Cover

Índice

PRIMERA PARTE

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27

SEGUNDA PARTE

28 29 30 31 32 33 34 35 36 37 38 39 40 41 42 43 44 45 46 47 48 49 50 51 52 53 54 55 56 57 58 59 60 61 62 63 64 65 66 67 68 69 70 71 72 73 74 75 76

Miguel Serrano Larraz

Miguel Serrano Larraz

Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977) estudió Ciencias Físicas y Filología Hispánica.

Ha ejercido oficios diversos: cajero, ilusionista profesional, vendedor de libros, auxiliar administrativo y negro literario. En la actualidad se dedica a la traducción (suyas son, entre otras, las versiones españolas de una biografía de Nick Drake y de un libro que repasa la trayectoria del grupo Belle and Sebastian, ambas publicadas por Metropolitan) y, por supuesto, a la escritura.

Se dio a conocer con el libro de relatos Órbita (Candaya, 2009), que lo colocó en la primera línea de los escritores de su generación. Es también autor de una novela, Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano (Eclipsados, 2008). Bajo el pseudónimo Ste Arsson escribió la novela paródica Los hombres que no ataban a las mujeres (1001 ediciones, Zaragoza 2010).

Sus cuentos han sido incluidos en algunas de las antologías de narrativa breve más importantes de la última década: El viento dormido; nuevos prosistas de Aragón (Eclipsados, 2006, edición de Raúl Garica y Nacho Tajahuerce); Al final de pasillo (Comuniter, 2009, edición de Oactavio Gómez Millán); Pequeñas resistencias 5 (Páginas de Espuma, 2010); Doppëlganger. Ocho relatos sobre el doble (Jekyll and Jill, 2011) y Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2012, edición de Gemma Pellicer y Fernando Valls).

Ha publicado tres libros de poesía, Me aburro (Harakiri, 2006), La sección rítmica (Aqua, 2007) (libro al que "La Montaña Rusa Radio Jazz", le dedicó semanalmente una sección en la que se recitan algunos de los poemas del libro, acompañados de la música del intérprete) y Insultus morbi primus (Lola Ediciones, 2011).

Candaya Narrativa, 26

AUTOPSIA

© Miguel Serrano Larraz

Primera edición impresa: diciembre de 2013

Segunda edición impresa: abril de 2014;

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

A.R.P. children's gas mask [demonstration] City of Vancouver Archives

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-32-5

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Para Amalia Villacampa Íñiguez y Bruno Serrano Villacampa

“Aunque parezca extraño siempre habían evitado llamarse por sus nombres, por temor a una excesiva cordialidad.”

Thomas Mann, La montaña mágica

PRIMERA PARTE

NOMBRAR

“Y esas montañas, por ejemplo, tienen nombres... Nunca nos serán familiares; las bautizaremos de nuevo, pero sus verdaderos nombres son los antiguos. La gente que vio cambiar estas montañas las conocía por sus antiguos nombres. Los nombres con que bautizaremos las montañas y los canales resbalarán sobre ellos como agua sobre el lomo de un pato. Por mucho que nos acerquemos a Marte, jamás lo alcanzaremos. Y nos pondremos furiosos, ¿y sabe usted qué haremos entonces? Lo destrozaremos, le arrancaremos la piel y lo transformaremos a nuestra imagen y semejanza.”

