Mañana hablarán de nosotros

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

Mañana hablarán
de nosotros

Antología del cuento cubano

 

Prólogo de Norge Espinosa

Recopilación de Michel García Cruz

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición: mayo de 2015

© de los textos: los autores, 2015

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

www.dosbigotes.es

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isbn: 978-84-942413-8-3

Depósito legal: M-14134-2015

Impreso por Solana e hijos Artes Gráficas, s.a.u.

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Diseño de colección:

Raúl Lázaro

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Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

Impreso en España — Printed in Spain

 

Índice

Prólogo

Cuerpos que narran sus deseos, por Norge Espinosa

Abilio Estévez

La laguna

Efraín Galindo

Cinco razones para querer a Reina

Gleyvis Coro

El frío quema parecido al fuego

Ernesto Pérez Chang

Pájaros estallados contra el parabrisas

Ahmel Echevarría

Esquirlas

Rubén Rodríguez

El tigre según se mire

Anna Lidia Vega

El día de cada día

José Félix León

El dolor

Pedro de Jesús

Fiesta en casa del Magíster

Luis Yuseff

Nuestra casa llena de sol

Consuelo Casanova

La primera novia y el último novio

Nonardo Perea

Mañana hablarán de nosotros

Jorge Ángel Pérez

Cena de cenizas

Raúl Flores Iriarte

Luz de mi vida, fuego de mis entrañas

Luis Alfredo Vaillant

Los cuadros de mamá o el día que Marat me visitó por primera vez durante una caravana de los desnudos

Yusimí Rodríguez

Devastation

Julián Martínez Gómez

Hay un susto en las cosas

Michel García Cruz

Por qué las hojas muertas

Carlos Pintado

Nieve

Epílogo

El «hombre nuevo» y la «normalidad», por Yoandy Cabrera

 

Prólogo

Cuerpos que narran sus deseos

 

1

 

La cartografía del cuento cubano de tema homoerótico, y más, la tradición de una literatura que se basa en esos asuntos para establecerse como un campo autónomo de provocaciones, comienza mucho más allá de lo que algunos imaginan. Ha sido necesario sudar varias fiebres, superar recelos no solo morales, y establecer un juego mucho más intenso con lo establecido y sus fisuras, para encontrar claves más firmes dentro de ese territorio y reconocerlo, por fin, como un asunto en las letras cubanas que no necesita de explicaciones previas para ser asumido. El silencio que pesó por siglos y décadas, y que pareció en varios momentos inquebrantable, contiene brechas también, a través de las cuales, desde los días de colonia, lo extraño, lo raro, lo diverso, lo queer, supo encontrar sus máscaras. El progreso ha sido, justamente, el del abandono de esa máscara. Los relatos que se incluyen en esta selección ya no disimulan lo que los sostiene. Han dejado atrás las maniobras del secreto que, tanto como en otras literaturas, servían para mostrar a un lector entendido las formas de un amor que pudo parecer impronunciable. La Cuba de los 90, la Cuba que sobrevivió al efecto «fresa y chocolate», ha cambiado tanto como para no apelar a esas estratagemas. Pero también es una Cuba que debe aprender a revisar activamente su pasado, su archivo de cuerpos, palabras y deseos, a fin de saberse no condenada a repetir, ingenuamente, con cada amanecer, los gestos de una fundación que ya sucedió hace mucho.

 

2

 

