El día del atentado
El frustrado magnicidio contra Rómulo Betancourt
EDGARDO MONDOLFI GUDAT
 

«A Simón Alberto Consalvi, maestro irrepetible, con quien conversé mucho acerca de este libro»

Agradecimientos

Esta investigación, y la escritura de la obra, fueron posibles gracias al concurso de personas e instituciones con las cuales pude contar en todo momento de manera generosa y desinteresada. En primer lugar, mi agradecimiento va dirigido al Decanato de Investigación de la Universidad Metropolitana en la persona del profesor Lyecer Katán, por haber confiado en esta propuesta investigativa y por proveer lo necesario para la contratación de las ayudantías de las cuales me vi requerido. Con igual sentido de gratitud debo mencionar al Departamento de Estudios Políticos de la UNIMET y, de manera particular, a su director, profesor Oscar Vallés, quien fue capaz de mostrar una generosidad poco común al permitirme disponer del tiempo necesario para dedicarme a los vericuetos del atentado y documentar el largo duelo entre Rómulo Betancourt y Rafael Leonidas Trujillo.

No menos, a la hora de los agradecimientos figuran Isabel Melero, Edrit Franquiz y Marcus Golding, tres entrañables estudiantes míos en la UNIMET que se afanaron en el rastreo de periódicos y papeles en la Hemeroteca de la Academia Nacional de la Historia y en el archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores. De los tres, especial mención debo hacer de la aventura que llevó a Isabel Melero a recorrer los depósitos de expedientes de la PTJ, el archivo de la Fiscalía General de la República, el archivo del Ministerio del Interior y el archivo del extinto Ministerio de Justicia en procura de una copia del sumario que se labró tras el fallido atentado contra Betancourt en junio de 1960. Isabel fatigó muchos caminos y fustigó la paciencia de muchos a quienes consultó hasta convencerse con la mayor desesperanza de que el sumario era, desde todo punto de vista, irrecuperable. Sin embargo, por esas señas que algo –o alguien– coloca en el camino, tuve la suerte de dar con un extracto del mismo, gracias a la fortuita circunstancia de haberle confiado la esencia de este proyecto al escritor y amigo Carlos Alarico Gómez. Fue Carlos quien me hizo saber que dicho extracto obraba en manos de Óscar Zamora Conde, primer director de DIGEPOL, venezolano recio, valiente y amable, quien no solo me permitió consultarlo y reproducirlo sino que me obsequió algunas gratas horas de conversación en su casa de Prados del Este para aclarar ciertos aspectos de lo ocurrido aquella mañana del 24 de junio de 1960.

El apoyo de la Fundación Rómulo Betancourt, y especialmente de su directora, Virginia Betancourt Valverde, fue clave para la suerte de este proyecto. Lo mismo debo decir de mi colega y amiga Mirela Quero de Trinca, «betancuróloga» de mil batallas, quien me orientó con relación a materiales raras veces consultados en los fondos documentales de la Fundación, me facilitó obras de su propia biblioteca y supo guiarme correctamente a la hora de revisar las existencias del archivo personal de R.B. La siempre atenta Judith Hamilton, asistente ejecutiva de la Fundación, supo hacer mucho más grato y llevadero el trabajo silencioso al que obliga el trato con los papeles.

EMG

Notas

1. El apodo de «Chapita», que la radio y la prensa venezolana tanto usaban para nombrarlo, se originaba de los vistosos uniformes en los cuales Trujillo exhibía las órdenes (o «chapas») que le habían sido conferidas por gobiernos extranjeros. (Nota del autor).

Contenido
Agradecimientos
Primera parte
Los atentados en nuestra historia política
Ronchas durante el Trienio
Las conexiones de «Chapita»
La Asamblea Constituyente también declara la guerra
De viaje por Santo Domingo
Ojo por ojo
Aires de tregua
Nuevos choques con Trujillo
El duelo se desplaza al exilio
Segunda parte
La antesala
Un año que se presagia difícil
La cesta de ratas
La frustrada invasión
En otros frentes
Así lo entendía Fidel
Operación Terror
El «Cabrito» está a la orden
Amanece nublado
Un día con malestar
Mal clima
Las secuelas del 24
Quasimodo dinamitado
Las primeras sospechas recaen sobre Trujillo
La peripecia de los implicados
Tambores de guerra
Los coletazos del animal prehistórico
La OEA aprieta el lazo
Línea blanda o línea dura
El Décimo Trinitario
Muerte en la carretera
Bibliografía
Notas
Créditos

Primera parte

Los atentados en nuestra historia política

[Un] atentado (…) que su historia registrará como el más importante, el más resueltamente criminal, en las afortunadamente escasas páginas consagradas al magnicidio, perpetrado o frustrado [en nuestro país].

ÉLITE, 02/07/1960

El epígrafe que encabeza estas líneas fue tomado de un artículo cuyo contenido tal vez resulte mucho más modesto de lo que su propio título habría podido insinuar («El crimen político en la Historia de Venezuela»), publicado por la revista Élite en julio de 1960. Sin embargo, frente a otras alternativas, creo que esta frase llamó particularmente mi atención por razones que intentaré explicar de seguidas.

