Todo relato necesita sus hitos

La historia del indie, como la historia de cualquier otro género, puede ser entendida como una sucesión de hallazgos. No directamente asociados a nuevos instrumentos ni a nuevas culturas del ocio, sino a factores algo más borrosos, en sintonía con su propia naturaleza. Como cualquier relato, su devenir en el tiempo puede ser visto como un continuum, una sucesión cronológica y progresiva de acontecimientos. Pero todo relato necesita también sus empujones discursivos, sus momentos de agitación para dar pequeños grandes saltos en su evolución. Su retahíla de hitos que den lugar a una mitología particular, aunque magnificados en el tiempo. A diferencia de lo que ocurre con otros estilos (se asume, aunque sea una simplificación, que el rock and roll germina con el primer single de Elvis Presley en 1954, o que el punk nace con el primer álbum de los Ramones en 1976), los contornos evolutivos del indie y el rock alternativo son bastante más difusos, pero se pueden delimitar algunos momentos clave en su génesis y en su desarrollo, que serán más ampliamente detallados en los próximos apartados. La mayoría de ellos se suceden en lapsos de unos cinco años. Veamos.

1976 es también el año de gracia para el indie, aunque solo fuera desde un prisma embrionario. El 4 de junio de aquel año, los Sex Pistols actúan por primera vez en Manchester, en el Lesser Free Trade Hall, ante una audiencia de entre 40 y 80 personas. Ni los más viejos del lugar se ponen de acuerdo en la cifra. Es uno de esos raros momentos fundacionales. De esos conciertos que, pasado el tiempo, centenares de personas recuerdan con el manido “yo estuve allí”, aunque en realidad solo comparecieran unos pocos fieles y curiosos. “Si todos los que afirman haber estado allí hubieran estado en realidad, habrían llenado Old Trafford”, le comentaba hace poco Bernard Sumner (New Order) a este firmante en una entrevista. Entre el escaso público de aquel concierto figuraba un rosario de nombres que contribuiría a sentar las bases de la independencia inglesa en años venideros. Aquella noche la mayoría de ellos eran jóvenes imberbes que aún no habían siquiera formado sus propias bandas. A saber: Ian Curtis (Joy Division), Bernard Sumner o Peter Hook (Joy Division, New Order), Steven Morrissey y Johnny Marr (The Smiths), Pete Shelley y Howard Devoto (Buzzcocks, organizadores del concierto), Mark E. Smith (The Fall), el productor Martin Hannett o Tony Wilson (capo de Factory Records). Un auténtico all star del primer indie, aún en ciernes. Hasta Mick Hucknall (Simply Red) estuvo allí.

No en vano, el punk marcó el camino para el indie. Enseñó a los post adolescentes de la época que no era necesario ser un virtuoso para medrar en el mundo de la música pop, siempre que la pasión y el instinto primasen. Solo unos meses antes, el 20 de febrero de aquel año, un joven Geoff Travis había abierto la primera tienda de discos Rough Trade en Londres, inaugurando la marca que a la postre se convertiría en el sello y la distribuidora más importante de toda la escena independiente británica. El sello Stiff de Jake Riviera, otra discográfica independiente y emergente (la más prominente de aquel momento junto a Chiswick, fundada en 1975), edita en agosto su primer single, “So It Goes”, de Nick Lowe. En noviembre editarían el primer single de la era punk británica, el “New Rose” de The Damned. Pero, sobre todo, es el autoeditado EP Spiral Scratch, de los Buzzcocks, en enero del 77, el que marca el camino para la incipiente generación indie. Probó que cualquiera podía editar un disco sin el soporte de una discográfica. La autogestión en su estado más puro y embrionario.

1981 marca un nuevo punto de inflexión: se edita “Smiles & Laughter”, de la banda Modern English, y es la primera vez que se utiliza el término indie en un medio de comunicación. Lo hace el semanario Record Mirror en su crítica del disco, fechada el 29 de agosto. Modern English habían germinado en tiempos de la new wave, pero habían fichado recientemente por un nuevo y pequeño sello, de trazo casi artesanal, 4AD, regentado por Ivo Watts Russell. La escena, huérfana aún de un nombre identificador, va –no obstante– creciendo en número de bandas que se despegan estéticamente de los postulados más comunes del post punk.

1986 supone un determinante empujón para el género, ya que es la primera vez que el indie se asocia a unas coordenadas comunes y a una escena identificada en grupos concretos. Los sellos Rough Trade y Creation ya habían empezado a programar a la plana mayor de sus bandas desde octubre del 85, en el Hammersmith Riverside de Londres, en citas bautizadas como The Week Of Wonders. Pero el auténtico acta notarial del indie como un estilo plenamente identificable llega con la cinta de cassette C-86 que recopila y edita la revista New Musical Express (y que reedita el modelo seguido cinco años antes en la cinta C-81), en la que figuran Primal Scream, The Wedding Present, Close Lobsters, The Soup Dragons, McCarthy, The Primitives o BMX Bandits. Se inauguran las primeras listas de éxitos indies en el Reino Unido, disociadas de las convencionales, en sintonía con lo que al otro lado del charco ocurre con el college rock y el underground norteamericanos. Todo ello se produce justo en el décimo aniversario de aquel mítico concierto de los Pistols en Manchester, ya rememorado como fértil punto de partida.

