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Almas mellizas

La primera vez que visité Eslovenia fue en 2008, con motivo de un taller de traducción de poetas gais de distintos países organizado por Brane Mozetič en colaboración con la organización Literature Across Frontiers. Utilizamos el inglés como idioma puente y nos tradujimos a los idiomas de todos los participantes. Discutíamos las traducciones de forma colectiva, descubriendo así los impedimentos o ventajas de cada lengua, cuestiones como si el idioma es flexivo o no, cómo el género influye en el lenguaje y en el pensamiento, etc. (el poeta esloveno tuvo muchas dificultades con un verso mío, «El poema está empalmado», porque la palabra «poema» y todas las posibles sustitutas, como «texto» o «palabra», son femeninas en esloveno).

Una de las cosas que más me fascinó (y que cambió mi propio pensamiento para siempre, una vez que descubrí esta nueva forma gramatical) fue conocer que el esloveno tiene un número «dual» entre el singular y el plural. Nunca había encontrado esa distinción antes y me dejó impresionado. Después de aprender esta estructura gramatical, me resultó imposible no reconocerla, incluso a pesar de que las lenguas que utilizo no tienen una manera propia de expresarla. Para mí, el dual era fantástico, en especial para un tipo de poesía íntima (igual que fue una revelación para mí, y para mi escritura, pasar del inglés al castellano y descubrir la segunda persona íntima: mientras el inglés emplea una sola palabra, «you», el castellano tiene cuatro, «tú», «usted», «vosotros» y «ustedes»).

Y aunque no puedo escribir sobre Brane Mozetič utilizando esa forma dual, ni en castellano ni en inglés, así es como siempre he pensado en Brane y en nuestra relación desde entonces: existe la primera persona del singular, yo, y también muchas primeras personas del plural, como nosotros los poetas o nosotros los autores gais. Pero siento que Brane y yo existimos en esa forma dual, con los innumerables paralelismos entre nosotros: poetas, escritores gais, activistas gais, editores de literatura gay, traductores de literatura (gay y no gay), etc. No somos iguales, ni en nuestra vida personal ni en nuestros antecedentes, ni tampoco en nuestra escritura, pero a la vez tenemos mucho en común. Así que en vez de ser «almas gemelas» somos «almas mellizas», compartimos el mismo espíritu y somos camaradas de muchas luchas: por la igualdad, por la literatura, por la poesía.

Conocí en persona a Brane por primera vez en marzo del año 2000, cuando él y Suzana Tratnik vinieron a Madrid con un grupo de jóvenes eslovenos LGBT para asistir a un congreso. Ya nos habíamos comunicado por correo, porque Brane era el editor de una de las pocas editoriales europeas especializadas en literatura LGBT: el sello Lambda, que ya ha publicado más de cien títulos, tanto de autores eslovenos como de escritores internacionales como Judith Butler, Michel Foucault, Adrienne Rich, Pier Paolo Pasolini, Jeannette Winterson, Dennis Cooper, Sarah Waters, Hervé Guibert, Audre Lorde, David Leavitt o Rita Mae Brown. Sin olvidar a españoles como Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma, Lluís Maria Todó o Luis Antonio de Villena, que también han aparecido en esta importante e innovadora colección.

A lo largo de los años, nuestros caminos han seguido entrecruzándose en diferentes países, tanto en congresos generales del mundo editorial, por ejemplo la Feria del Libro de Fráncfort, como en eventos europeos LGBT. Intercambiamos ejemplares de nuestros libros y nos ayudamos a que encontrasen nuevos lectores. Yo publiqué en inglés su poemario Banalities en Body Language, la colección de poetas LGBT de la pequeña editorial que dirijo, A Midsummer Night’s Press (años después fue publicado en castellano por Visor). Brane publicó mi libro infantil sobre familias diversas Amigos y vecinos como parte de la colección Lambda, y después publicó otros cuatro libros infantiles (no gais) en la colección Alef, que también dirige. Estos libros, en parte, inspiraron a Brane para escribir su propio libro infantil, y le ayudé a que El país de las bombas, el país de los prados encontrase lectores en España a través de la editorial Bellaterra, donde yo había publicado el cuento Volando cometas, sobre mujeres y VIH (que Brane publicó en esloveno).

