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Ideas, literatura y activismo

La novela que el lector tiene en sus manos, largo tiempo perdida y disponible por primera vez en castellano, constituye un hito en la expresión de una identidad gay en primera persona. Como declaración provisional, precaria, quedó eclipsada por voces más difundidas, más estentóreas, más personales o más en consonancia con las ideologías del momento. Los iconos de la voz homosexual del siglo XX, de Jean Genet a Larry Kramer, de Kenneth Anger a Reiner Werner Fassbinder, de Luis Cernuda a Terenci Moix, estaban aún por llegar. Y sin embargo, la elegante narración de Edward Prime-Stevenson nos trae ecos de un momento en que no existía una posición desde la que se pudiera enunciar como homosexual. Imre nos habla desde aquel periodo de incertidumbre en que el propio concepto era precario. Como el insecto prehistórico atrapado en una gota de ámbar, nos devuelve los titubeos, la vehemencia, las discreciones, las luchas, las fracturas y las fantasías que acabarían condensándose en una nada estable pero reconocible identidad cultural gay. Antes de Imre, no había nada comparable. Los intentos de André Gide por identificar homosexualidad y rebeldía en El inmoralista, publicada cuatro años antes, son, por comparación, velados, tímidos, casi pacatos; los homosexuales del decadentismo eran ególatras degenerados con limitado potencial de ilusionar a sus equivalentes fuera de la ficción. El Maurice de Forster solo había empezado a concebirse (se terminaría en 1914 y no se publicaría hasta 1971) y las circunstancias que lo produjeron todavía no habían cristalizado como literatura; las expresiones de homoerotismo, en poesía o en ensayo helenizante, tenían una larga tradición, pero por su naturaleza tenían poco que decir sobre el modo en que el homosexual se enfrentaba a la homofobia. Uno podía vivir en una fantasía homoerótica, pero en cuanto salía al mundo real e intentaba comunicarla, la homofobia en sus diversas facetas siempre triunfaba.

Este breve ensayo pretende dar unas claves, situar la visión de Prime-Stevenson en un contexto concreto y quizá ayudar al lector a descubrir su importancia y disfrutar de los placeres que ofrece. Como veremos, algunas de las propuestas de Imre sobre homosexualidad tienen ecos hoy en día, cuando las décadas nos han despojado de algunas de las (necesarias) mistificaciones de las identidades gais surgidas del movimiento. Nos recuerdan que el concepto de homosexualidad nunca ha sido realmente resuelto. Por otra parte, es necesario saber desde dónde se escribe Imre para comprender qué estaba en juego en esta historia de revelaciones, secretos y afirmación.

El homosexual que inventó la ciencia

El contexto de su aparición es importante en este sentido. Ningún periodo es tan crucial para la construcción de una voz homosexual como el que va desde la última década del siglo XIX a la Primera Guerra Mundial. Por supuesto, el lema foucaultiano, expuesto en su Historia de la homosexualidad, que implica que el homosexual «nace» en 1869 como una «especie» o un «tipo» con una biografía precisa, con una apariencia, unos gustos, y una psicología que excluyen cualquier tipo de humanidad (una imagen que el movimiento gay se ocupó de cuestionar y demoler especialmente a partir de principios de los años sesenta del siglo pasado) nunca pretendió ser históricamente exacta. Desde siempre había existido un deseo homosexual, y por supuesto había habido prácticas homosexuales (aunque deseo y práctica no tuvieran por qué ir juntos). Lo que es nuevo en el último tercio del siglo XIX, indica Michel Foucault, es que en ese momento el homosexual entra como categoría en el pensamiento científico, como tema serio que gente seria ha de tomar en consideración y frente al que posicionarse. A partir de ahí, puede ser analizado desde una posición de fuerza, de legitimidad cultural, que lo convierte en objeto y al que se niega plena autonomía. En otras palabras, el homosexual es tipo, pero también caricatura, y como tal delata la superioridad del caricaturista y arrebata al caricaturizado su individualidad.

Pero esto no sucede de manera instantánea, como quisieron (mal) entender algunos: la entrada del concepto en el discurso público es lenta, gradual, y coexiste con otros modelos de identidades no heterosexistas; la palabra, que aparece de manera recurrente en la obra de Freud, apenas se utilizó fuera de los medios especializados hasta los años treinta (casi a sesenta años de su creación), su difusión entre el común de las gentes hasta esta época era muy limitada. Y sobre todo no borró por completo otras maneras de referirse al homoerotismo. A finales del siglo XX, para muchos ciudadanos los conceptos que tenían sobre «el homosexual» parecían haber permanecido inmunes a la revolución (el «cambio de paradigma») que delimita Foucault (la Iglesia Católica todavía hoy, en los tiempos presuntamente aperturistas del Papa Francisco, moviliza retóricas y mistificaciones que anteceden a la creación del homosexual y desconfía de sus acepciones científicas). Pero, sobre todo, no es verdad que la idea fuera tan nueva.