En la primera mitad de los 90 llega la época de las grandes transformaciones. Cuando el indie y lo alternativo dejan de ser minoritarios para pasar a ser objeto de deseo de las grandes multinacionales. Es el periodo que va desde 1992 a 1995. Primero el grunge, y luego el brit pop, certifican, con el paso de sus principales valedores a las grandes ligas discográficas (Nirvana, Sonic Youth, Blur) que la independencia ya ha empezado a dejar de ser una condición infraestructural (la militancia en sellos pequeños, la explotación de canales alternativos) para convertirse en una opción estética. Una cuestión de forma, y no exactamente de fondo. Y el proceso adquiere visos de ser irreversible.

El cambio de década y de siglo, pese al censo de nuevos estilos que los 90 han ido consignando en el debe del indie, no hace más que acelerar ese proceso, con la irrupción de Napster y los primeros intercambios de archivos P2P, que degradan la importancia del formato físico y, con ello, devalúan la relevancia de la adscripción a un sello independiente o multinacional. Con todo, 2001 marca un nuevo repunte con la irrupción de The Strokes y la consolidación de The White Stripes como heraldos de una vuelta al rock de guitarras en su formato más básico e hirviente. Las grandes discográficas se lanzan al caladero de las indies en busca de nuevas sensaciones de temporada, de bandas que oficien en esas coordenadas.

2005 apuntala la respuesta británica a aquella oleada norteamericana (tal y como el brit pop había replicado al grunge diez años antes), y decenas de nuevas bandas indies fomentan de nuevo el interés de la gran industria: son Franz Ferdinand, Arctic Monkeys, Bloc Party o Maxïmo Park. Plataformas como MySpace, Bandcamp y los consiguientes servicios gratuitos de streaming tienden a emborronar aún más los lindes entre lo que es indie y lo que es mainstream, porque los intermediarios cada vez van disminuyendo más su incidencia, de forma acusada. El producto ya se sirve directamente sin filtros al consumidor, y medios digitales como Pitchfork se convierten en las referencias de cabecera, reemplazando la primacía de los semanarios y mensuales en papel. Los canadienses Arcade Fire se convierten prácticamente desde su primer trabajo en la nueva banda indie de estadios, algo que unos años antes hubiera supuesto una total contradicción en sus propios términos. No es de extrañar que, en sintonía con el imparable ascenso de ventas y de popularidad de bandas tan grandilocuentes y discutibles como Muse, Kasabian, The Killers o Kings Of Leon, sea en este momento cuando periodistas británicos acuñen el término de landfill indie (indie de vertedero) o fake indie (indie de pega), asimilable a algunos de nuestros giros autóctonos, algunos francamente cañís: indietex, indie de marca blanca o indie de postal.

La siguiente década, a partir de 2010, incide en una enorme fragmentación de modos de hacer y en el reciclado continuo de ideas gestadas con anterioridad. Aún así, nuevos estilos se van sucediendo, aunque sea desde presupuestos que vuelven a operar al margen de la gran industria, y más escorados al uso inteligente de la tecnología que al pop blanco de guitarras con el que siempre se ha asociado al indie: el dubstep o el grime se consolidan, y emergen el pop hipnagógico, el trap, el moombathon y decenas de microestilos. Pero también solidifica un nuevo rock indie de tercera generación (Cloud Nothings, Japandroids, Fucked Up) y un nuevo pop rock de dormitorio y de muy baja fidelidad, de factura casera, expedido por jóvenes norteamericanos (Car Seat Headrest, Alex G), británicos o australianos (Bored Nothing, Scott and Charlene’s Wedding), que vuelve a certificar, una vez más, que más allá de disquisiciones nominales, el indie ni se crea ni se destruye, tan solo se transforma.

Con ellos empezó todo: El indie británico en la era post punk

Como avanzábamos antes, el punk fue más efectivo por lo que supuso como acicate a largo plazo que como fenómeno de ruptura en el relato del rock. Su versión más esencialista, rebosante de provocación y rechazo frontal al sistema, estaba condenada a la deflagración rápida. A ahogarse en sus propias llamas. Pero el fermento que fue sedimentando desde finales de los años 70 fue el ideal para que, bajo los claroscuros del post punk, fueran proliferando nuevas formas de abordar el pentagrama desde presupuestos pop y rock. Y nuevas formas también de hacer correr sus buenas nuevas, a través de los incipientes fanzines y el esplendor de los semanarios musicales. Porque tan lejos de los tenebrismos sonoros que el entonces llamado after punk iba alentando, repleto de resonancias góticas y tenebristas (Bauhaus, Siouxsie & The Banshees, The Cure, los australianos The Birthday Party de Nick Cave) como de los efervescentes argumentos de la primera oleada synth pop (Depeche Mode, Soft Cell, Japan), los primeros ochenta iban consolidando el argumentario de un puñado de bandas que practicaban un pop singular, desde la descentralización que muchas veces les procuraba el moverse lejos de la capital, Londres.

Ese fue el caso de Factory Records, la discográfica fundada en 1978 en Manchester por el inimitable empresario y entertainer Tony Wilson. Fue la casa de The Durutti Column, A Certain Ratio o John Cooper Clarke. Pero, sobre todo, fue el hogar de New Order, sucesores naturales de los referenciales Joy Division (tras el suicido de su vocalista, Ian Curtis, en 1980), una de las bandas emblemáticas de todo este tinglado. Consiguieron que su maxi single “Blue Monday” se convirtiera, en 1983, en el más vendido de la historia. Pese a que el caro diseño troquelado de su portada les hiciera perder dinero durante un buen tramo de su tirada (es lo que tienen las economías de escala), viéndose obligados a corregirlo sobre la marcha, en un aprieto absolutamente sintomático de las contradicciones que a veces suponía crecer a lo grande pero con la mentalidad modesta del independiente. Su progresión, de la oscuridad de sus inicios al abrazo de la tecnología en un puñado de discos fascinantes hasta los 90, fue ejemplar.