En 1989 dos textos marcaron el regreso del homosexual a las letras de la Isla. ¿Por qué llora Leslie Caron?, relato de Roberto Urías, y el poema Vestido de novia, de Norge Espinosa, ganan premios nacionales, como parte de dos cuadernos, y la coincidencia es solo aparente. La Cuba que acogió esas páginas vivía una suerte de sueño reformador, que arrancó desde las revisiones mismas de lo político y lo social desde mediados de la década, y que prometía un crecimiento y una intensidad en todos los órdenes que la caída del Muro de Berlín vino a parar en seco. Emergen en ese período nuevas interrogantes, se visibilizan nuevos rostros en la galería social del país, y en las artes, poetas, pintores, realizadores de cine y vídeo, filtraron otras dudas, otras demandas, mucho más ambiguas y poderosas que aquellas que fueron silenciadas en 1971, cuando se produjo el I Congreso de Educación y Cultura, o en 1965, cuando se abrieron los campos de trabajo forzado bajo las siglas de Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) y que no fueron cerrados sino hasta 1967. La Revolución, amén de su voluntad de arrasar con viejas costumbres y desatar otras libertades, no fue ajena a los prejuicios machistas que, con el arribo del nuevo poder, llegaron incluso a convertirse en políticas de Estado. Ser homosexual devino sinónimo de incompatibilidad con el nuevo proceso. La castración moral, espiritual y física que sufrieron algunos funciona aún como trauma inacallable en la biografía de muchas de esas víctimas, a pesar de la imagen «rosa» que desde algunas instituciones quiere darse actualmente en esa Cuba donde, al parecer, ser homosexual nunca fue del todo un conflicto. Prueba de lo contrario está en esos textos, en las polémicas sordas o declaradas que acompañaron a libros y fragmentos, en lo que hay que hurgar aún, a fin de que esa improbable comunidad cubana LGBTQI no se entienda como rafagazo venido de la nada o masa sin antecedentes. La desmemoria y la ignorancia, en este tipo de luchas, son tan peligrosas, o peor, que la homofobia o el silencio.

 

3

 

En 1822 es enjuiciada Enriqueta Faber, mujer francesa que vivió en Cuba vestida como hombre, y que llegó a ejercer como doctor en Baracoa, donde además contrajo matrimonio con una lugareña llamada Juana de León. Su proceso devino mito, que ha inspirado, desde aquellos días hasta el presente, numerosos libros, una obra teatral y documentales. La lectura de varios de esos textos y la consulta de dichos materiales permite al interesado rastrear cómo han variado las perspectivas de asunción ante un asunto como el que ella centraliza a través de los tiempos: desde el asombro que expresa una novela como Un casamiento misterioso, publicada en 1897 por Francisco Calcagno, hasta Mujer en traje de batalla, del novelista Antonio Benítez Rojo, editada a inicios de la década del 2000. El perfil de esta mujer tan atrevida anuncia otros, y lentamente se han ido recuperando fragmentos que, desde los días de la Colonia, dejan ver de qué manera ciertas tensiones y vibraciones de lo sexual y sus variables se han percibido en la Isla.

Antes de que en 1928 se publicara en Madrid la primera novela donde un autor cubano abordara el homosexualismo (El ángel de Sodoma, Alfonso Hernández Catá), el tema había sido discutido intermitentemente. Fernando Ortiz achacaba a los inmigrantes chinos la aparición del «vicio nefando» en tierras criollas; Julián del Casal, el gran poeta modernista, era estigmatizado a partir de sus presuntas debilidades; el teatro bufo ridiculizaba a los jóvenes amanerados, etc. La prensa cubana dejó ver caricaturas sobre «pepillitos y garzonas». En 1914 Miguel de Marcos editó un libro olvidado: Cuentos nefandos, dos de los cuales abordaban el tema homosexual. En 1929, también en México, se imprime la novela de Ofelia Rodríguez Acosta La vida manda, cuya protagonista tiene tendencias lésbicas, dentro del concepto de mujer moderna que la define. La aparición de los primeros capítulos de una obra mayor, la novela Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, desató otras polémicas, animó a Virgilio Piñera a representar el ámbito carcelario en su primer intento dramatúrgico (Clamor en el penal, 1937, no editada hasta 1990); y cuando finalmente el libro de Montenegro se edita en México, impone un antes y un después en las letras nacionales. Narradores tan diversos como Reinaldo Arenas, Guillermo Vidal o Angel Sanstiesteban seguirán en algún punto de sus trayectorias la pauta legada por Hombres sin mujer.

