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© de los textos: Suzana Tratnik, 2014

© de la traducción: Barbara Pregelj, 2014

© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.

Publicado por Dos Bigotes, A.C.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

e-ISBN: 978-84-943559-3-6

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

© 2015, edición digital Primento y Dos Bigotes

This book gained financial support by the Trubar Foundation, sited at the Slovene Writers’ Association, Ljubljana, Slovenia.

Este libro ha contado con el apoyo financiero de la Fundación Trubar, que tiene su sede en la Asociación de Escritores Eslovenos en Liubliana, Eslovenia.

La traducción de esta obra ha sido subvencionada por la Agencia Pública del Libro de la República de Eslovenia.

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

Este libro fue realizado por Primento, el socio digital de los editores

Discreción garantizada

Me dirigí por el camino apartado que serpenteaba entre los prados y se retorcía a lo lejos entre un puñado de casas de campo. Allí debía girar a la izquierda. Así me dijo un amigo que me dejó cerca de la salida de la autopista, mientras él continuaba su viaje. Yo seguía buscando con la mirada su Renault 4 azul y me preguntaba si todavía podría verme si le empezaba a hacer señas, si todavía pararía el coche y me esperaría si de repente cambiaba de idea.

Me convencí a mí misma de que era demasiado tarde y me obligué a bajar por el sendero. Seguro que te toparás con alguien cuando gires a la izquierda. Este te indicará la casa de la familia Korošak. Y si no te encuentras con nadie, sigue un poco más, cruza un arroyo y verás nuestra casa, decía la carta. La he leído varias veces —también mientras caminaba la saqué de mi bolsillo—, intentando descifrar más cosas de las que estaban escritas; el estilo y los errores gramaticales, la letra pequeña e inclinada hacia la derecha, que recordaba a la caligrafía regular e inexpresiva de los cuadernillos de lectura de primaria.

Cerca, un pequeño puente cruzaba el cauce seco de un río. Para ocultarme de las posibles miradas procedentes de las casas del otro lado del arroyo, me paré detrás de un árbol. Volví a echar un vistazo a la carta para comprobar la dirección; era el número seis. Como si no lo supiese de memoria desde hacía dos semanas, cuando abrí el sobre por primera vez.

Luego me alejé del tronco del árbol, cubierto por varios carteles que anunciaban la actuación de una conocida cantante croata en un pueblo vecino. Atravesé el puente y me aproximé a la casa.

Al llamar al timbre pensé que me había equivocado, que en algún punto había tenido que extraviarme y me había deslizado por una línea temporal paralela, de ahí que no me sirviera de consuelo que el nombre del pueblo y el número de la vivienda fueran correctos. Cuando abrió la puerta y me miró sorprendida durante uno o dos segundos, casi estaba convencida de que no sabía quién era. Luego pareció como si algo atravesara su rostro, se relajó y me tendió la mano:

— Ay, perdona, he perdido la noción del tiempo. Ya son las dos, ¿verdad? Soy Manja.

Era la Manja de la foto aunque en realidad tenía una expresión más tierna. No pude sino apreciar su lunar sobre la ceja izquierda. Como si supiéramos que no era muy prudente quedarse demasiado tiempo en el umbral, al estrecharme la mano no la soltó enseguida, sino que me introdujo en el acto en la casa. La seguí mientras pensaba cuándo debería preguntarle si tendría que quitarme los zapatos al entrar, pero el primer vistazo a la vivienda todavía sin amueblar me disuadió de mi propósito.

— Aún no está terminada. Tampoco este año tendremos suficiente dinero.

Me pregunté a quién se refería con aquel nosotros. Me parecía muy extraño e hipócrita el hecho de que, en nuestro primer encuentro, utilizase conmigo la primera persona del plural.

— Por favor —me señaló las escaleras sin barandilla—. Sigue hasta arriba, solo hay una habitación. Quiero decir, hay más habitaciones, pero solo una tiene puerta. Quieres café, ¿verdad?

