Los años de formación

y andanzas de Heidi

&

Heidi pone en práctica

todo lo que ha aprendido

 

 

Ilustraciones de Sonja Wimmer

Traducción de Isabel Hernández

Título original: Heidis Lehr- und Wanderjahre. Heidi kann brauchen, was es gelernt hat

© De las ilustraciones: Sonja Wimmer

© De la traducción: Isabel Hernández González

Edición en ebook: noviembre de 2016

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16830-07-7

Diseño de colección: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

 

Ilustración

Los años de formación y andanzas de Heidi

Capítulo primero. A casa del Tío de los Alpes

Capítulo segundo. En casa del abuelo

Capítulo tercero. En el prado

Capítulo cuarto. En casa de la abuela

Capítulo quinto. Llega una visita, y luego otra que tiene mayores consecuencia

Capítulo sexto. Un nuevo capítulo y un montón de cosas nuevas

Capítulo séptimo. La señorita Rottenmeier tiene un día agitado

Capítulo octavo. No hay paz en casa de los Sesemann

Capítulo noveno. El señor Sesemann oye en su casa cosas que no había oído jamás

Capítulo décimo. Una abuelita

Capítulo undécimo. Heidi gana por un lado y pierde por otro

Capítulo duodécimo. En casa de los Sesemann hay fantasmas

Capítulo decimotercero. Hacia los Alpes en un atardecer de verano

Capítulo decimocuarto. El domingo, cuando suenan las campanas

Heidi pone en práctica todo lo que ha aprendido

Capítulo primero. Preparativos de viaje

Capítulo segundo. Una visita en los pastos

Capítulo tercero. Una compensación

Capítulo cuarto. El invierno en el pueblecito

Capítulo quinto. Continúa el invierno

Capítulo sexto. Los amigos de lejos se ponen en marcha

Capítulo séptimo. De cómo siguen las cosas en los pastos

Capítulo octavo. Sucede algo que nadie esperaba

Capítulo noveno. Hay que despedirse, pero con un «hasta la vista»

Contraportada

Johanna Spyri


Escritora suiza nacida en Hirzel, un pueblo en la montaña cerca de Zúrich. Era la cuarta de seis hermanos y su padre era médico rural. Spyri estudió idiomas y piano en Zúrich, donde vivió con una tía, luego pasó un año en un internado femenino, donde aprendió francés. Casada con Bernhard Spyri, se instaló en Zúrich y comenzó a publicar algunos relatos. Su primera novela aparece en 1870, seguida de una veintena entre las que se encuentra Heidi (1880).

Los años de formación y

andanzas de Heidi

Capítulo primero

A casa del Tío de los Alpes

Desde el acogedor pueblo de Mayenfeld, atravesando verdes prados, llenos de árboles, un sendero conduce hasta los pies de las montañas que, desde ese lado, miran altivas y serias hacia el valle. Allí donde el camino empieza a ascender, los pastos de fresca hierba y aromáticas plantas van saludando ya al viajero con su perfume, porque el empinado sendero lleva directamente a los Alpes.

Por ese estrecho camino subía una clara y soleada mañana del mes de junio una muchacha del valle, alta y de aspecto robusto, que llevaba de la mano a una niña de mejillas tan ardientes que iluminaban de rojo su tez morena. No era extraño, porque, a pesar del sol de junio, la niña iba tan abrigada como si tuviera que hacer frente a una dura nevada. La pequeña tendría apenas unos cinco años de edad, pero no podía verse su figura, porque llevaba puestos dos, cuando no tres vestidos, uno encima de otro, y cruzado sobre ellos un gran pañuelo de algodón rojo, de manera que aquella personita parecía una figura sin forma que, metida en unos zapatos de montaña, provistos de clavos, se esforzaba por caminar montaña arriba toda acalorada. Debían de llevar una hora subiendo desde el valle cuando llegaron a la aldea situada a medio camino de la cima, a la que llaman «el pueblecito». Aquí las viajeras recibían saludos desde todas las casas, ya desde una ventana, ya desde una puerta y, en una ocasión, incluso desde el camino, porque la muchacha había llegado a su pueblo. Pero no se detuvo en ningún sitio, sino que devolvió todos los saludos y contestó a todas las preguntas al pasar, sin pararse, hasta que llegó a la última de aquellas casitas tan dispersas. Aquí le dijeron desde la puerta:

—Espera un momento, Dete, voy contigo si vas a seguir subiendo.

La persona a la que se dirigía se detuvo, la niña se soltó enseguida de su mano y se sentó en el suelo.

—¿Estás cansada, Heidi? —preguntó la acompañante.

—No, tengo calor —respondió la niña.

—Ya falta poco para llegar, sólo tienes que intentar dar pasos más grandes, así llegaremos dentro de una hora —la animó su compañera de viaje.

Entonces salió de la casa una mujer gruesa, de aspecto bondadoso, y se unió a ellas. La niña se había levantado y ahora caminaba detrás de las dos viejas conocidas, que rápidamente iniciaron una viva conversación sobre todos los habitantes del pueblecito y de las muchas casas que lo rodeaban.

—Pero, Dete, ¿adónde vas con la niña? —preguntó entonces la que se había sumado al grupo—. Seguro que es la niña de tu hermana, la huérfana.

—Sí —respondió Dete—, la llevo a casa del Tío, se quedará allí.

—¿Cómo? ¿Que la niña se va a quedar con el Tío de los Alpes? ¡Creo que no estás bien de la cabeza, Dete! ¿Cómo puedes hacer algo así? ¡Ya te echará de allí el viejo con esas cosas!

—No puede hacerlo, es su abuelo, tiene que hacer algo, hasta ahora he tenido yo a la niña y te digo, Barbel, que no voy a perder por ella un puesto como el que me ofrecen ahora, ahora le toca a su abuelo ocuparse de ella.