En 1955 nace la revista Ciclón, animada por José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera como respuesta arrasadora a la memorable revista Orígenes (1944-1955), que lideraba el propio Feo junto a José Lezama Lima. Nucleando a jóvenes escritores, no todos ellos homosexuales, la revista deja ver en sus entregas, que perviven hasta 1959, una suerte de proyecto que avisa de una tradición homoerótica en los ensayos que publica sobre Oscar Wilde, Walth Whitman, Proust… y el poeta cubano Emilio Ballagas, a quien Virgilio «saca del closet» en un ensayo sin precedentes. Las obras de Tennessee Williams, Robert Anderson y otros dramaturgos interesados en las neurosis, el sexo desequilibrado y otras actitudes de la vida moderna son frecuentes en los pequeños teatros habaneros. El triunfo revolucionario iba a replantear todo ello, y al imponer una moral que distinguía al homosexual como peligro, detuvo esos ligeros acercamientos a un tema tabú. Pese a ello, aún en la década del 60, pueden rastrearse asomos al conflicto de una sexualidad no normativa, y aparece un libro tan extraordinario como Paradiso, de Lezama, y personajes como el del relato La Yegua, incluido por Norberto Fuentes en su volumen Condenados del Condado, ganador del Premio Casa de las Américas en 1968.

Los años posteriores al I Congreso de Educación y Cultura, y la parametración que se impuso a posteriori, congelaron ese panorama. Escritores, intelectuales, artistas, profesores… cuya vida privada no coincidía con los parámetros morales del nuevo poder, fueron destituidos de sus cargos, separados de sus compañías o centros laborales, y reubicados forzosamente en trabajos nada cercanos a los que desempeñaban. Si a partir de mitad de la década del 70 se suavizó esa política y muchos de ellos recuperaron sus posiciones anteriores, no es menos cierto que otros nunca lograron restablecer sus vidas, y a la menor oportunidad de escape, salían al exilio, como sucedió con José Mario o Manuel Ballagas, relacionados con el grupo El Puente, que editó sus libros entre 1960 y 1965. Habría que esperar a la década del 80, a los días postreros de ese decenio, para que la lesbiana y el homosexual pudieran encontrar espejos propios dentro de la literatura cubana en los que pudieran reconocerse sin el peso de una culpa castradora.

 

4

 

Al anunciarse el triunfo de El lobo, el bosque, el hombre nuevo en el concurso de cuentos Juan Rulfo, se desató una suerte de conmoción que llevó no solo a la película inspirada en ese relato de Senel Paz, sino a toda una serie de discusiones que aún perduran en la cultura y la sociedad cubanas. El relato de Paz habla de la amistad posible entre dos personas de sexualidades distintas, con Cuba como escenario, y en la cual el homosexual es el depositario de un legado artístico que el joven militante de la Unión Comunista debe recibir más allá de sus prejuicios. En el casto relato de Senel, David es «iniciado» en términos culturales, a través de un delicado ejercicio de seducción donde la cultura es, en todo caso, lo que penetra al muchacho, y donde aún el abrazo y el encuentro erótico resultan imposibles. Ese encuentro, esa liberación de deseos reprimidos y de carne y amor y odio aparecerá en otros fragmentos que siguieron a este relato y a sus tempranos antecedentes en un caudal que hoy es ya numeroso e indetenible.

La falta de garantías de todo tipo que sobrevino en los años 90 impuso al cubano otra noción de su cuerpo en tanto moneda de cambio. La tabla de salvación que quiso ser el turismo generó otras revoluciones y figuras como la jinetera, o prostituta, en todas sus variantes, llegaron para quedarse en el imaginario nacional. El retorno de aquellos que tuvieron que abandonar el país durante el Mariel, recibidos ya no como gusanos o escoria desechable, sino como proveedores de dinero y mercancías de difícil acceso en plena crisis, indujo otras clases de debate, y multiplicó en direcciones muy opuestas todo lo que se decía desde el discurso oficial, que tuvo que abrir brechas para dar cabida a esta galería inesperada. Los más jóvenes pactaron con la irreverencia y el desapego a las viejas normas, morales o de otro tipo. En la narrativa, la poesía, las artes plásticas o el cine emergente de esa época se traslucía un discurso crítico que defendía la idea de la sobrevivencia a cualquier precio. El cuerpo, única posesión real de cualquier ser, fue la clave de mucho de lo escrito por entonces.