Ray Bradbury, Crónicas marcianas

1

A finales de los años noventa, en mil novecientos noventa y siete o mil novecientos noventa y ocho, cuando yo tenía más o menos veinte años (una edad, en mi caso, dinámica e inmóvil, clausurada o cerrada en pleno tránsito, de una ingenuidad a prueba de bombas: que cada uno examine su juventud y la juzgue), escribí un largo poema que después perdí en alguna mudanza y que ya no podría recuperar aunque quisiera. Pero no, no quiero, debe quedar claro desde el principio, porque tener esas palabras sobre mí sería una humillación más, ya me persigue ese texto y no quiero que además pese, no quiero que exista más allá de mi memoria (y de la memoria fugaz de un puñado de gente, que va borrándose), me repugna la posibilidad de sentirme orgulloso de él, de reivindicarlo, no quiero sobre mí la tentación de creer que tienen algún valor, algún interés. Después de todo, aquel poema hablaba o balbuceaba acerca de mí. Por eso empiezo a escribir sobre él, por paradójico que pueda parecer, encerrado, blindado en mí mismo, exorcismo etéreo de la letra o de la voluntad, de la pena más profunda y automática. ¿Que quién soy yo? ¿Es esa la pregunta que corresponde formular ahora, cuando apenas nos conocemos todavía? ¿Esa educación nos ofrecieron, después de todo? ¿Saber? No soy nadie todavía, nada, la voz que sigue este trazo. Solo soy lo que digo, unas manos, una conciencia en movimiento, tal vez un transmisor, un médium. Un vehículo vacío, la cáscara perfecta, la condena posible y postergada. Prefiero continuar. Dejemos lo otro para después. Los detalles se irán desplegando, parece inevitable. Mi nombre saltará en cualquier momento como un resorte programado, como el muelle indomable y sonriente que surge de una caja infantil, y ya no habrá forma de tacharlo, de contenerlo, mi nombre de pila y tal vez el primer apellido, se quedará allí, contribuirá con su poso, impregnará o envenenará el papel o la vida, mi vida, que ya se está llenando de sombras y giros repentinos para ver si alguien la sigue. Dejemos lo otro para el purgatorio o para el infierno de los cobardes. El poema que he perdido (que perdí), escrito originalmente a mano, con mi microscópica y exenta letra azul (hubo un tiempo en que escribíamos a mano, todos nosotros), en un cuaderno de cuadros como los que utilizaba en el colegio (tal vez, incluso, uno de esos mismos cuadernos, no tan lejanos entonces como ahora, las páginas finales sin utilizar, desperdicio y promesa del comienzo del verano, enigma infantil del espacio por llenar), pasó después a un documento Word, del que imprimí varias copias para algunos concursos de poesía (concursos provinciales con premios de entre cincuenta mil y doscientas mil pesetas: cifras que también se desvanecen), casi todos para jóvenes (menores de veinticinco años, menores de treinta años, menores de treinta y cinco años: el concepto de juventud se ha ampliado conmigo y me ha acariciado con sus límites y me ha mordido) o para estudiantes universitarios. Extraño y condescendiente reparto de conciencia y de talento, certificado de forma oficial, remunerado. Yo quería dinero, lo necesitaba, lo deseaba pasivamente con todas mis fuerzas, creía que el dinero era lo único que me interesaba (dinero para comprar libros, para comprar discos, para comprar drogas, para invitar a los amigos a beber, para viajar, para no sentirme tan solo, para singularizarme o exiliarme de mí, de las servidumbres familiares, de mi voz, de esta voz), creía que la posesión me salvaría, que lo físico, lo palpable, me haría desprenderme de lo fantasmal, mis piernas, mis manos (mi mano izquierda), pero en el fondo se trataba de un ejercicio de delicado masoquismo, de exposición insustancial, de exhibición sin objeto (aún no había visto arder un billete, aún no estaba preparado para la desaparición repentina, yo mismo creía ser una ausencia momentánea, un vórtice, una representación que no puede eliminarse porque no existe, una huella fosilizada en el polvo). Una aguja en el brazo, una astilla. El dolor soportable, concreto, localizado. Lidiamos cada día con la humillación, pero lo más duro es pensar en la responsabilidad. Dicho de otro modo: no me importaba no ganar aquellos concursos (aunque creía, sin duda, que lo merecía, sin motivo aparente, pues carecía de criterio), no ser llamado, citado, reconocido o convocado, solo quería que alguien me leyera, no a mí (mi cuerpo, mis humildísimas entrañas expuestas como ahora sobre la mesa de un funcionario: qué dañina es la ingenuidad, qué peligrosos los sobreentendidos), sino aquello que me había sucedido, necesitaba que alguien creyera que lo que yo narraba había ocurrido de verdad, en cierto modo, en algún lugar, que creyera en ello durante unos minutos, el tiempo exacto de la lectura, y no más, ni un segundo más, la verdad tal y como yo la contaba (en versos, con la enérgica discontinuidad de lo soñado y lo poco probable). Los restos, las manchas orgánicas sobre el manuscrito que modifican la configuración molecular y se hacen irreversibles. La garganta ofrecida para el degüello y el castigo. Delicada servilleta del comensal pobre, del fiel, del súbdito, de la víctima, el babero manchado de vómito y papilla. Quería propagar o prolongar o perpetuar mi derrota y mi miedo. Y también quería, a pesar de todo, el dinero, la recompensa, el botín, llevar la cuenta. No sabía que no se podía vivir con eso, que en realidad no daba para nada, y menos para una huida. Era joven y era ingenuo. Nadie puede escapar de su tendencia a la inacción. Sin embargo, antes de que yo lo perdiera para siempre, el poema (cada vez que escribo esa palabra, “poema”, se me pega al paladar, a los huesos, viscosa, como una tortilla poco hecha o el recuerdo de la primera comunión) ganó un segundo premio, o un accésit, en el concurso internacional de poesía Villa de Aranda, que sí estaba abierto a cualquier edad (de hecho, la mujer que ganó, Ángela Fernández, la que recibió el primer premio, tenía sin duda más de sesenta años, más adelante escribiré sobre ella, creo, o tal vez no). Alegría luminosa de los ingresos. El premio implicaba la publicación en la revista Telira, de la asociación Telira, de Aranda de Duero, cónclave de lunáticos amables, cotidianos y laboriosos, una publicación en formato de libro, algo parecido a un libro, con su lomo alargado, de portada blanquísima matizada o manchada por unos trazos ingenuos, la primera vez que yo vería mi nombre impreso, pero cuando llegó el momento de enviar el poema para la revista (por correo postal, todos nosotros, al igual que en el caso del concurso), para su publicación inmediata, yo preferí enviar otra cosa (tuve miedo de que alguien me reconociera), algunos poemas breves entre los que había un candoroso plagio sintáctico de Federico García Lorca (de Poeta en Nueva York): por eso el texto no puede ya recuperarse, ya no puede hacerme daño, aunque es probable que haya alguna copia por ahí, en algún sitio, tal vez en Aranda de Duero o en Barbastro o en Lugo o en Mérida o incluso en Melilla, en los oscuros sótanos de alguna institución de una capital de provincias (no en mi casa, desde luego), como un borrón de culpa que se propaga por mi vida pero no asoma nunca, no sale a la luz, me asusta desde la sombra interior, su lugar difuso, intuyo su sonrisa de desprecio, sus muecas bruscas e inasibles, no hay manera de pasar el texto a limpio. La verdad es que no recuerdo gran cosa de aquel poema que escribí y que me acompañó durante un tiempo (no mucho, cuatro o cinco años) y que llevaba por título, tendré que decirlo en algún momento, El día que me pegaron los skinheads. Es curioso: estoy seguro de que el título era ése (horrible, tal vez agramatical), pero no sé si el primer verso era “El día que me pegaron los skinheads” o “El día en que me pegaron los skinheads”. Recuerdo que estuve dudando durante un tiempo, antes de enviar el poema a alguno de aquellos concursos (después dejé de hacerlo, cuando gané el premio), pero no sabría decidir qué opción elegí, aunque sí sé que la elección me pareció entonces la más acertada, ya inamovible. Lo inamovible, a veces, se despedaza, varía, se ahueca, tiembla. Creer en lo inamovible es otro síntoma de una ingenuidad conmovedora. Creer que algo puede cambiar no es sino la confirmación de ese mismo candor. Aunque he perdido el poema (en una mudanza, en un arrebato, por cambio de costumbres), recuerdo perfectamente la primera estrofa, si es que puede hablarse de estrofas en este caso. Los cuatro primeros versos, o versículos. Los recuerdo como si mi vida estuviera en ellos, con una nitidez digna de mejores causas, es posible que sea lo que recuerdo mejor, de toda mi vida, lo único que recuerdo realmente, mi epitafio, palabras ordenadas o talladas o interpretadas por otros por una vez, salvo esa vacilación preposicional que tal vez no tenga ninguna importancia, aunque quién sabe si en esa preposición omitida o presente no podrá encontrarse una clave para descifrar todo lo que ha venido después o todo lo que llegará en cualquier momento. El Apocalipsis anunciado mediante la cábala preposicional, por qué no.

