El sonido de los cuerpos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

El sonido
de los cuerpos

Fernando J López

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición: mayo de 2016

EL SONIDO DE LOS CUERPOS © Fernando J López

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

isbn: 978-84-945170-5-1

Depósito legal: M-13465-2016

Impreso por Solana e hijos Artes Gráficas, s.a.u.

www.graficassolana.es

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

 

 

 

 

 

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

Impreso en España — Printed in Spain

 

 

 

A Juan, por todas las músicas que
nos quedan por improvisar juntos

 

 

 

«El amor es lo único bueno que tiene la vida
y con frecuencia lo estropeamos con exigencias imposibles»

 

Bel Ami, Guy de Maupassant

 

 

 

Obertura

 

 

 

 

 

La muerte nunca tiene sentido, pero sí explicación. Y aunque sabes que entender sus causas no va a ayudarte, te empeñas en diseccionar racionalmente la fatalidad con la esperanza inútil de que eso sirva de algo.

No estás segura de que esta vez tengas razón ni de que los nombres que has anotado posean un verdadero hilo conductor. Pero te has propuesto dar con algún tipo de esquema narrativo que te permita organizar los datos y relacionar cada una de esas muertes. El ciclo que se inició con el cuerpo de Kimya abierto en mil heridas sobre el asfalto. El mismo que continuó con los cadáveres de dos hombres desnudos que yacían boca abajo en la cama de un hotel donde, seguramente, se habían encontrado furtivamente solo unos momentos antes. A pesar de tus expectativas novelescas, el forense dictaminó que no había rastro alguno de semen en aquellos cuerpos donde llamaba la atención el siniestro dibujo, grabado a cuchillo, de un pentagrama vacío. Tras sorprenderlos y disparar a bocajarro, tal y como apunta el informe, el asesino se tomó la molestia de colocarlos de espaldas y marcar esas cinco líneas justo bajo sus hombros, en idéntico lugar y rasgando la piel en un ritual post mortem que es, de momento, la única pista destacable con la que cuenta la policía. Lástima que el criminal los mandase al infierno sin permitirles que disfrutasen de un último encuentro sexual y traicionase así las leyes de lo que debería ser un buen relato, en el que el doble homicidio habría ocurrido tras una escena de voracidad física y quizás, aunque eso es lo de menos, también emocional.

Las otras muertes, tanto la que sucedió antes como la que sobrevino después, tardaron en llamar tu atención. Tal vez porque eran menos espectaculares en su puesta en escena, sin circunstanciales sexuales ni melodramáticos, o porque el descubrimiento de la historia de Kimya te obligó a mirarte a ti misma desde esta distancia verbal en que ahora nos hallamos. Un espacio donde te refugias para que la lejanía, aunque sea minúscula y pronominal, te ayude a alejarte de los hechos. Si no los vives desde esa voz en que te has ubicado (donde me has exiliado) acabarás enloqueciendo, ¿no es eso, Alma? Proyectando en ti el dolor de aquella primera víctima, de ese cadáver al que no destinaste en tu periódico más de unas cuantas líneas, apenas las justas para llenar el espacio que aquel día quedaba libre en la sección local. Kimya murió por segunda vez gracias a tu desidia, oculta entre noticias mínimas que a nadie interesaron demasiado, enmudecida y haciendo honor al profético significado —silencio— de su nombre.

Ahora que has decidido redimirte (¿de verdad crees en la redención?), sabes que no puedes llegar al fondo de cada una de esas muertes sin contar con él. Aunque no lo conozcas y lo poco que has investigado no te inspire ninguna confianza, porque intuyes que hay algo en su parte de la historia que te arrastrará a lugares oscuros donde no será buena idea perderse. Lugares donde seguirás analizando la realidad desde esta misma distancia para que tu personaje, el de la mujer fuerte y valiente que has construido, haga bien su papel. Sin que se vean las llagas que se han abierto en ti durante estos últimos años. La obsesión que te impide concentrarte y que hace que pases por alto crímenes que, ahora empiezas a verlo con claridad, tienen que estar relacionados entre sí.

Podrías dejarlo todo en manos de la policía, tal y como Rebeca te ha pedido que hagas. Pero eso supondría renunciar a la posibilidad de expiación y, aunque ella siempre te ha parecido una inspectora esforzada y competente, sabes que ni Rebeca ni su equipo destinarán un solo minuto de su tiempo a una muerte como la de Kimya. No podemos malgastar recursos en una sobredosis, te dijo cuando se lo insinuaste. Centrarán todos sus esfuerzos en dar con quien sea que haya grabado ese pentagrama vacío en los cuerpos de los dos amantes, mientras que tú sigues necesitando descubrir la conexión con aquella muerte a la que no diste la importancia que merecía y que ahora, convertida en el eco inesperado de un doble asesinato, regresa a ti con una incómoda dosis de culpabilidad.

