Amaraunextrano


Título original: To Love a Stranger




Primera edición: mayo de 2017



Copyright © 1997 by Connie Mason



© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2010


© de esta edición: 2017, ediciones Pàmies
C/ Mesena, 18
28045 Madrid
phoebe@phoebe.es



ISBN: 978-84-16970-42-1



Diseño de la cubierta: Javier Perea Unceta
Ilustración de cubierta: Anthony C. Russo



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1



Dry Gulch, Montana. 1880


Pierce Delaney se encontraba reparando el cercado. En su rostro se reflejaba la frustración que sentía y sus brillantes pupilas verdes llameaban de furia. Dio un martillazo más, con el que casi hizo pedazos la madera, y colocó otro clavo.

—¿Qué te ha hecho esa cerca? Si no supiera que intentas arreglarla, pensaría que estás tratando de destrozarla.

Pierce detuvo sus bruscos movimientos y lanzó una airada mirada a su hermano por encima del hombro.

—Será mejor que hoy no me busques las cosquillas, Chad —le dijo bruscamente—. No estoy de humor para bromas.

Se volvió de nuevo hacia la cerca, pero Chad no estaba dispuesto a dejar pasar el tema. Algo atormentaba a su hermano, y él quería saber de qué se trataba.

—Ayer llegaste muy tarde, Pierce. Me comentaste que ibas a pasar por el rancho de Doolittle cuando volvieras del pueblo. ¿Qué pasó? ¿Cora Lee ha vuelto a atosigarte? —le preguntó con una sonrisa petulante.

—No menciones a esa bruja —dijo Pierce rechinando los dientes—. Si no fuera por su padre, ni siquiera me hubiera molestado en ir por allí. Ese pobre hombre está a punto de morir y el borracho de su hijo lo único que hace es llevar la propiedad a la ruina. No es que yo pueda hacer mucho para evitarlo, pero Doolittle y papá fueron buenos amigos y no me cuesta nada adecentar un poco todo aquello. Esa es la única razón por la que fui.

Chad le brindó una descarada sonrisa de oreja a oreja.

—Y yo pensando que era por la dulce Cora Lee.

—¡Maldita sea! Sabes de sobra que las mujeres no dan más que problemas. No se puede confiar en ninguna. Nuestra propia madre es el mejor ejemplo de lo traicioneras que son. ¿Recuerdas lo que papá nos decía siempre? Cuando necesitéis a una mujer, buscaos una furcia, no os decepcionará. Un sabio consejo. No existe ninguna de fiar.

—A mí no me tienes que convencer de nada —dijo Chad con desagrado—. No he olvidado lo que le hizo a papá. Jamás le perdonaré que nos abandonara. Lo único bueno de todo aquello fue que viniéramos al oeste y estableciéramos nuestro hogar en estas tierras después de echar a los indios. Cuéntame, ¿qué es lo que te ha irritado tanto?

Pierce arrojó el martillo al suelo y apoyó su alto y musculoso cuerpo contra la cerca. Los abultados músculos de sus brazos y su torso demostraban que estaba habituado al trabajo duro. El moreno y apuesto Pierce Delaney, así como sus hermanos, Chad y Ryan, eran bien conocidos en la diminuta localidad de Dry Gulch, Montana. Cada vez que los tres bajaban al pueblo, comenzaban los problemas. Eran hombres rudos que jamás rehuían una pelea. Bebían mucho, jugaban fuerte y peleaban duro. Pero podían ser encantadores si así se lo proponían.

A pesar de su salvaje comportamiento, los hermanos Delaney atraían a las mujeres como la miel a las moscas. Conscientes de su reputación y de la manera en que se metían en líos, los padres advertían a sus inocentes hijas de que no se enamoraran de ellos, lo que los hacía todavía más peligrosos y atractivos para ellas, algo que, unido al desdén con que las trataban, los volvía irresistibles ante sus ojos.

—El señor Doolittle no se encontraba bien anoche —dijo Pierce—. Cora Lee ni siquiera me dejó subir a verlo. Así que estuvimos solos, puesto que su hermano no apareció por allí. Al cabo de un rato se me echó encima y me propuso ir al dormitorio. Me aseguró que siempre se había sentido atraída por mí. Cuando la rechacé, se enfadó conmigo.

Chad contuvo la risa.

—¿La rechazaste? Imagino que prefieres pagar en el pueblo que hacerlo con ella.

—Pues sí, prefiero pagar a una puta honesta antes que acostarme con una mujer que solo tiene en mente el matrimonio.