—Sí, si fuera como el resto de la gente, sí —se apresuró a afirmar la pequeña Barbel—, pero ya lo conoces, ¿qué va a hacer él con una niña, y además tan pequeña? ¡No va a soportar estar con él! Pero ¿adónde te vas?

—A Frankfurt —dijo Dete—, allí me van a dar un puesto muy bueno. Los señores estuvieron el verano pasado en el balneario; sus habitaciones estaban en mi pasillo y yo las atendí; ya entonces quisieron que me fuera con ellos, y ahora han vuelto y quieren llevarme otra vez, y yo también quiero irme, puedes estar segura.

—No me gustaría estar en el pellejo de la niña —dijo Barbel con un gesto de rechazo—. Nadie sabe cómo es ese viejo. No quiere relacionarse con ninguna persona, se pasa los años sin poner un pie en la iglesia y, cuando baja a la aldea una vez al año con su grueso bastón, todos se apartan porque le tienen miedo. Con esas espesas cejas grises y esa terrible barba parece un salvaje o un indio, así que uno se alegra de no encontrárselo nunca a solas.

—Me da igual —dijo Dete obstinada—, es su abuelo y tiene que cuidar de la niña, seguro que no le hará nada y es él quien tiene que hacerse cargo de ella, no yo.

—Sólo me gustaría saber —dijo Barbel inquisitiva—, con qué es con lo que el viejo carga en la conciencia para tener esa cara y vivir allí arriba, en los pastos, más solo que la una y no dejarse ni ver. Se dicen muchas cosas de él; seguro que tu hermana te contaría algo, ¿no, Dete?

—Claro, pero no digo nada, ¡buena me pondría si se enterara!

Pero Barbel llevaba mucho tiempo queriendo saber qué era lo que le pasaba al Tío de los Alpes para tener esa cara de tan pocos amigos y vivir allí arriba tan solo y por qué la gente hablaba de él sólo con medias palabras, como si tuvieran miedo de ponerse en su contra, pero no quisieran estar a su favor. Barbel tampoco sabía por qué todos lo llamaban el Tío de los Alpes, no podía ser el verdadero tío de todos los habitantes de la aldea, pero como todos llamaban así al viejo, ella también lo hacía y lo llamaba Tío, como decían en la comarca. Barbel había llegado a la aldea hacía poco, recién casada; antes vivía en Prättigau y por eso no conocía todas las historias ni a cada una de las personas que habían vivido y vivían en el pueblecito y su comarca. Por el contrario, Dete, su buena amiga, había nacido en la aldea y había vivido allí con su madre hasta hacía un año, cuando ésta había muerto y Dete se había trasladado al balneario de Ragaz, donde había encontrado un buen trabajo como sirvienta en el Gran Hotel. Esa misma mañana venía de Ragaz con la niña; hasta Mayenfeld había podido ir en un carro de heno en el que un conocido regresaba a casa y las había llevado a las dos. Pero Barbel no quería dejar pasar sin aprovechar aquella buena ocasión de enterarse de algo, así que cogió a Dete del brazo con toda confianza y dijo:

—Tú eres la que sabe la verdad y lo que la gente dice de él; creo que tú conoces toda la historia. Cuéntame un poco qué es lo que le pasa al viejo y si siempre le han tenido tanto miedo y si él siempre ha odiado tanto a la gente.

—Creo que no puedo decirte con precisión si siempre ha sido así; yo tengo veintiséis años y él tendría unos setenta, así que no lo he conocido de joven, no esperarás tal cosa. Pero si supiera que luego no se enteran en todo Prättigau te contaría un montón de historias de él, mi madre era de Domleschg y él también.

—Pero, bueno, Dete, ¿qué te crees? —respondió Barbel un poco molesta—. La gente no cotillea tanto en Prättigau, y además yo sé callarme las cosas si es necesario. Cuéntamelo, no te arrepentirás.

—Bueno, te lo contaré, ¡pero tienes que mantener tu palabra! —le advirtió Dete.

Primero miró a su alrededor para ver si la niña no estaba demasiado cerca como para escuchar todo lo que iba a decir; pero a la niña ni se la veía, ya debía de hacer tiempo que no seguía a las dos acompañantes, y éstas, en el celo de la conversación, no se habían dado ni cuenta. Dete se detuvo y miró por todas partes. El sendero no era siempre recto, pero casi se divisiba entero hasta el pueblecito; sin embargo, no había nadie a la vista.

—Ya la veo —dijo Barbel—, ¿ves allí? —Y señaló con el índice a un lado del sendero.

—Está subiendo por la ladera con Pedro el cabrero y sus cabras. ¿Y por qué lleva hoy a los animales tan tarde? Pero nos viene muy bien, él puede cuidar de la niña y tú contármelo todo mucho mejor.

—Pedro no tendrá que esforzarse mucho para cuidar de ella —dijo Dete—, no es nada tonta para tener cinco años, abre los ojos y ve lo que pasa, yo ya me he dado cuenta de eso, y le vendrá bien, porque el viejo no tiene más que sus dos cabras y la cabaña.

—¿Es que alguna vez ha tenido algo más? —preguntó Barbel.