Intentas mentalizarte. Intentas convencerte. Intentas darle sentido a tu propio miedo. Intentas, no seas ingenua, perdonarte. Y te repites que aunque la muerte nunca tenga sentido, sí es necesario buscárselo para que el olvido no se lleve consigo la dignidad. Porque quizá la memoria pueda salvarnos de la muerte. Del silencio de los cuerpos a los que solo el recuerdo ajeno (¿quién te va a recordar a ti, Alma?) dará voz.

 

 

 

I
El ruido

 

Mario

 

 

 

1

 

 

 

Arrepentirse tendría sentido si la vida se pudiera deshacer.

Si hubiera alguna forma de destejer los hilos que hemos ido tendiendo a cada paso, un laberinto en el que la única salida nos lleva siempre de regreso al maldito inicio, a ese lugar en el que somos a solas, entre los fantasmas que tanto nos hemos esforzado en ocultar para convencernos de que ya no existen. Pero ahí siguen las sombras, esperando su turno y conscientes de que pronto habrá una ocasión en la que recordarnos que todo cuanto hemos construido después no son más que las máscaras con las que cubrimos las grietas.

Nada cambia. Nada se transforma. Nada permanece. Solo se deteriora, ¿verdad, Jorge? Por eso sabía que tú y yo, como casi todo en mi vida, estábamos abocados al fracaso, aunque me esforzara por creer que no iba a ser así, que nuestra historia podía ser una excepción que me permitiese hallar una salida, imaginaria o real, del laberinto. Pero no lo fue. Y el final ha llegado con paso firme y abrupto. Con ese barroquismo al que son adictas mis relaciones, necesitadas siempre de una excusa narrativa que les permita convertirse en memoria. Contigo, mi horror vacui íntimo ha preferido travestirse de novela negra y te ha transformado en cadáver para que pueda obsesionarme con nuestra historia aún más de lo que lo haría si te hubieras alejado por voluntad propia.

No sé cuántas noches habría necesitado para dejar de pensar en ti si esto no hubiera sido más que una ruptura. Si hace tres noches no me hubiese avisado la policía después de recibir la llamada desde el hotel donde te alojabas. Si tu cuerpo no se hubiese desangrado sobre la acera. Si no hubieran sido nueve pisos los que separaban la habitación 935 de tu final. No estoy seguro de cuántos días me habría torturado si te hubieses limitado a acabar con lo nuestro. Me conozco y sé que soy capaz de agotar fechas, cifras y paciencias ajenas cuando decido sumergirme en mi dolor, así que quizá el olvido habría sido igual de lento que lo es ahora. O tal vez no. Tal vez habría podido enterrar tu nombre con más facilidad si no hubiera tenido también que enterrar tu cuerpo.

Me costó decirles que sí, porque mi mirada se quedó fija en el suelo, intentando evitar las magulladuras, los golpes, las cicatrices que llenaban lo que quedaba del hombre que habías sido —que yo creo que eras— después de haber estallado en pedazos. Apenas te miré. Costaba identificarte en aquel cuerpo inerte que ya no tenía nada que ver contigo. Que no podías ser tú. Que no era el hombre sobre el que me reclinaba mientras escribías y yo necesitaba refugiarme en ti. Ronroneas, me decías. Y era una extraña forma de intimidad la que sumaban tu teclear y mi lectura, tu escritura y mi música, tu ausencia —¿dónde estabas?— y mi presencia —¿por qué me empeñaba en estar?—. He intentado eliminar de una vez las imágenes, pero regresan a mí cuando el insomnio me permite cerrar los ojos. Me he vuelto como tú, sonámbulo y nocturno, incapaz de asomarme al sueño si no ha salido antes el sol, si no estoy seguro de que la oscuridad no acabará consumiéndome.

He pedido una pausa, les he dicho a todos que no estoy para nadie, que no puedo pensar en un proyecto nuevo, que no me manden guiones, ni textos teatrales, ni series absurdas, que no puedo componer una sola partitura en los próximos meses porque todo en la cabeza me suena a ti. He imaginado tu vuelo al caer, incluso soy capaz de escucharlo, de recrear el momento y convertirlo en réquiem, porque esa es la única música que hoy cruza mi cabeza. Solo he pedido tiempo, hasta que sepa qué pasó de verdad, hasta que entienda por qué no pudimos tener un final gris y cotidiano, una despedida dolorosa en la que se rompiera nuestra esperanza, no tu cuerpo. Ese que amé durante más tiempo del que había imaginado cuando nos conocimos. Ese que recorrí cada vez con menos voracidad hasta que solo quedó entre nosotros la cotidianidad de un sexo cómodo y domesticado, lejos de las largas madrugadas en las que éramos animales y no seres civilizados y anodinos. Quizá te rompiste por eso, porque no podías soportar que la vulgaridad se hubiera convertido en parte de una vida —la tuya, no sé si la nuestra— que siempre aspiraste a que fuera especial.