Narradores como Ena Lucía Portela y Pedro de Jesús López forman parte de esa primera avanzada, aportando textos de probada calidad. Tras ellos y con ellos comienzan a aparecer otros fragmentos, capítulos, obras teatrales, cortometrajes, filmes, dentro y fuera de la Isla, que hablan desde la urgencia, y en los que homosexuales, lesbianas, bisexuales, travestis, enfermos de VIH/Sida, ganan una voz crispada. Los relatos de Miguel Ángel Fraga recuperan la memoria de los sanatorios del Sida, mientras que figuras como el propio Virgilio Piñera son recuperadas mediante la lectura de sus párrafos y poemas más confesionales, algunos editados póstumamente. Las obras teatrales de Abilio Estévez o Raúl Alfonso llenan los escenarios con otras interrogantes. Pintores como Rocío García, fotógrafos como René Peña o Eduardo Hernández, cuelgan en los muros obras provocativas. El estreno, en 1993, de Fresa y chocolate, demostró la necesidad del público cubano a fin de verse en una pantalla mucho menos predecible. Trece años demoró la más famosa y exitosa obra del cine nacional en dejarse ver en la televisión de la Isla: ciertos espacios, controlados férreamente, no iban a mostrar algunos rostros con demasiada prontitud.

A la altura de estos días, desde la zona de las letras y la cultura, el homoerotismo en casi todas sus variantes tiene ya un sitio en el diálogo de lo Cubano. Un diálogo que aún no ha logrado la misma osadía ni los mismos alcances en otras zonas del tejido que es ese país, reticente ante ciertas políticas de cambio. Cuando en 2008 el Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX) dirigido por Mariela Castro «salió del closet» celebrando en una acción pública de gran alcance el Día Mundial de Lucha contra la Homofobia, se visibilizaron otros anhelos que, hasta el momento actual, se han cumplimentado en algunos casos y en otros no. No se trata de tener solo un día de fiesta, una jornada en la que parezca normal o permisible el desborde de una zona de la sociedad cubana, sino de ratificar sus derechos, sus ganancias, y sobre todo, lograr un dominio mayor de su tradición de búsqueda y de luchas. Ahora pareciera, según algunas publicaciones, generadas o no desde el CENESEX, que ser homosexual o lesbiana o transexual en Cuba no implica un cierto orden de conflicto, desde adentro y desde el afuera de esa supuesta comunidad LGBT. La realidad dice otras cosas, sobre todo si se sale del marco privilegiado que es La Habana. Algunos de los relatos incluidos en este volumen también nos hacen la misma advertencia.

 

5

 