—¿Que si ha tenido? Sí, creo que sí, que antaño tuvo más —se apresuró a contestar Dete—, una de las granjas más hermosas de Domleschg. Era el hijo mayor y tenía sólo un hermano, que era muy tranquilo y respetuoso. Pero el mayor se dedicaba sólo a jugar a ser el amo y a andar de un lado para otro con malas compañías, a las que nadie conocía. Se jugó y se bebió la granja entera y, como suele ocurrir, su padre y su madre acabaron muriendo uno tras otro de puro disgusto, y el hermano, al que no le quedó más remedio que mendigar, se marchó muerto de pena, nadie sabe adónde y el Tío mismo, como ya sólo le quedaba la mala reputación, desapareció también. Al principio nadie supo adónde había ido, luego se dijo que se había marchado de soldado a Nápoles, y luego no volvió a oírse nada más durante trece o catorce años. Después, de repente, apareció de nuevo en Domleschg con un niño ya crecidito, y trató de buscarle alojamiento entre sus parientes. Pero le cerraron todas las puertas y nadie quería saber nada de él. Esto le indignó mucho; dijo que no volvería a poner un pie en Domleschg y entonces se vino a vivir con el chico aquí, al pueblecito. La esposa debía de ser de los Grisones, la había conocido allí y la había perdido muy pronto. Debía de tener algo de dinero porque hizo que el chico, Tobías, aprendiera el oficio de carpintero, y era un chico cabal y la gente del pueblecito lo quería mucho. Pero del viejo no se fiaba nadie; se decía también que había desertado en Nápoles, que, de lo contrario, habría acabado mal porque había matado a alguien, claro que no en la guerra, se entiende, sino a causa de algún mal negocio. Pero nosotros lo tratábamos, porque la abuela de mi madre era hermana de su abuela. Por eso lo llamábamos Tío, y como nosotros prácticamente estamos emparentados con toda la gente del pueblecito por parte de padre, éstos también empezaron todos a llamarle Tío, y como también desde entonces vive allí arriba, en los Alpes, se quedó ya con lo de «el Tío de los Alpes».

—¿Y qué fue de Tobías? —preguntó Barbel curiosa.

—Espera un poco, ya llegará, no puedo contártelo todo de una vez —dijo Dete—. Pues Tobías fue a aprender el oficio en Mels, y tan pronto como acabó, regresó al pueblecito y se casó con mi hermana Adelheid, porque siempre se habían gustado, y ya casados seguían llevándose muy bien. Pero aquello no duró mucho. A los dos años, mientras ayudaba en la construcción de una casa, le cayó encima una viga y lo mató. Y como lo llevaron a casa todo desfigurado, del susto y de la pena le entraron a Adelheid unas fiebres tan altas que no pudo recuperarse; no era muy fuerte y, de vez en cuando, le daban como unos ataques, y nadie sabía a ciencia cierta si estaba dormida o despierta. No habían pasado más que unas semanas desde la muerte de Tobías cuando enterraron a Adelheid. Por todas partes la gente no paraba de hablar del triste destino de ambos, y en voz baja y en voz alta se decía que era el castigo que el Tío se había merecido por lo impío de su vida, y se lo dijeron a él mismo, y también el señor cura trató de meterle en la cabeza que tenía que arrepentirse, pero lo único que hizo fue amargarse y aislarse más, y no volvió a hablar con nadie y, además, todos se apartaban de su camino. De repente empezó a decirse que el Tío se había marchado a los Alpes y que ya ni siquiera bajaba, y desde entonces está allí y vive sin paz ni con Dios ni con los hombres. Mi madre y yo nos llevamos a la niña de Adelheid, tenía un año. Como mi madre murió el verano pasado y yo tenía que ganar algo de dinero en el balneario, la cogí y la dejé en Pfäfferserdorf al cuidado de la vieja Ursel. En invierno pude quedarme también en el balneario, pues tenía trabajo porque sé coser y hacer remiendos, y a principios de la primavera volvieron los señores de Frankfurt a los que había servido el año anterior y quieren llevarme con ellos; nos marchamos pasado mañana, y el trabajo es bueno, eso te lo puedo asegurar.

—¿Y pretendes dejarle la niña al viejo? Me asombra que pienses así, Dete —dijo Barbel en tono de reproche.

—¿Qué quieres decir? —replicó Dete—. Yo he hecho todo lo que he podido por la niña y ¿qué iba a hacer ahora con ella? Creo que no puedo llevarme a Frankfurt a una niña que va a cumplir cinco años. Pero ¿adónde vas, Barbel? Estamos ya a mitad de camino de los pastos.

—Ya casi he llegado adonde tengo que ir —repuso Barbel—; tengo que hablar con la cabrera, me hace algunos hilados en invierno. Así que adiós, Dete, que tengas suerte.

Dete le tendió la mano a su acompañante y se quedó quieta mientras ésta se dirigía a la cabañita de color marrón oscuro, situada a unos pasos al lado del sendero, en una depresión del terreno. La cabaña estaba a mitad de camino a los altos pastos, calculándolo desde el pueblecito, y estaba bien que estuviera situada en una pequeña hondonada, porque estaba tan vieja y destartalada que vivir en ella tenía que ser un tanto peligroso cuando el viento del sur soplaba con fuerza sobre las montañas y todo en ella temblaba, las puertas y las ventanas, y las vigas podridas vibraban y crujían. Si la cabaña hubiera estado en lo alto, en días así habría acabado en el valle sin remedio.

Allí vivía Pedro el cabrero, el chico de once años que todas las mañanas recogía las cabras en el pueblecito para subirlas a los pastos y que comieran las finas y aromáticas hierbas hasta el anochecer; luego retornaba con esos animales de patas ligeras, llegado al pueblecito hacía un silbido muy agudo con los dedos, y los propietarios recogían sus cabras en la plaza. La mayoría de las veces venían niños y niñas, porque las pacíficas cabras no eran de temer, y en todo el verano ése era el único momento del día en el que Pedro trataba con los de su misma edad, el resto lo pasaba solo con las cabras. Claro que en casa estaban su madre y la abuela ciega, pero como siempre se marchaba muy pronto por la mañana y por la noche regresaba tarde del pueblecito, porque se quedaba allí hablando con los niños todo el tiempo posible, estaba en casa sólo el tiempo justo de tomarse por la mañana su leche con pan, y por la noche exactamente lo mismo, y luego tumbarse y ponerse a dormir. Su padre, al que también habían llamado «Pedro el cabrero», porque en sus años mozos había desempeñado el mismo oficio, había muerto hacía algunos años en un accidente mientras talaba unos árboles. A su madre, que se llamaba Brigitte, todo el mundo la llamaba «la cabrera» por el oficio del marido, y a la abuela ciega, jóvenes y ancianos del lugar la conocían tan sólo por el nombre de «abuela».