Me he encerrado en casa. He desconectado el teléfono. Todos los teléfonos. Y desde que sucedió no miro ni mi correo ni mis cuentas de Facebook, Twitter o Instagram. He decidido no existir física ni virtualmente durante unos días, los necesarios para encajar la pérdida y asumir que ni siquiera me dejaste el orgullo de romper contigo, o la humillación de verme abandonado por ti, o la rabia de ser sustituido. Solo me has dejado la angustia y la duda, los dos sentimientos que, ya me conoces, peor tolero, porque no sé controlar ni mi vehemencia, que hace que todo se vuelva hiperbólico con solo rozarme, ni mi inseguridad, capaz de dibujar los monstruos más terribles tras cada sombra que se esboza en mi vida. La tuya tiene el sonido de unos pasos por una habitación de hotel, de una ventana que se abre, de un cuerpo que se lanza furioso sobre la acera, de una ira estúpida que ni siquiera trae consigo catarsis alguna. ¿Qué sentido tiene morir así? Ahí te reirías, me mirarías con condescendencia —cómo te odiaba cuando lo hacías— y me dirías que morir, del modo que sea, nunca tiene sentido. Que la vida tampoco, por mucho que se lo sigamos buscando para justificar la necesidad de la filosofía. Por eso no acabo de entender que lo hicieras y me gustaría creer que hay algo más detrás de todo esto, porque aunque nuestra historia estuviese acabada, tu alma de guionista no habría dejado pasar la oportunidad de escribir su último capítulo. Y me falta esa nota, o esa carta, ese adiós que nunca me dijiste y que habría tenido esa prosa hermética tan tuya, ese lugar del lenguaje en el que nunca nos llegamos a encontrar a pesar de lo mucho que me esforcé por conseguirlo. Te escondías tras las palabras para que no pudiera dar contigo, usando cada frase como un rasgo de esa máscara que, al final, acabó estallando contra el suelo. A las 03:17 de un martes 6 de octubre. Desde la habitación 935.

Esta mañana he quitado la alarma de los relojes. Dado de baja la conexión a internet. Avisado al conserje para que nos guarde el correo. He hecho todo lo que ha sido necesario para poder encerrarme en este piso y ahogarme en el horror durante, al menos, unas semanas. Dos, tres, las que hagan falta. Días que se repetirán hasta volverse eternos porque solo seré capaz de componer la partitura de tu muerte. La melodía que se quiebra cuando dejas de respirar y tus miembros se despedazan sobre el asfalto. Por eso escribo. Porque voy a enloquecer si no saco de mí esta angustia. Si no te pregunto por qué. Si no cuestiono que puedas respondérmelo, con la fe de que tras tu decisión se oculte algo más. Y que, a ser posible, no me incluya. Porque eso es lo que me impide salir a la calle, la culpa que todos reconocerán en mí en cuanto me vean, señalándome cada vez que pase por su lado. Llevo tu nombre y tu muerte escritos en mi piel, tatuados en los lugares que antes recorrieron tus manos. Tus labios. Tu lengua. Ahora extraño incluso el sexo tímido y convencional de las últimas noches. Lo extraño todo. También la rutina y el aburrimiento. Todo lo que éramos nosotros hasta que decidiste arrebatarme el nos y convertirme en culpable de la pérdida. Así que ahora puedo elegir entre volverme insignificante y creer que jamás harías algo así por mí o engrandecerme en tu recuerdo y asegurar que todo en tu vida tuvo que ver conmigo. También tu muerte. Y como no sé cuál de las dos opciones me duele más, he pedido a los demás que me den tiempo. Que finjan que no existo. Que me acusen de tu muerte en silencio, entre susurros y a mis espaldas. Porque necesito asumir las imágenes de tu cuerpo desmembrado y anónimo antes de regresar a la realidad. Si es que, después de todo esto, la realidad sigue teniendo algún sentido.

 

 

 

 

 

Proyecto sin título.

 

Febrero, 2015

 

—Junio. Julio. Verano. Inicio de verano. Luz. No hay mar. El mar debe quedar siempre lejos. Está, pero no se ve. ¿Quizá lo escuchamos? (Hablarlo con Mario: espacio sonoro.)

 

—Protagonista masculino. Joven. Desconocido. Casting abierto. (Planear convocatoria: debe parecerse a Dante.)

 

—Trama cerrada. Argumento claro. ¿Clásico? Género: cine negro. Estética contemporánea. También admitiría estética retro. (Decidir.)