Y también recomendé a los editores de Dos Bigotes el libro de relatos Pasión, y por eso escribo este prólogo, como padrino orgulloso de su aparición en español. Estas narraciones breves demuestran que Brane es, ante todo, un poeta: en el lenguaje tan rico; en su mirada tan perspicaz para situaciones, relaciones y detalles; en la compresión de muchas de estas historias y en los giros poéticos que a menudo adoptan. Los detalles en algunos de estos relatos pueden parecer sórdidos; muchos están repletos de humillación, sadomasoquismo, dolor, fluidos corporales. Son historias acerca de la pasión, como indica el título del libro, pero más que nada son historias sobre el anhelo de conexión, y los efímeros momentos en los que esta se encuentra. El sexo en sí mismo no es el norte para los personajes, sino que estos buscan el norte a través del sexo. El sexo como comunicación, o manera de dejar de comunicarse, u otra manera de comunicarse cuando el poeta se cansa de las palabras.

Los detalles son menos importantes que las emociones, esos instantes de conexión por efímeros que sean, verse reflejado en los ojos del otro, como un cruce de miradas que crea una complicidad, un momento de reconocimiento mutuo, de deseo, de ser, si no almas gemelas, sí almas mellizas.

Espero que los lectores encuentren esos momentos de conexión en los cuentos de Brane Mozetič.

Lawrence Schimel
Madrid, octubre de 2014

El cine

Esta noche me siento de un humor particular. Estoy tendido en la cama, tratando de evocar en vano el calor de una piel ajena, me esfuerzo inútilmente en sentir su sabor en la lengua, en percibir su olor. Por eso te escribo.

Esta noche he ido al cine —sí, también esta noche, pero no puedo decir de qué iba la película; o no tenía argumento o no me acuerdo de él—. Me senté en una de las butacas de la sala pequeña y oscura, que casi era como un salón antiguo, y delante de mí desfilaban las imágenes, siempre las mismas, el color verde de bosques y prados, el color de los cuerpos humanos. Cuerpos que se encontraban, que se tocaban, que se besaban y que no hablaban. Había una música de fondo. Algo especial se apreciaba en el ambiente. ¿Tal vez el anhelo de palabras? No, era una paz armoniosa, como en un espacio consagrado, solo se oían los ruidos suaves de los asientos plegándose y los pasos apenas audibles de la gente que bajaba por el pasillo hacia la pantalla. Delante, a la derecha, una puerta chirriaba de manera casi imperceptible cada vez que se abría, una vez tras otra. Como si fuera la puerta de la sacristía a la que se dirigían los fieles para recibir la hostia sagrada. Solo faltaban el aroma a incienso y los discursos graves. Parecía que la palabra divina se hubiese perdido. Las escenas proyectadas se asemejaban a una serie de frescos, pero no había aureolas ni índices levantados. Los personajes no sostenían gruesos libros ni entreabrían sus labios —no parecía que anunciasen nada en absoluto—. Solo había un olor extraño flotando delante de la pantalla —pero no procedía de los personajes de la película—. Debía de ser una neblina suave que las personas sentadas expulsaban sin darse cuenta. Creaban, sin querer, una ceremonia sagrada, repitiendo el acto de arrodillarse en una iglesia local, fijando sus miradas exhaustas con esperanza y despidiendo un aire cargado de angustia; de miedo, de horror, de dolor, de sufrimiento —no lo sé—. Debía de ser algo muy serio y hasta yo, que no tenía remordimientos, podría haber disfrutado de la paz y del júbilo al observar a los pecadores arrepentidos que avanzaban sin parar hacia la sacristía, hasta yo, que no debería de experimentar ningún tipo de inquietud, me asfixiaba y mi corazón latía agitado y la sangre se me subía a la cabeza. Y, sin embargo, me quedé sentado. No me cambiaba de butaca como hacían los demás, que se precipitaban con impaciencia de un lado a otro, aunque, eso sí, de manera silenciosa y suave, tal como se debe hacer en un edificio sagrado, tampoco giraba la cabeza a la izquierda ni a la derecha, ni me había apresurado a ir hacia la cola para comulgar. Pero había algo en la oscuridad que me forzaba, los días en esta ciudad, la vida, tú, la desolación, el horror infinito de las calles y mi habitación fría me forzaban, me forzaban a levantarme, incluso aunque yo no perteneciera a aquí: y, sin embargo, ¿debería ponerme en pie y caminar hacia la sacristía? ¿Debería aceptar la hostia sagrada y así entrar en la vida con una paz recién descubierta? Pero no hubo anunciación, no hubo palabra divina, ni un movimiento siquiera, y no pude bajar hacia la pantalla, no pude unirme a la multitud que dejaba que la oblea se posara en sus lenguas, creyendo que su fe era fuerte a pesar del silencio, a pesar de la oscuridad.