Dete llevaba ya unos diez minutos esperando y mirando en todas direcciones para ver si veía a los niños por algún sitio; pero como no fue así, subió un poco más, hasta donde podía contemplarse todo el valle desde lo alto, y se puso a mirar a un lado y a otro con signos de gran impaciencia en el rostro y en sus movimientos. Entretanto los niños se aproximaban dando un gran rodeo, porque Pedro conocía muchos sitios donde había un sinfín de buenas hierbas y matojos para que pastaran sus cabras, por eso se metía con el rebaño por muchos recovecos del camino. Al principio, la niña se había esforzado por trepar tras él con su pesada armadura, jadeando de calor y toda incómoda, y empleando todas sus fuerzas. No decía nada, pero miraba fijamente ya a Pedro que, con sus piernas desnudas y sus pantalones cortos, saltaba de un lado a otro sin ningún esfuerzo, ya a las cabras que, con sus finas y delgadas patas, trepaban aún con más facilidad por entre matorrales y piedras por las empinadas laderas. De repente la niña se sentó en el suelo, con enorme rapidez se quitó los zapatos y las medias, volvió a ponerse en pie, se quitó el grueso pañuelo rojo, se desabrochó la chaquetita, se la quitó a toda velocidad y tuvo que sacarse aún otra cosa más, porque la tía Dete le había puesto el vestido de domingo encima del de diario, porque era más corto, para que nadie tuviera que cargar con él. A la velocidad del rayo se quitó también la chaquetita de diario y la niña se quedó allí en enaguas, estirando al aire toda complacida los brazos que salían desnudos de las cortas mangas de su blusa. Luego lo ordenó todo en un montoncito y se puso a saltar y a trepar con las cabras al lado de Pedro, con la misma agilidad que cualquiera de todo aquel grupo. Pedro no se había percatado de lo que había hecho la niña al quedarse atrás. Al verla venir ahora corriendo con el atuendo nuevo, su rostro reflejó una divertida sonrisa y miró hacia atrás y, al ver en el suelo el montoncito de ropa, se rio aún más, tanto que la boca casi le llegaba de una oreja a otra, pero no dijo nada. La niña, como se sentía tan libre y tan ligera, empezó a hablar con Pedro, y él también empezó a hablar y tuvo que contestar un montón de preguntas, porque la niña quería saber cuántas cabras tenía y adónde iba con ellas y qué hacía allí donde iba. En ésas los niños llegaron por fin con las cabras hasta la cabaña y vieron a la tía Dete. Pero ella, apenas hubo divisado al grupo que venía subiendo, les gritó:

—Heidi, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo vas así? ¿Dónde tienes la chaqueta, y la otra chaqueta y el pañuelo? Y te he comprado unos zapatos nuevos para la montaña y te he hecho unas medias nuevas, ¡y lo has perdido todo! ¡Lo has perdido todo! Heidi, ¿qué estás haciendo? ¿Dónde tienes todas las cosas?

La niña señaló tranquila montaña abajo y dijo:

—¡Allí!

La tía siguió su dedo con la vista. En efecto, allí había algo, y encima del todo un punto rojo, ése debía de ser el pañuelo.

—¡Desgraciada! —exclamó la tía muy excitada—. Pero ¿cómo se te ocurre? ¿Por qué te lo has quitado todo? ¿Qué significa esto?

—No lo necesito —dijo la niña sin que se la viera arrepentida por lo que había hecho.

—¡Ay, Heidi! ¡Desdichada, insensata! ¿Es que no tienes juicio? —siguió lamentándose y reprendiéndola la tía—. ¿Quién va a volver a bajar hasta allí? ¡Hay casi media hora! Ven, Pedro, ¿por qué no bajas corriendo y me coges las cosas? Ven, date prisa, no te quedes ahí mirándome como un pasmarote.

—Es que voy muy retrasado —dijo Pedro despacio y, sin moverse, se quedó plantado en el mismo sitio desde el que, con las manos en los bolsillos, había escuchado el estallido de pánico de la tía.

—Claro, te quedas ahí parado mirando, y creo que, si sigues así, no vas a hacer gran cosa —le dijo la tía Dete—; ven aquí, te daré algo bonito, ¿lo ves?

Le puso delante una moneda de cinco céntimos, nuevecita, que relució ante sus ojos. De repente, dio un brinco y se largó de allí ladera abajo por el camino más recto y a enormes zancadas llegó en muy poco tiempo junto al montoncito de ropa, lo cogió y se volvió con él tan rápido que la tía no pudo por menos que elogiarlo al tiempo que le daba la moneda. Pedro se la metió en el bolsillo rápidamente; su rostro resplandeció con una amplia sonrisa, porque un tesoro así no le caía muy a menudo.

—Puedes llevarme las cosas hasta donde el Tío, vas por el mismo camino —dijo entonces la tía Dete mientras se disponía a subir la empinada ladera que se alzaba justo detrás de la cabaña de Pedro el cabrero. Éste aceptó el encargo de buena gana y siguió pisándole los talones a la que iba delante, llevando el hatillo bajo el brazo izquierdo y moviendo la vara con la derecha. Heidi y las cabras iban saltando y brincando contentas a su lado. De este modo, la comitiva llegó al cabo de tres cuartos de hora a los pastos de los Alpes, donde sin protección, en un saliente de la montaña, estaba la cabaña del viejo Tío, expuesta a todos los vientos, pero accesible también a todos los rayos del sol, y con una amplia vista de todo el valle. Detrás de la cabaña había tres viejos abetos de espesas y largas ramas sin recortar. Más atrás empezaba otra vez la subida hasta los viejos peñascos de color grisáceo, primero a través de hermosas laderas llenas de hierbas, luego de matas y pedregales hasta llegar, finalmente, a las empinadas y peladas cimas.