El libro que presento al lector trae algunos de los nombres mencionados y otros más jóvenes. Las angustias, las anécdotas, los hallazgos de estos cuentos van desde el momento de la iniciación sexual, que Abilio Estévez recrea con su prosa exacta y sutil en La laguna, hasta momentos de abandono y violencia, como el que rescata Rubén Rodríguez en El tigre, según se mire. Hombres y mujeres que piensan a Cuba desde la sexualidad que no pacta con códigos castrantes, desde la Isla o fuera de ella, son los protagonistas de este volumen. No es el primero de su tipo, ya existen al menos dos antologías editadas en Cuba que sirven de puntuales referencias: Instrucciones para cruzar el espejo, preparada por Alberto Garrandés, y Nosotras dos, compilada por Dulce María Sotolongo con relatos de tema lésbico, 2010 y 2011, respectivamente. Otras vendrán, junto a esta, pues se habla de un fenómeno aún en movimiento, donde sorprende ver a poetas que saltan a la narrativa para armar sus fábulas (José Félix León o Carlos Pintado), o el modo en que la pérdida salta ante nuestros ojos según la cuentan Anna Lidia Vega o el humor descarnado de Pedro de Jesús y Jorge Ángel Pérez, hasta la confesionalidad en forma de autorretrato de Michel García Cruz, imaginada como eco vago de Muerte en Venecia. La mirada pasa desde el homosexual o la lesbiana al enfermo que protagonizan desde una primera persona, a la perspectiva de quienes contemplan a otros personajes y tratan de indagar aún más en lo que sus gestos anuncian. Son autores que no tienen que pactar ya con las escaramuzas del secreto, que dejan a un lado las formas en las que, hasta no hace tanto, se debía inducir al lector para que comprendiera de qué se hablaba. El desparpajo, la transparencia, la confesión, son ahora las claves esenciales. Esa es la operación de cambio, la ganancia que los antecedentes aquí nombrados han ido aportando y que ahora se revela en menos circunloquios, en otros órdenes de libertad física y verbal. Dejo al lector escoger sus páginas preferidas. Y hago una sola y última advertencia: sugiero leer estas páginas no desde el margen, también engañoso y estrecho, que puede ser una muestra de cuentos de tema homoerótico. Propongo que sea leída como otra ventana hacia Cuba, hacia la Cuba de ahora mismo, que puede liberar sus políticas del deseo en la dirección que se antoje a sus protagonistas, para revelarla como un mapa múltiple y contradictorio. Los autores aquí reunidos lo devoran todo, filtran todo a partir de sus biografías (cine, música, lecturas, paisajes, memorias) para decirnos que el deseo puede ser otra cosa. Puede ser este y otro libro. El cuerpo que mañana nos espera. El libro y el cuerpo que empezaremos a leer o a escribir mañana.

 

Norge Espinosa Mendoza

En La Habana, abril de 2015

 

 

 

La laguna

 

1

 

Esta es la historia de una pequeña felicidad que, por alguna inexplicable causa, tuvo lugar el día que cumplí dieciséis años. Ahora, después de tanto tiempo, no puedo asegurar si el suceso guarda relación con semejante acontecimiento de mi vida. Estoy dispuesto a garantizar, en todo caso, que era un domingo gris y húmedo, porque yo solo iba a la laguna los domingos, y, además, el invierno, como siempre que llegaba mi cumpleaños, sacudía por fin las ramas de los aralejos, los cedros, los mangos casi sin hojas, con sus vientecitos leves, grises, del norte, y dejaba caer las primeras lloviznas, un escurrir inseguro que se dispersaba, como una neblina, antes de llegar a la tierra. La tímida revelación invernal agregaba exaltación al viaje de los domingos. Era tan inesperado y efímero el invierno que su presencia transformaba el paisaje, como si de pronto despertáramos en otro sitio, como si luego de tanto sol, el país no fuera el país, sino un paraje lejano, de cobijas, nubarrones, escarchas y sombras. Y esa ilusión fugaz, como cualquier ilusión, constituía un goce agregado al goce habitual de los domingos.

Para llegar a la laguna, solía tomar el tren de las once. Digo «tren» porque se desplazaba sobre raíles y porque alguna vez lo debió haber sido, y porque además así lo continuábamos llamando con esa obstinada voluntad por mantener la nobleza de los tiempos y las cosas. Estoy hablando en realidad de dos coches viejísimos, casi sin techo y sin cristales en las ventanas, tirados por una locomotora antigua que, si no era de vapor, lo simulaba bien, por el humo blanco e inexplicable que iba dejando a su paso. No era el único tren que cruzaba por mi pueblo: sí el único que realizaba el trayecto zigzagueante desde Marianao hasta Guanajay, vadeando los más recónditos caseríos (El Guatao, Corralillo, La Matilde, La Fautina), atravesando Vereda Nueva y más allá, y el único, además, que paraba no solo en cada pueblo (razón por la que le llamaban «el heladero»), sino en cada una de las estaciones, por perdidas o ilusorias que pudieran parecer. Pasaba dos veces: a la ida, a las diez o las once de la mañana; y a la vuelta, a las cuatro o las cinco de la tarde. Nunca se detenía exactamente en la estación, sino un poco más adelante, casi en el patio de mi casa. Maringo B., el conductor, era amigo de mi familia y siempre bajaba a beber un jarro de café. Gracias a Maringo B., podía realizar yo, totalmente solo y a gusto, aquellos viajes hasta la laguna en busca del güin para mis jaulas. Maringo B. les daba la tranquilidad de un viaje sin tropiezo.