Asentí y empecé a subir, apoyándome en los ladrillos de color rojo sangre de la pared sin revocar. Entre el desorden de ropa y los juguetes infantiles por fin encontré un sillón de piel. Tiré las camisetas y los baberos al suelo y me senté. El cuarto, que obviamente era el que servía de estancia, no se hallaba en las mejores condiciones. Lo único que atestiguaba que estaba habitado y que se usaba de manera frecuente era un gran aparador, ubicado casi en el centro, detrás del cual estaban guardadas las demás pertenencias en enormes bolsas y cajas de cartón. Dentro del aparador había juegos de té y de café, y entre las tazas se desperdigaban figuritas de porcelana de bailarinas, soldados y gnomos. En la parte derecha había libros dispuestos con cuidado, entre ellos algunos tomos de la serie Cien novelas y numerosos ejemplares de la saga sobre la heroína francesa Marianne.

— ¡Cuidado, quema! —se oyó desde las escaleras—. ¡Quedaos abajo, en la cocina!

Manja trajo una bandeja enorme con café, azúcar y leche. Cuando la puso sobre la mesa, dijo:

— Bueno.

Por fin había llegado el momento embarazoso. Cogí la taza, añadí un poco de leche y empecé a sorber el café caliente. Mientras tanto, observaba la habitación para que mis ojos no tuvieran que toparse con los suyos.

—Sé que está muy desordenado —dijo Manja, que acompañaba la dirección de mi mirada—. Nos trasladamos hace apenas unos meses. Ya no estoy de baja por maternidad, así que desde que he vuelto a trabajar no tengo tiempo para limpiar.

Dije que sí con la cabeza. No sabía qué responder. Quizá ahora se revelase que todo se trataba de un error, porque la mujer que decía tales cosas no pudo haber escrito aquel anuncio. Esto supondría que estaba bebiendo un café equivocado y entablando una conversación equivocada.

Intento pensar algo educado que decir. Pero sus ojos se fijan en otra cosa.

— ¿Acaso no os había dicho que os quedarais abajo?

Me giro y veo a dos niños detrás de mí, una niña de cuatro años con la cara sucia y un niño, un año o dos menor, con la nariz llena de mocos. Les sonrío y, cohibida, miro a la anfitriona, puesto que nunca sé qué hacer con los niños.

— Desde que tengo dos es todavía peor —dice Manja—. Me refiero a que ninguno obedece.

Ante su reiterada petición de que se vayan a la cocina, los niños bajan, callados, por las escaleras.

— Me gusta leer tus cartas —de repente cambia de tema, como si se acordara de que el último autobús sale dentro de unas pocas horas.

— Sí, ha sido un placer escribirlas —digo sin pensar. Si ha habido yin, que haya también yang.

— Hasta ahora nadie me ha venido a ver. —Manja enciende un cigarrillo y aspira el humo con fuerza. Me ofrece uno—. Ninguna de las que ha contestado a mi anuncio me ha visitado. Tampoco yo he ido a ver a nadie. A nadie.

—¿Y por qué no? —pregunto, aunque es obvio que la respuesta no nos importa.

— No lo sé. No tengo tiempo. A veces me falta valor. En realidad, jamás estoy sola en casa.

En ese mismo momento intento poner las palabras que pronuncia junto a las que había escrito. Sé lo que soy. Y esto es lo que deseo ser. Todavía no es demasiado tarde. Era evidente que a ella le importaba mucho reafirmar su identidad. Tan solo una, bueno dos veces, si cuento también la extranjera en la excursión de fin de curso, me he acostado con una mujer. No fue casualidad. Y no fue algo que pueda olvidar.

— Tienes que tomarte tu tiempo —le digo, y por primera vez en mi vida tengo claro que esta expresión no está vacía de contenido.

— Sabes que estoy casada, ¿verdad? —Cuando las palabras que pronuncia se solapan con las de sus cartas, de repente estamos muy lejos la una de la otra. El mundo que habíamos construido se ha esfumado y la presencia corporal es patente y molesta.

— ¿Dónde está tu marido? —pregunto contra mi voluntad.

— La mayor parte del tiempo lo pasa de viaje. En un barco. Es su trabajo.

Cuando coge otro cigarrillo me parece que quiere tocarme. Escondo mi mano bajo la mesa, la suya abraza el cenicero lleno y lo lleva al cubo de basura al lado de la ventana.

— Claro —digo a sus espaldas.

Ahora siento que no me haya tocado. Seguro que solo hay un autobús al día que sale del pueblo.

— Aquí uno está muy solo, quiero decir, una se siente muy sola —afirma cuando vuelve a sentarse. Y acerca su silla hacia mí—. Si eres así.

Me encojo de hombros.

— También en la ciudad una se siente sola. También yo estoy sola. Bueno, no siempre. —Toso ligeramente. De repente, pronunciar cada palabra me cuesta un esfuerzo tremendo.