—Pero ¿qué ocurrió?

—Me dirigía a la puerta cuando Hal Doolittle entró en la cocina. Fue entonces cuando todo se descontroló, no sé qué le pasó a Cora Lee por la cabeza para hacer semejante cosa.

Chad le lanzó a Pierce una mirada exasperada.

—Maldita sea, Pierce, no me tengas en ascuas. ¿Qué demonios sucedió?

—Cora Lee se echó a llorar de repente y se lanzó a los brazos de su hermano. Le contó entre sollozos que la seduje en una de las visitas a su padre y que la dejé embarazada.

Chad miró a su hermano sorprendido.

—¿Es cierto?

Pierce pareció a punto de partirle la cara a su hermano.

—¡Por el amor de Dios, Chad! ¿Tú también? No, no he seducido a Cora Lee. No tengo interés en ella… ni en ninguna otra.

—¿Qué dijo el hermano al respecto?

—La creyó, por supuesto. Me exigió que me casara con ella. ¿Acaso esa gente piensa que soy estúpido? Su rancho se está hundiendo en la miseria y necesitan que Cora Lee se case con alguien que posea el dinero suficiente para sacarlo a flote. Han decidido que yo soy el hombre adecuado. Pero no me van a pescar. No pienso casarme con nadie. ¡Nunca!

Chad negó con la cabeza haciendo que el flequillo castaño oscuro le cayera sobre los ojos. Se lo apartó de la cara.

—Hal Doolittle es más atrevido de lo que creía. En lo que respecta a Cora Lee, siempre ha sido una bruja conspiradora. ¿Crees que está embarazada de verdad?

—Ni lo sé ni me importa. Eso es lo que le dije a Hal, pero no pareció entenderlo. Tuve que utilizar cierta dosis de… er… persuasión para contenerlo. —Se frotó los nudillos despellejados, recordando lo ocurrido.

La pelea había tenido lugar cuando intentó irse. Al final, había dejado a Hal tirado en el suelo y a Cora Lee deshecha en un mar de lágrimas.

—Me imagino que no tienes pensado volver pronto por allí —dijo Chad—. Es una lástima, pero así son las cosas. Quizá podríamos decirle a Ryan que a partir de ahora sea él quien se acerque a ayudar a Doolittle en las tareas del rancho. Nuestro hermano pequeño es el más tranquilo de los tres.

Pierce se pasó la mano por el espeso pelo oscuro con aire distraído.

—No quiero que nadie de nuestra familia vuelva a pisar el rancho Doolittle. Soy el cabeza de familia, y mi intención es que tú y Ryan os mantengáis alejados de problemas.

—Bueno, puede que lo hayas conseguido con nosotros, pero diría que tú sí que te encuentras en un buen lío, hermano. Parece que Cora Lee necesita con urgencia un marido y ha puesto sus miras en ti.

—¡Puede esperar sentada! —gritó enfurecido—. ¿Aún no ha regresado Ryan del pueblo? —añadió con la voz algo más serena—. Me he quedado sin clavos.

—No, pero debe de estar a punto de hacerlo. Tranquilo, Pierce, cualquiera con dos dedos de frente sabrá que no has dejado embarazada a Cora Lee. Olvídalo.

Pierce cogió el martillo y asestó un fuerte golpe en el clavo que acababa de colocar en su lugar. Chad dio un respingo cuando la madera se astilló; resultaba evidente que su hermano todavía estaba a merced de su ardiente y volátil temperamento. Pierce siempre había sido el más impulsivo de los tres, mientras que Ryan, el más joven, era el más tranquilo. A Chad le gustaba creer que él era el más ecuánime, y sopesaba las cosas desde todos los ángulos antes de actuar. Y, a pesar de sus diferentes caracteres, siempre se protegían los unos a los otros y los tres estaban totalmente en contra del matrimonio.

Pierce continuó dando martillazos, desahogando su cólera y frustración en el desventurado poste de la cerca. Si no mantenía las manos y la mente ocupadas acabaría haciendo algo de lo que se arrepentiría. Todavía recordaba la cara que había puesto Hal Doolittle cuando se negó a casarse con Cora Lee. Aunque no era su intención pegarle, no le había quedado más remedio. Y como Hal era grande, pero blando, no había sido rival para Pierce, que lo había tumbado con un puñetazo bien colocado.

—Ahí está Ryan —dijo Chad, haciendo sombra con la mano sobre los ojos para protegerse del resplandor del sol—. Parece como si lo persiguiera el mismo demonio. Imagino que ha pasado algo.