Como todas las categorías culturales que pretenden objetivar tipos sociales, el homosexual (evitaré en lo que sigue el entrecomillado, aunque creo que, dadas las implicaciones del concepto, debería entrecomillarse siempre: el homosexual siempre es cita, concepto de segunda mano, nunca realidad) se constituía a partir de conceptos anteriores que funcionaban como una serie de ejes de coordenadas. En su ensayo How To Do The History of Homosexuality, David M. Halperin precisa que la categoría se constituye adaptando diversos aspectos de conceptualizaciones sobre la sexualidad que la precedían. Halperin los reduce a cuatro líneas de desarrollo de presencia constante en la historia: la idea de sodomía activa, la idea de afeminamiento, de inversión perversa y de amistad homosocial. Homosexualidad no equivale a ninguna de ellas, pero las combina todas de manera más o menos problemática, nunca del todo exenta de contradicciones. Como el sodomita, el homosexual prefería el sexo con otros hombres, pero a diferencia de éste no era necesariamente activo en las relaciones; como el afeminado, el homosexual manifestaba elementos asociados con las mujeres pero su deseo se dirigía a otros hombres (el afeminado clásico solía ser heterosexual); como el invertido, el homosexual podía ser sexualmente pasivo, pero no necesariamente, y, crucialmente, lo importante del sexo, activo o pasivo, era el placer; y el homosexual establecía relaciones intensas, exclusivas, con individuos de su propio sexo, lo cual había sido una constante histórica, ya que los hombres se relacionaban, emocional y profesionalmente, casi siempre con otros hombres, pero a diferencia de los camaradas tradicionales, el sexo es pensable en estas relaciones. Estos cuatro conceptos aparecen, afirmados, negados o matizados, en la defensa que Prime-Stevenson hace de un «nuevo» homosexual, alejado de las propuestas de los médicos decimonónicos.

Si bien los componentes del nuevo concepto son constatables, no había (sigue sin haberlo) acuerdo sobre las proporciones en los ingredientes de la mezcla. La literatura sobre el homosexual hasta principios del siglo XX define al tipo con los cuatro rasgos en diversas cantidades, una alquimia imprecisa que nunca se formaliza en términos de receta aceptada por todos. Para algunos, homosexual es solo quien manifiesta los significantes de homosexualidad de manera extrema, para otros, la homosexualidad es una esencia que precede a cualquier manifestación. Se puede ser, según mucho psiconanálisis de pacotilla, un homosexual sin saberlo; solo el omnisciente médico decide quién es, en el fondo, homosexual o quién no. Si el nuevo concepto es problemático en el contexto cultural de Occidente, lo es mucho más si se considera más allá de nuestro entorno: en muchas culturas, por ejemplo, el sodomita activo sigue sin considerarse homosexual (la sodomía activa se ve como un efecto colateral de la hipermasculinidad y por lo tanto es algo aceptable en los «muy hombres»), y lo propio sucede con el invertido pasivo que cobra por ello (muchos chaperos se definirían como heterosexuales independientemente de su papel en la relación). Finalmente, no todos los que manifiestan los signos de homosexualidad prescritos lo son de la misma manera: por intensas que sean las emociones entre hombres en internados, ejército o prisiones, se considera que estas situaciones tienen una especie de «bula» médica y no acaban de recibir el oprobio que se dirige contra el homosexual de a pie que ejerce su deseo sin que las circunstancias le obliguen a ello (la homosexualidad en el ejército o el internado se castiga, pero no se patologiza). En cualquier caso, el precario concepto se convierte en una categoría médica y legal, y algunos países (por ejemplo Gran Bretaña a partir de 1885) empiezan a introducirlo en sus legislaciones, criminalizándolo en la práctica. Los médicos, por su parte, lo incluyen entre el tipo de dolencias que «pueden curar», objeto de su conocimiento. Antes de 1869 era impensable que uno fuera a un médico a «curarse» de homosexualidad. Para finales del siglo XIX, muchos «homosexuales», sintiéndose señalados por este concepto, empiezan a verse a sí mismos como «un problema». Algunos acudirán al médico. El propio Prime-Stevenson buscó ayuda de «expertos» antes de descartarla por completo. Otros tendrán que inventarse un nombre para sí mismos. «Uranistas» es, para muchos homosexuales cultos y acomodados de la segunda mitad del siglo XIX, un término que les ayuda a escapar de la prisión que había creado el lenguaje médico.