Para comenzar, al redactor de Élite tal vez no le faltaba razón al dar por sentado que eran pocas, casi marginales, las páginas que podían hablar con alguna propiedad acerca del tema del magnicidio, perpetrado o frustrado, en la historia de nuestro país. Hubo no obstante quien, en la misma época en que fueron escritas aquellas líneas, llegó a diferir de tan reconfortante conclusión. Tal fue el caso del escritor Guillermo Meneses, a cuyo juicio lo que valía era la intención, no el número de veces –por escaso que fuera– con que ese tipo de delito había ocurrido en el país. No era, pues, un asunto simplemente de cómputos. Hablando de lo ocurrido a Rómulo Betancourt dirá: «Cuando estas líneas salgan publicadas ya se habrá dicho mil y una veces que este acto resulta completamente ajeno a la psicología del pueblo venezolano. (…) [Pero] mal podemos ponernos la mano sobre el pecho, rasgar las vestiduras y mesarnos los cabellos. No podemos negar que en Venezuela puede darse el atentado político (…) Tonto resulta decir que no es propio de venezolanos lo que han hecho venezolanos» (El Universal, 26/06/60: 4). Meneses, al igual que el redactor de Élite, escribía en el contexto del atentado que recién había tenido lugar contra el presidente Betancourt en la avenida Los Próceres. Aunque discreparan sobre la naturaleza y frecuencia de esa clase de acción criminal, ambos estaban de acuerdo en un punto: el ataque que intentó cobrar la vida de Betancourt el 24 de junio de 1960 había sido producto de una compleja combinación de autores materiales, cómplices, encubridores y promotores internacionales que además llegaría a contar, como jamás lo había hecho hasta entonces, con un alto grado de pericia por parte de quienes lo llevaron a cabo.

Coincidiendo con Meneses, de alguna manera resulta difícil aceptar que en el caso venezolano la idea del magnicidio tenga un impacto marginal si se piensa en la forma como aún gravita en la memoria histórica del país la suerte corrida por el teniente coronel Carlos Delgado Chalbaud quien, en funciones como Presidente de la Junta Militar de Gobierno, fue ultimado a balazos el 13 de noviembre de 1950. Pero la gravedad del hecho, la conmoción que produjo, la impronta que dejó y sus consecuencias futuras no invalidan la idea de que, dentro de la violencia política, el intento por asesinar Jefes de Estado ha sido una práctica más bien inusual entre nosotros. Por ello es que, al mismo tiempo, convendría hacerle una concesión al redactor de la revista Élite a este respecto. Independientemente de las razones que puedan ayudar a explicarlo, lo cierto es que al compararlo con otras experiencias de este tipo nuestro país no figura en el renglón más llamativo cuando se habla de magnicidios en América Latina.

Solo por señalar las diferencias, dentro de la región existen países donde se ha registrado un número significativamente alto de asesinatos políticos, u otros en los cuales el fenómeno del magnicidio ha hecho de las suyas en ciertas coyunturas específicas de su historia. Bolivia es el mejor ejemplo de lo primero y, desde luego, el que más llama la atención: empezando por el Mariscal Antonio José de Sucre, en la nación del altiplano ha ocurrido la muerte violenta de diez presidentes o expresidentes entre el siglo XIX y el XX. Exceptuando a Guadalberto Villarroel, en cuyo caso se trató de un linchamiento en manos de una turba descontrolada, podría mencionarse entre los que también perecieron en pleno ejercicio del poder al general René Barrientos, quien fue víctima de un extraño accidente aéreo luego de haberse librado de seis atentados en su contra. México, por su parte, ilustra a cabalidad el caso de lo segundo entre la década de 1910 y 1930, cuando el país llegó a verse sumido en un prolongado cuadro de violencia revolucionaria. Desprendiéndose así del resto de América Latina por lo que significó su singular itinerario en la lucha por el poder, México atestiguó durante ese período el asesinato de dos presidentes en ejercicio y un presidente entonces recién reelecto: Francisco Madero (1913), Venustiano Carranza (1920) y Álvaro Obregón (1928).

Por otra parte, sería difícil dejar por fuera el caso de Argentina, con todo y que los magnicidios apenas se cuenten allí con los dedos de una mano: Justo José de Urquiza, atacado y rematado a puñaladas en 1870, diez años después de haber entregado el poder, y Pedro Eugenio Aramburu, secuestrado y ajusticiado por un comando montonero en 1970, más de diez años después de abandonar la Presidencia. Si bien –como se ve– en el país sureño el magnicidio no corrió como peste –comparado a Bolivia o México–, este recuento quedaría incompleto si, en el caso de Argentina, se dejara de mencionar que Caracas sirvió de escenario a un atentado planificado contra Juan Domingo Perón en 1957, quien llegó a Venezuela casi un año antes, luego de haber iniciado su exilio en Panamá bajo la amenaza de otras agresiones y atentados (Sierra, 2011: 115). El hecho por poco le cuesta la vida al «Conductor» de inimitable estilo, cuando una bomba explotó en su Opel en la mañana del 25 de mayo de ese año. Según su biógrafo, el estadounidense Joseph Page, Perón se había dispuesto a salir temprano, ese día de fiesta nacional argentina, a proveerse de carbón y carne para preparar un asado (Page, 1999: 425). El periodista y analista político Manuel Felipe Sierra agrega, para ser más precisos, que el artefacto hizo volar el auto de Perón entre las esquinas de Venus y Paradero en La Candelaria. Lo que falló fue el tiempo calculado para provocar el estallido, de modo que eso fue lo que le permitió a Perón y su chofer salir ilesos del complot (Sierra, 2011: 117). A pesar de la buena suerte corrida por ambos, la explosión fue de considerable magnitud. Según lo observa Sierra, el diario El Nacional destacó los daños ocurridos en su edición del día siguiente: «Ochenta y dos ventanas se fragmentaron en diecisiete apartamentos en tres edificios de la cuadra» (ibíd.).

Volviendo ya al caso venezolano, y para confirmar lo dicho hasta ahora, convendría tener presente lo que alguna vez observara Simón Alberto Consalvi cuando afirmó que nuestro país no ha sido tierra de magnicidios (Consalvi, 2008: 4). Estoy seguro de que, al decirlo de ese modo, Consalvi no pretendió desestimar el peso ni las implicaciones que tuvo la muerte de Delgado Chalbaud en 1950; como supongo que tampoco habrá sido su intención pasar por alto los ríos de tinta (incluyendo Sumario, la formidable novela de Federico Vegas) que han intentado darle coherencia a tan oscuro episodio. Pero, además, sería difícil no coincidir con Consalvi a la hora de subrayar que lo ocurrido con Delgado Chalbaud permite advertir ciertos matices a la hora de hablar del tema del magnicidio.