El poema comenzaba así: “El día (en) que me pegaron los skinheads / yo llegué antes que ellos a cada parte de mi miedo. / Llegué antes, en autobús: / yo ya había llegado”.

O, en la disposición gráfica más convencional:

El día (en) que me pegaron los skinheads

yo llegué antes que ellos a cada parte de mi miedo.

Llegué antes, en autobús:

yo ya había llegado.

Tenía entonces veinte años, tal vez alguno más, ya lo he dicho, al fin y al cabo veinte años. Pocas lecturas, caóticas, delirantes, previsibles, indiferentes (únicas, intercambiables). Un desprecio minucioso por todo lo mío y por todo lo que incluyera o rodeara o rozara a los demás, especialmente los vivos. Cierta confianza ciega en mi talento, imposible de verificar, familiar, rencorosa. Una obsesión perturbadora por la idea de criterio (obsesión de la que me libré por fin hace poco, en circunstancias que tal vez tienen que ver con este libro). Me pareció un rasgo de genio, de modernidad, aquello de “Llegué antes, en autobús”. El resto del poema, por lo demás, estaba formado por doscientos o trescientos versos (quiero creer que no eran más, me resultaría difícil soportarlo) patéticos, en los que me compadecía de mí mismo con un tono de salmodia doliente, lleno de enumeraciones, de coordinaciones forzadas, de paréntesis y de metáforas bastante herméticas o vacías (todo sigue igual, todo se propaga en nosotros, los hijos de la vergüenza, nunca desembarcamos de nosotros mismos). Cada una de las partes del poema comenzaba del mismo modo, con el mismo verso (o versículo): “El día (en) que me pegaron los skinheads”. Diez o quince veces en total, dosificadas, que marcaban pausas en la narración (se trataba de un poema narrativo, por supuesto, ¿qué si no?) antes de hacer que la historia avanzara con un patetismo cada vez más incontenible (inundación será la de mi llanto). Quería escribir una tragedia griega, inevitable. O tal vez una gran farsa. Yo era el héroe predestinado a un encuentro fatal con el otro, con lo imparable, con la violencia, con los elementos (los neonazis), o acaso el personaje risible y desatado que encuentra por todas partes señales de su trágico destino. No me faltaban ambición ni descaro ni ganas de hacer mías las palabras de otros.

Recuerdo la estructura del poema, su título, el esqueleto tembloroso, algunos rasgos generales (una aceleración lingüística progresiva, por ejemplo, hacia el final, en el momento en que los skinheads que habían bajado del coche alcanzaban al protagonista, al narrador, al yo poético, que poco antes “corría como rodillas”, y le golpeaban en la cara una y otra vez, con violencia rutinaria, casi sin saña, golpes blandos, golpes de amigo o de habitante de un país sin gravedad, puñetazos que se hunden en el barro, aunque el barro es maleable y recupera su forma), pero no recuerdo ningún verso más, salvo el último, el que por fin dejaba descansar al hipotético lector de tanta autoconmiseración y le permitía respirar, mirar hacia otra parte, si es que había logrado llegar hasta allí (hasta aquí), si es que existe el lector, si es que podrá perdonarme (se lo pido de rodillas). El último verso decía así: “Yo hubiera preferido morir aquel día”.

