23 Penumbras del Deseo

Corinne Allouch

 

Clara Basteh

 

Mercedes Belange

 

Valérie Boisgel

 

Sophie Cadalen

 

Cléa Carmin

 

Margaret Cartier

 

Anne Cécile

 

Lou Cristal

 

Élizabeth Herrgott

 

Michèle Larue

 

Maïna Lecherbonnier

 

Marie Lincourt

 

Lucie Lux

 

Mélanie Muller

 

Emmanuelle Poinger

 

Françoise Rey

 

Julie Saget

 

Salomé

 

Sabine Varrona

 

Yo

 

Géraldine Zwang

 

Ljubi Zwezdana

 

 

 

 

 

 

Título original: Pulsions de femmes

© Éditions Blanche.

© 2012, Ediciones Robinbook, s. l., Barcelona

 

Diseño de cubierta: Regina Richling

Ilustración de cubierta: iStockphoto

Diseño interior: Igor Molina Montes

ISBN:978-84-9917-423-5

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.»

 

 

 

 

 

1. Tgv 6969

Corinne Allouch

 

 

 

Él estaba ahí, frente a ella, como un electrón libre atrapado entre sus labios.

Al principio, cuando estaban los dos frente a frente, de pie, justo a la salida, antes de ocupar sus lugares, él la había mirado directamente a los ojos. Al menos, esa sensación había tenido ella. Había sostenido su mirada y ahí, durante un cuarto de segundo, ella había sentido ese extraño hechizo que conocía de antemano, que ya había vivido. Naturalmente, a él no le había visto jamás. Pero percibía lo que suscitaba en ella, lo reconocía, podía ponerle nombre. Sentados uno junto a la otra, no se separaban y aunque ella sabía de entrada que sería la primera en ceder, se divertía dándose miedo, no moviéndose, no respirando, sin dejar de contemplar ni por un instante el fondo de su iris. Verde, claro, no podía ser sino verde dada su debilidad por los hombres morenos con ojos verdes. Por eso aquel que se había puesto frente a ella como en una película se ajustaba a la perfección a sus sueños. Alto, delgado, ancho de espaldas, el pelo alborotado, la mirada clara y el rostro estragado por la vida que no había vivido y por la que se obligaba a vivir.

Ella, sin apartar la mirada, se preguntaba qué efecto debía causarle y si sería el mismo… Muy erguida, apoyándose fuertemente sobre sus pies como acostumbraba en situaciones de peligro y, sobre todo, para evitar que le temblaran las piernas, sentía ya el flujo ligero remontando su cavidad. Adoraba ese instante en que el deseo se concretaba para licuarse primero en la cabeza antes de cobrar cuerpo, intensamente, entre sus muslos. Ese hombre, que seguía frente a ella, y que tampoco se movía ni para sentarse, se convertía en ese chorrito que discurría lentamente de su cabeza hacia su cuerpo. Apretaba las piernas con toda su fuerza como si, de pronto, ese chorro tuviera que aumentar, convertirse en enorme, vasto, denso, incontrolable, como si fuera a escapársele para transformarse en inmenso charco bajo su ropa y todo el mundo pudiera leer en él el deseo apremiante, incondicional, absoluto, que tenía ella de ese hombre, quieto frente a ella desde hacía ya largos minutos. Cuando ella apartó la mirada, fue para bajarla hacia su torso y fijarse en su cinturón. No quería más. No quería bajar. Se prohibía ir más abajo. Para evitar lo inevitable, pensó en sus impuestos, evaluó el trabajo que tenía pendiente, reflexionó acerca de cómo iba a planificarlo… Intentó concentrarse en las cosas más desagradables que se le pudieran ocurrir, en todo aquello que la retenía en la tierra, la aferraba a la cotidianeidad profesional, para no bajar, para no dejarse ir, para no constatar lo que ya sabía: que así como ella estaba húmeda, él estaba empalmado.