 

—Tema: la venganza. (¿Caso real? ¿Investigación? ¿Referentes? Sería bueno alejarse de lo hecho hasta ahora y avanzar en otra dirección. ¿Violencia? Revisar posibles líneas argumentales: ¿de dónde nace la necesidad de vengarse? ¿Quién venga el qué?)

 

—Personajes complejos: trazar arco psicológico significativo, evolución de todos ellos desde un lugar hasta otro muy diferente del que se hallan en el inicio.

 

—Notas para la estructura (primera lluvia de ideas):

1) Todo gira en torno a Dante (protagonista ausente). Dibujo de su mundo familiar y emocional (¿qué construye su identidad?).

2) El personaje central es presentado a través de los demás. No lo vemos más que en los reflejos ajenos. Perspectivismo.

3) Construcción episódica lineal. Sucesión de escenas.

4) Construcción episódica asincrónica. Como la anterior pero con continuos saltos en el tiempo (¿justificación?).

5) Narración coral: el protagonista es un personaje más dentro del resto.

 

(Nota del director para el director: No sé cómo lo has conseguido, Dante, pero ya ves, aquí estás, a punto de protagonizar una película. Mi película. Puede que apenas se te vea, o que seas el centro de la acción, o que arranque esta página del cuaderno y el proyecto nunca llegue a materializarse, pero de momento ya te he verbalizado. Y eso es mucho. Casi nunca verbalizo a nadie. Tú no lo sabes, claro, porque no me conoces. Crees que sí, pero estos meses apenas hemos empezado a asomarnos a nuestras vidas. Yo a ti, aunque no pueda sacarte de mi cabeza, tampoco te conozco y, sin embargo, acabo de convertirte en protagonista de una película de la que ni siquiera tengo un miserable argumento. Y eso que te aseguré que no, que nunca serías parte de mi mundo de ficción, pero quizá si empiezo a escribir sobre ti consiga calmar las ganas inmensas de follar contigo.)

 

Rodaje: primavera de 2017 (fecha deseable: ¿probable? Valorar tiempo de preproducción).

 

¿Trama? (El argumento debería conseguir que el espectador empatice con los personajes: ¿retrato de la cotidianidad?)

 

(El director sigue hablando con el director: Siento que necesito rodar esta película para poder contarte. Contarnos. Por eso el verano. Porque tiene que ser en un verano idéntico al nuestro. Aunque cambien las localizaciones y los colores. Aunque en pantalla no veas los bares donde estuvimos y sean otros los cuerpos que se busquen. A pesar de todo seguirás siendo tú. Y lo sabrás. Porque lo adivinas siempre todo, cabrón. Aunque seas más joven. Aunque finjas sorprenderte cuando te digo algo que tú ya sabes.)

 

¿Trama?

 

(El director no puede dejar de hablar con el director: ¿Me puedes prestar un argumento? No tengo. No me quedan. No soy capaz de pensar en ninguna vida distinta de la mía. Me has vuelto un ególatra. Porque solo pensando en mí soy capaz de llegar a ti. Y eso me gusta. No te creas que es una cuestión emocional. Que nada hay de amor en esto que nos pasa. Amor ya tengo, y me sobra. El amor cansa. Es aburrido. Es idéntico siempre a sí mismo. Y lo tuyo es distinto. Lo tuyo es solo piel. Por eso no puedo pensar en otros personajes. Ni crearles una trama. Porque tu imagen puede con las mías, y las somete, y me tienes a la espera de algún hueco secreto en el que tenernos a solas. He llenado mi memoria con fotos de tu cuerpo. De tus piernas. De tu polla. Y solo puedo escribir de eso. De las ganas de correrme encima de ti. Dentro de ti. Al lado de ti. No puedo hacer un guion con eso. Ni con preposiciones. Necesito otros verbos. ¿Y si pruebas a contarme tu vida? A lo mejor el argumento tiene que salir de ti también.)

 

¿¿¿Trama??? (Consultar con Mario. Seguro que tiene alguna buena idea.)

 

2

 

 

 

—¿En qué andaba trabajando?

—En nada, Cris. En nada.

Había olvidado que su hermana tiene una llave del piso, así que no he podido evitar que entrara y acabase con mis solemnes planes de aislamiento. Le dimos una copia cuando lo compramos y decidimos vivir aquí, para que pudiera cuidar de Marcus cada vez que debíamos ausentarnos con uno de nuestros viajes. A nuestro gato le gustó el cambio de aires y no puso ninguna objeción ante la mudanza, seguramente porque disfrutaba quedándose solo en este apartamento, gozando para sí de una cifra respetable de metros cuadrados y de unas vistas que envidiarían muchos felinos. Recuerdo la ilusión con la que compramos el ático gracias al éxito —ridícula palabra— de tu película. Trenes. El título, ese que yo te regalé cuando tú eras incapaz de darle un puto nombre, acabó funcionado. Fue el proyecto que lo cambió todo y nos trajo hace ya cuatro años a este piso y, con él, a un aburguesamiento en el que a veces resulta difícil y frágil la coherencia.