Algo me retenía, como si yo no perteneciera a allí, algo que, además, traspasaba el color de los bosques y el color de la piel, algo que podía ser sin las palabras y la luz, o incluso que solo podía existir sin ellas, pero que no podía, no quería unirse a la fila, experimentar la consagración entre los altos pilares, aceptar la hostia en la sacristía. Un miedo singular dentro de mí, un miedo singular… ¿a la enfermedad de las masas? La enfermedad que siempre les hace estar juntos, que les da fuerza y valor, pero que es, sin embargo, letal. Las masas obsesionadas que alzan las manos, que exclaman o que se echan con calma al suelo delante de los tanques. Los que se dejan quemar vivos cantando en una iglesia sellada, los que vencen todas las espinas y ciénagas. No, no soy inmune a ello; aunque, tal vez, quisiera serlo. Pero me mueve ya solo un soplo de viento, no, ya solo un soplo de aliento. Un pensamiento me aplasta, y meterme entre tantos pensamientos, entre tantos alientos, sería pernicioso. Así que me quedé sentado temblando de miedo divino a que me tocase un pensamiento, a que me tocase un aliento, fijando mi mirada en los frescos, en las escenas que eran algo completamente diferente. ¿De verdad lo eran? No, no bajé por el pasillo ni logré salir antes del final de la película, y solo más tarde, en la calle, me di cuenta de lo confundido que estaba, de qué manera tan atroz me había tentado unirme a la procesión, comulgar, y cómo una imagen distinta se formaba dentro de mí. Dentro de mí, para siempre, sin necesidad de pasar por puertas ocultas a los cuartos oscuros, entre música de órgano. En la calle, cuando entreveía los muslos desnudos detrás de las puertas, las caras bonitas en los bares vacíos, cuando los transeúntes se divertían en grupos separados, cuando reprimían sus propios deseos y se reían mirando escaparates, cuando la noche nos cubría con la vida que nosotros reconocíamos solo como una angustia… entonces yo seguí andando, despistado, deseando irme y quedarme a la vez. Pero tenía miedo de quedarme y tenía miedo de irme. ¿Entiendes que solo fui al cine y que, después, anduve por las calles hacia mi habitación del hotel? ¿Entiendes que me senté a escribir, perdido, sin saber cómo ni para qué? ¿Con qué debo frenar la angustia que me ciñe la cabeza como una corona? ¿Con qué debo iluminar la oscuridad? ¿O debería saltar a esta densa oscuridad y absorberla hasta perder la consciencia?

Últimamente tengo sueños terribles. Lo sé porque me despierto cansado, empapado, con las manos agarrotadas. Me acuerdo de una escena en la que yazco en algún lugar sin poder moverme. Como si estuviese encadenado y no pudiese mover ni las manos ni las piernas ni la cabeza. Delante de mí se pasean cuerpos desnudos, ríen y se aman. Y yo, allí, inmóvil, y nadie me toca y yo no puedo tocar a nadie —¿no ha sido así también esta noche, en el mundo real, en la vida real y no en un sueño?—.