Pierce levantó la mirada; le sorprendió ver a Ryan azuzando a su montura y gritando, aunque no logró entender sus palabras.

—Ryan no suele tratar así a su caballo —dijo Pierce, dejando el martillo a un lado. Se incorporó y se acercó a su hermano menor con Chad a la zaga.

Ryan frenó en seco, haciendo que el animal se encabritara. Tras controlar con habilidad al castrado, saltó al suelo con la respiración agitada.

—Tienes que largarte de aquí —le dijo a Pierce tras recuperar un poco el aliento mientras lo asía de los hombros y lo empujaba hacia el establo—. No les he sacado mucha delantera.

—Tranquilo, Ryan —le aconsejó Pierce—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué tengo que irme? ¿Quién te sigue?

—Los vigilantes. Hal Doolittle acudió al pueblo a primera hora de la mañana. Insistía en que habías seducido a su hermana, que la has dejado embarazada y que te niegas a casarte con ella.

—Maldita sea, jamás la he tocado —rugió Pierce.

—Eso no es todo —dijo Ryan—. Hal llevó a Cora Lee al pueblo con él. Alguien dio una paliza a la chica. El viejo Doc Lucas ha tenido que atenderla. Hal afirma que fuiste tú quien la golpeó cuando ella comenzó a insistir en que debía hacer lo correcto.

—¡Eso es mentira! Jamás le he puesto la mano encima a una mujer.

—Eso cuéntaselo a los vigilantes, pero no esperes que te crean. Cora Lee estaba muy magullada y corroboró la historia de Hal. Entonces, Riley Reed movilizó a los hombres para formar una partida de vigilantes. Sin más ley que la suya en el territorio de Montana, piensan que pueden hacer lo que quieran. Van a por ti, y como no aceptes casarte con Cora Lee, te colgarán. No hay tiempo que perder, tienes que largarte antes de que lleguen.

—Será mejor que te marches —le urgió Chad—, si no, acabarán apresándote. En el pueblo hay muchos que envidian la prosperidad de nuestro rancho, incluido Riley Reed. Por no hablar del resentimiento que sienten algunos padres ante nuestra falta de interés por asentarnos y casarnos con sus hijas.

—Yo ya he estado casado, y no funcionó. Maldita sea, no pienso huir —dijo Pierce con terquedad. Ningún vigilante iba a echarlo de sus tierras.

—Tienes que hacerlo —insistió Ryan—. No has visto cómo estaban en el pueblo. Yo sí he visto lo enfadados que estaban los hombres y la habilidad de que hicieron gala Hal y Riley para provocarlos. También he visto a Cora Lee. No sé quién la golpeó, pero le pegó una buena paliza. No te vendrá mal esconderte durante un tiempo. Chad y yo nos ocuparemos de todo mientras tanto y averiguaremos qué es lo que ha pasado realmente.

—Ryan tiene razón, Pierce, tienes que irte. Sabes de sobra cómo se comportan los vigilantes cuando salen de batida. Son la única ley en la zona; nadie se enfrentará a ellos. Coge dinero de casa y vete. Envíanos una carta diciéndonos dónde podremos encontrarte y nosotros nos ocuparemos de resolver este asunto.

Ryan lanzó una mirada nerviosa por encima del hombro.

—De un momento a otro coronarán la colina. Te ensillaré el caballo mientras recoges lo que necesites.

—Coge dinero de la caja fuerte —dijo Chad—. ¿Cuánto tiempo nos queda?

—Cinco minutos como mucho. Es probable que ni eso.

—No voy a… —comenzó a decir Pierce.

—Sí, lo harás —dijo Chad—. Puede que seas el mayor, pero eres demasiado terco. Te conozco muy bien. Serías capaz de quedarte aquí y luchar hasta el final. Riley Reed es el líder de los vigilantes y no es un buen tipo. Te odia desde que Polly prefirió casarse contigo en lugar de con él. Incluso sería capaz de incendiar la casa si nos escondiéramos dentro para evitarlos.

Empujó a Pierce hacia la casa al ver aparecer una nube de polvo en la cresta de la colina.

—Maldita sea, ya os dije que me pisaban los talones —dijo Ryan dirigiéndose con rapidez hacia el establo para ensillar el caballo de Pierce—. No te dará tiempo de hacer el equipaje, coge dinero y vete ya. Llevaré el caballo a la puerta trasera.