También del norte procedían Echo & The Bunnymen y The Teardrop Explodes, las dos grandes luminarias de Liverpool. Y ambas también pertenecían, en un primer momento, a un sello creado en 1978: Zoo Records, regentado por Bill Drummond (entonces en Big In Japan y años mas tarde al frente de los ácidos The KLF) y David Balfe. Los Bunnymen de Ian McCulloch fundían las sombrías aspiraciones líricas de The Doors con las indagaciones atmosféricas del mejor post punk, mientras que los Teardrop Explodes de Julian Cope proponían una contagiosa relectura de la psicodelia, que fue agudizando su lisergia en posteriores entregas de Cope en solitario. Y también del norte, en este caso de la fértil Glasgow, procedían casi todas las bandas del catálogo de Postcard, label fundado por Alan Horne en 1979. Eran los efervescentes Josef K, los exquisitos Aztec Camera de Roddy Frame con su rúbrica pop de muchos quilates o los deliciosos Orange Juice de Edwyn Collins, detentores de un trazo pop que, en su crisol con la sensualidad del mejor soul, la música disco y la herencia de The Byrds, merecía mejor suerte comercial. The Monochrome Set, desde Londres, también debieron haber recabado un eco mayor para la propuesta que venían perfilando desde finales de los 70, tan seminal para entender años más tarde la música de The Smiths, Belle & Sebastian o Franz Ferdinand.

Y es que si hay un par de factores que marcan a toda esta generación son la asimilación del legado de The Byrds (más determinante para ellos que el de The Beatles, toda una herejía en según qué ámbitos) y la reivindicación de la herencia de una banda tan denostada comercialmente en su momento como alabada con el paso del tiempo: The Velvet Underground. De hecho, el álbum VU (1985), una recopilación de descartes que supuso su única entrega de material nuevo durante los años 80 –ya estaban separados desde más de una década antes– se convirtió en algo así como un disco fetiche para muchos de los jóvenes británicos que en aquella época empezaban a labrarse un futuro en el mundo de la música independiente. Fue para ellos un pórtico iniciático con el que adentrarse en su obra, luego regurgitada a través de sus propias canciones.

Los primeros ochenta fueron también los tiempos de Everything But The Girl (cuyos componentes, Ben Watt y Tracey Thorn, habían velado armas en Cherry Red, otro sello con pedigrí), Weekend o su esqueje, Working Week: todos ellos artífices de exquisitos muestrarios de pop infectados por las cadencias y los modismos del jazz y la bossanova. O del arrollador soul de ojos azules de los Dexys Midnight Runners de Kevin Rowland, capaces de fundirlo con el folk desarrapado de aliento céltico en discos exultantes. De finos estilistas, como Lloyd Cole & The Commotions o The Pale Foun­tains. Pero también fue aquel el tiempo de talentos geniales y heterodoxos, como el de Matt Johnson y sus The The. Del insoborable Mark E. Smith al frente de esa célula creativa, inmune al desgaste hasta nuestros días, que son The Fall. O de los reyes de la ensoñación sonora, maestros precursores del dream pop, como fueron los Cocteau Twins, desde su rol de punta de lanza del sello londinense 4AD. Y de los grandes discos, facturados desde el Reino Unido, de una de las mejores duplas compositoras que nunca dio el indie: la que formaban los australianos Grant McLennan y Robert Forster al frente de The Go-Betweens. Las antípodas, de hecho, no dejaban de surtirnos de delicatessen, tanto desde la misma Australia, con The Triffids o The Church, como desde la vecina Nueva Zelanda, con los primeros trabajos de The Clean, The Chills, The Bats y demás adalides del sello Flying Nun y del llamado kiwi pop, con la ciudad de Dunedin como uno de sus epicentros más notables.

Más refinados estetas cargados de buenas canciones: el romanticismo nocturno de The Blue Nile, la cegadora caligrafía pop de Prefab Sprout, la letrada elegancia de Felt, el izquierdismo anguloso que patentaron Scritti Politti, el minimalismo hipnótico de Young Marble Giants e incluso aquel cruce entre The Clash y Woody Guthrie cuya autoría se arrogaba Billy Bragg, siempre diestro en el arte de conjugar compromiso político y desazón sentimental. La mayoría de estos músicos gozaban de un estupendo altavoz en el programa que el insigne radiofonista John Peel conducía desde la Radio 1 de la BBC, especialmente en sus famosas Peel Sessions, que conformaban un amplio testimonio sonoro de la época.

A mediados de la década de los 80 se producen los dos grandes seísmos del pop británico durante aquel decenio, cuya onda expansiva es palpable en décadas venideras. En primer lugar, la consolidación de The Smiths, desde Manchester, como la principal fuerza reformuladora del género, a través de una discografía sin igual, en la que la nostalgia por los años 60, un lirismo sui generis preñado de ambigüedad sexual y el compromiso irrenunciable con sus propias señas de identidad (sus reconocibles portadas, su aversión por la estética del videoclip) diseñaron los arcos de bóveda del indie en su versión más distinguida. Y en segundo lugar, con la estruendosa irrupción de The Jesus & Mary Chain, quienes fundían desde Glasgow el muro de sonido de Phil Spector y la herencia de los girl groups con el ruidoso feedback de sus propias guitarras, en una excitante aleación que también sería enormemente influyente. Y que fue alentada por su paisano Alan McGee desde Creation Records, otro de los sellos capitales en toda esta historia, en donde también militaban unos primerizos Primal Scream.