En primer lugar, el cuadro del hecho criminal y sus ramificaciones han apuntado siempre a las entrañas del propio régimen del cual Delgado formaba parte, convirtiendo lo que pudieron haber sido las verdaderas intenciones de sus autores en una operación tramada desde arriba o, cuando menos, que llegó a contar con algún grado de connivencia desde adentro. Así lo sintetiza Consalvi: «Fue un crimen generado en la cúpula militar. Delgado Chalbaud sostenía la tesis de retornar al régimen constitucional, mediante nuevas elecciones. Pérez Jiménez sostenía la contraria: que una vez salidos de los cuarteles, los militares no debían regresar, sino quedarse en el poder por todo el tiempo posible. Esto fue lo que hizo Pérez Jiménez. Se quedó con el poder» (ibíd.).

En segundo lugar, incidiendo un poco más sobre el tema, cabría agregar lo siguiente: según algunos autores que han examinado el caso, no estuvo previsto dentro del libreto que la secuencia del asalto y secuestro de Delgado Chalbaud condujera necesariamente a su asesinato. Así, por ejemplo, es como lo observa Rafael Arráiz Lucca al revisar algunas opiniones: «Al parecer, éste no era el destino que se tenía previsto, sino el de obligarlo a renunciar» (Arráiz, 2007: 151). Para mayor aval, ciertos testimonios de la época parecieran corroborarlo así, dando a entender que el azar intervino, convirtiendo lo ocurrido en un accidente, en un cuadro dominado por la ira y la confusión de los captores y, por tanto, obligando a descartar la hipótesis de que se tratara de una acción homicida concebida de antemano. Queda como constancia de ello una carta que Rafael Simón Urbina, principal ejecutor del plan contra el Presidente de la Junta, le enviara al comandante Marcos Pérez Jiménez desde el sitio donde, desorientado y ya en trance de muerte, hubo de buscar refugio: «Delgado quedó mal herido aunque yo no quería que lo mataran» (Altuve, 1973: 260). En este mismo sentido, también vale por lo interesante la versión que aporta un testigo de la época, según el cual lo que se planteaba en el fondo era detener al comandante Delgado y sacarlo del país, rumbo a Santo Domingo (Pérez & González, 2012: 99-101).

Manuel Felipe Sierra, a quien le tocó investigar la época del decenio militar para escribir su biografía de Marcos Pérez Jiménez, también coincide con lo que de imprevisto tuvo el desenlace del secuestro de Delgado. Por ello apunta lo siguiente: [L]a escena de la quinta ‘Maritza’ [donde tuvo lugar la muerte de Delgado] fue obra de un accidente. Un disparo se escapó de la pistola de Antonio Díaz, uno de los captores, y destrozó el tobillo de Urbina dando paso a una confusión que echó abajo la urdimbre conspirativa. En los años 70 entrevisté a Domingo Urbina, mano derecha de su primo Rafael Simón. En la conversación reconoció que lo ocurrido el 13 de noviembre fue producto de la casualidad, que no hubo ningún plan para asesinar a Delgado» (Sierra, 2011: 63).

De modo que sin dejar de insistir en lo que de excepcional tuvo el caso de Delgado Chalbaud, otras formas de violencia han sido más frecuentes entre nosotros en la lucha por el poder. Dentro de este catálogo podría mencionarse el fusilamiento de Manuel Piar y Matías Salazar o, incluso, la misteriosa muerte en campaña de Ezequiel Zamora en 1860 o la de Joaquín Crespo en 1898. Sin embargo, como se ha hecho cargo de aclararlo Consalvi, ninguno de tales casos calificaría con propiedad dentro de los cánones del magnicidio (Consalvi, 2008: 4).

A pesar, pues, de la infrecuencia con que ha tenido lugar entre nosotros el fenómeno del magnicidio, pero antes de adentrarnos al atentado contra Betancourt y al largo historial de odio e inquina que hubo por detrás, valdría la pena consignar algunas noticias que, bien por interesantes o simplemente curiosas, le dan colorido a ciertos episodios de nuestro propio patio que podrían calificar como complots, o a los cuales cabría atribuirles algo de esa naturaleza.

Podría comenzar citándose el caso de Francisco Linares Alcántara puesto que, en su época, un raudal de rumores aseguraba que había fallecido en pleno ejercicio del poder víctima de un tósigo de acción retardada o, incluso –según una especie algo más fantasiosa– a causa de ingerir una porción generosa de lechosa envenenada. Sus biógrafos, sin embargo, han sido cautos ante la especie, atribuyéndole su deceso, en noviembre de 1878, a la posibilidad de que el Presidente, en contra de lo que aconsejaba el sano juicio, hubiese abusado de algún medicamento que lo condujo a la muerte (Ruiz, 2008: 117). Pero también figura el caso de Joaquín Crespo quien, durante su bienio 1884-86, se salvó de ser víctima de un ataque perpetrado con un cañón naval mientras bordeaba el malecón de La Guaira en compañía de su familia para embarcarse rumbo a La Orchila (Élite, Nº 1.814, 02/07/60: 52).

Aunque no pase con rigor la prueba del magnicidio, pero por tratarse de un blanco político apetecible, quizá valdría la pena mencionar asimismo el caso de Antonio Guzmán Blanco quien, en agosto de 1869, un año antes de iniciar su primera Presidencia, fue víctima de los llamados «lincheros», un grupo oriundo de la parroquia de Santa Rosalía que asaltó su casa de Antímano sin que el presidente provisional Guillermo Tell Villegas ni ninguna otra autoridad encargada del poder en ese momento hiciera nada por evitarlo. El ataque fue grave, pero no necesariamente mortal, aunque pudo acabar siéndolo. Según un cronista extranjero, el diplomático estadounidense William Eleroy Curtis, el incidente tuvo su desenlace de esta forma: «Todo terminó en un tumulto (…) [L]as calles adyacentes estaban atestadas de gente que primero apedreó y luego saqueó la casa, destruyendo todo lo que contenía. (…) Guzmán Blanco por poco escapó al linchamiento y junto con su familia consiguió llegar hasta la residencia de Mr. Partridge, el Ministro de los Estados Unidos, bajo cuya protección permanecieron hasta que lograron abandonar el país» (Curtis, 1993: 105).