Debo reconocer, con toda humildad, que en mi pueblo (e incluyo muchos pueblos de los alrededores) nadie hacía las jaulas como yo. Lo había aprendido de mi abuelo, y lo había aprendido bien. Qué digo bien: extraordinariamente bien. Incluso mejor que mi abuelo, si iba a hacer caso a lo que decían cuantos lo conocieron. En mis manos, el güin no tenía misterio. Es preciso que sea sincero y reconozca que nunca he vuelto a ver jaulas para pájaros como las mías. También es cierto que ya casi no existen, es un arte perdido, como muchas otras cosas que desaparecen de este mundo despreocupado, vertiginoso y poco aplicado en el que vamos viviendo. Como todo arte, aquel de hacer jaulas no solo tenía que ver con la habilidad de mis manos, sino también con una mezcla de zozobra y serenidad, de segura incertidumbre, con mi obstinada paciencia, con los desasosiegos de mi razón y los equilibrios de mi imaginación. En cualquier caso, lo sé, eran construcciones admirables. Hasta fastuosas. Se alzaban con primor, casi por milagro. Pequeños alcázares para sinsontes, tomeguines, canarios y jilgueros. Palacios que primero «veía» con los ojos cerrados, siempre acostado sobre las baldosas frías del suelo de mi casa o sobre la hierba húmeda, junto al brocal del pozo ciego, y que más tarde mis manos se encargaban de convertir en algo tangible, manejando, con pericia que a mí mismo sorprendía, las dóciles varillas de güin.

En cuanto a lo que llamábamos pomposamente «la laguna»… Nada, ninguna laguna, un pequeño charco sin nombre, cercano a la laguna verdadera, la de Ariguanabo, donde encontraba el mejor güin, el más empinado, duradero y manso que haya vuelto a encontrar nunca.

Por lo general, el tren iba repleto de familias endomingadas que viajaban de un pueblo a otro, a reunirse con otras familias, a comer, beber, a dar gracias y celebrar el día de descanso. Me conocían, me saludaban. Cuando llegábamos al crucero de la finca El Anón, Maringo B. disminuía la marcha del tren y me decía adiós con su gorra gris de ferroviario. Yo me lanzaba jubiloso al camino rojo, con mi morral al hombro. Las familias también me decían adiós, con la deliciosa melancolía que suelen provocar los domingos, mucho más cuando se mezclan con los trenes. Agitaba mis brazos con la extraña fruición que suele provocar saltar de un tren, un domingo cualquiera, en medio del campo. «Adiós, adiós», gritaba. Y seguía por un sendero que solo Igor y yo conocíamos, abierto por entre el monte no demasiado intrincado. Sendero seguramente desbrozado por nosotros mismos, y que bajaba, entre zarzas, aromas, en suave declive hasta la laguna cubierta de malanguetas, hostigada por aquellas pequeñas y enhiestas cañas que llamábamos güin. Me acercaba y el agua de la laguna se sentía en la piel. El sudor no era sudor, sino un presagio. En medio del silencio autoritario del monte, se escuchaba un rasgarse de hojas, el salto de algún sapo, un aguacate demasiado tierno, demasiado verde, que el viento lanzaba sobre los falsos nenúfares. Y el aroma del agua llegaba con la misma intensidad que tenía aquel otro aroma de los aguaceros que se desplomaban en septiembre sobre la tierra seca y ávida de ciclones. Y yo advertía el sabor dulzón, dichoso, que humedecía mis labios.