Precisamente esos –aún balbuceantes– Primal Scream formaban parte de la ya mencionada recopilación C-86 (bautizada así por su año de publicación) junto a los emergentes The Wedding Present de David Gedge, The Pastels, The Mighty Lemon Drops y unas cuantas bandas hoy sumidas prácticamente en el olvido, como The Bodines, The Shop Assistants o The Servants. Publicada por el semanario New Musical Express en formato de cinta de cassette (hoy vista como toda una cotizada reliquia del pasado), marca un punto y aparte en la consideración del indie pop como un estilo de contornos definidos, marcados por la primacía de las guitarras, la relectura de los clásicos, el distanciamiento consciente de lo comercial, la elaboración de un argumentario sentimental mayoritariamente exento de cinismo (a veces excesivamente conmiserativo) y el rechazo a la estética chillona y fútil de la pujante industria del videoclip musical. Una música facturada por jovencitos blancos de clase media, tan apta para la autoparodia de trazo grueso si se identifican sus rasgos más externos con cierta sorna postmoderna desde la atalaya de la actualidad, como para el deslinde de no pocas obras perdurables en el tiempo, que han sido y seguirán siendo referentes inexcusables para sucesivas generaciones.

Conviene recordar que, pese a lo estéril de muchos de sus posicionamientos a largo plazo, el compromiso político contra el cruel neoliberalismo encarnado por Margaret Thatcher y la apuesta por un cierto aura de autenticidad –en confrontación con el hedonismo rampante y la frivolidad (a veces solo aparente) del pop que poblaba las listas de éxitos y las incesantes rotaciones de videoclips de la MTV y el Top Of The Pops eran dos de las fuerzas motrices que impulsaban a gran parte de esta generación de músicos británicos. Con sus carencias y con sus virtudes. Con la ternura que en algunos casos puede inspirar el paso del tiempo. Pero sin ellos, todo lo que vendría más tarde no hubiera sido posible.

Crónicas del subsuelo:
El underground norteamericano de los años 80

El punk también había hecho estragos en los EEUU, aunque sin el componente general de válvula de escape para el descontento social que había albergado en el Reino Unido, y con una pátina más intelectualizada. Músicos como The New York Dolls o Patti Smith habían plantado la semilla a mitad de los 70, y bandas como Talking Heads, Television, Richard Hell & The Voidoids y, sobre todo, Ramones, ejercieron un gran influjo sobre quienes comenzaron a reunir sus propias formaciones a finales de aquella década y principios de los 80, desde presupuestos autogestionarios y refractarios a la gran industria del disco. Los ochenta son en Norteamérica los años en los que fermenta la simiente de lo que luego se entendería como rock alternativo, que aún se manifestaba entonces en estilos como el hardcore primero– y el noise rock después– , fundamentalmente. A aquella amalgama de bandas, sellos, circuitos de salas y redes de fanzines que surgieron a lo largo de los más de cincuenta estados que componen los EEUU, y que tejían una diversa maraña de células prácticamente subterráneas (por su opacidad ante los medios de comunicación convencionales) se le dio en llamar, de forma natural, underground. El subsuelo creativo, que emergía en paralelo al indie británico. Quizá la forma más razonable de trazar una panorámica sintética de aquel conglomerado de escenas sea desde una perspectiva geográfica, subrayando siete puntos clave: Los Angeles, Washington DC, Minneapolis, Nueva York, Boston, Olympia y Athens.

La costa oeste, con epicentro en Los Angeles, fue el caldo de cultivo para que en la primera mitad de los años 80 un puñado de formaciones que hacían bandera de las guitarras anfetamínicas y las canciones de menos de tres minutos se reprodujera como esporas. Era el primer hardcore, heredero directo del punk de finales de los 70 y antecedente necesario del propio revival punk rock que se viviría en la misma costa en los 90 (Green Day, NOFX, The Offspring). Sus adalides eran bandas como los Black Flag de Henry Rollins, The Germs, Dead Kennedys, Minutemen, Suicidal Tendencies o Circle Jerks. Su credencial principal, una férrea tendencia a la confrontación con la América neoconservadora de Ronald Reagan para situarla frente a su propio espejo, merced a composiciones breves y rebosantes de ira y rabia, que en la mayoría de los casos reducían la melodía a su mínima expresión. El ruido y la furia, comprimidos.

Washington DC fue el otro foco primordial de irradiación del hardcore en los EEUU, merced a la labor que el sello Dischord desarrolló también a lo largo de toda la década. También en parte herederos de la ética punk, y avanzadilla del emocore que se desarrollaría en los 90 (Sunny Day Real Estate, Jawbreaker). Sus valedores principales eran Minor Threat, la banda que encabezaba Ian McKaye, fundador de la propia Dischord, que acabaría formando Fugazi a finales de década. A él se le suele atribuir también la autoría del straight edge, una tenaz y severa filosofía de vida que abogaba por la supresión del alcohol, el tabaco y las drogas, como reacción a algunos de los excesos en los que la subcultura punk había incurrido. En síntesis, eliminación de lo superfluo y vindicación de lo esencial, que no deja de ser una forma extrema (y algo integrista) de independencia. Bad Brains, Rites of Spring o Teen Idles se cuentan entre algunas más de sus bandas clave.

