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Índice

Parte 1

Un sustituto del paraíso

Lo más parecido a su casa

Contar hasta cien

¿Tiene auto?

Parte 2

Es la que va

Contenedor

Lo que había pasado mientras estábamos dentro

Madera y un fósforo

Francisco Bitar

Francisco Bitar

Francisco Bitar nació en Santa Fe, Argentina, en 1981, ciudad en la que actualmente reside. Publicó los libros de poemas Negativos (2007), El olimpo (2009), Ropa vieja: la muerte de una estrella (2011) y The Volturno Poems ( 2015); los libros de cuentos Luces de Navidad (2014) y Acá había un río (2015); y la crónica Historia oral de la cerveza (2015).

En el año 2012 le fue concedido el premio Ciudad de Rosario por la novela Tambor de arranque, de gran aceptación por parte del público y la crítica de su país; y en el 2013, la Beca del Fondo Nacional de las Artes. Cuentos y poemas de su autoría integran diversas antologías y han sido traducidos al inglés y al alemán.

Candaya Narrativa, 35

TAMBOR DE ARRANQUE

© Francisco Bitar

Primera edición impresa: septiembre de 2015

© Editorial Candaya S.L.

Carrer de la Bòbila, 4 - Barcelona

08004 Barcelona

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Fotografía de la cubierta:

Federico Inchauspe

BIC: FA

ISBN: ISBN: 978-84-15934-35-6

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Para Ángeles,

a mis padres

But then at the darkest hour,

I decided to buy a new car.

Delmore Schwartz

UN SUSTITUTO DEL PARAÍSO

Es importante que los primeros años de tu hijo sean años de pobreza familiar, como los primeros años de cualquiera. Con el correr del tiempo, la situación se afianza (o no) pero, sea cual sea el caso, esos primeros años deben ser de austeridad: así la vida empieza desde el principio. Eso era lo que pensaba Leo Ferro y de esa manera intentaba criar a su hija, aunque hubiera en esa manera menos una determinación ética que motivos urgentes, de verdadera necesidad.

Unos días atrás, cuando vio con Isabel el aviso del auto en los clasificados del diario y se decidieron a probar suerte, Leo pidió permiso a Víctor, su vecino de enfrente, para plantar un árbol en su cantero: el de los Núñez era el lado derecho de la calle, el lado reglamentario, y ahí estacionarían el Taunus una vez que Isabel y Leo lo hubieran comprado.

Víctor dijo que no había problema, que él mismo estaba buscando un sustituto del paraíso desde que Andrea lo había convencido de sacarlo a causa de la mugre que dejaban los frutos (las bolitas) y por ser un tipo de árbol especialmente atractivo para las arañas, hecho que podía comprobarse cuando se prendían de noche los faroles de sodio y quedaban a la vista las ramas unidas por telarañas brillantes. Víctor estaba de acuerdo, siempre que no fuera otro paraíso.

Esa mañana de sábado, el día anterior al viaje a San Jorge, Leo golpeó la puerta del vecino para avisar que empezaban con el trabajo. Él le dijo hago mate pero Leo lo rechazó con gentileza explicando que había mateado con Isa hasta recién. Ahora Víctor miraba a Leo y a su hija desde la ventana de arriba, no por vigilar sino para matar el tiempo hasta que su mujer volviera del trabajo a mediodía. Además de Leo y su hija, solamente quedaban en la cuadra dos chicos de la pensión de estudiantes a un par de casas de distancia, con un porrón caliente y sin etiqueta entre ellos. Sentados contra la pared de la pensión, miraban cómo el viento corría las hojas de una casa a la siguiente. Habían levantado el cuello de sus camperas y ya no hablaban. A pesar del sol, les había entrado el frío.

Esa mañana, Leo había caminado las diez cuadras que lo separaban de su vivero preferido. Volvió con un fresno joven debajo del brazo y una vez en casa despertó a Sofía para que lo plantaran juntos. A Isabel le pareció una buena idea. Ella se quedaría mirando la tele y colgando en el patio la ropa lavada del sábado.

–¿Qué árbol es? –preguntó Sofía cuando Víctor se metió en su casa.

–Un fresno. Como aquel –dijo Leo, y señaló el árbol pelado que tenían los chicos encima de sus cabezas, llenas del porrón de la noche. Llevaban gorras (uno de lana y el otro de visera) y los dos necesitaban un baño.

–Son todos iguales los árboles. Nunca me voy a aprender los nombres.

–En invierno son más parecidos.

Leo trazó con el talón de la zapatilla un círculo en el pasto de la vereda, más o menos en el lugar donde estuvo el paraíso. Después miró hacia arriba y levantó el pulgar. Víctor sonrió desde atrás del vidrio.

–¿Y cuánto demora en crecer? Está muy flaco ahora.

–Con tres años ya puede tirar una buena sombra. Crecen rápido.

–Uf. Es un montón.

Leo había traído desde la casa una bolsa de tierra y otra de fertilizante. Sofía sostenía la pala con las dos manos. Leo se la pidió con un gesto y Sofía se la alcanzó.

–¿Y qué auto es?

–Un Taunus.

–¿Cuál es el Taunus?

–Uno perfecto para ser nuestro primer auto.

Su hija tenía los ojos arrugados por el sol, lo que había acentuado el sentido interrogativo de las preguntas. Se llevó el pelo detrás de la oreja y dijo:

–Un Taunus. No lo conozco. Los autos son todos iguales.