Solía sentarme en el tronco caído de una palma. Había que entrar en la respiración de aquella laguna antes de comenzar a cortar el güin. Ante todo, se hacía preciso permitir que el silencio penetrara en uno con toda dignidad, y, por supuesto, había que conocer con precisión el modo justo de cortar las pequeñas cañas. No era algo que cualquiera estuviera en la capacidad de hacer. Si se cortaba mal, se secaba mal, perdía su solidez, se doblaba como un tallo muerto, y dejaba de ser útil, para jaulas o para cualquier otra cosa. Me sentaba, además, a esperar que Igor llegara desde El Cayo La Rosa, donde pasaba los fines de semana, en casa de sus abuelos. Venía andando, o corriendo, porque mi amigo no andaba, corría siempre, y para eso tenía las piernas más poderosas que yo hubiera visto. Además, hasta la laguna no existían, desde ningún punto, caminos indulgentes para los carromatos o las bicicletas. En la tarde, con los güines necesarios para el trabajo de la semana, sí que nos íbamos juntos hasta el crucero de El Anón, y esperábamos a que pasara el tren con Maringo B. y su gorra gris, y nos sentábamos satisfechos entre las familias que regresaban con las bolsas llenas de mangos, y un cansancio que nada tenía que ver con el de cada día, que era el agobio jocoso de los sillones, las bromas, las risas, las comidas, las cervezas, los rones y los interminables juegos de dominó.

 

2

 

Ese domingo de enero, sin embargo, en el que yo cumplía (por fin) los dieciséis años, sucedieron cosas fuera de lo habitual. Como es lógico, no fui capaz de darme cuenta entonces. El presente, muchas veces, cobra su forma definitiva en el pasado, de manera que solo ahora, al cabo de tantos años, tengo la certeza de que no habíamos despertado a un día cualquiera. Aunque ahora mismo continúo sin la certeza de saber si cuanto aconteció tuvo o no relación con el pequeñísimo acontecimiento de mi vida. Pequeños detalles, diría yo, pequeños anuncios, tuvieron lugar desde temprano, como que Maringo B., por ejemplo, no se bajara a tomar el café, y dejara, con evidente descortesía, que mi madre fuera con el jarro hasta la locomotora. Los vi hablando por lo bajo, con una concentración que me pareció intranquila. Mi padre, que venía de los campos, tenía la ropa seca a pesar de la llovizna. Tampoco traía el machete al cinto. Se unió un instante a mi madre, y vi que hablaba con el maquinista con idéntico cuidado. Además, el tren iba vacío. Bueno, casi vacío. Había un afilador de tijeras sentado en un alejado asiento del último vagón. Cuando me acerqué a él para sentarme en una butaca lateral, vi que era un negro viejo, de edad incierta. Como todos los negros de pelo blanco y cuerpo macilento, también este podía haber cumplido lo mismo setenta que cien años. Vestía una camiseta blanca, sin mangas, con cuello de botones dorados, y un pantalón de lino doblado hasta media pierna. Me llamó la atención la ropa limpia, extraordinariamente limpia, de un blanco impecable, y que desprendiera incluso un aroma fresco, a flores, a vetiver, que llegaba hasta mí con más fuerza que el olor de los falsos laureles mojados por la llovizna. Aquella ropa aseada desentonaba con los pies descalzos, como cueros endurecidos y cubiertos de tierra. A su lado, un estropeado abanico de guano tejido, una pequeña bolsa y la gran rueca azul, estructurada y provista de manivelas, que es, junto con la zampoña, el instrumento inevitable de los afiladores de tijera. No respondió al saludo que le hice con la mano. No se movió. Ni siquiera pestañeó. Al cabo de unos segundos me atreví a mirarlo de frente y adiviné que tenía los ojos opacos, borrados y sin pupilas, como si hubieran sido creados con una mezcla de cristales y cenizas.