Mientras, en Minneapolis (Minnesota), la ciudad que la discografía de Prince empezaba a situar en el mapa internacionalmente, dos bandas se perfilaban como puntales del underground yanqui de la época: Hüsker Dü y The Replacements. Los primeros eran el resultado de juntar los talentos de Bob Mould y Grant Hart, dos compositores complementarios que, partiendo también de la herencia del punk, introdujeron cotas de brillantez melódica –conforme los ochenta fueron avanzando– que no eran moneda común en la escena hardcore. Su obra fue pivotal para entender cualquier proyecto posterior que hiciera de la ecuación ruido + melodía su leit motiv, y ya en los 90 dio lugar a Sugar y Nova Mob, respectivamente, así como a una obra en solitario que prosigue por ambas partes hasta nuestros días, especialmente fértil en el caso de Mould. Los segundos eran el vehículo expresivo de Paul Westerberg y sus atribulados secuaces, una máquina de fundir, progresivamente, el punk con el rock and roll pendenciero de los Stones o los Faces, los arrebatos de swing, el hálito crooner y hasta cierta querencia AOR muy bien filtrada en su última etapa. Siempre a la sombra de bandas como R.E.M., merecieron mejor suerte comercial. Aunque influirían años más tarde a alumnos aventajados como The Hold Steady o Marah.

Ya que hablamos de R.E.M., es inevitable enlazar con su Athens (Georgia) natal, cuna de una efervescente escena que alumbró, entre finales de los 70 y principios de los 80, a bandas como The B-52s, Pylon o Widespread Panic. Una reducida y colorista pléyade de proyectos gestados en una ciudad relativamente pequeña del sur, de ambiente universitario, en la que R.E.M. requieren mención aparte: su progresión durante la década, de grupo minoritario adorado por las emisoras de radio universitarias (college radios) a megaestrellas de alcance mundial, representa como pocas el triunfo del rock independiente, por cuanto su tránsito de las ligas discográficas indies a las majors nunca menoscabó su inquebrantable autonomía creativa ni tampoco su flujo de inspiración. Vendieron millones de discos sin traicionar sus principios, esa cuadratura del círculo tan desgraciadamente infrecuente.

Más al norte de Athens, y ya pasado el ecuador de los 80, el runrún de que algo importante se cocía desde Boston iba tomando forma. De la zona de Massachussets salieron en aquellos años los Pixies, Dinosaur Jr, Throwing Muses, Buffalo Tom, Galaxie 500 o los primeros Lemonheads. Especialmente importantes fueron los dos primeros, que asumirían algunas de las enseñanzas de Hüsker Dü y de las escenas punk y hardcore precedentes para convertirse en dos de las principales fuerzas motrices del rock alternativo norteamericano en el tránsito de los 80 a los 90. Tanto Pixies como Dinosaur Jr (en menor medida), recogieron aquel legado y lo popularizaron en tiempos en los que lo alternativo ya comenzaba a cotizar al alza en los grandes medios de comunicación. Sus discografías de la época son capitales. Aunque si hubo una banda que remachó, por delante de ellos, los goznes del underground para edificar una nueva forma de entender el rock, esos fueron los neoyorquinos Sonic Youth. Herederos de la no wave de su ciudad a finales de los 70, del art rock y de la contracultura, fueron tejiendo con arrobas de talento y de inspiración la madeja de un nuevo lenguaje al que se convino en llamar noise rock. Lo hicieron a través de una discografía ejemplar, cientos de veces imitada pero nunca superada, repleta de momentos fascinantes. Mientras, en Olympia (Washington), una pequeña ciudad al noroeste del país, Calvin Johnson iba puliendo, casi en las antípodas estilísticas, una veta de pop de bajo presupuesto al frente de sus Beat Happening y su sello K Records, cuya sombra se alargaría durante la siguiente década.

Conviene no obviar, aunque su frecuente simbiosis con sellos multinacionales la haya disociado muchas veces del concepto de indie o alternativo, a toda la escena del llamado Nuevo Rock Americano que germinó durante la primera mitad de los años 80, y en la que también se podía encuadrar a los primeros R.E.M.: bandas más refinadas, que pregonaban el retorno a las esencias del rock de los años 60 y reformulaban la guitarras de papel de estraza de The Byrds, la psicodelia y la herencia beatle, como fue el caso de The Feelies, Violent Femmes, The Dream Syndicate, The Long Ryders o Green On Red. Ni tampoco dejarnos en el tintero el revival garage rock protagonizado por bandas norteamericanas, australianas o escandinavas en la segunda mitad de los 80, con The Fuzztones, The Nomads, The Cynics, The Creeps o los ya por aquel entonces veteranos The Fleshtones como principales emblemas.