 

La sensación de causarle una erección a un hombre, desconocido, sobre todo cuando es tan guapo y no tiene ojos más que para ti, es buena. Para prolongar ese éxtasis del instante que no regresa, ese deseo insensato de una piel, un vientre, una verga y unos cojones que asir, ella se obligó a volver sobre sus pasos, subir a sus pezones que percibe duros y preparados para ella, a rozar su cuello y detenerse morosamente en su boca. Eso es lo que no debería haber hecho, ese fue su error. Cuando ella se fijó en su boca, él se la estaba mordiendo hasta hacerse sangre, revelando con este gesto el deseo que de ella tenía. No debería haberse demorado en esas dos orillas de carne tan bien dibujadas que bastaban para experimentar un deseo instantáneo de succionarlas, mojarlas, ensalivarlas, tragárselas, chuparlas. Cuando ella se fijó en su boca, independiente del resto de su cara y de su cuerpo, el hilillo que había conseguido bloquear entre sus muslos se le empezó a escapar. Los cerró entonces con tanta fuerza que habría podido correrse ahí mismo, sin roce, sin dedos, sin lengua, sin nada más que la mirada del hombre sobre su vulva entreabierta y la idea de su polla hinchada, accesible, viva y preparada. En ese momento preciso, cuando notó que se le subía el orgasmo a la cabeza, ella apartó la mirada y decidió sentarse. Con un poco de suerte, el asiento que quedaba libre justo enfrente del suyo no sería el de ese hombre. Con un poco de suerte, él renunciaría, se alejaría de ella y se sentaría en alguna otra parte. Cuando se sentó, notó la humedad pegajosa del hilillo en su entrepierna. Percibió un ligero olor, el olor bien conocido del deseo, el sexo y la muerte. Se reprochaba terriblemente haberse mojado de esa forma por alguien a quien no conocía pero, a la vez, se sentía nuevamente tan bella, tan joven, tan viva. Sus ojos fijos en ella y que se mordisqueara los labios bastaron para transportarla a otra parte, y ahora ella luchaba para no regresar. Sentada, apenas se atrevía a separar las piernas. Se había abierto el impermeable para que él la viera, la oliera, aspirara su aroma. Claro que, aquello, ella no lo habría confesado jamás, habría pretextado que tenían un largo viaje por delante y el calor de finales de verano. Mientras ella se instalaba, él no le había quitado los ojos de encima, sabía, y le divertía saberlo, que ella debía de estarse preguntando dónde estaba el asiento de él. Pero, naturalmente, su lugar estaba frente a ella, sobre ella, al fondo. Sabía que, pronto, ella y él se fundirían, se beberían el uno al otro, se degustarían, se besarían, se follarían, se empujarían, se abatirían el uno sobre el otro. Lo que él ignoraba era cuándo, puesto que tenía la intención de dejarle a ella la iniciativa. Él estaba ahí, frente a ella, para ella, y la esperaba, sabía ya de sus escalofríos, sus vacilaciones, sus miradas, su aroma de almizcle, su humedad, su olor. Él ya lo sabía. Su polla ya se lo había contado todo. Sabía desde que el tren se había puesto en marcha que su polla codiciaba su coño y que su coño codiciaba su polla. Sabía que ella se estaba debatiendo y que, una y otra vez, su mirada regresaba al sable prohibido.

 