— ¿De verdad? Pero yo aquí ni siquiera tengo a nadie con quien hablar. —Manja baja la cabeza, avergonzada. Como si se estuviera confesando en vano a una extraña. Tomo su mano porque me parece que le debo algo. Está fría y agarrotada por el miedo y la expectación. Su otra mano se dirige hacia mí como si quisiera abrazarme, pero su antebrazo tan solo roza mi cuello por un momento. Luego la suelto, quiero liberarme de su mano, ahora sudada.

— Probablemente ya no hay ningún autobús —digo de manera impersonal. Temo darle algo, aunque solo sea una falsa promesa. Las lesbianas encubiertas me aterran. Y también sus maridos en la sombra, sus hijos queridos, los montones de libros heredados, colocados en las vitrinas, entre los que destacan títulos como Kristin, la hija de Lavrans y Los tulipanes blancos y Vuestro matrimonio, su vida en casas a medio acabar, sus recuerdos de cuerpos femeninos desnudos ocultos en la penumbra y su anhelo negado. Apago el cigarrillo y me levanto. También Manja se levanta con rapidez y vierte su taza de café, viene hacia mí y me aferra por los codos.

— ¿Sabes por qué nadie me ha visitado todavía? ¿Por qué no he quedado con ninguna de esas mujeres?

— No lo sé. ¿Por qué?

— Porque ninguna me ha escrito unas cartas como las tuyas. Las leo sin parar.

La beso. Es distinta de las otras, me digo. En el momento decisivo no se queja de su soledad. No jura sobre la eternidad ni sobre la conexión entre nosotras. No pide, toma. No me devuelve tan solo el beso. Me lo devuelve todo.

El autobús salió diez minutos antes, algo típico de los pueblos. Menos mal que había llegado a la parada hacía media hora. Me aliviaba que no me hubiera acompañado. También ella se sintió más tranquila por no tener que venir conmigo, a la vista de los ojos que miran a escondidas desde las casas vecinas. Me digo a mí misma que fue la forma correcta de hacerlo. Que todo estuvo bien. El deseo se sació por un momento, la soledad se suprimió de nuevo. Ninguna de nosotras pedía algo más, me repito. Al menos no en la misma dirección. No tengo que memorizar el número de su casa. Ya no hace falta escribirla de nuevo. Una y otra vez las evito, a las sáficas de incógnito.

Amiga de Safo de 24 años, sola, con obligaciones, busca alma parecida, del mismo sentir, para conversaciones, intercambio de los pensamientos más secretos y un posible encuentro romántico. Edad entre 25 y 35 años, sincera, independiente y comprensiva. Excluidas adictas al alcohol y aventureras. Escríbeme ya: discreción garantizada.

Travestis en el autobús

Estoy con Natasha en un autobús regional. Última hora de la tarde. Otoño de 1987. Acabamos de volver en autoestop desde Praga. Nos dejaron en Ptuj cuando ya había oscurecido. Natasha propone que pasemos la noche en un pueblo cercano, en casa de su abuela.

En el autobús hay un bullicioso grupo de chicos con ganas de pasárselo bien. Nos ven enseguida. Se sientan en la última fila, rodeándonos. Miramos al suelo. Empiezan a hacer comentarios.

— ¡Mira qué tías tan raras!

— ¡Mira sus zapatos!

— ¡Y esas mochilas enormes que llevan!

— ¡Apuesto a que hablan en el dialecto de Liubliana!

— ¡Sí, seguro que también estudian allí y piensan que son mejores que nosotros porque somos campesinos, ¿no es así?

— ¡Pero también los de provincias tenemos cosas que enseñarles!

Se encienden unos cigarrillos. El autobús está lleno, pero ningún pasajero se da la vuelta. A nadie parece molestarle el humo, el alboroto o las bromas. Todos se alegran de no estar en nuestro lugar. Pienso en la película americana El incidente, sobre dos matones en el metro de Nueva York que, por la noche, se dedican a maltratar a los viajeros, uno por uno: una pareja joven con una hija, una pareja de negros, una pareja mayor judía, un soldado con un brazo roto, un homosexual, un vagabundo… Cada uno de ellos se alegra de no ser él la víctima, pero a cada uno le llega su turno.

— ¡Callaos! —dice el tío que está sentado a mi lado.

