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SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS


TEORÍAS DE LA LÍRICA

GUSTAVO GUERRERO

TEORÍAS
DE LA LÍRICA

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 1997
Primera edición electrónica, 2014

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INTRODUCCIÓN

Si hubiera tenido que escoger otro título para este libro, me habría gustado tomar el de un texto de Borges: “Historia de los ecos de un nombre”. Creo que evoca con bastante claridad la idea de una narración que va siguiendo, a través del tiempo, las múltiples repercusiones de un objeto aparentemente simple. En esencia, es esto lo que el lector va a encontrar aquí: las huellas que ha ido dejando, en diferentes momentos, un nombre que se erige en denominación genérica: “poesía lírica”. No se le propone, pues, una interpretación de poemas líricos antiguos o modernos, ni tampoco una lectura teórica de la lírica contemporánea. Lo que se le ofrece es un relato que retraza, a grandes rasgos, la evolución del concepto de un género en la teoría literaria, desde sus orígenes griegos hasta la poética prerromántica. Reconozco que semejante tema no puede menos que sorprender, y sin duda no resulta menos extraño el periodo elegido. Ambos exigen algunas explicaciones propias de un prólogo, que me llevan a contar la historia de este libro y, en cierto modo, su genealogía.

Hasta hace aproximadamente dos décadas, hablar de “poesía lírica” en el contexto de la historia y la teoría literaria era aludir por lo general a una de las tres clases ideales que, desde la Antigüedad, se repartían el campo de las letras. Aunque el discurso de la crítica contemporánea tendiese a evitarla, aunque poetas de la talla de T. S. Eliot ya la hubiesen condenado abiertamente, la categoría lírica seguía desempeñando, junto a la epopeya y al drama, un papel principalísimo en la interpretación tradicional de las clasificaciones genéricas. Signo difuso de lo subjetivo, se la concebía a la manera de una “forma natural” que se realizaba especialmente en el poema breve, o bien como una esencial “actitud expresiva” vinculada desde siempre a la enunciación personal del poeta —“género fundamental” la llamaba Austin Warren y Northrop Frye, “forma de presentación”—. Digamos que, al igual que los otros dos miembros de la tríada, la poesía lírica representaba una suerte de arquetipo ideal o archigénero dotado de un carácter atemporal y de una vastísima extensión, lo que le permitía agrupar, a través de los siglos, los textos más diversos.

Dentro del movimiento de renovación de los estudios genológicos que se inicia en los años setenta, los trabajos de Claudio Guillén y Gérard Genette vienen a modificar sustancialmente este panorama. El primero, en Literature As System (1971), consagraba el ensayo que da título al libro a un análisis de la tríada epopeya/drama/poesía lírica y la examinaba como un sistema más entre los distintos modelos que se han sucedido en la historia de las clasificaciones genéricas, sin concederle ya el privilegio de un estatuto ideal. El segundo, en su Introduction à l’Architexte (1979), llevaba aún más lejos la crítica a los principios teóricos e históricos de la clasificación tripartita al mostrar que su origen era básicamente romántico y que su aparente “naturalidad” se fundaba en una confusión entre las nociones de género y de modo de enunciación. “Los grandes ‘tipos’ ideales —escribía Genette— que oponemos tan a menudo, desde Goethe, a las formas pequeñas y a los géneros medios, no son más que clases más amplias y menos especificadas cuya extensión cultural tiene, por esta razón, la posibilidad de ser más grande, pero cuyo principio no es mucho menos antihistórico: el ‘tipo épico’ no es más natural ni más ideal que los géneros ‘novela’ y ‘epopeya’ a los que supuestamente engloba, a menos que se le defina como un conjunto de géneros principalmente narrativos, lo que nos lleva enseguida a la división de los modos, ya que tanto la narración como el diálogo dramático son actitudes fundamentales de enunciación, cosa que no se puede decir del género épico ni del dramático, ni por supuesto del lírico, en el sentido romántico de estos términos.”

Desde puntos de vista diferentes, los dos estudiosos coincidían al poner de manifiesto la mistificación infusa en la entronización de un esquema cuya difusión había acarreado, desde el Romanticismo, un persistente equívoco conceptual y, a la vez, una de las mayores ilusiones retrospectivas en la historia de la poética. Y es que la teoría genérica contemporánea no sólo había aceptado la amalgama de géneros y modos de enunciación bajo la forma de los tres “tipos ideales”, sino que además la proyectaba sin reservas hacia el pasado, atribuyendo su origen a Aristóteles y a Platón. Los ejemplos que Genette citaba al comienzo de la Introduction à l’Architexte denunciaban a las claras este anacronismo que rodeaba a la tríada de una continuidad histórica enteramente ficticia. Por su parte, Guillén trataba de circunscribir la aparición del sistema y sólo encontraba los primeros indicios en el pensamiento literario del Renacimiento. Ambos nos legaban así una revisión crítica de la doctrina de los tres tipos ideales que, al despejar la confusión teórica e histórica entonces imperante, dejaba abierta la posibilidad de una nueva investigación sobre el estatuto de los términos “epopeya”, “drama” y “poesía lírica” antes del Romanticismo.