He estado andando por la calle, observando las caras, y cada una de las miradas me ha abrazado y cada una me ha arropado, pero no ha habido una palabra, una oscuridad, no ha habido encuentros ni roces. Como tampoco ha habido un color adecuado.

La calle

Yo también estaba en la calle. Desde la caída de la fortaleza tenebrosa hasta los restos de las culturas más antiguas. Y, durante todo ese tiempo, no pasaba nada. Solo un desfile lento de seres casi irreconocibles. Me fijaba en los farolillos y globos multicolores que bailaban en el aire y en el vaivén de unas manos alegres saludando desde allí arriba, desde las ventanas de los áticos, y te percibía andando a mi lado y sentía angustia porque veía mi propio vacío y no sabía qué iba mal, por qué no sentía escalofríos, por qué no me dolía nada, sino que tan solo caminaba frío como un muerto por el asfalto. La oleada embestía y se paraba y la multitud avanzaba agitada, en ella se mezclaban los cuerpos y se tocaban las manos que ignoraban a quiénes pertenecían y que toda esperanza había sido inútil. Y yo ya no tenía esperanza. Solo me engañaba a mí mismo con una actitud siempre juguetona, como si no fuera todo tan evidente. Ah, qué libertad andar en medio de la calle, dejarse cubrir por las flores, cantar, encandilado, junto a miles de voces, de un modo tan ruidoso que la piel brillaba y el sol se retiraba tímido detrás de una nube. ¿Estás aquí? Te siento y sé que no te amo. Me preguntas por qué. Me gustaría mucho decírtelo, pero no tengo ganas, ya que estamos avanzando a través del río feliz de sangre caliente y, en el fondo, no sé qué decir. Tal vez esté feo, pero ¿de verdad crees que te debo una explicación? ¿No ves lo libre que soy? ¿No ves cómo se alzan nuestras manos, cómo se suceden los besos, cómo los cuerpos desnudos en las carrozas se empapan de aire, de este aire libre que desprende este desfile? Tú admiras todo esto, ¿verdad? Y te gustaría que los dos montáramos un espectáculo, o mejor tú solo, porque yo no cuento. Es verdad que no cuento, reacciono casi mecánicamente, con mi andar, mis dedos, mi risa, mi llanto, y entre todo este baile, este debe ser el dominio africano del cuerpo, o el cuerpo mismo, esta piel me impulsa a los ritmos impetuosos, pero dentro, dentro no se mueve nada y apenas lo siento —apenas siento que todo está tranquilo—; solo tengo un recuerdo vago de cómo, a veces, las cosas se despiertan. Apenas te recuerdo y, en la calle, uno se olvida de todo. Uno apenas es más que un cuerpo —trato de recordar tus facciones, tu voz, tus palabras, he probado ya todos los cuerpos, pero sin éxito—. Si no, volveré, y entiéndeme: ya no puedo retener nada, todo se hunde en cuanto lo suelto de las manos. Tal vez no tengas fuerzas suficientes para mantenerme con vida a mí y a todos mis amores, a todas las sensaciones que, al escurrirse de mis manos, se han sumergido.

Apenas sabía que no me sentía bien, todos los pretextos aún servían, y la ciudad pertenecía a las divinidades antiguas, olvidadas. Como si en este silencio ruidoso desapareciese mi palabra, mi pensamiento, y quedasen solo los reflejos. Y, entonces, escuché una voz a mi lado: Perdona, ¿eres judío? Tuve dificultades en asimilarlo y mi cabeza quedó fría como si la pregunta fuera también una canción o un gesto al que no había que responder desde dentro de uno mismo, sino solo así, en la calle, cuando las extremidades del cuerpo se mueven solas. Pero la cabeza a mi lado repitió la cuestión y después, cuando no salía nada de mí, oí: Lo siento, me he equivocado. Y la ligereza que inundaba la calle continuaba cuando las carrozas concluían su trayecto y terminaba el desfile con una alegría cada vez mayor y cuando yo abría la boca para cantar a lo mejor por última vez. Pero ahora se desmoronaron las barricadas y mi cabeza se abrió de verdad, y allí dentro, dentro de ella, no había nada. No, busco en vano las raíces debajo de mis pies, parece que se han podrido, y poco a poco, muy lentamente, me voy secando, sin darme cuenta. Y no crezco y no sé de dónde he venido siquiera, por qué estoy aquí, hacia dónde quiero ascender y a qué aspirar. Presiento vagamente que en alguna parte queda algo de mí, tal vez en ti, quizás en los transeúntes, solo aquí, aquí no hay nada en absoluto, nada de lo que pueda decir esto soy yo. Siento que no soy, que nunca he sido, que aún y ya soy polvo.