Leo clavó de punta la pala en el centro del círculo. La tierra estaba blanda y de un solo movimiento pudo remover la capa de césped. El trabajo sería rápido. Hacía falta cavar medio metro, un pozo lo suficientemente profundo como para que le tomara años a las raíces tocar la superficie pero no tanto como para que el tronco del fresno se asfixiara.

–¿Qué hago?

–Desembolsá el árbol.

El fresno tenía una bolsa que cubría las raíces con unos agujeros del tamaño de tapitas de cerveza. Por ahí respiraban las raíces. Sofía la desató.

–¿Y alcanza este arbolito para taparlo?

Leo midió la profundidad del pozo haciendo llegar las raíces hasta el fondo. No era suficiente.

–Después de unos tres años seguro que sí.

–¿De cuánto es el auto?

Leo volvió a agarrar la pala.

–De cuánto qué.

–¿Es muy largo?

–Unos tres metros. El fresno seguro hace una sombra de cuatro metros. –Leo dio tres pasos–. Desde donde estás hasta acá más o menos.

Sofía hizo un gesto que significaba “entonces era un auto grande”. Leo miró la calle en la que apenas se movía el tráfico de sábado. Volvió al pozo.

–Mirá el Tato, ja ja –dijo su hija.

El perro de la cuadra se rascaba el lomo contra el asfalto. Era el sol de mediodía abriéndose paso en el frío que lo hacía revolcarse. Sofía se le acercó corriendo. Ella le había puesto Tato y toda la cuadra le decía así, salvo en la gomería de la esquina. Los gomeros habían adoptado al perro. O más bien lo encerraban de noche. A menudo se olvidaban de alimentarlo y Leo había visto al Tato más de una vez tomar agua de las cunetas y romper bolsas de basura. También había visto cómo los gomeros se limpiaban la grasa de las manos en el lomo del perro cuando trabajaban sin guantes.

El Tato estaba flaco y lagañoso pero todavía era un perro alegre. Después de consultarlo con Isabel, Leo le dijo al dueño de la gomería, un negro petiso y duro con pinta de entrenador de boxeadores, que ellos podrían adoptar al Tato.

–¿Adoptar a quién? –había dicho el gomero, aunque sabía perfectamente a lo que se refería.

–Al perro –dijo Leo.

–Ah. El perro es mío. Me cuida el negocio cuando cerramos –dijo el gomero y hundió una cámara en la pileta de agua oscura para ver dónde estaba el pinchazo. A veces Leo perdía la fe en sus vecinos.

Ahora el perro se dejaba rascar la panza por Sofía y se pasaba la lengua por los labios. Parecía reírse con los dientes afuera. Al otro lado de la calle, Isabel había salido hasta la puerta y cuando cruzaron miradas, ella le sonrió. Leo volvió al trabajo. Isabel entró en la casa.

Con la siguiente palada, chocó de punta contra una superficie dura. Paró. No era la continuación del cordón: Leo no había cavado tan cerca del límite. Era un bloque de color rojo. Cuando Leo lograba picar la capa roja, aparecía una parte blanca como un hueso. Esa otra parte era imposible de picar.

Leo pensó. Capaz fuera un conducto instalado por la compañía del gas para proteger las redes. Capaz el contrapiso de la vereda cuando la ciudad era más baja. Detrás de él, el perro se rascó con un ruido seco.

Cavó en dos minutos un pozo gemelo y pegado al anterior. Lo mismo. Cavó un tercer pozo. La progresión era siempre igual: césped y tierra seca arriba, tierra cada vez más blanda y húmeda después. Abajo la piedra.

Sofía le preguntó si estaba todo bien pero su padre no respondió. Ella cruzó la calle y se metió en la casa. El Tato volvió a la gomería.

Casi toda la tierra del largo del cantero había sido removida cuando llegó Andrea con el trajecito de la empresa de celular todavía puesto. Había visto el movimiento desde la esquina y una vez al lado de Leo se sacó los lentes de sol.

–¿Qué hacés? –preguntó.

–Todo bien –respondió Leo sin mirarla. Quedaba solamente uno de los estudiantes con el porrón al lado. Hasta ese momento parecía dormir pero la situación atrajo su atención. Era el estudiante con el gorro de lana.

–Digo qué haces cavando.

–Me choqué con una piedra. Estoy tratando de ver dónde termina.

–¿Quién te dio permiso?

En ese momento Leo entendió. Andrea no lo sabía, su marido no le había dicho nada. Desde el principio, cuando llegaron al barrio dos años atrás, Leo había detectado ese carácter en Víctor. Se olvidaba de las cosas. Se dejaba dar órdenes por su mujer. Cualquiera de las dos razones era suficiente para no decirle nada a su esposa.

Leo miró hacia arriba pero Víctor ya no estaba en la ventana. Después miró al pendejo del porrón. Había cerrado los ojos otra vez al sol del mediodía. Parecía sonreír.

–Es para darle sombra al auto.

–¿Qué auto?

–Queremos comprar un auto con la Isa.

Andrea había llevado hacia atrás los lentes de sol sobre su pelo tirante y por algún motivo eso agravaba la situación.

Si ella hubiera llegado un momento después o si Leo hubiera encontrado un poco antes el modo de cavar más hondo, el fresno ya estaría plantado y nada de esto estaría ocurriendo.

Leo se pasó la muñeca por la frente y la sacó más húmeda de lo que pensaba.