Ella pensaba no mirarle. Él sabía que aunque volviera la cabeza o se concentrara en su impermeable, no pensaba más que en eso, no deseaba más que eso, con él. Así, la hacía descender a lo largo de sus piernas, le colocaba una mano tierna y dulce sobre la cabeza y la empujaba hacia su protuberancia enorme, ardiente, llena de esos jugos que vertería encima de ella, dentro, fuera, donde ella le pidiera. Porque quería que fuera ella quien se lo reclamara, se lo pidiera con la mirada y con el cuerpo, cuando ya no pudiera soportar el dolorcillo en la grieta de sus labios, allá donde le apretaba el tanga. Sabía que estaba empapada, temblando de placer. Se lo había leído en la mirada mientras se sentaban, y había visto cómo apretaba las piernas para sofocar ese fuego, detener la tempestad, canalizar los flujos. Lo había leído cuando ella bajó la cabeza y rogó que él no se sentara a su lado. Lo había comprendido definitivamente cuando ella se abrió el impermeable para que él viera lo que le había ocultado hasta ese momento, sus caderas, su vientre, sus senos, su escote. Cuando ella se los ofreció sin mirarle, se empalmó como un loco. Entonces le tocó a él soportar la sensación de estar a punto de explotar. Y, como ella, se sentó para calmarse, para ponerle un dique al torrente de esperma que estaba subiendo sin que él estuviera seguro de poderlo controlar. Como ella, había rehuido la mirada durante un momento para olvidar a esa mujer, sentada frente a él, con las piernas firmemente apretadas, los senos tensos, las manos al alcance de sus protuberancias. De haberse dejado llevar, se habría abalanzado sobre su vulva ahí mismo, le habría subido la falda, rápido, sin más dilación, y la habría lamido por encima de su tanga. Ella esperaba precisamente eso, él lo sabía, habría gozado al instante, se habría corrido en su garganta y él habría chillado al notar cómo su polla explotaba ante el olor de esa mujer, aunque lejos de sus manos, lejos de sus labios, ajena a cualquier caricia. En el punto en que se hallaban, y eso lo sabían ambos, habrían podido gozar con solo mirarse. Otro labio mordisqueado, otra lengua mojada que se asoma, un dedo en la boca, una ojeada a un pezón, un estremecimiento de los senos, todo, nada y cualquier cosa habrían podido arrancarles, en ese instante, el grito de almizcle y el esperma mezclados. Pero ni el uno ni la otra lo deseaban todavía. Lo que más anhelaban, sin mediar palabra ni mirada de cansados que estaban de desearse, era seguir deseándose y demorar el encuentro. Cuando él se sentó frente a ella, como ella se temía, y bajó la cabeza para recuperar moralmente el poder sobre su polla, ella provechó para observarle. Le habría encantado pasar una mano sobre sus greñas oscuras, relajar sus hombros, que ella notaba tensos bajo el jersey, liberar su pecho de la increíble tensión que percibía y, sobre todo, sobre todo, le habría encantado ponerse de rodillas, sentir la mano del hombre posada sobre su cabellera de mujer y ver cómo el otro se desabrochaba el pantalón vaquero. Le encantaban los hombres en pantalón vaquero, le encantaba imaginar su polla flotando bajo esa tela amplia y rugosa. Adoraba la idea de que su mano la guiara hacia el centro de su vida. Adoraba la idea de que él no pudiera resistirse y no hiciera nada por retener el chorro ni por acallar su grito.

 

De rodillas entre sus piernas, ella le olisqueaba, le olía y empezaba a lamerle como un cachorro hambriento. Cada vez que él notaba la puntita de su lengua rosada en sus cojones, sobre su polla o sobre su glande, se estremecía violentamente. Él no quería que abandonara esa zona y, a la vez, soñaba con notarla en otras partes, más arriba, más abajo, ya ni sabía, la quería en todos lados a la vez aunque lo que más deseaba era la puntita de su lengua dulce y muy rosada dentro del agujero de él. A menudo, habría soñado en ese instante único en el que él abriría su mayor intimidad para la mujer que quisiera descubrirla. A menudo, había imaginado una boca, un dedo, un consolador, pero nunca se le había ocurrido imaginar que le penetrara ese pedacito de carne tan tierno y tan preciso. Con el pantalón vaquero a media pierna, él apartaba las nalgas en busca de ese trocito de vida que no le esperaba sino a él. Sentía cómo una felicidad absoluta se abría camino suavemente, lánguidamente hasta su culo. Percibía, a lo lejos, a la mujer que estaba de rodillas frente a él, y le encantaba el roce de su pelo sobre sus cojones, sus ojos sobre las gotas de esperma que le arrancaba a su pesar, su boca golosa, que tomaba sin pedírselo. Agotado, levantó la cabeza con un gesto brusco, casi violento, se apartó de la frente el mechón que le había permitido recuperar la compostura y fijó de nuevo sus ojos en los de ella, sólo en sus ojos. Cautivada por la atención de la que él la hacía objeto, se tragó su fantasía e intentó mirar a su alrededor. Nada, no veía nada. Sin duda alguna, ahí a lo lejos estaba la estudiante concentrada en su ordenador, con un libro de latín junto a ella. También había un hombre adormilado al otro lado del pasillo. Y una mujer joven y su bebé profiriendo de vez en cuando «ajó, ajó». Asimismo, había... Aunque, en realidad, sólo estaban ellos dos, ella y él, uno frente a la otra, dispuestos a abalanzarse sobre el otro en cuanto lo decidieran... es decir, en cuanto ella lo decidiera pero eso ella no lo sabía, esperaba que fuera él, que le hablara él, que le dijera cualquier cosa con tal de que diera el primer paso y la tomara. Él, para iniciar la danza, con una pierna sobre la otra, esperaba la señal de aquélla a la que no le quitaba ojo de encima. Ella regresaba incesantemente a su rostro, a la imagen que él le remitía de sí misma: una mujer sumisa a su deseo y completamente entregada a la pulsión sexual que él había hecho nacer y emerger a flor de clítoris. Si, en ese momento, ella se arriesgaba a moverse, aunque sólo fuera para separar las piernas tal como se moría de ganas de hacer, él zambulliría su mirada ahí, sin duda alguna, y la aprisionaría sin tocarla para que sus labios se cerraran en torno a su polla, que le entregaría luego para que la deslizara y se la tragara hasta lo más profundo de su garganta. Si seguía mirándole así, y si él seguía buscándola pasando la vista por sus senos, de sus senos a su vientre, de su vientre a su vagina, mojada, goteando por culpa de él, estaba claro que, finalmente, ella cedería. Si él seguía exponiendo su verga ante sus ojos, tendiéndole la bragueta, como si no pasara nada, de ese modo, simplemente volviéndose hacia ella, ella caería, iría a morir a sus pies y le haría gozar y gozaría con él durante un lapso infinito y veloz a la vez.