—Había empezado algo… Estaba escribiendo, decía.

—Decía.

—Llevaba meses con ello, Mario. Desde que se estrenó la última.

—¿El tiempo de los ángeles? ¿Esa que no vio nadie?

—Era una película arriesgada.

—Era un bodrio pedante, Cris.

—A él no te atrevías a decírselo.

—Porque no hacía falta. Tu hermano no era gilipollas… No era necesario decirle algo tan obvio. Y esa película se hizo con demasiadas presiones. Si la productora no se hubiera empeñado en repetir el éxito de Trenes

—Me contó que estaba con otra historia. Un thriller, creo.

—Jorge no escribía nada.

—Pero decía que…

—¿Qué coño decía?

—Mario, cálmate. Ya sé que…

—¿Sabes qué, Cris? No sabes una mierda.

Podría enseñarle el cuaderno. La página y media en la que apenas hay un esbozo de algo que nunca llegó a ser nada. «Consultar con Mario. Seguro que tiene alguna buena idea.» Qué hijo de puta. Alguna buena idea. ¿Cuándo me convertí en el autor de sus argumentos? En el artífice de su espacio sonoro y de sus excusas. Porque eso es lo que hacía con todos sus guiones. Inventar tramas con las que justificar un discurso donde solo hablaba de sus fantasmas. Siempre los mismos. La soledad. La búsqueda. El deseo. Y hasta este cuaderno, ese deseo eran otros anteriores a mí. O era yo cuando irrumpí en su vida. Como en El tiempo de los ángeles, esa burda película que vendieron como una visión «del amor gay en tiempos de internet». Lo del amor gay me sonó vomitivo. Y lo de los tiempos de internet apenas tenía protagonismo en aquella fábula bienintencionada. Diálogos estereotipados, clichés a mansalva y una visión de la realidad homosexual que eludía cualquier resquicio de autocrítica. Complacencia en el fondo y en las formas, ese era tu esquema narrativo, el que te había granjeado el éxito entre cierto sector de la crítica y del público que confunde la sensiblería y el discurso fácil con compromiso. Tu película era una colección de estampas de Instagram que habían nacido para convertirse en memes herederos de los de Paulo Coelho. Una atrocidad que surgía de tu afán de contentar a todos, de ese ego desbordante que te llevó a darme un personaje (porque Sandro era yo, admite que era yo) que no se parecía a mí, sino al yo que tú te habías construido. Y te lo dije. Y discutimos. Y me acusaste de no alegrarme de tu éxito, porque te dolió que no me gustara aquella cinta panfletaria ni ese personaje que no tenía nada que ver conmigo. Con el yo que tú habías dejado de ver desde hacía tiempo.

Imagino que eso hizo que me tacharas de tu siguiente proyecto. Para qué escribir sobre un fantasma cuando acaba de irrumpir en tu vida un nuevo personaje. Y se llama Dante. Un nombre idiota. Estúpido. Grandilocuente. Un nombre tan pretencioso como el cuaderno que inauguró con él. No hay una sola página más. Eso tendría que decirle a Cris. Que llevaba meses, sí, meses sin escribir una mierda. Que pasó el último año emborronando hojas con algo que llama storyboards pero donde no hay un solo esbozo que se entienda. Líneas. Tachones. Círculos. Siempre son los círculos.

Marcus se acerca a Cris y se sienta de un salto en su regazo. Se lleva bien con ella. A fin de cuentas, ha pasado con él tanto tiempo como nosotros. Viajamos, viajábamos mucho. ¿Cómo se conjugan los verbos ahora, Jorge? ¿Cuándo puedo empezar a decirlos todos en pasado? Viajábamos. Vivíamos. Compartíamos. Follábamos. Aunque solo lo hicieras para sacarme argumentos. «Consultar con Mario. Seguro que tiene alguna buena idea.»

—Pero vosotros dos…

—¿Qué?

—¿Estabais bien?

—¿Qué quieres decir con eso, Cris?

—No seas tan suspicaz.

—¿Suspicaz?

—Solo digo que…

—¿Que si tuvimos una crisis tan gorda que tu hermano se tiró de una ventana por mi culpa? Pues no. No la tuvimos. Que yo sepa, no la teníamos. Si no, lo mismo nos podríamos haber tirado desde aquí los dos. ¿No lo has pensado? Pero solo lo hizo él. Y desde un sitio estúpido. ¿No era lo bastante alto este ático? ¿Necesitaba hacerlo desde un hotel? ¿Qué coño estaba haciendo allí…? El único que nos ha jodido la vida ha sido tu hermano. Eso no hace falta que te lo explique, ¿verdad, Cris? ¿O sí hace falta que te lo explique?