Guitarras, baile e hipnosis: Madchester y el shoegaze

De vuelta al Reino Unido, la escena independiente había quedado huérfana de un gran referente tras la separación de The Smiths, en 1987. Debatiéndose entre el asentamiento de un sonido de cariz indie que comenzaba a definirse por sus rasgos estéticos, más allá de su adscripción a sellos independientes, y el miedo al vacío ante el trono vacante que el cuarteto liderado por Morrissey y Johnny Marr habían dejado. Un par de bandas se postulaban como relevos de altura, pero ninguna de ellas tuvo suficiente recorrido para refrendar a largo plazo las expectativas: The Sundays y The House Of Love. Los primeros fueron la gran esperanza del sello Rough Trade tras la marcha de The Smiths, pero su esencia se fue difuminando tras un gran álbum de debut. Los segundos, tras dos espléndidos trabajos editados, respectivamente, en la indie Creation y en Fontana (subsidiaria de una major), tampoco gozaron de una continuidad a la altura y quedaron sepultados por las mareas grunge y brit pop que se avecinaban en la primera mitad de los 90. A un nivel más minoritario, una pequeña discográfica de Bristol, Sarah Records, tomaba el relevo de las indies emblemáticas de la primera mitad de los 80 (Postcard, Factory, Cherry Red) y difundía desde 1987 los exquisitos trabajos de The Field Mice, The Orchids, East River Pipe o Heavenly, decisivos para entender luego el indie inglés de los 90.

Así pues, el principal revulsivo para el pop británico con el cambio de década llegaría de la mano de una escena que supo combinar, con resultados no siempre brillantes aunque legando algunos discos para la posteridad, la incipiente cultura rave (grandes congregaciones, generalmente clandestinas, en torno a los ritmos bailables del momento), la música de baile que esta comportaba (con el acid house como principal ingrediente) y el pop rock independiente de guitarras que ya había sedimentado en años precedentes. El epicentro de esta tendencia fue Manchester, a la sazón rebautizada con el juego de palabras Madchester, que propagó un sonido que en determinados ámbitos fue bautizado como scallydelia: mezcla de scally –adjetivo empleado para definir al clásico joven disruptivo del noroeste británico– , y delia –abreviatura de psicodelia, ya que el estilo compartía con ella su querencia por las cualidades psicotrópicas que la droga del momento, el éxtasis o MDMA, proporcionaba– . Volvieron a poner de moda los pantalones anchos (la estética baggy) y las camisetas con motivos psicodélicos. The Stone Roses, Happy Mondays, The Charlatans e Inspiral Carpets constituían el póker que lo popularizó, si bien solo el debut de los primeros y el segundo largo de los segundos son obras magnas. Por detrás de ellos, bandas más coyunturales y casi siempre menores, no exentas de momentos de efervescencia, como los remozados The Soup Dragons, Northside, The Mock Turtles o Flowered Up. También los veteranos James, más sólidos que cualquiera de los integrantes de este último listado, se apuntaron al fenómeno. En paralelo a ellos se movía otro puñado de bandas que también fundía los ritmos de baile con el rock de guitarras, aunque desde presupuestos más desmañados y no necesariamente desde Manchester: eran Pop Will Eat Eatself, Carter The Unstoppable Sex Machine, The Wonder Stuff o Ned’s Atomic Dustbin, emblemas de la subcultura grebo. E incluso proyectos más comerciales, como EMF o Jesus Jones.

Pero no fue precisamente una banda de Manchester la que aportó el más brillante testimonio sonoro de este tiempo, sino una de Glasgow. Primal Scream habían formado parte de aquella generación del C-86, marcada por el predominio de las guitarras tintineantes y los estribillos cándidos. Sin embargo, en 1991 se aliaron con el influyente DJ y productor Andrew Weatherall para tramar la más deslumbrante cópula entre rock de guitarras, house y psicodelia que se había facturado hasta entonces. El resultado fue Screamadelica, editado por Creation. Un álbum que ensanchó los límites del pop independiente. Bobby Gillespie y los suyos repetirían esquemas similares en posteriores entregas, basculando entre la electrónica y el rock and roll stoniano, pero esa ya será otra historia.

La otra corriente que sacudió el panorama indie británico cuando los 80 hacían bisagra con los 90 fue el shoegaze, un estilo que preconizaba un potente muro de sonido, saturado de feedback guitarrístico, recubriendo melodías ensoñadoras cuya melosa dulzura contrastaba con la fiereza que emanaba del sonido de las seis cuerdas. Simplificando, era como fundir a The Jesus & Mary Chain con los Cocteau Twins. Escénicamente se distinguían por una aparente concentración en sus desarrollos instrumentales, en los pedales de distorsión de sus guitarras, junto a sus pies, a veces confundida (no siempre sin razón) con cierta apatía. De ahí el nombre del género: shoegazing es, literalmente, mirarse los zapatos. Su banda más prominente fueron My Bloody Valentine, artífices del referencial Loveless (91), obra clave del indie, pero es de ley mencionar también a Chapterhouse, Swervedriver, Moose, Catherine Wheel, Pale Saints, Slowdive e incluso a las primeras etapas de Lush, Ride, Adorable o los soberbios The Boo Radleys. En paralelo a todos ellos, aunque sin compartir las mismas señas por cuanto perfilaban un lenguaje propio, fue fraguándose la carrera de los Spiritualized de Jason Pierce, surgidos de las cenizas de Spacemen 3 y responsables de discos luego tan cruciales como Ladies & Gentlemen We Are Floating in Space (1997), obra maestra de space rock moderno.