 

Su flujo y su esperma se mezclarían como dos seres conocidos totalmente independientes de ellos y sin embargo tan dependientes de su enajenamiento que gozarían juntos y a la vez, absolutamente inclinados el uno hacia el otro sin tocarse. Pero, de repente, la idea de no tocarlo ni una vez, una sola vez, apenas el momento necesario para sentir esa polla tan gorda en la palma de su mano, se le antojó insoportable. Entonces ella avanzó hacia el borde del asiento, abrió claramente las piernas, le ofreció su vulva que había manchado sus braguitas blancas de jovencita y se fue aproximando a él deslizando el culo sobre el asiento. Ya en el borde, abandonada toda decencia, con la cabeza y el cuerpo exclusivamente ocupados por el deseo de tener su polla en su coño, su dedo en su culo y su lengua en su boca, se arrojó contra él, con un suspiro al borde del placer. Pero entonces hubo algo que no sucedió. Contra todo pronóstico, el hombre no se movió. No la recibió en sus brazos, ni la atrajo hacia su vientre, ni le tendió los brazos, ni la besó apasionadamente en la boca, ni le tocó los senos, ni intentó escabullirse en sus braguitas blancas manchadas para satisfacer su deseo, no le separó las piernas para penetrarla, no le tendió su sexo, duro y enorme, no le ofreció sus testículos... Contra todo pronóstico, el hombre no rechistó. Ni una palabra, ni un gemido salieron de su boca roja con dientes blancos, tan blancos. El hombre no pestañeó. Sus ojos eran verdes, tan verdes. Pero no transmitían nada. No expresaban nada. De pronto, sus iris, que un momento antes no abandonaban su labios ni por asomo, ya no le hablaban, ya no la atraían, ya no sobornaban su deseo. Alrededor de ella, la chica cerraba el ordenador, el bebé dormía en los brazos de su madre, el hombre somnoliento se había despertado, y todos la miraban. Ella estaba de pie, con las piernas separadas, temblorosas, los ojos azorados, las manos proyectadas hacia adelante, los ojos fijos al frente, su cuerpo abandonado, tan abandonado que apenas la sostenía. Estaba de pie, con las piernas ligeramente flexionadas, el cuerpo desconcertado, la cabeza aún ensoñada: el hombre que estaba frente a ella ya no la miraba. Ella estaba encima de él. Él ya no la veía. Indiferente a cuanto la rodeaba, le besó los labios dulcemente, tiernamente, puso un dedo sobre sus ojos, tocó su sexo a través de sus vaqueros de papel y se sentó tranquilamente frente al hombre del cartel. Una larga señal sonora acababa de anunciar la parada del tren 6969. Sentada, sola, frente a él, se levantó la falda, se apartó el tanga, le mostró sus medias altas encaramadas sobre sus muslos chorreantes, se mojó un dedo lentamente y lo deslizó en su vulva, con la mirada perdida en sus iris verdes. Con los ojos nuevamente a la altura de sus labios carnosos, él la animó de nuevo concediéndole su deseo. Ella separó más las piernas y partió lejos, muy lejos, a algún lugar en compañía de él. Empapada, hinchada, se llevó al éxtasis y gozó hasta agotar su deseo de él.