Los tres ensayos que el lector va a encontrar aquí se adentran por este camino que Literature As System y la Introduction à l’Architexte hicieron posible. Dos motivos estrechamente relacionados me llevan a elegir a la sola clase “poesía lírica”. Por un lado, la importancia que adquiere con el nacimiento de la teoría de la expresión poética y que ha acabado ocultando casi por completo su historia anterior a la revolución romántica. Por otro —factor y producto de este ocultamiento—, ese falso supuesto muy bien asentado en la historia literaria que, basándose en el silencio de la Poética de Aristóteles y en la lectura neoclásica del Renacimiento realizada por Spingarn, nos dice que, antes del Romanticismo, no existe una teoría de la lírica. Y, sin embargo, un sinnúmero de documentos antiguos, renacentistas y dieciochescos se refieren en forma explícita a una poesía que califican de “lírica”. ¿Qué quieren decirnos con este adjetivo? ¿A qué clases, a qué textos, a qué características aluden? ¿En qué ámbitos se le utiliza? ¿A qué problemas responde? ¿Cuál es su finalidad y su sentido? Este libro trata de contestar algunas de estas preguntas, recorriendo un arco de tiempo que se abre con Platón y se cierra con el surgimiento de la teoría expresiva en el siglo XVIII. Sobre este largo periodo, entre mimèsis y expresión, se dibuja una arqueología que indaga la génesis y la evolución del género: “la historia de los ecos de un nombre”.

Por supuesto, nuestra historia ya no podía escribirse bajo la forma de una serie progresiva e ininterrumpida donde se desarrolla y se realiza una noción constante, lo que supondría volver a postular una suerte de “tipo ideal”. Michel Foucault enseña que la arqueología de un concepto no es la de su afinamiento gradual ni la de su racionalidad creciente, sino aquélla de sus campos de constitución y validez, la de sus reglas de uso y la de los contextos teóricos donde nace, vive y, a veces, se disipa. Más allá de los espejismos de la identidad, nuestra historia es así la del juego discontinuo entre variabilidad y permanencia que va transformando a la categoría genérica en los diversos lugares donde surge, en los diferentes discursos que la enuncian y según los fines con que se la emplea. “Poesía lírica” no será, pues, ni un tipo ideal ni una forma natural, ni tampoco esa estructura atemporal que le impone un perfil a las cosas, como hubiese querido el primer estructuralismo. Los análisis del concepto de género realizados en los últimos años por Raible, Fowler y Schaeffer, entre otros, nos invitan a concebirla ante todo como un “nombre” o una “denominación”, es decir, como un signo simple que denota a esos objetos complejos que son los textos literarios, como una etiqueta descriptiva que, al subrayar ciertos rasgos o características, los agrupa en clases de recepción o de producción.

Colocada así en la dinámica entre los modelos de lectura y de escritura, en esa función que Schaeffer ha llamado la “genericidad”, la clase lírica cruza por diferentes horizontes, ya infusa en el silencio de una obra, ya explícita en el discurso de una época. Su historia, como la de cualquier género literario, forma parte de la historia de la cultura y se hace indisociable de la evolución del concepto de literariedad, que modifica su percepción y que ella, a su vez, transforma. Pero es sobre todo en el pensamiento literario, entre la teoría y la obra, donde se teje la trama de su evolución. De ahí que la exigüidad de los documentos antiguos de teoría poética vuelva a menudo ingrata la aproximación al género, aunque es verdad que no resulta menos difícil estudiarlo cuando toca enfrentarse con la profusión de fuentes renacentistas y dieciochescas. Más que una ilusoria exhaustividad, lo que he tratado de preservar es la discontinuidad misma que marca la trayectoria del nombre genérico: su extraordinaria capacidad de adaptación y de renovación.

Evidentemente, acercarse a él, seguirlo a través de sus fluctuaciones en el tiempo, supone llevar nuestro presente hacia el pasado y situar nuestra propia teoría de la lírica en una fase de su historia. Bellamente lo dice Guillén: “Hay un momento que toda interhistoricidad debe admitir por compañero: el momento actual”. Escribir la arqueología de un género conlleva aceptar este diálogo de tiempos que es propio de la perspectiva histórica y que la define siempre en el marco de una relación de alteridad: entre esto y aquello, entre ahora y entonces, entre ellos y nosotros. Y es que interrogamos el pasado con la lengua del presente para saber lo que el presente puede decirnos aún del pasado. En la respuesta que obtengamos, lo que nos acerca en el tiempo no plantea menos problemas que aquello que nos distancia; lo que permanece idéntico no es menos importante que lo que ha cambiado. De ese ritmo está hecha la historia de este libro —la que el libro “cuenta” y la que el libro “es”—; de ese ritmo “hesicástico”, como lo llamaría Lezama, principio y fin de una escritura, el mismo que ahora nos dicta que ya podemos empezar.