Mirando hacia el valle, adosado a la cabaña, el Tío había construido un banco de madera. Allí estaba sentado, con una pipa en la boca, las manos sobre las rodillas, mirando tranquilamente cómo subían los niños, las cabras y la tía Dete, porque a esta última, poco a poco, todos los demás la habían ido pasando. Heidi fue la primera en llegar arriba; se dirigió directamente hacia el viejo, le tendió la mano y dijo:

—¡Buenas tardes, abuelo!

—Vaya, vaya, ¿qué significa esto? —preguntó el viejo muy seco mientras le daba la mano a la niña un momento y la observaba con una mirada larga y penetrante bajo sus espesas cejas. Heidi le devolvió todo el tiempo la larga mirada, sin ni siquiera pestañear un momento, porque el abuelo de larga barba y espesas cejas grises, que se juntaban en el centro formando una especie de matorral, la impresionaba tanto que no podía dejar de mirarlo. Entretanto había llegado también la tía junto con Pedro, que se quedó parado un buen rato contemplando la escena.

—Tenga usted buenos días, Tío —dijo Dete, acercándose—, aquí le traigo a la niña de Tobías y Adelheid. Seguro que no la reconocerá, porque no la ve desde que tenía un año.

—Bueno, ¿y qué pinta aquí la niña? —preguntó brevemente el viejo—. ¡Y tú! —le gritó a Pedro—. Tú puedes largarte con tus cabras, hoy no has madrugado mucho, ¡llévate también las mías!

Pedro obedeció al instante y desapareció, porque no podía seguir resistiendo la mirada del Tío.

—Tiene que quedarse con usted, Tío —dijo Dete respondiendo a su pregunta—. Creo que yo ya he hecho lo que tenía que hacer estos cuatro años, ahora le toca a usted cuidar de ella.

—Ajá —dijo el viejo a Dete, echándole una mirada fulminante—. Y si ahora la niña empieza a gemir y a lloriquear porque te vas, como suelen hacer los pequeños insensatos, ¿qué voy a hacer entonces con ella?

—Eso es cosa suya —le respondió Dete—; quiero decir que a mí tampoco me dijo nadie qué era lo que tenía que hacer con la pequeña cuando me la pusieron en brazos cuando tenía un añito, y yo ya tenía bastante que hacer conmigo y con mi madre. Ahora tengo que ganarme la vida, y usted es el pariente más cercano de la niña; si no la quiere, haga con ella lo que le apetezca; luego tendrá que hacerse responsable si le pasa algo y seguro que no necesita usted ninguna carga más en la conciencia.

Dete no se sentía bien con la situación, por eso se había acalorado tanto y había hablado más de la cuenta. Al oír sus últimas palabras, el Tío se había levantado; le lanzó una mirada tal que ella retrocedió unos pasos, luego estiró el brazo y dijo como si fuera una orden:

—¡Márchate por donde has venido y no vuelvas a ponerte delante de mi vista!

Dete no dejó que se lo dijera dos veces.

—Pues adiós, también a ti, Heidi —dijo a toda prisa, y echó a correr montaña abajo de un tirón hasta el pueblecito, porque la inquietud que sentía en su interior la empujaba hacia delante como si fuera auténtico vapor. Ahora en el pueblecito la interpelaban más aún, porque la gente se preguntaba dónde estaba la pequeña; todos conocían bien a Dete y sabían de quién era la niña y todo lo que había acontecido con ella. Cada vez que oía decir en alguna puerta o en alguna ventana:

—¿Dónde está la niña, Dete? ¿Dónde has dejado a la niña?

Ella contestaba siempre de mala gana:

—¡Arriba, con el Tío de los Alpes! ¿De acuerdo? Con el Tío de los Alpes, ya me oís.

Pero se puso muy triste, porque las mujeres no paraban de decirle:

—¿Cómo has podido hacer algo así?

Y:

—¡El pobre angelito!

Y:

—¡Dejar a una niña tan pequeña y desamparada allí arriba!

Y luego una y otra vez:

—¡El pobre angelito!

Dete siguió corriendo todo lo rápido que pudo y se alegró cuando dejó de oír cosas, porque no se sentía nada bien con todo aquello, ya que su madre, al morir, había dejado a la niña en sus manos. Pero, para tranquilizarse, se dijo a sí misma que en el futuro podría volver a ocuparse de la niña si ahora ganaba mucho dinero, así que se alegró pensando en que pronto iba a estar muy lejos de todos los que la criticaban y a tener además un buen trabajo.

Capítulo segundo

En casa del abuelo

Cuando Dete hubo desaparecido, el Tío volvió a sentarse en el banco y a hacer grandes nubes de humo con su pipa, mientras miraba fijamente al suelo sin decir una sola palabra. Heidi, por su parte, observando complacida lo que la rodeaba, descubrió el establo de las cabras, que estaba adosado a la cabaña y miró en su interior. No había nada. La niña continuó con sus inspecciones y llegó hasta la parte trasera de la cabaña, donde estaban los viejos abetos. El viento atravesaba las ramas con tal fuerza que parecía como si rugiera y bramara en lo alto de las copas. Heidi se detuvo y escuchó atentamente. Cuando la cosa se calmó un poco, la niña dio la vuelta a la siguiente esquina de la cabaña y volvió adonde estaba el abuelo. Al verlo en la misma posición en la que lo había dejado, se colocó delante de él, se puso las manos a la espalda y lo observó. El abuelo levantó la vista.

—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó al ver que la niña seguía inmóvil frente a él.