Autores como Alan Sinfield, uno de los padres de los gay studies británicos de estirpe marxista y culturalista, han hablado del impacto de los juicios de Oscar Wilde de 1895 en la percepción de la homosexualidad en Occidente a lo largo del siglo XX. Como sabemos, poco atento a las consecuencias, Wilde demandó al Marqués de Queensberry, padre de su amante Lord Alfred Douglas, por difamación. El Marqués se vio obligado a demostrar que sus alegaciones eran ciertas. Y Wilde quedó expuesto a los rigores de una enmienda de la legislación británica introducida en 1885 pero hasta entonces aplicada con gran discreción: la llamada «Enmienda Labouchère». Hasta entonces, las instituciones británicas habían preferido no hablar del tema, temiendo que la consciencia en torno al mismo produjese escándalo. Pero Wilde era un hombre popular con un exitoso estreno reciente en el West End y la explosión discursiva no se hizo esperar. Los juicios dieron difusión al concepto de homosexual y comunicaron al público medio, como si de una historia ejemplar se tratase, las funestas consecuencias que ser homosexual tendría en el mundo real. Como las vidrieras medievales o los sermones, el tratamiento mediático del escándalo Wilde comunicaba una ideología y, sobre todo, una moral a quienes no querían lidiar con las complejidades del hecho. El personaje se presentaba como alguien desagradable, amanerado: de repente la sociedad biempensante no se explicaba cómo pudieron aceptar a tal persona en sus círculos más exclusivos. Precisamente los rasgos que habían hecho de Wilde alguien seductor en 1894 (elegancia, ingenio, individualidad) se convertían en signos de su degeneración en 1895.

La generación de Edward Prime-Stevenson (la misma de André Gide, Henry James o Marcel Proust, por ejemplo) fue la más directamente afectada por las consecuencias de la entrada del «homosexual» en el discurso público. Para los homosexuales a partir de 1895, Wilde era, más que un escritor, un «tipo». Por supuesto, las implicaciones que tiene presentar a Oscar Wilde como epítome del homosexual no siempre se aceptan sin ofrecer resistencia. Hay cierta evidencia de que los hombres homosexuales de la generación de Wilde empiezan a definirse apropiándose o distanciándose del estereotipo, y Wilde continúa siendo un modelo, una idea en todos los debates públicos sobre la homosexualidad. La sombra de Wilde está siempre presente en las actitudes de escritores como Gide en Francia o de Hoyos y Vinent en España. Por otra parte, el nombre de Wilde se aduce en conversaciones informales, en artículos científicos, en obras de teatro, generalmente para descalificar, deshumanizar o deslegitimar a cualquier individuo homosexual.

En el mundo anglosajón, las reflexiones por parte de homosexuales intentando fijar, más o menos en primera persona (no olvidemos la amenaza que se cernía sobre el uso de la primera persona homosexual) identidades, deseo y fantasías, sobre todo en poesía y en narrativa son especialmente abundantes. Existen libros de memorias, experiencias, poemas que tratan de insertar una identidad personal marginada, castigada o prohibida en un contexto histórico determinado. James Gifford analizó algunas de estas contribuciones en su indispensable Dayneford’s Library, un ensayo sobre cómo el deseo homosexual se manifiesta de diferentes modos en la obra de autores homosexuales estadounidenses de principios del siglo XX. Para algunos, la huida de su entorno cotidiano fue una solución. Hoy lo llamaríamos leyenda urbana, pero durante décadas se habló (y así lo constata el biógrafo Richard Ellmann) de cómo el ferry a Calais se llenó de homosexuales la noche en que se dictó sentencia contra Wilde. El escritor irlandés aparece en Maurice como epítome de una identificación no deseada (la ya célebre etiqueta «unspeakable of the Oscar Wilde sort», traducible en castellano moderno como «innombrable en plan Oscar Wilde»). Y huir es lo que hizo también el joven E. M. Forster (que viajó a Italia y a la India) y los numerosos homosexuales europeos que se refugiaron en idilios mediterráneos como Capri (August von Platen, Norman Douglas, Jacques d’Adelswärd-Fersen) o Taormina, en Sicilia (Wilhelm von Gloeden). Entre los autores a los que vemos procesar diversos aspectos del impulso homoerótico, como preguntándose si ellos son también homosexuales, se encontrarían figuras canónicas como Lord Tennyson, Rudyard Kipling o Henry James. En los tres se percibe la sospecha de que sus emociones les identificaban con este nuevo tipo, en los tres hay un esfuerzo contundente por negar tal identificación: yo no soy «eso». Después de décadas en las que cierta historiografía gay les ha acusado de armarizados o reprimidos (especialmente en el caso de James), hay que afrontar la verdad. Nadie era «eso». «Eso» solo existía como un producto de discurso. Su reticencia a entrar en el juego de caracterizaciones y esterotipos se convierte en un acto de sentido común, por políticamente incorrecta que hoy nos pueda parecer.