Enseguida comprendemos que es el líder de la pandilla. Me ofrece un pitillo. Niego con la cabeza.

— ¿Y por qué no? ¿No son lo suficientemente buenos?

— No es eso —digo—. No fumo en el autobús.

— ¿A quién le importa? —dice impaciente—. Aquí sí fumamos en el autobús.

— No solemos hacerlo —afirmo. Me esfuerzo por no sonar demasiado agresiva.

— ¿Ah, sí? ¿No lo hacéis? ¿Qué sois? ¿Hombres o mujeres?

Nuevos comentarios recorren el autobús.

— Claro, mira lo que llevan puesto.

— Tal vez incluso tienen bigote y unas tetas peludas.

— No, no lo creo…

— ¿Son tíos o dos tías raras?

— ¡Travistas!

— Imbécil, ¡la palabra es travestis!

— ¡Los travestis se ponen otra clase de ropa!

— ¡Es hora del espectáculo, amigos!

— ¡Corta el rollo! —dice Natasha—. Ya basta.

Queremos comportarnos de forma civilizada. No podemos responder con disparos. Porque no tenemos nada con qué disparar. Estamos volviendo de la Semana Lésbica de Berlín. Acabamos de dejar atrás el mundo cosmopolita de los bares de lesbianas, los debates sobre el postcolonialismo, los restaurantes hindúes y la subcultura de las identidades mutables.

— ¿Sabes que…? —susurra el jefe de la pandilla al oído de Natasha. No puedo escuchar lo que le dice.

— No te pongas pesado —responde Natasha.

Bajan del autobús antes que nosotras. Nos invitan a acompañarles, pero a la vez nos aseguran que tenemos suerte porque ya se marchan.

— ¿Sabes lo que me ha dicho? —me pregunta Natasha—. Que sabía lo que éramos.

— ¿Y qué somos? ¿Transvestitis? —bromeo con amargura, ahora que los payasos borrachos han abandonado el bus.

— No —dice Natasha con preocupación—. Lesbianas.

Es cierto, la provincia ya no es la provincia y el mundo se está convirtiendo en una aldea global.

El carnaval

Me até un pañuelo con hilos relucientes alrededor de la cabeza, tal y como lo hacían las actrices de las películas que había visto en la tele, y di tres vueltas a un largo chal primaveral de seda color violeta alrededor de mi cuello. Me puse los pantalones de campana que me había regalado una familiar austríaca y que, aunque todavía me quedaban grandes, entonces estaban de moda. Incluso encontré un cinturón femenino, compuesto por pequeñas planchas redondas que sonaban al andar. Si bien algunas planchitas ya estaban un poco oxidadas, eso no influía en su efecto sonoro, que nunca fallaba en el momento de lucirlo por las calles de la ciudad. Mi alegre mirar en el espejo fue interrumpido por mi madre, quien entró en el dormitorio con energía, invitando a pasar a alguien más con el índice encorvado. Detrás de mi madre apareció mi abuela. Juntas se pusieron a mi espalda para que pudiera observarlas en el espejo.

— Mira —dijo mi madre.

— Ya veo —respondió mi abuela.

Comentaban mi reflejo.

— ¡Con esa pinta quiere ir a la entrega de premios! — dijo mi madre riéndose en voz alta, como insinuando que ni siquiera se lo podían tomar a mal.

Con una voz un poco más alta, también la abuela empezó a reírse:

— ¡Como si fuera disfrazada!

Algo que era intolerable e indecente, dado que la época del carnaval era solo una vez al año, en febrero o en marzo, y obligatoriamente tenía que terminar el miércoles de ceniza. Los disfraces los llevaban también aquellas viejas señoras burguesas que habían olvidado que ya eran viejas y que ya no eran señoras. Con esta expresión, además, se insultaba a algunas jóvenes estúpidas que salían a la calle con unas botas blancas que les llegaban hasta la mitad de los muslos, llevaban faldas que apenas les cubrían el culo y se pintaban con colores oscuros.

La entrega era una cosa seria. Y sobre ella, sobre mi primera entrega oficial, podría escribirse quién sabía dónde, y esto lo podrían ver aquellos parientes que pensaban que sus hijos eran mucho más trabajadores, puesto que de madrugada ya estaban en el establo y no tenían tiempo para las lecturas extraescolares. Y como yo no había nacido en una familia súper trabajadora, podía leer de todo.

Intelligente1