2

Puede que tenga ocho o nueve años, tal vez diez, no creo que sean más. Una noche no puedo dormir, pero se trata de un insomnio infantil, desocupado, o repleto de imágenes que ahora ya resulta imposible recuperar (al fin y al cabo es lo mismo: imágenes que no existieron nunca o que ya no existen). Escucho, tumbado en la cama, en medio de la oscuridad, la televisión, el sonido que recorre y habita la casa y que tiene su origen en lo que llamamos (en lo que mis padres llaman) “el cuarto de estar”, ecos que llegan hasta mí en un momento en el que debería estar dormido, a una hora en la que casi todos los días ya estoy dormido. El misterio del eco, de lo que reverbera y dura y se queda. Al día siguiente, mañana, tengo que ir al colegio, cuando la noche termine por fin. El vacío es a la infancia lo que el viaje a los labios. Cierro los ojos y para evitar el miedo pienso con intensidad, desde mi habitación a oscuras, desde mi cama, en el cuarto de estar, una habitación pequeña, una mesa en la que cabemos los cuatro (mis padres, mi hermano y yo), un pequeño sofá, el teléfono sobre una mesita, un revistero, las paredes amarilleadas por el tabaco, una densa red de humo que llena también todo el espacio. Y la cortina. Mis padres están allí, con mi hermano, en ese espacio, lo ocupan, lo colman, le ofrecen consistencia. Repaso los objetos desde la cama, a partir del sonido del televisor, me imagino allí con mis padres, observando la habitación como si la viera por primera vez y repasando los rincones, las cosas de mi vida, mi escenografía. Estoy en la cama y a oscuras pero también allí, entre ellos, iluminado, fantasmal, un pez en el fondo de un acuario. La mesa destartalada, las cuatro sillas, el sofá, el mueble desvencijado sobre el que el televisor en blanco y negro emite todavía su parpadeo, la mesita con el teléfono, el revistero con ocho o diez revistas (casi todas de cocina, casi todas antiguas). Nada más, ninguna estantería, ningún armario, ningún objeto decorativo. Una decadencia cotidiana, borrosa, levantada con el esfuerzo de miles de noches de desidia. Cuando yo llegué al mundo, en mi familia (en mi especie) todo era viejo ya, todo se hundía. Ya no quedaba ninguna esperanza. El castillo se desguazó y se malvendió mucho antes de que yo naciera. Si abro los ojos, la oscuridad es más pura que cuando tengo los ojos cerrados, más amenazante. Mis padres, como mis abuelos, distinguen entre el cuarto de estar y el salón. En el cuarto de estar come y cena la familia (desayunamos en la cocina, por separado, mi padre a las cuatro de la mañana, mi madre a las siete y cuarto, nosotros después), el salón se reserva para los domingos (algunos domingos), para las Navidades, para los cumpleaños de los adultos, para las celebraciones familiares. A pesar de todo, nuestro salón se utiliza más a menudo que el salón de mis abuelos, ese museo de la decrepitud que me resulta, como niño, tan fascinante. Mi madre cuenta que solo ha comido una vez en el salón de los abuelos (de sus padres): el día en que mi padre fue a pedir su mano. El de los otros abuelos solo se utiliza el día del Pilar y el día de Reyes, es oscuro también, como si ya no existiese. Todo aparece lleno de fotografías enmarcadas que amontonan el tiempo y lo confunden. Qué enorme extrañeza, el progreso familiar. En el salón de mi casa se licúan las reproducciones de famosas obras de arte y el enorme cuadro en el que un niño, al anochecer, se asoma a un abrevadero y mira su reflejo, rodeado de animales grises y graneros en ruinas (al fondo hay un ciervo, un macho desdibujado, todo es polvo y demolición en esa imagen triste, el cielo aparece cubierto de nubes oscuras, los cuernos se tuercen, todo ha virado al gris o al marrón, la figura infantil viste un mono del mismo color de la tierra); también la enciclopedia, y las figuras de porcelana, la mesa grande, el sofá grande, el enorme armario sólido desde el que nos amenaza la vajilla de los domingos, los platos decorativos colgados de las paredes, lejanos recuerdos de vacaciones peninsulares. También la fotografía de mi hermano el día de su comunión, y la mía tal vez, o lo estará pronto, ya no puede evitarse, dos sonrisas sin remedio, dispuestas ya para la voladura. El cuarto de estar situado junto a mi habitación, pared con pared, todas las noches me duermo con el sonido del televisor, alguna película, alguna serie, la conversación de mis padres, indistinguibles, puedo acariciar el estuco con la yema de los dedos y sentir cómo vibra y retumba levemente nuestra realidad, un tiempo rugoso y repleto de grumos. Al otro lado, en la otra pared, escucho, a veces, simétrica, la cena de nuestros vecinos, trato de distinguir si quien habla o ríe es mi padre o ese padre que vive al otro lado de la pared, en otra familia, o si los disparos (los golpes, los gritos) proceden de su televisor o del nuestro. Pero esa noche, esta noche, no puedo dormir. No hay, que yo sepa, o que yo recuerde, ningún motivo, ninguna preocupación, ningún dolor. Nada que desborde la experiencia infantil menos excepcional, el tedio, el miedo. Simplemente no puedo dormir. No sé qué día de la semana es, si estamos a principio o a final de curso, no sé si tengo ocho o nueve años, tal vez diez, la memoria es un estercolero pero también una apisonadora, todo lo iguala, todo lo confunde. La intensidad del modo en que trato de recordar desde la cama la habitación que está justo allí, a mi lado, es una intensidad infantil, metafísica, absurda, parecida a la que condenso ahora en esa escena para tratar de reconstruirla, la intensidad con la que los niños colocamos una lupa sobre un papel, localizamos el sol, buscamos la distancia que mejor concentra el punto de luz, esperamos a que arda, el mundo se detiene. Pero no basta, en algún momento retiramos la lupa, desconcertados, no hay llama pero hay que seguir viviendo, alguien nos ha engañado, nos dijeron que ardería, que la lupa y el papel nos permitirían incendiar el mundo, quemarlo, reducirlo todo a cenizas. Pero era mentira. No ha surgido fuego de la incisión de luz. Una decepción breve como ese otro fogonazo que agota las posibilidades, innumerables hasta entonces, de una cerilla. Así que me levanto de la cama, me pongo las zapatillas como un explorador que se prepara para una larga travesía, abro la puerta de mi habitación, doy tres pasos en el pasillo, me sitúo frente a la puerta del cuarto de estar, la abro, entro. Mis padres y mi hermano, en el sofá, sentados, silenciosos, miran la pantalla, una escena de niños que juegan y conspiran contra los adultos. Una película, seguramente. Mi hermano tiene seis años más que yo, yo me echo a dormir después de cenar, antes de las diez, él se queda con mis padres viendo la televisión, a veces lee en el sofá o hace los deberes tumbado en el suelo, o estudia, dormimos en la misma habitación pero nunca me despierta cuando entra, no sé a qué hora viene a dormir, a las once, a las doce, no lo sé, por las mañanas nos despertamos a la vez, yo para ir a coger el autobús que me llevará al colegio, él para ir caminando al instituto. Nos llama nuestra madre cuando se va a trabajar, sube la persiana, nos besa, nuestra madre es la responsable de hacer que comience el día, de inaugurarlo. Sin embargo no desayunamos juntos, yo desayuno viendo los dibujos (¿qué dibujos?), en pijama, mientras él se ducha y se viste. Después, mientras yo preparo la mochila, él se bebe un café con leche, de pie junto al microondas, y coge una magdalena o una fruta que come por el camino.

La puerta termina de abrirse. Mi madre me mira: ¿Qué pasa, cariño, no puedes dormir? Quédate un rato con nosotros si quieres. Cierra la puerta.

