomedia, por la mezcla de lo trágico y lo cómico. Sin embargo, aunque durante mucho tiempo se negó, esta «mezcla» no impidió que se compusieran tragedias sublimes.
Puestas en escena del teatro de Lope.
La Estrella de Sevilla por el Conjunto Dramático Nacional, en el Teatro de la Comedia de Madrid, octubre de 1998.
Puestas en escena del teatro de Lope.
Dibujo que reconstruye una representación pública barroca del auto La adúltera perdonada durante las fiestas del Corpus.
Puestas en escena del teatro de Lope.
La dama boba en el Corral de Almagro, Ciudad Real.
5. Reiteración de personajes en la comedia: Rey (que premia o castiga), noble (soberbio e injusto), padre, galán, dama, villano, criado (gracioso o figura del donaire). Estos personajes no son tan generales como se ha venido afirmando. En realidad, los participantes en la acción dramática dependen del «tipo de comedia».
6. Presencia absoluta de los sentimientos del honor y el amor en todas las piezas creadas en la época. Conviene, sin embargo, delimitar el alcance de esta aseveración: tales sentimientos forman parte constitutiva de los personajes dramáticos —como reflejo de la España de su tiempo—, pero los temas son múltiples: históricos, mitológicos, pastoriles, etc., con las variables perspectivas bajo las que se podían plantear y desarrollar.
7. El principio horaciano del «deleitar aprovechando» es fundamental, aunque durante varias décadas se ha pretendido defender en exclusiva la «función de propaganda» de nuestro teatro áureo.
Muchos problemas, comenzando por el nombre de su autor, constituyen todavía el enigma de esta pieza excepcional desde el punto de vista dramático, sin lugar a dudas, una de las cumbres de nuestra tragedia áurea. Por eso, nos aproximaremos a su brevísimo estudio en dos apartados:
1. Autoría.
2. La Estrella de Sevilla y el pensamiento contemporáneo.
Retrato de Lope de Vega. Grabado según la pintura de 1630 atribuida a Eugenio Caxés.
Debajo: firma autógrafa.
Sólo dos ediciones se conservan de esta magnífica tragedia. Ambas a nombre de Lope de Vega. La primera, con poco más de 2.500 versos, corresponde a los años 1640-1641 (?); la segunda, con más de 3.000, es de 1631-1633, y corresponde a una representación de Cristóbal de Avendaño. Esta última debemos darla por perdida, aunque, por fortuna, Foulché-Delbosc publicó una espléndida edición en Revue Hispanique, París-Nueva York 1920, pp. 497-678.
Ya Menéndez Pelayo, que utilizó, para su estudio, la versión larga, aunque imprimió la corta, negó que La Estrella de Sevilla la escribiera Lope de Vega tal como se conserva. Los posteriores estudios han demostrado que un autor de comedias y pésimo dramaturgo, llamado Andrés de Claramonte, añadió muchos versos que estropearon la comedia. Sin embargo, el autor del original no se conoce; a lo más que podemos llegar es a declarar que su autor corresponde al Ciclo de Lope de Vega.
La Estrella de Sevilla incluye uno de los temas más delicados que se han planteado, en el transcurso de los siglos, acerca de las decisiones unilaterales sobre la muerte de un vasallo-ciudadano sin preceder juicio.
A la hora de analizar nuestra magnífica tragedia, el primer tema de actualidad es el hecho de la pena de muerte en sí misma, presente todavía en numerosos pueblos del mundo, aunque, por fortuna, rechazada por muchos y, en concreto, por nuestra actual Constitución Española. Sin embargo, para comprender cómo se desarrolla La Estrella de Sevilla, con sus luces y sombras, es preciso colocarnos en la legalidad —reiteramos, histórica de la pena de muerte, de acuerdo con los principios universales de la época que nos ocupa.[1] Tras esta sustentación inicial, se plantea la doble postura posible —licitud o ilicitud, defensa o condena ante la decisión unilateral de un monarca que ordena matar a un vasallo, sin un juicio previo. Observemos que este supuesto es anterior al juicio sobre la actuación específica del monarca-gobernante en un caso concreto, según esté dirigida por la buena voluntad o por una consciente arbitrariedad.
Baumstark sintetiza la postura más general de la época, que podemos delimitar —por la singularidad de nuestro estudio— a finales del siglo XVI y principios del XVII: «No se puede negar que en el siglo tempestuoso y sangriento de que aquí tratamos todos los partidos políticos y religiosos estaban convencidos de que el Soberano tenía derecho a hacer ejecutar como bien le pareciere, prescindiendo de toda formalidad legal, y aun por medio del asesinato, las sentencias capitales que creyese de su deber dictar contra los criminales de Estado. Y desgraciadamente no han faltado jamás en ninguna religión súbditos serviles que en su grosera ignorancia o en su cínica inmoralidad han falsificado las enseñanzas de la Iglesia para defender y justificar semejantes procederes».[2]
Afirmaremos rotundamente que ninguna escuela teológica defendió semejante atropello; lo que no obsta para que, por aquellas fechas, la opinión más extendida entre las gentes lo autorizara. De hecho, es fácil rastrear en la historia de Europa distintos «crímenes de estado», generalmente justificados por el público y por personalidades relevantes. Sombras del pasado que condenamos por extrañas y violentas, más triste resulta comprobar que, en nuestro tiempo, aunque pocos, tampoco faltan individuos sin escrúpulos que, considerándose por encima de las leyes, se autoatribuyen la capacidad decisoria de matar, pisoteando el más sagrado derecho y convirtiéndose en justicieros... carniceros, al margen no sólo de la legalidad, sino también —lo que es más triste— de la moralidad y la justicia.