Me mira con dureza y se calla. No porque no tenga nada que decir, sino porque me conoce y sabe que lo mejor es no decírmelo. Sé que ella me intuye bien desde el principio, desde que me la presentaste al poco de nuestro primer encuentro. Tú y yo no tuvimos un gran comienzo, Jorge, tan solo un punto de partida previsible y con la poesía justa. Sin excesos retóricos. Aunque luego adornásemos aquel primer polvo con algún que otro guiño poético que, en realidad, nunca dijimos. Pero esa es una de las ventajas de la pareja, que te permite inventar a medias un recuerdo hasta convencerte de que sucedió, así que los dos hemos decidido compartir una misma memoria y hasta hemos olvidado quién se encargó de quitarle el costumbrismo y quién de añadirle la épica. A mí se me daba bien lo primero; a ti, lo segundo. Aunque estuvieras atravesando un bache creativo y llevaras meses sin escribir nada. ¿Se puede un creador matar por eso? ¿Es posible que el vértigo a la página en blanco conduzca a la locura? Pienso en mí. Me imagino en silencio. Sin la capacidad de componer una sola nota. Pienso en ese silencio y creo que, a pesar de todo, no lo haría. Porque mis mejores composiciones han salido siempre de la angustia y quizá sea eso mismo lo que necesite atravesar para salir de este marasmo de comodidad en el que me he instalado en los últimos años. Partituras de encargo. Melodías grises. Composiciones alimenticias que engrosan lo justo mi cuenta corriente y tienen el mismo valor artístico que fotocopiar informes en una oficina. Reprografía melódica. Absurdo cotidiano. Pero no me quito la vida por eso. No te machaco la conciencia por eso. No me convierto en tu obsesión por eso. (¿También en obsesión de Dante? ¿Qué sabrá de ti?) Porque soy menos egoísta que tú. O más valiente. O más cobarde. No sé. No sé qué coño soy.

—¿No lo coges?

Miro la pantalla y le doy la vuelta al móvil. No me importa que siga sonando.

—Lleva así desde esta mañana.

—¿Quién es?

—Una periodista. Me ha mandado unos cuantos mensajes y no he respondido ni uno solo… Pero no se rinde.

—¿Por qué no querías verme, Mario?

—Porque no quería estar así contigo.

—¿Cómo es así?

—Hiriente.

—Tranquilo. Sé que no es contra mí.

Podría darte el cuaderno, Cris. Lo sé. Podría enseñártelo y sumarte a mi búsqueda. Pedirte ayuda para encontrar a Dante, porque aunque no te lo he dicho quiero dar con él. No sé qué voy a encontrar, ni siquiera si sigue ahí fuera, si formó parte de su mundo más allá de ese verano del que habla, o del día en que lo puso por escrito. Quizá ni siquiera se llame Dante, o no exista, quizá sea un fantasma que inventó para ayudarse en un ejercicio creativo ante el que no tenía nada que contar. No sé. Es absurdo buscar un nombre. Un personaje. Alguien que solo existe en un par de paréntesis, en la primera página de un cuaderno que nunca continuó. «Consultar con Mario.» La música. El argumento. El espacio sonoro. Los arreglos y el armazón de una historia que, en realidad, no era la mía. Era la suya. La de Dante. Podría contártelo, Cris. Y darte esa página y media para que entendieras el vacío creativo en que se hallaba tu hermano. Pero entonces colaboraría a empañar su imagen, a hacer un poco menos claro su recuerdo y tú tendrías más dificultades para enorgullecerte del genio arrancado de su talento demasiado joven. Eso sería muy cruel. Y yo solo lo disfrutaría si fueras él, si hacerte ese daño significase infligírselo a Jorge, pero eso no es así y por mucho que el dolor me vuelva peligroso sé que hay armas que no debo empuñar.

—Volverá a llamar.

—¿Quién?

—La periodista.

—Querrá escribir un artículo sobre Jorge. Una especie de homenaje.

—¿Un homenaje, Cris?

—Sobre su obra.

—Por favor… Su obra son dos películas.

—Trenes fue un bombazo.

—Es de 2011. ¿Y desde entonces qué? No sé si tenía mucho más que decir.

—No seas cruel.

Marcus se viene ahora conmigo. No sé si también quiere pedirme que intente no serlo.

—Solo hay algo en todo esto que no me cuadra, Cris.

—¿El qué?

—Su ego.

—¿Su ego no te cuadra?

—Se quería demasiado como para matarse.

—No lo sé, Mario. Ya no lo sé.