Los restos de la cena, los platos, los vasos, los cubiertos, la jarra de agua, las migas de pan, siguen sobre la mesa. Tres tazas con posos de café. También mi plato, con las peladuras de una mandarina, y un cenicero con media docena de colillas. ¿Cuánto rato he pasado en la cama antes de decidirme a levantarme, a venir aquí? Juraría que han sido horas. Como si mi presencia hubiese desencadenado algo, mi madre se levanta del sofá y empieza a recoger la mesa. Al mismo tiempo, como una consecuencia de mi llegada o del hecho de que mi madre se haya levantado para recoger la mesa y fregar, mi padre abraza a mi hermano (le pasa la mano por encima del hombro, en realidad) y empiezan a hablar de algo, no me interesa o no logro entenderlo, tal vez de fútbol. No me prestan atención. La persiana está bajada, toda la luz que hay en la habitación procede de la única lámpara que cuelga del techo, toda esa luz es nuestra luz, una lámpara con una pantalla semiesférica, naranja, una antena parabólica que no atrapa ondas electromagnéticas sino insectos y polvo, una antena que no conecta con la lejanía espacial sino con el pasado. Soy un niño que no puede dormir y se ha levantado de la cama y ya no está en la cama. Me siento en el suelo, junto al teléfono, con las piernas cruzadas. En la pantalla, un grupo de chicos y chicas, algo mayores que yo, las rutinas de su colegio y sus familias. Los profesores excéntricos, severos, los padres y madres protectores y también excéntricos o al menos pintorescos, sólidos. Recorridos que se entrecruzan, humillaciones, dudas, secretos, revelaciones menores. Un mundo parecido al mío y distinto por completo. Un patio rojizo, saturado, sin canastas de baloncesto ni porterías ni rayas en el suelo. La recuerdo ahora como una película antigua, de otra época, y en cualquier caso ya lo es, aunque fuera entonces una película reciente. Escucho a mi madre en la cocina, los armarios que se abren y cierran, el grifo. Trabaja en silencio, con una lentitud extrema, como si tuviese miedo de despertarme. Por la mañana, cuando desayuno, la cocina está recogida, la mesa limpia, nunca hasta este día me he planteado cómo se las apañan los objetos para organizarse y recogerse en el lugar preciso. De repente una de las chicas de la pandilla se pierde en un bosque. Alguien o algo la sigue. Es posible que haya música, no lo recuerdo, una música amenazante, o tal vez sonidos sobrenaturales, la cámara fija o con un movimiento frenético, primeros planos de la niña (creo que está en camisón, ha salido de la casa por algún motivo, está perdida en medio del bosque, nota que alguien la sigue, tiene miedo, mucho miedo, llora y corre a la vez). El viento agita los árboles, hace frío, la chica camina descalza, el borde del camisón se ha llenado de barro, también yo siento el frío en los muslos, la tela vuela y la persigue y ya no es blanca. Siento que no debo estar allí, que estoy haciendo algo prohibido, en la noche cerrada, viendo la televisión con los mayores (aunque solo yo miro la pantalla). Ya no escucho los sonidos que mi madre provoca en la cocina, ni la conversación de mi padre y mi hermano, he olvidado que estoy en el cuarto de estar de mi casa, protegido de todo mal, nada puede salvarme de la ficción, avanzo yo también por el bosque. Fundido en negro, no sabemos qué ha pasado con la niña, lo último que sabemos de ella es que ha caído al suelo y ya no se podía levantar, paralizada por el terror, una sombra se abalanza sobre ella, todo se llena de barro y de viscosidad. Amanece. En las imágenes que siguen, diurnas, la niña ha desaparecido, no ha regresado a su casa, no va al colegio, sus compañeros se reúnen en el patio y hablan en voz baja, se atropellan sus opiniones, la información que aporta cada uno, parecen eufóricos. Me entero ahora de que en algún momento anterior de la película se han perdido otros niños del pueblo (es un pueblo pequeño, una comunidad cerrada, hermética, todos se conocen), existen sospechas, supersticiones, antiguas leyendas, maldiciones soterradas. Dos niños han desaparecido, la niña que corre por el bosque es la tercera. Lo más razonable parece no salir de casa por las noches, cerrar puertas y ventanas hasta que todo se solucione o se resuelva, dice alguien en mi recuerdo. El protagonista es un chico, uno solo, no el grupo de amigos y amigas, como yo había creído al principio, tampoco los padres, el protagonista es el niño que trata de comprender, que no comprende, que escucha a escondidas las conversaciones de los adultos y al que se le escapa el significado de lo que está ocurriendo. Este es el niño que veo ahora sentado en la escalera de su casa, la que lleva al segundo piso y a su habitación, en penumbra, mientras alguien le dice a su madre y a otros adultos reunidos en el salón (de pie) que lo mejor es que nadie salga de casa por la noche y, sobre todo, no preocupar a los niños. Que los niños no intuyan lo que está pasando, que no tengan miedo. Modificar o detener el ritmo de la vida y al mismo tiempo hacer creer a los niños que nada ha cambiado, que todo sigue igual. Mi madre regresa y se lleva los platos que quedaban en la mesa, los cubiertos amontonados encima de uno de los platos, el cenicero. Se agacha y me pasa la mano por la cabeza, por el pelo, me distraigo, tengo sueño, no quiero dormir. Mi padre y mi hermano se ríen de algo. Mi madre abre y cierra la puerta cada vez que sale.

Después veo al protagonista, un chico algo mayor que yo, moreno, en la cama, como yo estaba hace unos minutos en la cama, boca arriba, la manta por encima de los hombros, los ojos abiertos, parece que piensa, me da mucha pena, no puede dormir. Han transcurrido algunos días, tres o cuatro días, se ha decidido que los niños no vayan al colegio, cerrar durante una temporada el antiguo edificio en el que los niños aprenden las letras y los números y las jerarquías. El maestro, liberado de su tarea pedagógica cotidiana, ha asumido las funciones de psicólogo, de jefe de policía, de brujo, de sacerdote, de encargado de las infraestructuras.