En el andén donde la esperaba su novio escucharon su grito, largo y sostenido...

 

2. Teléfono rosa

 

Clara Basteh

 

 

 

Formo parte del porcentaje de creativos de los que necesitan las multinacionales para poder respirar. Están los que me adoran, y una minoría que me odia. Me lo permiten todo, incluidos mis vaqueros de talle bajo y desgastados de los que asoma siempre la tira de un tanga de buena marca. En el TGV este lunes por la mañana, me dirijo a Pau donde sólo me espera un congreso profesional. El sexo representa la más esencial de mis distracciones, satisfacer mis deseos es siempre una preocupación en dichas circunstancias.

 

Desde hace algún tiempo mantengo una relación virtual con un joven llamado Théo. Cada día, a eso de las cuatro de la tarde, me manda un mensaje al móvil.

«Tengo ganas de atarte a mi escritorio, vendarte los ojos y hundir mi sexo en tu bella boca de chupona...»

 

Tengo muchas ganas de hacerle el amor, se lo he dicho. Le querría ver tumbado, con los ojos cerrados, inmóvil. Le contemplaría y le acariciaría lentamente hasta que alcanzara el placer. También espero que muestre iniciativa, es bastante complicado.

Por las tardes, en los congresos, algunos duermen y otros se divierten. A las cuatro, escribo a Théo.

«Me aburro, dime algo sexy.»

La respuesta no se hace esperar:

«Siento tu lengua en mis testículos hinchados de deseo, subes lentamente a lo largo de mi falo sin dejar de mirarme a los ojos, envuelves mi glande con tu boca experta sin apartar jamás la mirada, parece que ya hayas tomado posesión completa de mi cuerpo...»

«¿Te gustaría gozar en mi boca?»

«No está tan claro que lo consigas, ¿aceptas el desafío?»

 

Quiere saber si soy capaz de introducir entero el sexo de un hombre en mi boca.

Sonrío y me balanceo mientras tecleo mi respuesta, esta complicidad es tan dulce en esta sala donde se han reunido miles de personas…

Esa noche, voy sola al restaurante. Théo me telefonea y hablamos durante largo rato. Le pregunto si ha tenido experiencias con hombres. No, pero podría tentarle la idea. Lo que le fastidia es la sensación de que tenga que despabilarle como un crío apenas púber. Le aconsejo que se inicie en compañía de mujeres, con juguetes sexuales. Me entran muchas ganas de proponerle que lo probemos juntos. Me siento relajada en su compañía, tiene una voz muy fresca, la noche es fresca... Hay algo en mí que dice sí.

 

«Tengo ganas de que me vuelvas loco, no quiero refrenarme, no quiero límites...»

 

No sé si yo tengo la experiencia que él parece esperar de mí. Me arrastra inexorablemente hacia algo que no conozco.

 

Regreso a la habitación de hotel donde me espera mi nuevo juguete sexual que se llama Joy. Es verde fluorescente y tiene unos anillos rosa. Los anillos le proporcionan un diámetro muy ancho y hay que introducirlo despacito. Los intercambios que he mantenido durante el día con ese desconocido han despertado en mí a una mujer adormilada en un rincón olvidado de mi cabeza. Logro gozar dos veces en un cuarto de hora. Me quedo un momento mirando el techo, y experimento un súbito sentimiento de gratitud de alcance universal.

 

Al día siguiente, me toca actuar como oradora. Sé que, diga lo que diga, los congresistas aplaudirán debido al estado de gracia en el que me hallo, es así. El día amenaza con un calor canicular, y opto por ponerme un vestido de verano sin nada debajo. Quiero complacer a Théo, y el hecho de que él no esté allá no tiene ninguna importancia.

Llega mi turno. Mi rostro aparece en dos pantallas gigantes y en todos los televisores de los estands del congreso, se acalla el rumor de las voces, empiezo.