Cuando estuvimos en el cruce de El Anón, el tren disminuyó su marcha. Maringo B. no me saludó con su gorra gris. Bajé del tren con una sensación difícil de definir, como si cuanto estuviera haciendo en el domingo de mi dieciséis cumpleaños fuera habitual y al propio tiempo aconteciera por primera vez. El camino hasta la laguna, debo reconocerlo, era el mismo que de costumbre, más húmedo, más verde, menos sofocante, aunque con idénticas zarzas y aromas, idéntica algarabía de gorriones y pericos, y la profecía inevitable del agua y sus falsos nenúfares, y el olor a tierra que tanto me gustaba. Me senté en el tronco de la palma caída. Algo me decía que debía esperar durante más tiempo la llegada de Igor, así como el momento preciso de cortar los güines.

Igor llegó pasado el mediodía, con aire cansado y triste. Ignoro si «cansado y triste» sean las palabras adecuadas. En cualquier caso puedo asegurar que no era el Igor que yo conocía y necesitaba. Aquel sonreía siempre, era fuerte, impaciente, animoso, dispuesto a cualquier cosa que significara «entrar en acción». Tenía dos años más que yo y me hacía ver la vida a través de su euforia y de su fuerza. Y es que a pesar de sus dieciocho años, Igor era un hombrón alto, blanco, casi rubio, construido como con cables de acero. Se descubría una contradicción entre el cuerpo poderoso y la mirada mansa, clara, jovial de los ojos verdosos, que parecían haber vivido mucho. No conocía el desánimo. Y sobre todo, cortaba el güin como nadie, si bien carecía de la paciencia necesaria como para crear algo con aquellos tallos amarillentos. Miraba mis jaulas con el asombro con que se miran los actos de magia. Yo admiraba su seguridad, su bondad y su fuerza. Él admiraba mi concentración, mi entrega y mi destreza. Pero el Igor que llegó aquel domingo tenía algo distante. Sonreía, como siempre, y no sonreía como siempre. Sus ojos se habían oscurecido, habían perdido, en cierto modo, el júbilo benévolo o la sabiduría. Hasta su cuerpo prepotente mostraba un cansancio poco común. Le pregunté qué le pasaba. Dejó que transcurriera un largo silencio antes de responder que no sabía, que en efecto algo debía sucederle, ignoraba qué, tal vez tuviera que ver con el día, con la llovizna, con el camino enfangado, o con que no había desayunado, no sabía, de verdad, no lo sabía. Le recordé que era mi cumpleaños. Se lanzó sobre mí sonriendo, fingiendo que me golpeaba, y hasta aquel juego, tan habitual, carecía de fuerza, de autenticidad. Quedamos luego acostados sobre la hierba, sin hablar, mirando el cielo gris o rojizo, las ramas de los aralejos, la fragilidad de la lluvia cuyas gotas desaparecían entre las hojas de un verde casi negro.

 

3

 

Me desnudé. Dije que iba a bañarme en la laguna. No era algo que hiciera a menudo, eso de bañarme (palabra inadecuada) en las aguas siempre frías y siempre sucias de la laguna. No me daba gusto entrar en aquel charco. Creo que solo me había sumergido en él una o dos veces. Y en esas pocas ocasiones el agua no había ascendido más allá de mis rodillas. Igor sí solía hacerlo. Cada domingo se desnudaba y entraba al agua, y cuando salía, más bien parecía que hubiera llegado del centro de la tierra: su piel estaba opaca, cubierta de lodo, de hojas, de tallos negros que simulaban sanguijuelas, y con un fuerte olor a musgos y a negrura que me provocaba una turbación desconocida. Y es que no bien se apartaban los falsos nenúfares y se ponían los pies en el fondo, este parecía agitarse, o mejor dicho se agitaba de verdad, y la superficie, terrosa de por sí, se confundía con el fondo. Me daba mala impresión que alguna parte de mi cuerpo, en este caso mis pies, mis piernas, entraran en contacto con algo oculto. Me incomodaba que mis ojos no pudieran controlar lo que sucedía debajo de mis muslos. Siempre temí, y temo, las cosas que no soy capaz de ver.