¿Qué piensa este niño que, tumbado boca arriba, contempla el movimiento que las sombras de los árboles dibujan en el techo? De repente hay un ruido, el niño mira hacia la ventana y allí, junto al cristal, aunque al otro lado, está su amiga, o lo que queda de ella, un espectro que flota, la cara blanquísima, los labios muy rojos, el pelo mecido también por el viento, el mismo camisón que llevaba cuando desapareció en el bosque, ahora la tela está sucia y desgarrada en algunas partes. Asoman de su boca unos colmillos puntiagudos y diminutos. No parpadea, no hay expresión en su rostro, es la amiga del protagonista pero también un animal o un objeto maléfico. Parece que mueve los labios, aunque no emite ningún sonido, solo se oyen el viento y sus consecuencias, el movimiento del mundo, los golpecitos de un dedo o un puño esqueléticos en el cristal. Ábreme, parece decir. O tal vez pronuncia el nombre de su amigo, lentamente. El niño se levanta de la cama, se acerca a la ventana, va a abrirla. Mi madre vuelve a entrar en el cuarto de estar y observa durante un segundo la pantalla antes de mirarme a mí y lanzarles un reproche a mi padre y a mi hermano: ¿Cómo le dejáis ver esto? Ellos interrumpen su conversación y me miran también, todos me miran ahora, mi madre, mi padre, mi hermano, la niña de la ventana que sigue golpeando mientras la cámara (el protagonista) se acerca lentamente con la intención de abrir, de dejar que la niña se reúna con él en la habitación a oscuras. Entre los desgarrones del camisón surgen, expuestos, algunos trozos de carne, heridos, azules, oscuros, sin vida, y yo no seré capaz de apartar la vista de esos arañazos hasta que mi madre apague el televisor.

3

¿Por qué se empieza a contar? No cuándo, ni cómo, sino por qué. Una historia nos ronda durante años, una historia que nos parece adecuada para una novela, para un cuento, para cualquier tipo de artefacto ilusorio, la formamos mentalmente, la cuidamos y lamemos como a un cachorro, y nos parece satisfactoria, o necesaria (necesaria para nosotros, se entiende, para nuestra consistencia), pero nunca llegamos a escribirla, se queda por ahí, como el recuerdo dudoso de haber consumido cierta droga, flotando, de conexión neuronal en conexión neuronal, en el enorme hongo (o nube) nuclear de la memoria, como un pájaro que pasa por allí de vez en cuando (su mirada negra, redonda, abultada, sin eje), hasta que por fin desaparece en pleno vuelo, se descompone o se desplaza fuera de nosotros, migra a lugares más propicios o menos hostiles (más tibios), y la desaparición nos alivia, nos quita de encima un peso y una falsa responsabilidad. Todo se pudre tarde o temprano al exponerse, aunque en la putrefacción haya fermentación. La luz nos amarillea, el calor nos descompone, la brisa nos erosiona, la humedad de la vida oxida nuestra alegría infantil. Al mismo tiempo, todo permanece en alguna forma. Materia orgánica. Fiemo, fiemo amigo. Laberinto sin salida de la memoria. Perdemos, olvidamos, soltamos lastre de forma involuntaria, y solo así somos capaces de avanzar. Los recuerdos forman parte del cuerpo, de los intestinos, digan lo que digan los que saben de estas cosas. Algunos (así llamados) escritores toman notas, para que esas ideas no puedan escabullirse del todo, pero sucede con frecuencia que mucho tiempo después, al revisar esas notas (si son obsesivos o metódicos y no las han extraviado, si las atesoran y las cuidan como se hace con los secretos oscuros que nos permitirán chantajear a alguien en algún momento), encuentran que no entienden ese mensaje que se dejaron en el pasado o, en caso de entenderlo, no son capaces de imaginar qué vio de interesante aquel otro, más joven, que dejó una nota con la descripción de algún detalle banal de la realidad con la intención de recuperarlo y leerlo en el futuro y encontrarlo incomprensible. Me refiero, por supuesto, a personas cuerdas y capaces de dudar de sí mismas, de olvidar. Los otros, los optimistas, los irresponsables, no me interesan, me provocan náuseas, desconfianza, un asco visceral, lo recuerdan todo, no olvidan nada, los considero asesinos en potencia, sumideros de su propia putrefacción retenida, bilis o mierda o semen o tal vez una férrea vanidad que los lleva a recordar lo que de ningún modo debería preservarse en ningún lado. Por otro lado, las libretas de notas se pierden, se pierden los cuadernos, todo se termina extraviando (ni siquiera es necesario que intervenga la muerte), a veces nos roban un bolso o nos pierden una maleta en el aeropuerto, a veces el disco duro del ordenador decide dejar de funcionar (ese sonido vertiginoso, desmayado y mecánico que parece surgir de nuestro interior: clac, clac, clac) y el escritor, que es perezoso o pobre o humilde (o que posee tal vez, incluso, una soberbia invulnerable que hace que se crea inmune a cualquier extravío, a cualquier error), no ha tenido la precaución de hacer una copia de seguridad y por un momento cree haber perdido un material valiosísimo (¿para quién?), pero no ha perdido nada, porque nada valía aquello (la anécdota, la frase deslumbrante y reveladora, el detalle que retrata y delimita la hipótesis de una personalidad) que anotó apresuradamente ocho o diez años antes, cuando era joven, o al menos no tan viejo como se siente en este preciso instante, y ahora, si tuviera delante el cuaderno perdido o la libreta desaparecida con un bolso, no entendería qué quiso decirse a sí mismo, y pensaría que estuvo loco o perdido en el momento de anotar aquello para su futuro que se ha convertido ahora en su pesado presente (aunque lo mismo sucede con lo que se publica, por otra parte). A veces, ni siquiera la caligrafía es capaz de comprender, acerca la nariz al papel y frunce el ceño con gesto sobreactuado y ridículo, como si hubiera alguien mirando, puede que le entren unas ganas inmensas de reír o que una tristeza incontenible se le extienda desde el pecho hasta los brazos (la tristeza fluye hasta la punta de los dedos, pero se detiene allí, donde construye su nido de hipocondría). La niñez, la alegría, la confianza, los temores infundados. Oh, mi culpa, mi enorme culpa atrincherada en las uñas. Y sin embargo la necesidad de contar nos agota, nos zarandea, nos acompaña allá donde vamos, especialmente a los que son, como yo, incapaces de hablar, de comunicarse, a los que siempre perciben en el gesto del que los escucha una mirada lateral, un deseo de estar en otra parte. Cuántas veces, al hablar, en mitad de una frase, sentimos la necesidad de callar de repente para que quede todo claro, porque lo que estamos contando no interesa a nadie, ni siquiera al emisor del mensaje (que es uno mismo, que somos nosotros, que soy yo), y este se da cuenta cuando ya es demasiado tarde y la cortesía (o la convención) obliga a seguir mientras la vergüenza y el agotamiento, por su parte, empujan a terminar cuanto antes, finalizar la comedia, lo que contamos está más allá o más acá de lo que quisiésemos comunicar, algo imposible de transmitir, esta misma ignominia de tener que fingir que tratamos de entendernos, que tenemos algún asidero en la realidad. El cansancio infinito e irracional de comunicarse. Aceleramos el discurso para terminar cuanto antes, pero el resultado es aún peor, la historia se embrolla, los argumentos y los protagonistas se mezclan y se confunden, resulta imposible seguir el hilo, se abren vías que se cierran de forma inesperada, nuestro interlocutor se muestra incómodo, aunque trate de disimularlo, desliza la mano por la mejilla o toca el suelo una y otra vez con la punta del pie, nervioso, y nuestra conciencia de que todo es ridículo se vuelve colosal, cósmica. Expresarse equivale siempre a equivocarse. Quisiéramos gritar: ¡No entiendo nada! ¡No opino nada! ¿Hace falta que lo diga? ¿Es necesario decirlo? ¡Nada se puede esperar de mí a estas alturas! ¡Estoy lesionado, estoy herido, no puedo seguir jugando a esto!