Vuelvo a mi asiento rodeada de aplausos, mi equipo me sonríe sacudiendo la cabeza, el sudor pega la tela a mi cuerpo, que es a la vez frágil y voluptuoso. Soy una gozadora, un detalle conocido que me granjea el respeto de las parejas libertinas.

La tarde transcurre lentamente, ya casi no le presto atención a nada de lo que se dice. Théo me escribe una historia a partir de una serie de SMS que recibo más a menos cada cinco minutos.

«Tumbada desnuda sobre la playa, el sol te acaricia y despierta en ti sensaciones eróticas en perfecta armonía con el masaje que la arena te va dando en el hueco de la espalda. Un sopor invade tu cuerpo abandonado, abierto a todos los envites externos. Separas las piernas, permitiendo que tu bello sexo liso se ofrezca al sol. Arqueas la espalda, colocas los brazos detrás de la cabeza, tu respiración se acelera, anhelas lo improbable, te ofreces virtualmente al semental de tus sueños. De pronto, notas una presencia junto a ti, y decides entregarte a ese don de cielo. Notas que su mirada se fija en tus piernas, tus caderas, tu sexo, tu vientre, tu cara. Estás tan excitada que emites un gritito de placer cuando su lengua se acerca a degustar tu clítoris. El desconocido percibe plenamente tu deseo, y opta por demorar los preliminares. Poco a poco, te conviertes en su esclava...»

 

El deseo casi me duele. Tengo ganas de su olor de macho, de su sexo dentro de mí, de catar su esperma... Salgo al exterior a tomar el sol, soy menos dura, soy más fuerte.

 

Hay una cena de gala con un baile como broche final. Me refugiaré en el hotel para evitar el aperitivo. Me quedo tumbada en el suelo gozando de mi estado erótico, apreciando su delicadeza y su vértigo. No tengo ganas de comer ni de beber, lo que más me apetece es un hombre. Que me toque, que abuse de mí.

Me pongo un vestido rojo anudado al cuello. Si tiran del nudo, se desplomará sin hacer más ruido que el de la piel de una naranja. Me dirijo a la carpa donde se va a celebrar la velada. Hace un calor asfixiante, la mesa de mi equipo está al pie del escenario donde pronto empezará a actuar un grupo de bailarines.

Por su parte, Théo está cenando en un restaurante con un grupo de amigos, y seguimos con nuestro cortejo.

«Sólo me apeteces tú, no puedo ni comer.»

«No tengas miedo, ya no tendrás que esperar mucho.»

«Sí, pero aún así es demasiada espera, es demasiada espera.»

«Ten paciencia, me ocuparé de ti tal como mereces.»

En el exterior de la carpa, ha caído la noche y en un puesto de madera se sirve champaña bajo un cielo estrellado. Sigo bebiendo con algunos conocidos, el calor de esta noche de verano excita a la gente, es evidente. Cuando hace un par de horas que no he recibido ningún mensaje, llega uno.

«No puedo esperar más, entrégate ahora, ve a tu habitación.»

No entiendo muy bien, pero me dirijo rápidamente al hotel. Me precipito a la habitación, me tiro sobre la cama, él me telefonea.

—¿Quieres hacer el amor conmigo?

Cuando le contesto sí, ya he empezado. Su voz es de una frescura maravillosa. Mi propia voz también está alterada por el deseo. Hablamos muy bajito, como si nos hiciéramos confidencias. He cerrado los ojos, empiezo a gemir. Él no está allá y, sin embargo, está tan cerca, junto a mi oído...

—Coge el juguete y haz lo que te digo, imagina que yo entro en ese momento, ¿estás tumbada de espaldas? Me estiro sobre ti, tus piernas se separan naturalmente, yo chupo uno de tus senos y sólo introduzco en ti el glande de mi verga, porque sé que no te gusta esperar.

—Yo rodeo tu cintura con mis piernas y te atraigo hacia mí.

Hundo el consolador y oigo como él gime también. Noto la llegada del orgasmo y no me resisto a él. Dejo que él escuche mi placer. Sé que, en la otra punta de Francia, él tiene el teléfono en una mano y su verga erecta en la otra.

Me pide que me ponga de cuatro patas y coloque a Joy en la raya de mi culo. Debería haber quitado los anillos del consolador, pues de lo contrario no lograré meterlo, por lo que voy a utilizar los dedos. Mi voz adquiere una cadencia precisa para que Théo me escuche mejor.