Tratándose de un régimen odiado sin atenuantes por sus principales adversarios, y contra el cual se practicó un sinnúmero de acciones fallidas para desafiar su solidez, llama la atención que durante el gomecismo no se urdiera ninguna trama homicida contra el Benemérito. Al menos nada indica que hubiese tenido lugar algún intento de ese tipo. Es probable que ninguno de sus adversarios llegara a contar con el poder, la capacidad o los recursos que lo hicieran posible. Pero nada descarta tampoco la posibilidad de que tal opción anidara en la mente de algunos de los que tanto, y por tan largo tiempo, se vieron trajinando los vericuetos de la conspiración, o que aguardaban ya sin ánimo por un final que no parecía figurar siquiera en los horóscopos. Sí podría afirmarse en cambio que la mano de la muerte llegó a verse muy cerca de don Juan Vicente cuando, entre la noche y la madrugada del 29 al 30 de junio de 1923, y algunos metros más allá de la habitación que ocupaba en el Palacio de Miraflores, esta cobró la vida de su hermano menor y primer vicepresidente, Juan Crisóstomo («Juancho») Gómez. No obstante, todo pareciera indicar que el suceso estuvo lejos de obedecer a algún tipo de combinación política, y que su origen pudo deberse más bien a las turbias rivalidades que minaban al régimen. Lo que sin duda ocurrió fue que los opositores denunciaron la utilización de la muerte de Juancho como un nuevo instrumento de ataque por parte del régimen. A su juicio, tal asesinato ponía de bulto las oscuras complicidades y los perversos mecanismos que sustentaban aquel sistema tribal de poder, al tiempo de permitir que Gómez reavivara su política de detenciones arbitrarias a raíz de tan oscuro hecho (Polanco, 1990: 267-268).

Ya no en su condición de Presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno (1945-1948) sino como desterrado en La Habana, en abril de 1951, el propio Betancourt sería objeto de un ataque perpetrado en su contra, a plena luz del día, en la barriada céntrica del Vedado, y cuyo rasgo más sobresaliente fue el desusado y curioso método que se empleó para ello: una jeringa cargada de potente tóxico. El expresidente logró esquivar de un manotazo al desconocido que se abalanzó sobre él, jeringa en mano, justo cuando se disponía a montarse en su vehículo. Por fortuna, en medio de la confusión, el atacante no pudo vaciar el contenido de la cápsula. Betancourt pudo recobrar la jeringa del suelo y hacer que fuera examinada por el Laboratorio de Toxicología del gobierno cubano. Hubo empero quienes, al calor de lo ocurrido, intentaron ridiculizar el ataque. Tal fue el caso de Gastón Baquero, jefe de redacción del Diario de la Marina, colaborador –al parecer– de Rafael Leonidas Trujillo en República Dominicana (Castro, 2008: 127) y, extrañamente, tan conservador en política como buen poeta. Baquero tuvo frases displicentes, atribuyéndole al expresidente la intención de haber fabricado el episodio para reactivar sus ataques contra la Junta gobernante en Venezuela. En un artículo publicado por ese diario, y bajo el título de «Una novela cómica de Rómulo el Malo», Baquero deslizó juicios como éste: «[e]mpujado por el odio, Rómulo Betancourt montó un show (…) Todo eso es mentira, es novela barata. Todo eso es la última intentona para desprestigiar a su propio país», calificando lo ocurrido como «la estratagema de un venenazo» y hablando irónicamente de lo que, a su juicio, no había pasado de ser un «auto-atentado [contra la] importantísima persona [de Betancourt]» (RBAP, 2003, v: 578-579). Pese a expresiones de este tipo, el análisis de la muestra dejó fuera de dudas el riesgo que llegó a correr la vida del expresidente venezolano. De hecho, al principio (o, al menos, según los laboratoristas que tuvieron a su cargo analizar la muestra), se creyó que el émbolo contenía una agresiva composición hecha a base de sulfuro de etilo, aunque la Policía Secreta cubana llegó a determinar algo más simple pero acaso más siniestro: la sustancia contenida en la jeringa era veneno extraído de una cobra (ibíd., 570-572; 577-579; 583-584).

Más allá de las displicencias, y de las dudas que hubo entre algunos periodistas, también se registraron muestras de solidaridad con el expresidente, como las expresadas por la revista Bohemia, en uno de cuyos números, y en tono tan culto como lacerante, se editorializó de este modo a propósito del incidente y sus posibles instigadores: «Fue un procedimiento siniestro y sombrío, propio de aquellas épocas de las repúblicas italianas cesarizadas en el Renacimiento, en que el arte de matar se vio asistido por todos los refinamientos» (ibíd., 574). Pasado el revuelo inicial y luego de un par de días de polémica a favor –o en contra– de lo que significaba la presencia en la isla del líder máximo del exilio adeco, el caso se fue eclipsando, aun cuando la policía cubana llegó a identificar (sin poder capturarlos) al ejecutor del frustrado atentado y dos de sus cómplices quienes, al parecer, habían sido reclutados en Tampa, Florida (ibíd., 583-584). Ahora bien, el hecho de que el asalto tuviera lugar a los pocos meses desde que Betancourt organizara en La Habana el primer Congreso Interamericano Pro-Democracia y Libertad, durante el cual se propusieron sanciones especialmente duras contra Venezuela y Santo Domingo, hace pensar que Trujillo pudo tener algún grado de injerencia o responsabilidad en aquel truculento y arcaico intento de asesinar a Betancourt (La Esfera, 25/06/60: 9).