Todo comienzo es involuntario (y después de esto, por fin, comencemos).

4

Cuando terminé aquel poema, “El día en que me pegaron los skinheads”, se lo enseñé a Ana, la dulce Ana, la que entonces era mi novia y lo fue todavía durante unos años más, años interminables, que no acaban de consumirse del todo. Brasa y rescoldo. Ana y yo nos conocíamos desde los tres años, habíamos ido juntos al colegio, pero nos habíamos hecho novios después, en la época del instituto (aunque no fuimos al mismo instituto). Ana dijo que no quería leer el poema delante de mí. No quería que mi presencia forzara una interpretación, y tampoco quería verse obligada a comentarlo conmigo justo después de leerlo. Le parecía, dijo, muy injusto. Dijo que se lo llevaría a casa y lo leería y me diría qué le parecía, pero en otro momento. No ahora, dijo. Ella leía siempre mis poemas, era la primera (o la única) que lo hacía, aunque en general no le gustaban, siempre me decía que “ese” no era yo, y ese desplazamiento o enmascaramiento le producía una cierta desazón. Mis poemas eran vagamente herméticos y vagamente metafísicos, inmaduros. Meras tentativas de encontrarme, de probarme ropa nueva y mirarme en el espejo para ver qué tal me quedaba, si coincidía la talla, si había que coger el doble. Cuando te leo, decía ella, no sé quién eres, si la voz que hay detrás de los poemas, esa voz impenetrable que no dice nada y sin embargo trata de imponerse, de crear algún interés, o el otro, el que queda conmigo, el que conozco desde hace casi veinte años (se ponía sentimental o, lo que es lo mismo, pedante). En el momento de la lectura no tengo ninguna duda, tampoco tengo ninguna duda cuando estoy contigo, pero estos dos veredictos sólidos, sin posibilidad de recurso, se contradicen, colapsan. Yo no traté de convencerla, me pareció que su comentario resultaba del todo pertinente, yo mismo había pensado mucho en aquella bifurcación de mi experiencia, o de mi corporeidad, aunque en mi caso no había llegado a la conclusión de que tenía dos personalidades inconciliables; había empezado a aceptar, más bien, que yo no tenía ninguna personalidad, que era uno de esos personajes “mal construidos” de las malas películas o de las malas novelas. Nos despedimos. Se llevó los folios en el bolso, un poco combados, aunque sin doblar del todo. Esa misma noche me llamó por teléfono, pero no me dijo nada del poema. Yo traté de encauzar la conversación, de dirigirla, nervioso (hablaba desde el teléfono de casa, tenía miedo de que mi madre, o mi hermano, escucharan lo que hablábamos), pero ella no entendió mis insinuaciones, fui muy torpe o más bien me di cuenta de que ella eludía el asunto de forma voluntaria, como si me estuviera advirtiendo: Por ahí no, ese no es el camino correcto, vamos a intentar seguir adelante por aquí, por esta carretera, vamos a abandonar ese camino oscuro y lleno de baches y de charcos y de peligros. Nos vimos al día siguiente, fuimos al cine, no volví a insistir. Pensé que me lo agradecería, que se daría cuenta de que le mostraba un profundo respeto, pero ella actuaba a todos los efectos como si yo nunca le hubiera enseñado el poema, y para mí, de algún modo, esa actitud suya equivalía a la negación del poema, era como si yo nunca lo hubiera escrito, su actitud lo aniquilaba. A lo largo de las semanas que siguieron escribí mi primer cuento, mi primer relato, un relato protagonizado por un chico de dieciséis años, superdotado, un genio de las matemáticas, que tiene un accidente de tráfico y al que los médicos tienen que amputarle una pierna, no queda más remedio, lo sentimos muchísimo, en caso contrario peligraría su vida. Lo escribí en una especie de trance, esa sensación de la que después he escuchado hablar tantas veces y que siempre me ha parecido ridícula o presuntuosa. Poetas, narradores, músicos o pintores que dicen escribir o componer o pintar al dictado. El hecho de que me sucediera a mí no mitiga la náusea o el recelo que siento cuando escucho hablar de ello. ¿Qué somos, profetas, intermediarios de las intuiciones de la especie? ¿Qué os creéis? ¿Qué nos creemos? Yo no había escrito prosa hasta entonces, al menos no de forma rigurosa o constante, y me sentí cómodo en la prosa, pensé que la prosa podía sustituir a los poemas que había escrito hasta entonces. Había empezado varias novelas a lo largo de mi adolescencia, pero siempre como un pasatiempo, nunca había dedicado más de una semana a aquellas novelas que comenzaba a mano en alguna libreta y que no pasaban de las tres o cuatro páginas. Este texto era distinto, porque estaba autocontenido, el final (el desenlace) aparecía claro ante mí, también el argumento completo, y el tono, todo se me presentó antes de escribir la primera línea. Después de la operación (después de la amputación), el protagonista de la historia, el chico, el genio precoz de las matemáticas, ya no sabe contar hasta diez. Nadie se lo explica. Los médicos no son capaces de encontrar el origen de este cambio. En el accidente el chico no ha recibido, al menos en apariencia, ningún golpe en la cabeza, ninguna lesión que justifique alteraciones neurológicas. ¿Y la anestesia? ¿Tendrá algo que ver con la anestesia? Le hacen pruebas y más pruebas, sin resultado (inventé esas pruebas, claro, no se me ocurrió investigar, documentarme). Cuando cuenta (cuando enumera, o cuando trata de crear aplicaciones biyectivas), el protagonista se salta siempre el número cuatro. Cuenta así: “Uno, dos, tres, cinco, seis, siete…” Nunca le enseñé el cuento a Ana (en el tiempo que duró nuestra relación no volví a enseñarle nunca más nada de lo que escribía), aunque supongo que lo leyó cuando apareció publicado en mi primer libro, Órbita, que le regalé y le dediqué muchos años después del final de nuestro diluido noviazgo adolescente. Ese cuento, “Las tablas de multiplicar”, está dedicado a ella. Aunque es posible que ella no lo sepa todavía. La dedicatoria dice: “Para A. Para B. Para C. Para E. Para todos los demás”.