El poema

Apoyo mi frente contra la pared de cristal, anochece. Fuera, la nieve que cae sin cesar lo cubre todo de blanco. Te siento, sigues sentado en el suelo, detrás de mí, detrás de la pared, cubriéndote la cabeza con las manos. Todo está tranquilo y, de allí, de ti, procede una música queda, monótona, hasta el punto de ser inapreciable; innumerables puntos delante de mí se suceden uno tras otro, el movimiento es apenas perceptible, la imagen estática, y mi cuerpo no se mueve, ni siquiera con un leve temblor. Llevo tanto tiempo, tanto tiempo sin oírte hablar, respirar, y yo solo no sé qué decir. No puedo ver más allá de los bloques de enfrente, quizás allí abajo, lejos, se extienda el suelo delante de este edificio. Los ritmos cambiantes me hacen sospechar que algo se ha movido. Doy un par de pasos de vuelta a la habitación y te veo tumbado en la esterilla, con las rodillas ligeramente dobladas, con una mano debajo de tu cabeza, y veo cómo sintonizas la radio de forma lenta pero insistente. Era de día. Ahora es casi de noche, pero apenas nos hemos movido, apenas pronunciado alguna sílaba. Me acerco, me arrodillo detrás de tu espalda, levanto mi mano con miedo para bajarla después hacia tu hombro. Cierro los ojos para no ver tu estremecimiento al tocarte, solo oigo vagamente: «No». Pero permanezco inmóvil como una silla arrimada, como si mi corazón fuera infinitamente pequeño. Parece que tus dedos se detienen y te quedas quieto, apenas rozando la existencia. Me muerdo los labios y cuento las horas de esta situación. ¿Te resultan agradables mis caricias o sientes aversión hacia todo? Me fijo en nuestras caras en el espejo, en lo que puedo descifrar. ¿La piel secándose, los párpados palpitando, toda la vaguedad de nuestro estado? Haces muecas y apenas puedes mirarme a los ojos. No pienses, susurro, sé que solo queda una salida. Despierto a mi mano y te acaricio con suavidad a través del tejido de tu ropa. Emites solo suspiros aislados, los exprimes, para que me sienta más seguro, más amado. La piel debajo de las yemas de mis dedos me impulsa hacia una pasión que aún puedo contener, pero mi boca, cada vez más deseosa de este amor, se adhiere silenciosamente como una ventosa a tu cuello, a tus orejas, a tus mejillas. Puedo sentir que tu cuerpo empieza a temblar, por fin te acercas, bajo el pretexto de que la noche, la nieve y la música te queman por dentro, chocan contra tu diafragma. Tal vez sigas apretando tus labios, pero mira, tu mano se ha escapado y me acaricia el pelo. Despojamos nuestros cuerpos de toda aquella ropa y te lleno de embriaguez, intoxicado por mi deseo. Con mis labios y con mi lengua y con mis dientes endurezco tus pezones, mientras tú agarras mis manos y mi pecho, mis muslos, bajo la cabeza entre tus piernas, y tú te das la vuelta y te acercas a las mías, y así tratamos de sacar jugos de nuestros cuerpos, para saciar nuestra sed, para inundar los restos de nuestra reconciliación. Cedes y te entregas a mí, y en tus susurros oigo que me llamas, desde allí, lejos, como si tu cabeza se hubiese ido, dejando solo el cuerpo en esta vida. Te encojes, expulsas el aire con un