—Quiero ver qué tienes dentro, en la cabaña —dijo Heidi.

—Pues ven. —Y

el abuelo se levantó y entró en la cabaña delante de ella.

—Coge tu hatillo de ropas —le ordenó mientras entraba.

—Ya no lo necesito —dijo Heidi.

El viejo se volvió y lanzó una penetrante mirada a la niña, cuyos ojos negros ardían ante la expectativa de las cosas que podía haber allí dentro.

—No puede faltarle sentido común —dijo a media voz—. ¿Por qué no las necesitas ya? —añadió en alto.

—Prefiero andar como las cabras, tienen las patas muy ligeras.

—Bueno, eso puedes hacerlo, pero coge las cosas —le ordenó el abuelo—, las pondremos en el armario.

Heidi obedeció. Entonces el viejo abrió la puerta y la niña entró tras él en un cuarto bastante espacioso, que ocupaba todo el perímetro de la cabaña. Había allí una mesa y una silla; en un rincón estaba el catre del abuelo, en otro un gran caldero que colgaba sobre el hogar; en el otro lado había una gran puerta en la pared, el abuelo la abrió: era el armario. Allí colgaban sus ropas; en un estante había algunas camisas, calcetines y pañuelos, en otro algunos platos, tazas y vasos, y en el de arriba del todo un pan redondo, carne ahumada y queso, porque en el armario estaba todo lo que el viejo de los Alpes poseía y necesitaba para vivir. Una vez abierto el armario, Heidi se acercó a toda prisa y metió dentro sus cosas, todo lo detrás que pudo de la ropa del abuelo, para que no fueran fáciles de encontrar. Entonces miró con atención el conjunto de la habitación y dijo:

—¿Dónde voy a dormir yo, abuelo?

—Donde tú quieras —fue su respuesta.

A Heidi le pareció bien. Entonces se metió por todos los rincones y fue mirando en cada sitito, a ver cuál era el más bonito para dormir. En el rincón que estaba sobre el catre del abuelo había una pequeña escalera de mano; Heidi subió y llegó al altillo. Había allí un montón de heno fresco y aromático, y por un tragaluz redondo se veía todo el valle.

—Quiero dormir aquí —exclamó Heidi—, esto es muy bonito. ¡Abuelo, sube y mira qué bonito es!

—Ya lo sé —resonó su voz desde abajo.

—Voy a hacer la cama —exclamó nuevamente la niña mientras iba de un lado a otro toda afanosa—, pero tienes que subir y traerme una sábana, porque una cama necesita una sábana para dormir encima.

—Vaya, vaya —dijo el abuelo desde abajo y, después de un rato, fue al armario y se puso a revolver entre sus cosas; luego sacó de debajo de sus camisas un paño largo y basto que debía de ser algo parecido a una sábana. Con él subió la escalera. En el suelo había una especie de camita muy graciosa; en la parte de arriba, donde tenía que ir la cabeza, el heno estaba un poco más alto, así la cara quedaba de tal forma que daba justo en el agujero redondo abierto en lo alto.

—Esto está muy bien —dijo el abuelo—, ahora viene la sábana, pero espera un poco —diciendo esto cogió una buena brazada de heno del montón e hizo el lecho el doble de grueso, para que no pudiera sentirse el duro suelo—, ya está, trae ahora eso.

Heidi había cogido rápidamente el paño, pero apenas podía cargarlo de lo que pesaba; pero eso estaba muy bien, porque de ese modo las afiladas cañas del heno no podrían atravesar aquella tela tan gruesa y no la pincharían. Entonces entre los dos extendieron la sábana sobre el heno, y allí donde quedaba demasiado ancha o demasiado larga, Heidi remetió los bordes bajo el lecho con mucha destreza. Tenía un aspecto muy bonito y limpio, y Heidi se puso delante y lo observó pensativa.

—Nos hemos olvidado de algo, abuelo —dijo luego.

—¿De qué? —preguntó.

—Una colcha; porque cuando uno se mete en la cama, se mete entre la sábana y la colcha.

—¿Ah, sí? ¿Y si no tengo ninguna? —dijo el viejo.

—Bueno, entonces da igual, abuelo —lo tranquilizó Heidi—, entonces se coge más heno que haga de colcha —y se apresuró a volver al montón, pero el abuelo se lo impidió.

—Espera un momento —dijo, bajó la escalera y fue a su lecho. Luego volvió y dejó en el suelo un saco de lienzo, muy grande y pesado.

—¿Acaso no es esto mejor que el heno? —preguntó.

Heidi tiró del saco con todas sus fuerzas, pero sus manitas no podían dominar aquella cosa tan pesada. El abuelo la ayudó y, una vez extendido sobre la cama, le dio al conjunto un aspecto muy bueno y consistente; Heidi se quedó admirada de su nueva cama y dijo:

—¡Es una colcha preciosa… y toda la cama! Me gustaría que ya fuese de noche para poder echarme en ella.

—Yo creo que antes deberíamos comer algo —dijo el abuelo—, ¿o tú qué piensas?

Con el ajetreo de la cama, Heidi se había olvidado de todo lo demás; pero en el momento en que pensó en la comida, le entró un hambre tremenda, pues ese día no había comido más que un pedazo de pan con unos tragos de café flojito por la mañana, y luego había hecho todo aquel largo viaje. Así que Heidi dijo muy de acuerdo:

—Sí, yo también lo creo.

—Pues baja, ya que pensamos lo mismo —dijo el viejo y siguió a la niña.