Pierce no quería huir como un cobarde, pero no tenía otra alternativa. El rancho era su hogar y no podía permitir que lo redujeran a cenizas un montón de fanáticos que se consideraban la ley. Conocía bien a Riley Reed. Era un hombre muy pagado de sí mismo, y los demás lo seguían incondicionalmente. Los vigilantes no usaban demasiado la cabeza antes de linchar a alguien. Aunque corrían rumores de que se quería designar a un oficial federal para que impartiera la ley en el territorio, el tiempo pasaba y no se concretaba nada.

Chad entró en la casa y fue al despacho donde se llevaban las cuentas del rancho, dirigiéndose directamente a la caja fuerte. Cogió un puñado de billetes y se trasladó a la cocina donde se encontraba Pierce. Le metió el dinero en los bolsillos del chaleco y luego lo empujó hacia la puerta trasera. Oyeron un fuerte retumbar, señal de que la partida de vigilantes se acercaba a galope tendido hacia allí.

—Date prisa —le apuró Chad—. Lárgate.

—Maldita sea, Chad, no soy culpable de nada. No quiero huir sin ni siquiera intentar defenderme.

—Ahora mismo tengo la mente más clara que tú. A menos que quieras pasar con Cora Lee el resto de tu vida, o acabar colgado del árbol más cercano, tienes que desaparecer hasta que se tranquilicen las cosas.

Pierce cogió la chaqueta del perchero, junto a la puerta de la cocina, y salió a la brillante luz del sol, donde Ryan lo esperaba con un robusto mustang color negro, castrado, conocido por su velocidad y su gran habilidad para adaptarse a las condiciones más difíciles.

—Te he ensillado a Medianoche —dijo Ryan—. Date prisa, los vigilantes acaban de atravesar el portón. Ponte a salvo y mantente en contacto con nosotros, así podremos informarte de cuándo será seguro regresar a casa.

Pierce asintió con la cabeza; reacio a marcharse pero consciente de que no tenía otra alternativa. Se subió de un salto al caballo y clavó los talones en los flancos de Medianoche. El animal atravesó la valla justo cuando los vigilantes se acercaban a la casa, gritando a través del patio. Pierce se inclinó sobre el cuello del caballo y se dirigió a campo abierto, alejándose de allí.

—Vamos, Medianoche, vamos —azuzó Pierce al robusto caballo, que galopaba veloz obedeciendo a su amo.

Pierce echó una ojeada por encima del hombro y soltó una maldición cuando vio que los vigilantes lo perseguían. No parecían dispuestos a rendirse ahora que lo habían visto. Las balas comenzaron a zumbar a su alrededor; miró hacia delante e, inclinado sobre Medianoche, clavó las espuelas.

El caballo galopó devorando los kilómetros, pero fue incapaz de perder a sus decididos perseguidores. Pierce sabía que el animal no sería capaz de seguir mucho tiempo a ese ritmo, así que se dirigió hacia un cañón donde esperaba despistar a sus rastreadores. Tras una hora galopando, aminoró la marcha, esperando que los vigilantes hicieran lo mismo cuando se dieran cuenta de que los caballos no podrían seguir manteniendo aquel paso demoledor. Por desgracia, no tuvo suerte y fue alcanzado por el disparo fortuito de uno de ellos.

La bala impactó en su espalda, entrando justo por debajo del omóplato derecho. La fuerza del tiro casi le hizo caer del lomo de Medianoche. Luchó por conservar la consciencia a pesar del agudo dolor que atravesaba su cuerpo. Sintió que la sangre le bajaba por la espalda y su olor le inundó las fosas nasales, luego notó que una impenetrable negrura lo envolvía y solo a base de fuerza de voluntad y determinación consiguió no desmayarse.

Después siguió cabalgando durante un tiempo indefinido; puede que incluso perdiera a ratos el conocimiento, pero en todo momento sus perseguidores le siguieron el rastro.

Con la mente nublada por el dolor, se dio cuenta de que entraba en un estrecho cañón, con altas paredes de roca a ambos lados. Notó que se le embotaba el cerebro, que le resultaba muy difícil formular un pensamiento coherente, aunque logró permanecer en la silla. Delante de él, el camino se curvaba para rodear una de las paredes verticales del tozal y Pierce sintió una llama de esperanza. Se recostó sobre el cuello de Medianoche e, instando al cansado caballo a ir a más velocidad, susurró:

—Corre, compañero. Corre tan deprisa como el viento, ve lo más lejos que puedas.