En medio de esta encrucijada, no solo entre décadas sino entre sonidos y culturas que apenas habían tenido hasta entonces la oportunidad de cruzarse, dos bandas merecen un punto y aparte por su singularidad. En primer lugar, AR Kane, quienes patentaron en la segunda mitad de los 80 el llamado dream pop antes incluso de que a alguien le diera por inventar la etiqueta (en paralelo a Cocteau Twins, todo hay que decirlo), y quienes ya se habían marcado uno de los primeros hitos en la utilización de la técnica del sampler (aplicar pequeños fragmentos de otras canciones en beneficio propio, dando lugar a una obra nueva) aplicada al pop con “Pump Up The Volume”, su single de 1987 a nombre de M/A/R/R/S. En segundo lugar, The KLF, el desopilante dúo formado por Bill Drummond (fundador de Zoo Records una década antes, ¿recuerdan?) y Jimmy Cauty, que conquistó las listas de éxitos desde 1987 a 1992 desde presupuestos no solo ferozmente independientes, sino abiertamente iconoclastas, aupados en una batidora de rock chirriante, ambient sedante y techno peleón que se disolvió en sí mismo. Porque trataron de borrar su propio catálogo de la faz de la tierra tras anunciar su separación y tuvieron más tarde la feliz idea de quemar un millón de libras en la isla de Jura (Escocia), en un inédito gesto de desafío a todo lo que significaba la gran industria del disco.

El aullido desesperanzado del noroeste:
El grunge y el riot grrrl en los 90

Es muy fácil situar geográfica y logísticamente el grunge: Seattle (Washington) y sus alrededores fueron su epicentro, el sello Sub Pop su plataforma, y Nirvana, sus valedores más populares. El estilo, como tal, comenzó a balbucear en 1986-1987, explotó en 1989 y vivió su periodo de difusión y máxima repercusión mediática entre 1990 y 1995. Básicamente, se trataba de una aleación de hard rock, punk, metal y hardcore, si bien esos elementos podían tener mayor o menor peso, obviamente, según quién los malease. Al servicio de textos crudos, sombríos o directamente apocalípticos, poniendo voz a una generación marcada en muchos casos por la marginación social tras doce años de liberalismo económico, primero con Reagan y luego con Bush padre. Sub Pop había nacido en 1986 como extensión natural de un fanzine previo, tal y como mandan los cánones de la mayoría de discográficas independientes de la época.

El éxito fulgurante de Nevermind, el segundo álbum de Nirvana, en septiembre de 1991, y el suicidio de su líder, Kurt Cobain, en abril de 1994, pueden ser vistos de una forma muy reduccionista como principio y fin del género. Pero lo cierto es que Green River, The Melvins, Mudhoney, Tad e incluso unos primerizos Soundgarden eran bandas que llevaban ya algunos álbumes editados a finales de los 80, cuando el feroz rugido del noroeste que encarnaban estaba a punto de copar las principales cabeceras musicales norteamericanas y europeas. Hubo quien ponía más énfasis en la veta del garage rock (Mudhoney), quien acentuó más el factor metálico (Soundgarden o Alice In Chains) e incluso quien primó en un principio el sesgo épico (los primeros Pearl Jam), pero todos ellos compartían unas trazas comunes, que serían vistas como muy apetecibles por las grandes multinacionales a partir del rotundo e imprevisible éxito de Nirvana cuando la multi Geffen les editó su segundo disco, en 1991.

Algo que no fue obstáculo para que el grunge tuviera también sus particulares versos sueltos, bandas que se adscribían a él por cercanía generacional o geográfica, pero en cuyo seno latía una creatividad que desbordaría los pretiles del estilo. Bandas como los Screaming Trees de Mark Lanegan, que fueron arrimándose a un rock árido con vistas al futuro inmediato, o los Afghan Whigs de Greg Dulli, que fundían las guitarras embravecidas con el arrebato del soul clásico. No es de extrañar que ambos acabaran uniendo fuerzas años mas tarde en The Gutter Twins, o que hayan mantenido encomiables carreras con posterioridad. Los discos de las bandas que defendían han envejecido mejor que los de la plana mayor del grunge, si bien los dos últimos álbumes de estudio de Nirvana o la época de madurez de Pearl Jam se ganaron a pulso el trascender aquella coyuntura.

El estilo patentado en el frío estado de Washington también tuvo su versión light: entre 1992 y 1995, las grandes discográficas suspiraban por encontrar a sus nuevos Nirvana o a sus nuevos Pearl Jam. Y ese anhelo degeneró en productos tan fácilmente desechables como Bush, Stone Temple Pilots, Live o Collective Soul. Aunque entre tanta medianía, el grunge también fue paralelo al estallido comercial de bandas limítrofes con bastante más cuajo, como The Smashing Pumpkins, cuya irregular discografía brinda momentos de mucha enjundia. Aunque Sonic Youth ya habían fichado por la major Geffen antes de que lo hicieran Nirvana (de hecho, estos entraron en el sello de David Geffen por recomendación suya), el grunge capitaliza el primer momento en el que el rock independiente o alternativo comienza a ser fagocitado por las grandes compañías multinacionales, que ven en ellos a su nueva gallina de los huevos de oro. Son los tiempos de la dichosa generación X. Un punto de inflexión en el que comienzan a emborronarse los límites entre lo independiente y lo mainstream.