Dentro de este recuento podría figurar también la frustrada acción que se tramó para el 12 de octubre de ese mismo año 51 con el objeto de hacer volar por los aires a la Junta de Gobierno de Venezuela en el momento en que sus miembros se disponían a depositar la tradicional ofrenda al pie de la estatua de Cristóbal Colón, al son de arengas y bandas marciales, en el Paseo Colón de Caracas, episodio recreado recientemente por Antonio García Ponce en su novela El macho de La Orchila (Ponce, 2012: 119-120).

Otro intento de fallido asesinato, aunque también en tiempos del régimen militarista que imperaba en el país, fue el que pretendió hacer víctima al coronel Marcos Pérez Jiménez un año más tarde, en abril de 1952. Según la investigación llevada a cabo por la Seguridad Nacional, se tenía previsto emboscarlo en la llamada «Vuelta de Plan de Manzano», en la carretera Caracas-La Guaira. De acuerdo a las informaciones manejadas por la policía política, la acción fue develada cuando se halló oculto en un recodo de la vía un nido con 21 «bombas-niples» (Velásquez, 1952: 6). Naturalmente, a la hora de las acusaciones, el Gobierno apuntó sin el menor parpadeo hacia Acción Democrática, atribuyéndole a su aparato clandestino la fabricación de aquellos rudimentarios explosivos. Sin embargo, desde su nueva escala en el exilio (esta vez, en Costa Rica), Betancourt se haría cargo de desmentir la acusación, no solo negando que su partido hubiese tenido injerencia alguna en el hecho, sino precisando que el intento por vincular a AD al supuesto plan de asesinar a Pérez Jiménez respondía a la intención de hacer que sus principales dirigentes en la clandestinidad –Leonardo Ruiz Pineda y Alberto Carnevali– fueran calificados de «terroristas» ante la opinión pública, justificando así, a priori, el asesinato de ambos, en caso de resultar capturados (RBAP, 2003, v: 742-743).

Por diversas razones, el atentado contra Betancourt de junio de 1960 (y «que la historia [de Venezuela] registrará como el más importante», al decir de la revista Élite) guarda poca o casi ninguna relación con alguno de los casos antes mencionados. De allí, pues, que sea a este respecto donde radique con fuerza el segundo elemento que le da valor al epígrafe con que se iniciara este capítulo. Para comenzar por lo más obvio, resulta preciso subrayar que no se trató de una acción provocada por rivalidades dentro del propio gobierno, o por factores cercanos al mismo, mientras que tal cosa podría explicar el asesinato de Linares Alcántara (de ser cierto que fue envenenado) y, con un grado de mayor veracidad aun, los de Juancho Gómez y Carlos Delgado Chalbaud.

En segundo lugar, el Betancourt de 1960 no era un líder en ciernes, como pudo serlo Guzmán Blanco cuando fue víctima de los «lincheros». En realidad, tampoco era un gobernante que se vio obligado a navegar sobre la base de apoyos inciertos, o expuesto a la duplicidad de sus pares, como le ocurrió a Delgado Chalbaud. De modo que, en el caso de Betancourt, no podría hablarse de ambigüedades gestadas en su entorno ni de apoyos vacilantes por parte del partido que lo llevó al poder en 1959. Incluso, a pesar de la presencia de muchos dirigentes que comenzaron a adversarlo dentro de sus propias filas, Betancourt fue alguien sobre cuyo liderazgo y madurez había recaído de modo fundamental el ensayo de recuperación democrática luego del 23 de enero.

Bastaría agregar de paso que durante los diez años de su residencia en el exilio, entre 1948 y la caída de la dictadura en 1958, fue Betancourt, como presidente de Acción Democrática, quien tuvo la última palabra en los aspectos tácticos, propagandísticos y organizativos más importantes de la lucha contra el régimen militar (Franquiz, 2012: 43), y fue él, en último caso, quien supo articular políticamente la transición del año 58 para consolidarse como principal líder del partido y lograr la nominación presidencial que muchos no esperaban que lograra (Sánchez García; Pérez Marcano, 2007: 24-25). A todo lo cual agrega Margarita López Maya al hablar justamente de su liderazgo repotenciado durante la etapa del destierro: «Betancourt, igualmente, fue en estos años [1948-1958] un permanente mediador entre quienes se quedaron o volvieron al país para aportar en la lucha clandestina y quienes vivieron en los distintos países del exilio. Como resultado de su tesón en estas tareas, Betancourt consolida en estos años, de una manera sólida y perenne su liderazgo preeminente, así como su control sobre el partido» (López Maya, 2003: 4).

Visto así, no solo en relación con su propio partido sino frente a las restantes fuerzas que habrían de interactuar en el contexto posdictatorial, lo dicho sirve para suponer que la liquidación física de Betancourt habría significado mucho más que la muerte de un individuo en el poder: suponía el modo más efectivo de poner en peligro la supervivencia de un sistema que solo recién reensayaba sus primeros pasos luego del Trienio 1945-1948. Esto significa, sin mayores rodeos, que la muerte de Betancourt habría implicado la desaparición del principal artífice de lo que había funcionado hasta entonces como la estrategia de consenso necesaria para lograr la estabilización del país luego de finalizada la década militar.