Luego se acercó al caldero, apartó el grande y acercó el chico, que colgaba de la cadena, se sentó delante en un taburete de madera redondo y atizó las brasas hasta hacer un buen fuego. El caldero empezó a hervir y el viejo puso al fuego un buen pedazo de queso pinchado en un largo tenedor de hierro y le fue dando vueltas hasta que se doró por completo. Heidi había estado observándolo todo con mucha atención; ahora debía de habérsele ocurrido algo nuevo, porque de repente fue corriendo al armario y luego anduvo un rato yendo y viniendo de un lado para otro. Entonces el abuelo se acercó a la mesa con un puchero y el queso asado en el tenedor; el pan redondo estaba ya allí y dos platos y dos cuchillos, todo muy bien ordenado, porque Heidi había visto las cosas en el armario y sabía que ahora las necesitarían para comer.

—Vaya, esto está muy bien, que pienses por ti misma —dijo el abuelo al tiempo que ponía el queso en el pan como si éste hiciera las veces de un plato—, pero aún falta algo en la mesa.

Heidi vio el vapor tan apetitoso que salía del puchero y de un salto volvió al armario. Pero no había más que un cuenco. Heidi no dudó mucho, debajo había dos vasos; al momento ya estaba de vuelta y dejó el cuenco y un vaso sobre la mesa.

—Muy bien, sabes cómo salir de un apuro, pero ¿dónde quieres sentarte?

En la única silla estaba sentado el abuelo. Heidi salió disparada como una flecha hacia el hogar, trajo el taburetito y se sentó en él.

—Al menos tienes un asiento, cierto, sólo que un poco bajo —dijo el abuelo—, pero desde mi silla tampoco llegarías a la mesa…, pues algo tenemos que hacer, ¡ven!

Diciendo esto se levantó, llenó el cuenco de leche, lo colocó en la silla y la acercó bien al taburete, de manera que Heidi tuvo así una mesa. El abuelo puso en ella una gran rebanada de pan y un pedazo del queso dorado y dijo:

—¡Ahora come!

Él se sentó en una esquina de la mesa y empezó a comer. Heidi echó mano a su cuenco y bebió y bebió sin parar, porque ahora sentía toda la sed del largo viaje. Luego respiró durante un rato, porque de tanto beber no había podido ni coger aire, y dejó el cuenco en la mesa.

—¿Te gusta la leche? —preguntó el abuelo.

—Nunca he bebido leche tan buena —respondió Heidi.

—Pues toma más —y el abuelo volvió a llenar el cuenco hasta arriba y se lo dio a la niña, que estaba comiéndose el pan toda contenta, untándolo con el queso blando, porque, asado así, quedaba tan blando como la mantequilla y, entre medias, se bebía la leche y parecía muy satisfecha. Cuando se acabó la comida, el abuelo salió al establo porque tenía que ordenar muchas cosas allí, y Heidi observó con atención cómo primero lo barría con la escoba y echaba paja fresca para que los animales durmieran en ella; cómo luego iba al cobertizo de al lado para cortar unos palos redondos y recortar una tabla, hacerle unos agujeros para meter en ellos los palos redondos y darle la vuelta; de repente resultó ser una silla como la del abuelo, sólo que mucho más alta, y Heidi se quedó atónita mirando aquella obra, muda de asombro.

—¿Qué es esto, Heidi? —preguntó el abuelo.

—Es mi silla, porque es muy alta… y ya está acabada —dijo la niña todavía perpleja y muy asombrada.

—Sabe lo que ve, tiene los ojos en el sitio correcto —observó el abuelo para sí, mientras rodeaba la cabaña y clavaba un clavo por aquí y otro por allí, yendo de un lado para otro con el martillo, los clavos y los trozos de madera, poniendo o quitando cosas, según lo viera necesario. Heidi lo siguió paso a paso, mirándolo fijamente y con la mayor atención, y todo lo que allí pasaba le resultaba muy entretenido. Así fue acercándose la noche. Los viejos abetos empezaron a susurrar, y un fuerte viento atravesaba bramando y rugiendo las espesas copas. Aquello le sonaba a Heidi tan bien en los oídos y en el corazón que se alegró mucho y empezó a dar saltos y brincos bajo los árboles, como si hubiera sentido una alegría inaudita. El abuelo estaba bajo la puerta del cobertizo, mirando a la niña. Entonces se oyó un agudo silbido. Heidi dejó de saltar y el abuelo salió. De lo alto venían, dando brincos, una cabra tras otra, como si fuera una cacería, y en medio de ellas iba Pedro. Dando un grito de alegría Heidi se metió en medio del tropel y fue saludando una tras otra a las viejos amigas de esa misma mañana. Al llegar a la cabaña todo estaba en silencio, y de entre el rebaño salieron dos cabras, preciosas y esbeltas, una blanca y una marrón, que se fueron a lamerle las manos al abuelo, porque se había echado en ellas un poco de sal, como hacía todas las noches para recibir a sus dos animales. Pedro desapareció con su rebaño. Heidi acarició con ternura a una cabra y luego a la otra, y fue saltando a su alrededor para acariciarlas también por la otra parte, y se sentía muy dichosa y feliz con los animales.

—¿Son nuestras, abuelo? ¿Son nuestras las dos? ¿Hay que meterlas en el establo? ¿Se quedarán con nosotros?

Tan contenta estaba Heidi que no paraba de hacer preguntas, y el abuelo apenas podía decir un «sí, sí» entre medias. Una vez que las cabras se hubieron comido la sal, dijo el viejo:

—Entra y trae tu cuenco y el pan.

Heidi obedeció y regresó al instante. Entonces el abuelo ordeñó a la blanca hasta llenar el cuenco, partió un pedazo de pan y dijo:

—¡Cómete esto, y luego sube y duérmete! La tía Dete ha dejado para ti un pequeño hatillo, ahí debe de haber un camisoncito o algo parecido si lo necesitas, yo tengo que encerrar ahora a las cabras, así que… ¡que duermas bien!

—¡Buenas noches, abuelo! Buenas noches… ¿Cómo se llaman, abuelo? ¿Cómo se llaman? —exclamó la niña y salió corriendo detrás del viejo y de las cabras, que ya desaparecían de su vista.