El caso de Henry James es de gran interés y presenta un buen punto de comparación frente a la actitud de nuestro Prime-Stevenson: en muchos de sus relatos encontramos corrientes de homoerotismo, en muchos casos explorando sentimientos y lamentando no poder lanzarse en los brazos del deseo, en otros dando rasgos homoeróticos a la relación entre maestro y discípulo. Un relato como The Jolly Corner es sintomático de estas reflexiones íntimas sobre caminos no tomados; The Pupil es una historia de amor entre un tutor y su alumno, cuya tragedia no se justifica a partir de identidades o deseos. Y sin embargo nunca llega a conceptualizar claramente un personaje homosexual (como sí haría su contemporáneo Marcel Proust). De hecho el biógrafo Richard Ellmann señala su enfado, su cautela y sus sentimientos de reprobación ante Oscar Wilde, como alguien que había roto con las convenciones sociales que le protegían: el destino de Wilde comprometía, en cierto modo, a James. Y por mucho que él no se considerase «un homosexual» sabía cómo el escándalo podía acabar implicándole. El juicio de Wilde, el desvelamiento de lo que había tras su pose, era casi un insulto personal.

Ciertamente, para muchos homosexuales de la época, el secreto era mera cuestión de supervivencia. La exploración de sentimientos homoeróticos más o menos disimulados o encubiertos se encuentra en algunas de las figuras de las novelas sobre el salvaje Oeste (como El virginiano, de Owen Wister) o en algunos relatos de adolescentes (el exitoso Horacio Alger). La condición es que nada fuera «demasiado» obvio; para ello se añadía algún matrimonio y se excluía el sexo, ambas cosas eran convenciones de escritura y por consiguiente no requerían un esfuerzo especial. En Francia era posible crear al nocturno y decadente Barón de Charlus, pero América necesitaba la cara limpia, matutina y beatífica, de la inocencia. Pero a pesar de que se trata de textos influyentes y conocidísimos en los Estados Unidos, hay que subrayar que no todos los escritores homosexuales recurren al subterfugio a la hora de articular sus voces literarias.

Algunos responden de una manera más explícita al desafío. De hecho, si la identidad política gay consiste, sobre todo, en elaborar un contra-discurso explícito contra las mistificaciones de la homosexualidad médico-legal, Edward Prime-Stevenson sería uno de los pioneros de la literatura gay. Habría que recordar que hasta los años cincuenta, la posibilidad de un activismo institucional, político, era impensable. El homosexual «de a pie» tenía bastante con huir de las redadas y guardar secretos. Solo los homosexuales acomodados podían crear un contra-discurso y elaborar una voz que cuestionase la represión del discurso médico-legal. También es verdad que estas voces se articulaban en el campo de las ideas más que en el campo de los hechos, y sus objetivos eran, por una parte, ganar adeptos para la causa homófila, pero sobre todo se dirigían a otros lectores homosexuales (también, por lo general, de clase acomodada) para darles herramientas, modelos identitarios e incluso narrativas positivas. A este respecto, y por lo que sabemos, solo en Alemania se realiza esta operación de manera consistente y organizada (por ejemplo en la obra de Magnus Hirschfeld, pero también, posteriormente, en la narrativa de John Henry Mackay), pero de manera más sutil se encuentra también muy presente en la literatura estadounidense. Las primeras décadas del siglo XX ven nacer grupos de homosexuales que si bien mantienen la discreción frente al mundo, se reúnen para hablar, cotillear, apoyarse, intercambiar información, chaperos y amantes. Aunque el fenómeno se ha estudiado bien en el caso de Alemania, los Estados Unidos y Gran Bretaña, hay indicios de que tales grupos existen también en España (por ejemplo aparecen en alguna novela de Álvaro Retana y se mencionan en algún texto de Ramón Cansinos-Assens). En ningún caso las organizaciones o los grupos se proponen un cambio de percepción general claro y contundente. Prime-Stevenson es un raro ejemplo de alguien que lo intentó.