Tres razones adicionales contribuyen a poner de bulto las diferencias entre el frustrado magnicidio del 24 de junio de 1960 y otras experiencias ocurridas en Venezuela y, sobre todo, en el vecindario americano. En primer lugar, haciendo salvedad del caso de Madero, Carranza y Obregón durante las décadas del México revolucionario, el magnicidio es una parcela que, estadísticamente hablando, ha tendido a cebarse en gobernantes y exgobernantes de talante dictatorial y autocrático, o en los exponentes de regímenes de corte autoritario. Aparte del boliviano Barrientos, también sirve para confirmarlo la suerte corrida por Anastasio («Tacho») Somoza García en 1956, la de su hijo Anastasio Somoza Debayle («Tachito») en 1980 o, incluso, la de Rafael Leonidas Trujillo en 1961, el penúltimo de los cuales se hallaba ya fuera del poder, cuando sus victimarios le dieron alcance en Asunción del Paraguay, ultimándolo de un bazukazo que impactó contra el automóvil del exdictador, junto a la descarga de varias ráfagas de M-16 (La Prensa, 18/09/2000). Similares circunstancias afrontó también Trujillo al caer abatido, tras un cruce de disparos, en ruta hacia su finca Fundación en mayo de 1961 (Sierra, 2011: 125). En todo caso no es común que semejante tipo de violencia política se vea dirigida contra mandatarios electos democráticamente, aunque en la lista de las excepciones bien podría citarse el caso de Manuel Ávila Camacho, otro gobernante civil quien, al igual que Betancourt, salió con vida, casi milagrosamente, de un atentado perpetrado en su contra, en 1944.

En segundo lugar, bastaría echarle un vistazo al instrumento utilizado en Los Próceres, en 1960, para hallar pruebas de otra diferencia radical frente a los torpes pistoleros que acribillaron a Delgado Chalbaud el 13 de noviembre de 1950, al fugaz matón que atentó contra Betancourt en 1951, o los «lincheros» que apostaron a que una piedra, convenientemente dirigida, acertara contra la persona de Guzmán Blanco. Quienes actuaron contra Betancourt en junio de 1960 no fueron simples aficionados. De hecho, lo hicieron calculando fríamente las consecuencias de su fatal decisión. Tampoco se trató de una acción destinada a amedrentarlo, a dejarle una advertencia en las heridas o darlo por muerto a causa de la impericia, el error o por un simple golpe de buena –o mala– suerte. No fue, al fin y al cabo, «un comité burdo de conspiradores que modela niples» (como quiso ejemplificarlo un periodista de la época) el que se hizo cargo de aquella acción magnicida (Élite, Nº 1.814, 1960: 22).

Tampoco se trató de un atentado descoordinado o mal planificado. Por el contrario: desde el principio estuvo claro que el acto terrorista contó con el apoyo de cómplices de categoría. Aún más, la eficacia del instrumento utilizado estaba bien calculada para que el resultado fuera contundente. Podría decirse sin exageración que Betancourt pudo haber muerto cuatro o cinco veces a causa de aquel impacto y que solo una serie de circunstancias lo evitaron. Además, el hecho de que no se tratara de una bomba de tiempo ni que fuera activada mediante un sistema de cables sino dirigida a control remoto mediante un aparato de microondas, sin que sus responsables pudieran ser avistados mientras la comitiva presidencial avanzaba hacia la emboscada que se les había tendido, habla de un tipo de acción que solo podía ejecutarse gracias al empleo de un artefacto complejo y de suficiente precisión como el que utilizaron los técnicos encargados de llevarla a cabo.

El manejo de la acción revela, pues, que sus responsables obraron con alto grado de pericia, amparándose además en la cobertura que les brindaba una cómoda distancia física de su objetivo. Para ello se sirvieron, como se ha dicho, de un transmisor de microondas que, luego de detonar el explosivo a distancia, hizo volar en pedazos el automóvil que contenía la carga mortal, un Oldsmobile modelo 1954, con características de carro abandonado, situado en un lugar frente al cual debía transitar el Presidente en ruta a Los Próceres, donde se le esperaba para la conmemoración del Día del Ejército (Krispin, 2000: 217; Consalvi, 2008: 4; La Esfera, 24/06/60: 1).

Casi matemáticamente, la explosión coincidió con el paso de los dos primeros vehículos oficiales, el que traía a bordo a Betancourt, a su Jefe de Casa Militar, al Ministro de la Defensa y a la esposa de este, y el otro que venía integrado por su escolta civil. La onda explosiva alcanzó la parte delantera del primero, desplazándolo a varios metros del centro de la pista hasta dejarlo al borde de una isla divisoria (La Esfera, 25/06/60: 6). Fue justamente este imprevisto lo que impidió el remate que los perpetradores tal vez tenían previsto: que el Cadillac del Presidente, a prueba de balas pero no de bombas, se volcara sobre sí mismo, complicando aún más la posibilidad de que sus ocupantes escaparan ilesos. Aun así, el hecho de que las puertas del Cadillac presidencial se soldaran por efecto del calor, que los vidrios se fundieran y el plomo del blindaje se desprendiera y derritiera sobre la carrocería, redujo el interior del vehículo a una escena infernal.

Si algo confirma que esta acción estuvo por encima de los recursos que podía manejar una organización delictiva cualquiera fue el sistema utilizado para ello. Según se dijo antes, el aparato activado a control remoto hizo posible calcular una longitud de onda que permitía poner el mecanismo en acción sin que sus responsables fueran avistados a tiempo. Ya esto, de por sí –a juicio de las autoridades policiales– hablaba de un método de ataque propio de un equipo adiestrado, apoyado con asesoramiento técnico, o provisto del tipo de ayuda que solo podía proceder del extranjero. Pero el calibre y tipo de explosivo utilizado también era prueba de que algo grande se había tramado: después de todo, así lo confirmaban el poder de destrucción y la fuerza expansiva dejada a su paso. De acuerdo a las pesquisas realizadas más tarde, y corroboradas mediante pruebas reactivas, la carga fue elaborada a partir de una combinación de dinamita, gasolina gelatinada y fósforo, cuyo objeto era infligir el mayor daño posible (Élite, Nº 1.814, 1960: 32; Atentado, 1960: 46). Además, sería justamente la mezcla de fósforo vivo y gelatina contenida en el explosivo lo que acentuó el doloroso proceso de las quemaduras sufridas por los sobrevivientes (Atentado, 1960: 14). Un testigo de excepción, el oficial Carlos Zamora Conde, quien se desempeñaba entonces como director de la recién creada Dirección General de Policía (DIGEPOL), difiere un tanto del tipo de bomba utilizada (a su juicio, se trató más bien de una mezcla de clorato de potasio, pólvora y gelatina), pero lo importante es que su testimonio confirma que la magnitud y el efecto contundente de la explosión quedaron fuera de toda duda (Pérez & González, 2012: 140).