Cris se despide y me promete volver mañana. Le pido que no lo haga, que deje que la avise yo, pero ella no responde. Hará lo que quiera, lo sé, y me imagino que en unas horas volverá a sentarse en este mismo salón para que nos digamos las mismas palabras en un ejercicio verbal inútil que se pretende terapéutico. Que, por supuesto, no lo es. Oigo bajar el ascensor y Marcus maúlla molesto ante la ausencia de una de las pocas personas que, junto contigo, Jorge, le gustan de verdad. A ti no sabe que ya no va a verte nunca más, porque yo todavía no se lo he dicho, aunque como los tres tenemos alma de gato seguro que él intuye que no vas a volver. Hay verdades que los felinos descubrimos siempre antes que nadie.

Suena mi móvil. Vuelvo a ignorarlo, pero esta vez dejan un mensaje de voz que rompe, inevitablemente, mi seguridad.

«Soy Alma Cuéllar. Me gustaría hablar sobre la muerte de tu pareja. Hay algo que deberías saber. Llámame.»

 

3

 

 

 

Hay palabras que me desazonan. Y pareja siempre ha sido una de ellas. Porque escribir pareja (decir no, decir creo que no lo he llegado a decir nunca) presupone una existencia convergente de dos entidades diversas. Una suma que siempre me ha parecido imposible y que si contigo tenía sentido era porque, en realidad, jamás nos llamábamos así. Ni tú eras mi novio, ni yo tu chico, ni esto una forma de pareja. Nos presentábamos recurriendo siempre al nombre propio, sin posesivos, convencidos de que esa rutina léxica nos hacía menos convencionales y obviando que estábamos atrapados en sus redes desde el momento en que nos asumimos necesarios y, por desgracia, no intercambiables. Sumamos gente, incorporamos cuerpos y destrozamos otras camas, pero al final regresábamos al lugar en el que sabíamos que podíamos ser sin buscar más nombres. Un lugar que creí siempre único hasta que tú me dejaste claro que, en tu caso, ya no era así.

A la inspectora que ha venido a verme esta mañana no le he contado nada de eso, no creo que la disquisición léxica le hubiera parecido pertinente. Me he limitado a confirmar que sí, que éramos pareja mientras ella ponía delante de mí la foto de alguien a quien no he visto nunca.

—¿Reconoces a este hombre?

Si lo conociera, lo recordaría. Eso le he dicho a la inspectora Abad mientras ella me contaba que habían encontrado mensajes y conversaciones íntimas entre el tipo de la fotografía y tú, Jorge. Así las ha llamado, íntimas. Ahora ese adjetivo me resulta tan carente de significado como el sustantivo pareja, como si tu muerte no solo se hubiese llevado consigo mi sueño y mi serenidad, sino también mi semántica.

Pensaba que la inspectora había venido a hablarme de ti, pero en realidad solo quería interrogarme sobre él. Me hace algunas preguntas más que no puedo responder y pronto se da cuenta de que apenas soy capaz de ponerle nombre a ese individuo del que solo sé que estaba a punto de convertirse en un personaje más de nuevo guion. En la fotografía que me enseña parece alto. Con el pelo corto y muy oscuro. De ojos rasgados y profundos. Espaldas anchas y músculos muy trabajados. Brazos marcados y piernas que llenan firmes un ajustado vaquero. No, estoy seguro de que si lo hubiera conocido, no me habría olvidado de un tío así. Es más, seguramente y si se hubieran dado las condiciones adecuadas, me lo habría tirado.

—Estamos investigando su asesinato.

—¿Su asesinato?

—Exacto. Veo que tampoco lo sabías.

Ni siquiera respondo. Para qué.

—Estábamos a punto de hablar con Jorge, pero su suicidio nos lo impidió. Siento obligarte a pensar otra vez en ello, Mario, pero si sabes o recuerdas cualquier cosa que pueda ayudar, no dejes de avisarnos. Anota mi número.

Me dicta su teléfono y su nombre, Rebeca Abad, mientras intento controlar la perplejidad en la que me ha sumido su visita. Pero cuando se va, no es ella a quien decido llamar, porque no tengo nada que aportarle más allá de lo que me ha contado, sino que prefiero recurrir a alguien que sí pueda ayudarme a entender la relación entre la muerte que me obsesiona y la que acabo de descubrir. Alguien que me permita comprobar que mi intuición se equivoca al pensar que tu suicidio pudo ser la consecuencia de ese otro crimen del que hasta ahora no tenía noticia y donde mi absoluto desconcierto ha debido convencer a Rebeca de que no oculto nada que pudiera serle útil en su investigación.