—Esto se está poniendo un poco más bestial, te cojo por el pelo...

Su voz es grave e incisiva, le noto más dominador. Percibo todos los matices de su placer mientras él goza. Gime con elegancia y tarda un momento en recuperar el aliento. Me habla de nuevo:

—¿Me estás abrazando, me besas, acaricias mi pelo?

—Sí, ángel mío...

Permanecemos en silencio escuchando nuestras respiraciones respectivas. Me siento sola por un momento en esta habitación vacía e impersonal.

—¿Estás ahí, Théo?

—Sí, estoy recuperándome, estoy bien...

Su voz es casi aérea.

—Tengo ganas de chuparte y volver a empezar.

—Hazlo, yo también tengo aún ganas de ti.

—Paso la lengua lentamente sobre la punta de tu glande, acaricio tu ano...

Noto como recupera las fuerzas por su respiración, me deja hacer.

—Introduzco uno de tus testículos en mi boca, y lo hago rodar en el interior con la punta de mi lengua... Ahora la dirijo hacia el interior de tu ano... Dime si estás empalmado.

—Claro que lo estoy, ponte de cuatro patas y lo verás.

Siento unas ganas intensas y renovadas de él, hablo en un susurro, con voz un tanto aguda. A partir de ese momento, me coloco en el suelo, temía quedarme sin batería en el teléfono y, enchufado, y con toda la extensión que permite el cable, me siento junto a la pared.

—Te tomo de golpe, sin contemplaciones, te aprieto contra el suelo...

—Más, ven, más fuerte...

—Más fuerte, quieres... pues ahí tienes, empujo y empujo...

—Me haces gozar...

—Tú también me haces gozar...

Gritamos a la vez. En las habitaciones contiguas, los miembros de mi equipo duermen, o no, y no verán salir a nadie... Me dejo caer de bruces sobre el suelo, junto a mi está el consolador y el olor del amor. Son las tres de la mañana, estoy satisfecha, ahíta, me duermo con el teléfono en el hueco de la mano.

3. Iremos todos al paraíso

 

Mercedes Belange

 

 

 

Desgraciado. Egoísta.

Cada vez la misma historia, me abandona. Padre, entiéndame, hago todo lo posible por complacerle. El amor de nuestras almas se reencuentra en el placer de la carne, ¿no?

Dios mío, tengo que confesarme.

Acudo a usted, que tiene la experiencia de la nada que le permite escucharme sin juzgar.

Estoy muy apurada, quiero contarle mi frustración y mi desesperación amorosa por gozar.

El desgraciado. Padre, sé que no me perdonará mis malos pensamientos, pero tengo que decírselo: quiero que me ame como a una virgen, pero ruego porque me folle como a una puta.

Por él, me abro de piernas, me lo depilo todo, no sueño más que en su lengua hundida en mi interior mientras él hurga en mi coño con sus dedos, estoy dispuesta a callarme, estoy dispuesta a gritar con tal de que me folle.

Sueño con que me vea en el cristal y que mi lengua, asomada, le estimule como una invitación a la felicidad.

Perdóneme, Padre, pero me mojo toda contándole estas cosas.

No quiero abochornarle pero, si me quito las bragas, no le impediré escucharme.

Sigo, Padre, porque la desgracia de mi vida es sencillamente esa falta de comprensión del Otro hacia mí.

Por mí, pero también por amor a la vida, por amor a Dios, en cierto modo, estaba dispuesta a todo. Insisto acerca de la intensidad de mi fe, porque es lo que me hace soñar con hombres que eyaculen tiernamente en mi coño abierto mientras una mujerona me ofrece su culo mojado y la visión de sus dos esferas redondas y carnosas.

Imagino que se acaricia lentamente, con los ojos muy abiertos y fijos en mi culo dilatado y sensible a mis gritos impacientes, al acecho de una polla enorme golosamente empapada en semen primero, que me penetrará después como merece una verdadera perra.

Padre, como le decía ayer, soy tan generosa como una puta que amaría a cualquier hombre cuya misión consistiera en tomarla por delante y por detrás, por dentro, por todas partes.

Gracias, Padre, por haberme concedido el don de la palabra.