El historiador, político y miembro fundador del Partido Comunista de Venezuela, Juan Bautista Fuenmayor, de quien –como lo anota Simón Alberto Consalvi– puede decirse que fue uno de los adversarios más consistentes que tuvo Betancourt desde los tiempos del posgomecismo, condenó de inmediato la acción, al igual que sus pares del PCV. Pero hizo algo más valioso aún. En su Historia de la Venezuela política contemporánea dejó un registro cabal del atentado del 24 de junio. En lo escrito por este importante testigo de su época queda de manifiesto, como en pocas fuentes, el alcance de la máquina homicida utilizada contra el Presidente y su comitiva.

Según Fuenmayor, el automóvil de Betancourt había rodado apenas unos cien metros sobre la avenida que debía conducirlo hasta la tribuna de Los Próceres cuando vino a toparse con el vehículo que simulaba hallarse abandonado y dentro del cual yacía oculta la carga de dinamita. En ese momento fue cuando se produjo la terrible explosión antes descrita. Pero Fuenmayor agrega un dato más que ilustra la potencia del artefacto: la parte trasera del vehículo-bomba terminó aventada a unos ochenta metros del sitio donde se produjo la emboscada explosiva. Líneas más adelante su recuento concluye así: «El Cadillac en que viajaba el Presidente se incendió rápidamente, y fue destruido por las llamas. Los vigilantes de tránsito apostados en la esquina acudieron con rapidez al lugar de los hechos y comenzaron a sacar a los heridos. Más tarde, relataron cómo Betancourt había salido del automóvil siniestrado, por sus propios medios, completamente aturdido por la explosión, aunque también con heridas en la cabeza y en los brazos y quemaduras de relativa importancia, aunque no mortales. En cambio, el coronel Armas Pérez [su Jefe de Casa Militar] tenía el rostro completamente desfigurado y el cuerpo totalmente quemado. El Presidente fue conducido de inmediato al hospital de la Ciudad Universitaria para aplicarle las debidas curas. (…) Allí también fueron llevados el Ministro de la Defensa y su esposa, los cuales [también] recibieron heridas» (citado por Consalvi, 2008: 4).

A fin de poner aún más de relieve la capacidad mortal que tuvo el artefacto empleado cabría citar lo que, en una crónica dedicada a los hechos del 24 de junio, apunta por su parte el escritor Carlos Alarico Gómez: «Un ruido inmenso estremeció el auto y expulsó [al conductor] del vehículo, haciéndolo caer sobre el pavimento convertido en una masa incandescente. Lo último que sintió antes de perder el sentido fueron varios balazos que entraron por distintas partes de su cuerpo, disparados inconscientemente por el coronel Ramón Armas Pérez, quien murió con el rostro totalmente desfigurado por las llamas. Juan [Elpidio] Rodríguez, un joven estudiante que se dirigía a Los Próceres a disfrutar del tradicional desfile que se iba a realizar, fue alcanzado por la onda explosiva y falleció al instante». Y agrega: «El cuerpo de escoltas actuó con gran agilidad y en pocos minutos logró romper las puertas del vehículo con cizallas y mandarrias. Tenían que salvar la vida del Presidente. Tuvieron éxito, pero no pudieron evitar que se quemara las manos al reaccionar instintivamente y tratar de abrir la puerta, a pesar del dolor que le producía el contacto de su piel con el acero ardiente del picaporte» (Gómez, 2012: 40-42).

Lo tercero que distingue al atentado de 1960 de cualquier otro complot que haya podido fraguarse en Venezuela remite a las conexiones internacionales del hecho y el respaldo que, en tal sentido, tuvieron sus autores. Es decir, en este caso se estuvo en presencia de un escenario en el cual el apoyo externo fue absolutamente determinante. Tan convencido se vio de ello que, desde el propio Palacio de Miraflores (rechazando, por cierto, una nueva dosis de calmantes que le habrían impedido hacerlo), Betancourt se dirigió al país al día siguiente a través de la red nacional de radiodifusión para denunciar al dominicano Rafael Leonidas Trujillo como principal responsable de aquella acción en su contra.

Tomando en cuenta la forma como siempre había actuado desde el extremo opuesto de todo cuanto Betancourt representaba en el área del Caribe, la hipótesis que implicaba a Trujillo no carecía de fundamentos. Después de todo, el duelo librado entre ambos era asunto de vieja data y de jurada violencia. De hecho, las cuentas pendientes se remontaban a la segunda mitad de la década de 1940, durante el Trienio presidido por Betancourt entre 1945 y 1948, cuando el horno caribeño se hallaba repartido entre los bastiones de Trujillo en Santo Domingo y Somoza en Nicaragua, por un lado, y lo que Carlos Alberto Montaner define como «una especie de internacional revolucionaria», por el otro (Montaner, 2008: 16).

Además, las tensiones se habían agravado en tiempos recientes a causa de varios motivos pero principalmente por dos. Por una parte figuraba el hecho de que, apenas año y medio antes, habían recalado en Santo Domingo, en calidad de huéspedes de Trujillo, elementos emblemáticos del perezjimenismo, incluyendo, en un primer momento, al propio Pérez Jiménez; por la otra, en junio de 1959, los servicios de inteligencia dominicanos llegaron a concluir (hasta cierto punto, no sin razón) que Betancourt se hallaba implicado en una fallida operación antitrujillista que tuvo lugar simultáneamente en la cordillera central y la costa norte de la isla. Durante la carnicería que se entabló en el primero de los dos teatros de combate resultó muerto el líder opositor Enrique Jiménez Moya, tal vez el oficial más importante del autodenominado «Ejército de Liberación Dominicana», quien había pasado parte de su exilio en Caracas y que, además, por haber combatido junto a los «barbudos» en Sierra Maestra, contaba con las bendiciones de Fidel Castro. Como bien lo apunta Manuel Felipe Sierra, la sospecha de que Venezuela llegó a tener participación en ese intento (aunque, en honor a la verdad, el gobierno de Betancourt le restó su apoyo a última hora por considerarlo demasiado arriesgado), la saldaría Trujillo la mañana del 24 de junio en la avenida Los Próceres (Sierra, 2011: 125).