Podría preguntarme en qué momento ocurrió. Podría obsesionarme con el instante en que dejé de darme cuenta de qué sucedía con la parte de mí que debía de seguir viviendo en ti. Cómo se extinguió hasta dar paso a otros nombres que usurparon el espacio, cada vez más minúsculo, que le quedaba. Y haría ese ejercicio de masoquismo psicoanalítico si no tuviera la excusa de tu muerte para centrar mi atención en algo igualmente doloroso, pero —al menos— no tan introspectivo. Por eso le digo que sí a esa periodista, y espero a que venga sentado en la misma mesa del Pepe Botella a la que vinimos juntos tantas veces, cuando las dudas sobre lo que ibas a hacer —sobre lo que ibas a ser— solo las compartías conmigo, cuando no tenías nada parecido al reconocimiento, cuando eras uno de los miles de camareros con aspiraciones creativas que llenan esta ciudad, cuando te morías de hambre de éxito y de rabia por ver cómo otros llegaban lejos mientras tú seguías inmóvil y anónimo en el mismo lugar. Hoy parece que todo eso sucediera en otra vida, mucho antes de convertirme en un simple paso de tu proceso creativo. «Consultar con Mario.» A eso me redujiste, Jorge, a una puta línea en un cuaderno. Y aunque quiera hacerlo, porque no se me da bien el rencor, no sé si voy a poder perdonarte por ello.

 

—¿Mario?

No es como la esperaba. Por algún extraño motivo me había formado una imagen de ella que no se parece en nada a la mujer que tengo frente a mí. De unos cuarenta y tantos. Morena. Con los ojos muy azules y el pelo muy rizado, delgada, de facciones más que correctas —podría haber sido una de tus actrices, Jorge, te habría gustado su rostro de diva de cine italiano— y algo más alta que yo. Su mirada resulta incisiva y sus movimientos transmiten una seguridad casi intimidatoria.

—Siento llegar tarde.

—Llegas puntual. Habíamos quedado a las ocho y solo son las ocho y cinco.

—Eso para mí es tarde. De todos modos, hoy no necesitamos mucho tiempo.

—¿Hoy? ¿Quieres decir que esperas que nos veamos una segunda vez?

—Eso depende. ¿Qué te apetece? ¿Un vino o un café? Creo que te va a venir mejor un vino, así nos relajamos, ¿no te parece? Dos tintos, por favor.

Decide por mí y el camarero toma nota mientras ella coloca el móvil sobre la mesa y lo prepara para grabar.

—¿Te importa si…?

Niego con la cabeza y dejo que pulse el botón rojo mientras me mentalizo de que no debo decir nada que no quiera hacer público. A ti, Jorge, eso siempre se te dio mucho mejor que a mí. Por suerte, ninguna de mis composiciones me ha sacado de los estrechos límites de la fama gremial, de modo que más allá de otros tantos músicos habituales en estrenos teatrales y cinematográficos, pocos saben quién soy o a qué me dedico. Miro a Alma, me mentalizo de lo que debo o no debo decir (¿qué debería contarle sobre la visita de la inspectora esta mañana?) y noto que mi cuerpo se tensa expresando, sin necesidad de que hable, mi desconfianza absoluta hacia mi interlocutora y, más aún, hacia el dispositivo electrónico que media entre nosotros.

—Espera… Mejor… Sí, mejor lo apago.

Detiene la grabación y ni siquiera me da tiempo a preguntar por qué. La velocidad de sus palabras es tan rotunda como la de sus acciones.

Antes de preguntarte es mejor que te cuente, ¿no crees?

Me encojo de hombros, sin ganas de responder nada. El camarero nos sirve el vino, ella mira nerviosa su reloj —no ha dejado de hacerlo desde que se ha sentado aquí— y yo me llevo la copa a los labios sin pensarlo, confiando en que la bebida me ayude a salir de la perplejidad en que me hallo desde que esta mujer ha entrado en el local.

—Hay cosas que no estoy segura de que sepas… Cosas que… Mierda. En mi cabeza parecía todo mucho más fácil.

—¿Qué parecía más fácil?

—¿Cuánto llevabais juntos?

—¿Esta va a ser la línea de tu entrevista?

—No quiero hacerte una entrevista.

—¿Y entonces? ¿Para qué me has llamado exactamente?

—Era tu pareja, eso es público.

La palabra. Otra vez. La maldita palabra.

—¿Y?

—Os conoceríais bien…

Hace unos días habría contestado algo muy diferente. O habría sesgado sin titubeos la ironía que atisbo (¿me estaré volviendo demasiado suspicaz?) en el tono de su comentario. Mi respuesta habría sido una afirmación camuflada en tópicos. Que si nunca se conoce del todo a los demás, que siempre hay un espacio de intimidad que no compartimos, que es imposible adentrarse por completo en los secretos de alguien. Pero no habría creído de verdad en esas frases, porque estaría convencido de que entre nosotros la sintaxis era muy diferente. Nuestro código, único. Y la comunicación, inmediata y ni siquiera verbal. Te conocía, Jorge, te conocía. Eso es lo que más me jode de todo esto. Que conocía al hombre del que me enamoré y con el que viví, crecí y follé durante once años. Pero no conozco al hombre que se arrojó desde la habitación 935 de ese hotel.