Otra de las claves del género fue la capacidad que tuvo, como el punk, para espolear la creatividad femenina, y que se plasmó en un sinfín de nuevas bandas compuestas de forma íntegra por mujeres, orgullosas además de defender su condición de género en un mundo tan patriarcal como el del rock. Grupos como L7, Babes In Toyland o Hole (liderados por Courtney Love, pareja de Cobain) gozaron también de sus merecidos minutos de gloria. La etiqueta foxcore comenzó a ser utilizada para aglutinarlas.Y fue precisamente un movimiento femenino, gestado también en el estado de Washington, el que cogió el testigo de aquellas y removió los cimientos del rock alternativo durante la primera mitad de los 90: el riot grrrl, con su principal sede de operaciones en la ciudad de Olympia, se concretó en los discos de bandas femeninas como las Bikini Kill de Kathleen Hanna (su más notable ideóloga), Bratmobile, Heavens To Betsy o las extraordinarias Sleater-Kinney, que son las únicas –junto a The Julie Ruin, de Kathleen Hanna– que, con el tiempo, han trascendido la efervescencia coyuntural del momento, marcada por su furibundo rechazo al sexismo y al patriarcado. La marea que impulsaron llegó incluso a costas británicas, como demuestra la existencia de Huggy Bear, las principales representantes del estilo en el Reino Unido.

Otra de las repercusiones positivas que tuvo el grunge, al menos en su primera oleada y de forma colateral, fue la de otorgar visibilidad a un buen puñado de bandas indies escocesas de finales de los 80, deudoras del C-86 (o lo que también se dio en llamar anorak pop), gracias al proselitismo de un Kurt Cobain que se confesaba fan suyo y no perdía la oportunidad de recalcarlo en público. Fue el caso de The Vaselines o Eugenius, los dos proyectos que lideró sucesivamente Eugene Kelly desde 1986 a 1995. Formaban parte de una escena integrada por bandas tan exquisitas como BMX Bandits, con los veteranos The Pastels oficiando de patriarcas y Teenage Fanclub como alumnos más aventajados. Estos últimos (quienes telonearon a Nirvana en su gira europea de 1992) desarrollaron una trayectoria modélica durante los años 90, en sintonía precisamente con una banda de Seattle que compartía con ellos su devoción por The Byrds, The Beatles y, sobre todo, Big Star, como fueron The Posies.

Neoclasicismo en la renovada Albión: El brit pop

En el relato del indie y el rock alternativo, la dialéctica entre los EEUU y el Reino Unido juega un papel tan determinante como en la propia evolución del rock and roll como gran tronco de la música popular del último siglo. De hecho, queda probado que es en los 90 cuando la gran industria del disco empieza a asumir que en las trincheras de lo independiente se gestan los pequeños corrimientos de tierras que están destinados a dar forma a nuevos estilos, tendencias y etiquetas con los que enmarcar los nuevos tiempos. Por eso, no es de extrañar que el sarampión grunge se viera respondido desde la vieja Inglaterra con una nueva oleada de bandas que, a diferencia de aquel, gozó de una connivencia muy temprana entre prensa, clase política e incluso grandes discográficas. Una suerte de revuelta nacional que reivindicaba el orgullo patrio en la tierra de los Beatles y los Stones, y que pese a su sustrato real, se tramó desde las altas esferas, y no precisamente desde el subsuelo, como ocurrió en el noroeste norteamericano. Se le llamó brit pop, y operó con mucha fuerza entre 1994 y 1997.

Tiende a soslayarse en su detalle el antecedente que marcó sus comienzos: en 1993, cuando el sonido Madchester ya estaba agotando los pocos cartuchos que le quedaban y los semanarios británicos necesitaban nuevos reclamos para encabezar sus portadas, dos bandas sobresalieron por encima del resto sin necesidad de apelaciones a un orgullo genérico nacional. Fueron Suede y The Auteurs. Ambas debutaron en largo aquel año, con sendos discos que recogían la herencia del glam rock de los años 70 desde un prisma actualizado, no exento de personalidad. Nadie hablaba aún entonces de brit pop. Ambos fueron más tarde agregados a aquella legión de bandas por los medios de comunicación, ya bien entrados los años 1994 y 1995, pero ni el romanticismo decadente y orgulloso de los primeros, liderados por el andrógino Brett Anderson, ni la fina ironía de los segundos, comandados por el sardónico Luke Haines (luego uno de los principales detractores del brit pop), encajaban de pleno en la narrativa del estilo.

Porque el brit pop, en esencia, fue un fenómeno cuyos focos estaban reservados principalmente a dos bandas, Blur y Oasis. Los primeros, desde Londres, habían evolucionado desde la lisergia que emanaba de Manchester hasta un costumbrismo lírico que hermanaba a The Kinks, Madness, la música disco o el synth pop: un vigoroso puzzle sonoro que fundía pasado y presente del pop patrio, y que constituía un estupendo fresco para retratar a la juventud británica del momento. Los segundos, desde Manchester, patentaban un clasicismo sonoro que se pretendía más de extracción obrera, en una asunción poco matizada de las enseñanzas de The Beatles, The Rolling Stones, T-Rex o The Faces. Quizá no sea necesario especificar que la carrera de Blur (en general) y de su líder Damon Albarn (en particular) gozó con el tiempo de una riqueza de registros con la que nunca soñaron los hermanos Gallagher, el puente de mando de Oasis. Pero en los discos que editaron entre 1994 y 1995, ambos dejaron tan buenas canciones para la posteridad que incluso la prensa de su país urdió un artificioso duelo fratricida cuando en agosto de 1995 las dos bandas hicieron coincidir los lanzamientos de los respectivos singles de adelanto de sus álbumes, tratando de emular la rivalidad Beatles-Stones.

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