Esperaba algún regalo maravilloso de su parte, un negro con el glande rosado que chuparía con pudor para tragarme mejor sus cojones llenos antes de dejar que le follara el Otro, por el mero placer de ver su sexo crecer hasta el infinito.

Ese infinito, Padre, en el que queremos encontrarnos todos para experimentar el calor del amor, ese amor que me llena los ojos de lágrimas cuando gozo plenamente.

Me refiero tan sólo al amor al prójimo, sea quien sea él o ella. Lo único que yo quiero es pertenecerle.

Por el Otro, dejaría que me ataran, me amarraran, a merced de mi prójimo, sin sentir nada, habría permitido que me lamieran el coño anhelante y sin rencor. No necesito para nada el amor propio.

 

Padre, compréndame, por el Otro estoy abierta a todo.

He aprendido a esperar pero mire lo que me pasa hoy, fíjese bien.

Mis senos, cerca de la celosía, están henchidos de ganas de un hombre, sí, Padre, contemple bien estas bellas promesas de humanidad.

 

¡Oh, Padre!, acérquese a su pecadora para comprender mejor hasta qué punto soy sensible. El afecto que siento por el género humano es tan grande que, por vos, puedo llevaros suavemente al centro del mundo. Padre, noto en vos esa compasión y esa escucha que tanta falta me hacen. Mire por ejemplo si me acaricio ahí, justo debajo de este mata de pelo ya brillante, sí, ahí, Padre, contemple esta bella concha nacarada, si me acaricio pensando intensamente en la lengua de un hombre, por donde pasa la palabra y el placer. Padre, oh, sí, ya sabéis, si movéis un poco la lengua apoyándola bien en mi clítoris, mire, se abrirá y el secreto del nacimiento del mundo se nos revelará.

Si me acaricio un poco más la punta de los senos, que se rebelan y se yerguen buscando guerra, me abro también la boca con los dedos bien mojados y espero la protuberancia. Me deslizo lentamente hacia el núcleo del problema y ahora, Padre, debéis comprender que merezco de verdad un buen correctivo.

¿De verdad queréis que me dé la vuelta? Soy demasiado honesta con vos, mis pecados son demasiado graves y vos clarividente.

Pero si me doy la vuelta, Padre, os presentaré mi culo frustrado. Y si separo bien sus dos nalgas, es para ofreceros el comienzo de una buena discusión.

Aceptad acercaros un poco y os mostraré que a causa del desierto afectivo en el que se me obliga a vivir, me veo obligada a jugar con esta polla ficticia que honro ante vos, la chupo con naturalidad, la beso sinceramente. ¡Oh, Padre!, cómo me gusta lamer los glandes, sentir su piel tensa y el impulso casi salvaje que sienten por morir al fondo de mi garganta. Me encanta acariciar los cojones prometedores y, lentamente, deslizar un dedo juguetón hacia el interior de un culo reticente de hombre en ocasiones demasiado proclive a mantener su virilidad. Pero, Padre, yo sé que el hombre desea también sentir que una fuerza inaudita le toma, le estira, le separa. No sabéis del placer de una caricia ligera sobre la piel enrojecida y temerosa de un orificio mal amado, el anhelo cruel de gritar lámeme, encúlame, ahora.

Por Amor, yo estoy bien predispuesta a ser un hombre. Por locura, quiero ser una mujer.

Padre, vuestros hábitos os pesan, os noto tan receptivo que habéis perdido todo comedimiento.

Permitidme que me acerque para que accedáis a lo más profundo de mi desesperación.

Así es, Padre, ahí está el centro del problema.

Mirad bien, sí, más cerca, sí, ahí, sacad la lengua ahora y lamed, sí, lamed como si esta confesión pudiera desaparecer bajo vuestros repetidos golpes. Sed fuerte, sed bruto, mostradme vuestros instintos primarios y guerreros.

Ahora, lame mi culo, mete la lengua, sepáralo bien. Absuélveme de todos mis pecados de amor, bendíceme con el agua purificada de tu cuerpo virgen. Ven a recogerte en mi boca, está esperando a su amo, quiero tragarme la polla febril y notar la primera gota del arrepentimiento.

Sí, rocíame con tu simiente, sobre todo en la cara, sigue con este vaivén entre mis senos. Quiero gozar acariciándote con una mano y empalándote con la otra.