El estudio profundo de este punto de vista está directamente interrelacionado con otros temas teológicos que, con el transcurso de los años, paulatina pero implacablemente, pasaron a ser considerados estrictamente objeto del derecho: la educación del príncipe (del gobernante) y el tiranicidio. Todos ellos fueron tratados por nuestros dramaturgos áureos, siguiendo las exposiciones teóricas de los grandes teólogos españoles del siglo XVI y principios del XVII —sintetizados y simbolizados en Juan de Mariana—, aunque la generalidad de los críticos han olvidado esta perspectiva.[3]
Juan de Mariana desarrolla las siguientes ideas básicas:
1. El poder reside en el pueblo: cualquiera de sus formas de gobierno se sobrentiende que lo ejerce por cesión de la sociedad.
2. De las distintas posibilidades de gobierno, la preferible es la monarquía.
3. Cuando, por cualquier circunstancia, el gobierno cae en manos de un tirano, se plantean distintas hipótesis. Las más importantes son:
a) El tirano se ha hecho con el poder a la fuerza, sin legitimidad; es decir, se trata de un rey (gobernante) ilegítimo. Para el jesuita la solución es fácil: el tiranicidio es legítimo de pleno derecho.
b) El príncipe legítimo (gobernante) deviene tirano. Mariana expone las posturas encontradas, para concluir que, de forma especial, deben evitarse los movimientos del pueblo para impedir a la muchedumbre, con la alegría de la muerte del tirano, la comisión de excesos irreparables. De cualquier forma, hay que intentar apartar al príncipe (gobernante), por todos los medios, de su injusto camino.
La importancia de estas ideas, y más en la época en que fueron escritas, es que representa el enunciado teórico, de base moral, opuesto por completo al principio de Maquiavelo, en El Príncipe: «el fin justifica los medios». Juan de Mariana, por el contrario, establece que, por encima de la voluntad del gobernante, está el bien común; lo que, con otras palabras, implica la sumisión de los gobernantes a la ley y a la justicia.
Graves acontecimientos de indiscutible trascendencia político-social, ocurridos en la historia más reciente y en cualquiera de los continentes, y que están en la memoria de todos, pueden hacernos comprender en su justa medida la actualidad del tema tratado en La Estrella de Sevilla.
La defensa de la idea de que no hay poderes que extralimiten el marco legal, y su proclamación en plena época de la Ilustración, provocaría la expulsión de los jesuitas de España. Pero, en fechas muy próximas, se representa Los bandidos, de Schiller, y más adelante, Guillermo Tell; ambas obras representan el enfrentamiento y la radical oposición a la situación feudal padecida por numerosos lugares de Europa. Como numerosas comedias áureas españolas, la dramatización de momentos históricos del pasado no se quedó en pura literatura, sino en exaltación de los ánimos en pro de la justicia y del bien común, por encima de intereses bastardos.
En todos los casos, lo verdaderamente importante es que, con frecuencia, quienes ocupan el poder legítima o ilegítimamente —ostentadores o detentadores—, desean el ejercicio de la autoridad sin límites; es decir, buscan para sí mismos las actuaciones propias de la Monarquía Absoluta. Por el contrario, desde distintos estamentos de la sociedad, no dejan de escucharse los argumentos de quienes proclaman la igualdad de todos los hombres ante la ley y, como consecuencia de ello, la sumisión de cualquier ciudadano, desde el primer mandatario hasta el último ser humano —no podemos decir votante, pues todavía existen muchos países sin democracia— a la legalidad y a la justicia.
Gumersindo Marín y Sierra:
Escena de un drama histórico (h. 1880, acuarela).
Museo del Teatro de Almagro.
Caballero y dama españoles con indumentaria de calle.
Sebastian Vrancx y Peter de Jode:
«Hispani et Hispaniae in vestitu cultus».
Grabado en Variorum gentium ornatus (h. 1600).
Berlín, Staatliche Museen, Kunstbibliothek.
EL REY DON SANCHO
DON PEDRO DE GUZMÁN, ALCALDE MAYOR
DON ARIAS
DON GONZALO DE ULLOA
FERNÁN PÉREZ DE MEDINA BUSTO TABERA
DON SANCHO ORTIZ DE LAS ROELAS
ESTRELLA, DAMA
CLARINDO, GRACIOSO
MATILDE
DON MANUEL
ÍÑIGO OSORIO
CRIADOS, MÚSICOS
FARFÁN DE RIBERA, ALCALDE MAYOR
TEODORA
PEDRO DE CAUS, ALCAIDE
La llamada «puerta «de los pavones», con una colorida decoración de cerámica mudéjar, en el alcázar de Sevilla.