5

Hans, Mensajero y yo sentados alrededor de una mesa del Yacimiento, charlando y riendo después del trabajo (yo he salido hoy a las siete y media; Mensajero lleva turno de mañana hasta el próximo jueves). Hans tiene una sesión esta noche, hasta las cuatro y media, pero Mensajero se levanta pronto y prefiere no quedarse, ha dicho simplemente que se toma una más y se retira, con una facilidad pasmosa, como si fuese tan sencillo (por otra parte, ha utilizado realmente el verbo “retirarse”), es martes, comienzos de diciembre, hace frío allá fuera, en el mundo, así que yo regresaré también a mi entresuelo de la calle Santa Teresita, en el núcleo duro del barrio zaragozano de las Delicias, pronto, a las doce o a la una (la sesión de Hans está anunciada para la una, pero seguramente no comenzará hasta la una y media o las dos menos cuarto, siempre pasa lo mismo, todo se pospone en espera de su interrupción, Hans irá en taxi, no tardará más de cinco minutos en llegar), con la sensación de que hubiera podido resistir, enfrentarme a mí mismo, con la certeza de que habría sucedido algo maravilloso, una revelación, el reconocimiento, eso que sucede en la literatura y en el cine, los libros y las películas que nos gustan (los libros y las películas que les gustan a Hans y a Mensajero), la madrugada (hace mucho que no veo amanecer), una especie de nostalgia previa de lo que sucedería si me atreviera a quedarme con Hans, a transferir el sueño. Pero prefiero no despertar mañana con la sensación de que me encuentro, ingrávido, en pleno vuelo, en un cohete que se enfrenta a turbulencias antes de abandonar la atmósfera. No quiero volver a escuchar voces. Prefiero la duda a la certeza, el remordimiento al remordimiento. De modo que yo también me retiraré a mis palacios de invierno después de beber un par de cervezas más. Hans nos dirá qué ha pinchado, por supuesto, esta misma semana nos silbará o tarareará algunas melodías (su tarareo mítico, solo para nosotros) y reproducirá sobre la mesa algunos ritmos, con las manos o con ayuda de una cucharilla o de un terrón de azúcar o un trozo de pan, el falsete (su forma feroz y definitiva de desafinar), tal vez incluso nos envíe un correo electrónico minuciosísimo, una lista con el repertorio, con detalles acerca del público y con sus propios comentarios, anécdotas triviales e inevitables, deslavazadas, que pasarán a formar parte de una leyenda en movimiento, una leyenda que no va a detenerse ni siquiera después de la muerte, aunque yo no podré dejar de darme cuenta de que, en el correo colectivo que enviará a sus mejores amigos (ahora somos quince o veinte), mi nombre ocupará una de las últimas plazas en el listado de destinatarios o receptores (los contactos de la noche, masa de oscuridad), a la derecha del todo, casi fuera de plano, como corresponde a mi posición de recién llegado a la fiesta, de seguidor a prueba, de amigo de un amigo (Mensajero), de mero iniciado en cuarentena, en espera de mostrar sus cartas o sus credenciales, superar la enfermedad o realizar los votos, el juramento. Si he de entregar mi vida, entregaré mi vidajazzkikeno hay nada que se parezca tanto a la carne humana como la carne humana. popseñala hacia la barraun movimiento de la mano que abarca a todos los clientes, incluidas las chicas de la barra

el chico que se toma un café con leche en la mesa de al lado

Eso ya es un asunto viejo, digo, y me siento ridículo por la repetición.

Anda, pues entonces por lo menos vuelve a recitarnos lo de los skinheads, dice, muy serio, y después mira a Mensajero. Mensajero cierra los ojos y recita de memoria: El día en que me pegaron los skinheads... No me acuerdo, interrumpo, soy incapaz de recordar nada, mi memoria es un estercolero. No te vas a librar tan fácilmente, interviene Mensajero, hay que pagar un precio por compartir esta mesa con nosotros. Cuéntanos al menos cómo te apalizaron los rockers.