Contra el estereotipo: Edward Prime-Stevenson, escritor y activista

Edward Irenaeus Prime-Stevenson nace en Nueva Jersey, en 1858, en el seno de una familia acomodada, hijo de un ministro presbiteriano. Creció en una casa llena de cultura, quizá propiciada por los parientes de la madre, entre los que se encontraban varios hombres de letras. Aunque su vocación siempre fue la literatura, estudia Derecho y se forma como abogado. Pero sin llegar a colegiarse, se dedica pronto a publicar numerosos relatos en revistas como Harper’s Bazaar que le granjean cierta fama. En cierto modo no hablamos aquí de literatura elitista, sino de textos moderadamente bien escritos, sencillos en contenido y expresión, aptos para el consumo popular. Siguiendo el ejemplo de Horatio Alger, Stevenson consigue sus mayores éxitos literarios escribiendo novelas para adolescentes. Los relatos, con un elemento explícitamente educativo, siempre presentaban un ideal de adolescencia en una América ideal y en cierto modo podrían compararse a similares relatos de autores como Enyd Blyton en la Inglaterra de los años treinta, que combinan de manera similar el conservadurismo social y una luminosa afirmación de la individualidad juvenil. Tanto en el caso de Alger como en el de Stevenson, los protagonistas de las historias son exclusivamente muchachos que establecen relaciones de amistad que, para el lector entendido, podían decodificarse como homoeróticas.

Prime-Stevenson era, a finales del siglo XIX, un escritor de reputación sólida que podía llevar una existencia acomodada y dedicarse a su sueño de viajar por países más o menos exóticos. Sin embargo no había completado su proyecto como literato, y Imre es signo de un compromiso personal con el que intenta responder a un entorno homófobo. Sabemos que la homosexualidad como tema le interesó hasta la obsesión en todas sus facetas. Entre otras cosas, conocía y leía los últimos estudios científicos patologizadores (sobre todo Richard von Krafft-Ebing) sobre la homosexualidad, y veía cómo los diagnósticos médicos no tenían nada que ver con su propia experiencia. Consciente de las dificultades de publicar textos de tema homosexual que no subrayasen el carácter patológico o degenerado de los homosexuales, recurre al subterfugio. Con el seudónimo Xavier Mayne, y en una editorial inglesa con sede en Nápoles, escribe dos libros, un ensayo y una novela, que constituyen intentos contundentes de dilucidar el tema, de buscar una posición al respecto que haga frente a la avalancha de discursos patologizantes que le rodeaba (objetivos similares se encuentran, con expresión más modesta, en alguno de sus relatos).

El tratado The Intersexes, que publica en 1908, es una de las defensas más articuladas de una identidad homosexual explícita, cercana a la retórica identitaria de escritores afines al movimiento gay de los setenta, claramente enfrentada a las presiones de la medicalización. El prolijo libro muestra un gran conocimiento de la literatura sobre el tema y entabla diálogos con los intentos de convertir a los homosexuales en enfermos. Se trata, ante todo, de «corregir» el diagnóstico médico y reformular lo que significa «ser» homosexual. Quizá muchos de sus debates, ejemplos y polémicas estén hoy desfasadas, pero todavía hoy constituye una guía fundamental al modo en que se articula un discurso homófilo cuando apenas había herramientas retóricas para hacerlo.

Pero el texto más importante de Prime-Stevenson y el que justifica un lugar de privilegio en la historia de la expresión de las identidades homosexuales es Imre. Un memorándum. Gifford ha subrayado la importancia de la segunda parte del título original: al principio de la novela se nos dice que el texto llegó a manos del autor Xavier Mayne (seudónimo de Prime-Stevenson), que se convierte así en «editor» del texto. La carta del autor («Oswald») insiste en la veracidad de los hechos, e incluso de las conversaciones («palabra por palabra») y da al editor potestad para sacarlo a la luz. Esta presentación en términos de textos editados, contextualizados y justificados es una convención novelística muy en boga aquellos años, no siempre identificable con la estructura del armario. Recordemos por ejemplo el relato La vuelta de tuerca, del propio Henry James, que recurre a similares operaciones para enmarcar la historia. Pero Imre también es jamesiano en el contenido, con elementos típicos del maestro como el del viajero internacional, las largas conversaciones, el juego de ocultaciones y revelaciones y la (aquí inicial) ambivalencia al presentar la relación entre un hombre maduro y un hombre más joven.

Gifford sugiere que el episodio en torno al que se desarrolla la trama de Imre podría tener en realidad un aspecto Imre