—La blanca se llama Blanquita y la marrón, Pardita —respondió el abuelo.

—Buenas noches, Blanquita, buenas noches, Pardita —gritó entonces Heidi con todas sus fuerzas, porque las dos estaban desapareciendo ya por la puerta del establo.

Entonces Heidi se sentó en el banco y se bebió la leche; pero el fuerte viento llegaba ya casi hasta su asiento, así que acabó rápido, entró y se subió a su cama, en la que casi al instante se durmió tan firme y magníficamente como sólo es posible dormir en el hermosísimo lecho de un príncipe. No mucho tiempo después, antes incluso de que se hubiera hecho completamente de noche, el abuelo se tumbó también en su catre, porque por la mañana él siempre se levantaba con el sol, y éste salía muy temprano por las montañas en aquellos meses de verano. Por la noche, el viento soplaba con tanta fuerza que, con sus golpes, la cabaña temblaba y las vigas crujían; por la chimenea parecía como si se quejaran y se dolieran unas voces lastimeras, y afuera golpeaban con tal fuerza los abetos que, de vez en cuando, se quebraba alguna rama. El abuelo se levantó en mitad de la noche y dijo para sí a media voz:

—Seguro que tiene miedo.

Subió por la escalera y se acercó al lecho de Heidi. La luna estaba en el cielo, iluminándolo todo con la claridad de su luz; luego se pusieron delante de ella unas veloces nubes y todo se volvió oscuro. Pero un momento después un rayo de luna atravesó con su luz la redonda abertura y fue a caer justo encima del lecho de Heidi. Se había quedado dormida bajo la pesada manta con las mejillas coloradas como el fuego, y allí yacía muy tranquila y en paz sobre el bracito redondeado, y soñaba con algo muy grato porque su carita tenía un aspecto muy tierno. El abuelo estuvo contemplando a la niña, dormida allí tan pacíficamente, hasta que las nubes volvieron a ocultar la luna y todo quedó a oscuras; entonces regresó a su lecho.

Capítulo tercero

En el prado

Un fuerte silbido despertó a Heidi por la mañana temprano y, cuando abrió los ojos, percibió un fulgor dorado que entraba por el agujero y caía sobre su lecho y sobre el heno que había al lado, así que por todas partes había un brillo dorado. Heidi miró asombrada a su alrededor sin saber dónde estaba. Pero entonces oyó fuera la profunda voz del abuelo y lo recordó todo, de dónde había venido y que ahora estaba en los Alpes en casa del abuelo, y no con la vieja Ursel, que ya casi no oía y que se pasaba la mayor parte del tiempo helada de frío, de manera que siempre se sentaba junto al fuego del hogar o, si no pegada a ella, al menos muy cerca de la estufa del cuarto en el que Heidi no tenía más remedio que quedarse para que la anciana pudiera ver dónde estaba, porque apenas podía oírla. A Heidi, de vez en cuando, todo aquello le resultaba un poco agobiante, y habría preferido salir corriendo. Así que se sintió muy feliz al despertarse en su nueva casa y recordar todas las cosas nuevas que había visto el día anterior y pensar en todo lo que podría ver ese mismo día, sobre todo a Blanquita y a Pardita. Heidi se apresuró a levantarse de la cama y, a los pocos minutos, ya había vuelto a ponerse lo mismo que llevaba el día anterior, que era muy poco. Luego bajó por la escalera y salió de la cabaña. Allí estaba ya Pedro el cabrero con su rebaño y, justo en ese momento, el abuelo estaba sacando del establo a Blanquita y a Pardita, que se unieron al grupo. Heidi fue corriendo hasta allí para darles los buenos días a las cabras.

—¿Quieres ir a los pastos altos? —preguntó el abuelo. A Heidi le pareció muy bien y empezó a dar brincos loca de contento.

—Pero primero hay que lavarse y asearse, de lo contrario el sol se reirá de ti cuando él brille tan precioso allá en lo alto y vea que tú estás toda negra; mira, eso es para ti.

El abuelo señaló en dirección a una tina llena de agua que estaba al sol, delante de la puerta. Heidi se metió en ella de un salto y se frotó y se restregó hasta que estuvo bien reluciente. Entretanto, el abuelo entró en la cabaña y le dijo a Pedro:

—¡Ven aquí, general cabrero, y tráete el zurrón!

Asombrado, Pedro obedeció la llamada y le tendió el saquito, en el que llevaba su frugal almuerzo.

—¡Ábrelo! —le ordenó el abuelo, que metió en él un gran pedazo de pan y un pedazo de queso de igual tamaño. Asombrado, Pedro puso unos ojos como platos, porque los dos pedazos eran el doble de grandes que los que él llevaba para su propio almuerzo.

—Bueno, y ahora también el cuenquecito —continuó diciendo el abuelo—, porque la niña no puede beber como tú, directamente de las cabras, ella no sabe hacerlo. Así que a mediodía le ordeñas dos cuenquecitos llenos, porque la niña se irá y se quedará contigo hasta que vuelvas a bajar; cuídate de que no se despeñe por las rocas, ¿me oyes?

En ese momento Heidi llegó corriendo.

—¿Ahora el sol ya no se reirá de mí, abuelo? —preguntó muy diligente.

Con el miedo que le había entrado por lo del sol se había frotado tanto la cara, el cuello y los brazos con un paño muy basto que el abuelo había colgado junto a la tina del agua, de manera que se plantó ante él roja como un tomate.

—No, ahora no tendrá nada de lo que reírse —afirmó el abuelo—. Pero ¿sabes? Por la noche, cuando vuelvas a casa, métete entera en la tina, como un pez; porque cuando anda uno como las cabras se le ponen los pies negros. Ahora podéis marcharos.