En obvio control de sí mismo a pesar de las quemaduras sufridas a raíz del atentado, esto fue lo que dijo Betancourt durante aquella alocución nacional al referirse a su antigua némesis caribeña y su responsabilidad en el hecho: «No me cabe la menor duda de que en el atentado (…) tiene metida su mano ensangrentada la dictadura dominicana. Hay una conjunción de esfuerzos entre los desplazados el 23 de enero y esa satrapía para impedir que Venezuela marche hacia el logro de su destino final. Pero esa dictadura vive su hora preagónica. Son los postreros coletazos de un animal prehistórico incompatible con el siglo veinte» (Papeles de Archivo, 1992: 37).

A los pocos días del frustrado magnicidio, el semanario Élite aludiría también a la forma como el trujillismo acumulaba un abultado expediente de acciones dirigidas desde Santo Domingo para ser ejecutadas, mediante complicidades locales, fuera de sus propias fronteras. Inclusive, la revista en cuestión se aventuró a ir más lejos de lo que el propio Betancourt había afirmado en su mensaje, implicando en los hilos de la trama a otros referentes internacionales cercanos a Pérez Jiménez o a algunos personeros que habían actuado como estrechos colaboradores de su régimen: «Para nadie es un secreto que contra nuestro Gobierno y nuestras instituciones democráticas se tecnifica constantemente una gran confabulación dirigida con maquiavélica intención por la internacional del crimen y el terror. Pérez Jiménez desde Miami, Vallenilla Lanz y Estrada con Perón desde España y Europa, el sanguinario Trujillo desde la República Dominicana y los conspiradores enquistados en el propio territorio nacional, integran el cuadro que procura todos los medios, no deteniéndose en nada, para dar al traste con el Gobierno de Rómulo Betancourt» (Élite, Nº 1.814, 02/07/60: 18).

Se trató sin duda del atentado más técnico en su elaboración, perpetrado a control remoto mediante un dispositivo casi desconocido para su época, provisto de apoyos que revelaron el papel instigador jugado por Trujillo, tramado y ensayado en la propia República Dominicana y, que de paso, estuvo a milímetros de cobrar la vida de Betancourt. A pesar de ello, sorprende que se trate de un tema bastante relegido al silencio. La fecha tampoco cobró jamás el carácter de una efeméride. No existe ni existió jamás el «Día del Atentado», como seguramente habría sido del gusto de cierto santoral republicano de más reciente factura. Por ello habría que prestar atención a lo que, al respecto, observa Consalvi: «Betancourt, por su manera de ser y por su moral política, no hizo un episodio glorioso de ese brutal atentado» (Hernández, 2011: 161). El atentado sencillamente ocurrió y pasó al olvido, con la consecuencia de que ni siquiera el propio Betancourt testimonió más de lo necesario en ese sentido.

Al mismo tiempo, tampoco se ha tratado de un tema que haya merecido mayor atención en el ámbito académico, ni en torno al cual se haya investigado con algún grado de rigor o profundidad, con excepción hecha de la República Dominicana, donde el asunto ha generado algunas contribuciones bibliográficas. Y, por más que se hurgue, tampoco hay indicios de que haya sido objeto de alguna atención fuera de lo académico. Lo cual es extraño, teniendo en cuenta que habría podido ser explotado sin muchos inconvenientes a partir de la curiosidad y (¿por qué no admitirlo?) la mórbida fascinación que suelen despertar estos temas.

La única excepción ha sido en el terreno literario, donde ha quedado como constancia la novela El último hermoso crimen de Miguel de los Santos Reyero, hecha a base de entrevistas, recuerdos y testimonios, y publicada en 1972. Pero tampoco se trata de una obra que, a pesar de lo bien documentada, ha gozado de mayor suerte con el correr del tiempo. Al contrario: prácticamente pocos, a pesar de tamaña injusticia, la nombran o aluden a ella cuando se habla de la producción narrativa venezolana de los años 70. Cabría insistir que la bibliografía al respecto es significativamente escasa si se acude como prueba de ello a lo que afirma el historiador dominicano Miguel Guerrero quien, de modo acucioso y sistemático, estudió el tema del atentado. A su juicio, el tema se ha visto limitado apenas a folletos, artículos y a una que otra conferencia mientras que, en materia de libros, solo pueden consultarse algunos capítulos genéricos dedicados al hecho (Guerrero, 1994: XII). Lo dicho por este autor ostenta la autoridad de quien, en 1994, publicó La ira del tirano, libro que circuló con bastante éxito en Santo Domingo y que rápidamente se ganó la curiosidad de los lectores antillanos en torno al complot contra Betancourt.

Tal vez semejante falta de interés se deba también a lo exigua que ha sido la tradición del magnicidio entre nosotros. Me abstengo de opinar sobre cómo se ha procesado el interés por el tema en otros países de la región, exceptuando –claro está– el caso de los Estados Unidos, donde el tema del asesinato político ha servido de materia prima a una colosal industria cinematográfica y editorial. Así lo atestiguan cientos de libros, películas, reportajes y documentales sobre el largo linaje que ha tenido el magnicidio en ese país, desde Lincoln hasta Kennedy, aunque sus resultados no siempre sean lo suficientemente solventes. En todo caso, en los Estados Unidos ha ocurrido lo contrario: con el magnicidio se ha abusado del público hasta el cansancio.

Generalísimo