Sacó los pies de los estribos y se inclinó sobre el lomo del animal, esperando el momento adecuado. Entonces, vio una enorme roca redonda justo al pie del tozal y se dejó caer del mustang, aprovechando el momento de la caída para ocultarse tras la peña. El impacto contra el duro suelo le dejó los pulmones sin aire y la explosión de dolor le hizo caer en la inconsciencia, desmayándose justo después de aterrizar.

No vio ni oyó a ningún miembro de la partida. El rastro que dejaban las pezuñas de Medianoche y la curva del camino les había impedido ver que Pierce y su caballo se habían separado.



La luz del día languidecía cuando abrió los ojos. Al intentar moverse, le invadió la agonía. Se recostó, inspirando profundamente para controlar el dolor mientras trataba de recordar por qué yacía sobre un charco de sangre detrás de una enorme roca redondeada. Le llevó un momento de intensa concentración recordar lo sucedido. Entonces tuvo la certeza de que tenía que salir de allí lo más rápidamente posible, antes de que los vigilantes regresaran a buscarlo.

Pronto anochecería, pensó Pierce, lo que dificultaría que lo localizaran. Además oyó resonar un trueno a lo lejos. Sería una suerte que estallara ahora una tormenta, pues haría más difícil que siguieran su rastro.

Pierce se sentó con dificultad y se tomó un momento para coger fuerzas y orientarse. Había muchos ranchos en esa zona. Y, si no se equivocaba mucho, Rolling Prairie no quedaba demasiado lejos.

Al darse cuenta de que se le acababa el tiempo, se puso en pie tambaleándose y, oscilando peligrosamente, comenzó a andar por pura fuerza de voluntad. La sangre le empapaba la ropa, y se preguntó cuánta podía llegar a perder un hombre antes de morir desangrado.

Avanzó lentamente por el cañón, permaneciendo consciente a base de repetir mentalmente la lista de las razones por las que no se podía confiar en las mujeres. Empezó por su madre, que los había abandonado por un viajante cuando vivían en Illinois. Amargado por la marcha de su esposa, su padre había terminado por vender la granja y la casa y se había trasladado a Montana. Se había pasado la vida recordándoles una y otra vez que confiar en una mujer no daba más que problemas, y casi siempre había tenido razón.

Chad había aprendido la lección de la manera más dura. Cortejó a Loretta Casey, la belleza del pueblo, y se comprometió con ella. Pero la inconstante señorita le había dado calabazas después de que él se hubiera enamorado de ella. Loretta lo dejó por un petimetre del este que le ofreció la oportunidad de vivir en la gran ciudad, algo a lo que su hermano se había negado en reiteradas ocasiones. También Ryan encontraba que las mujeres eran demasiado exigentes para su gusto. La única chica por la que se había interesado el menor de los Delaney había insistido en que trabajara con su padre en una tienda y en que se olvidara de ir de juerga. Aunque a Ryan no le hubiera importado lo último, le encantaba trabajar en el rancho.

Luego recordó sus propios errores. Comenzando con el día en el que se había casado con Polly Summers. En aquel momento, tenía veintiún años y estaba enamorado, o eso creía. Dio por hecho que se casaba con una virgen tímida e inocente, aunque enseguida descubrió que se había casado con una mujer experimentada que dedicaba todo su tiempo libre a acostarse con sus múltiples amantes. Cuando la encontró en la cama con Riley Reed, que había sido su novio antes que él, la había echado a patadas del rancho. Trey Delaney, el padre de Pierce, recurrió a todas sus influencias para conseguir la anulación. Así que tanto su madre como Polly dejaron en Pierce una profunda huella que lo había llevado a jurarse que no daría otra oportunidad a ninguna mujer. Trastabillando a través del oscuro cañón, recordó a su madre y revivió la angustia que su abandono había provocado en la familia. Al madurar y hacerse más sabio, no olvidó aquella lección. Las mujeres podían arruinar la vida de un hombre. Le gustaba el sexo y buscaba disfrutarlo cada vez que iba a la ciudad, pero aquellas eran relaciones que servían únicamente para satisfacer su lujuria. Tenía sus preferidas entre las jóvenes que vendían su cuerpo encima del saloon de Stumpy, pero ninguna significaba para él más que un buen revolcón.

Pierce estaba ya al límite de sus fuerzas. Había comenzado a llover cuando dejó atrás el cañón, y ya no tenía la mente lúcida.

¿Eran alucinaciones o realmente estaba viendo el oscuro contorno de una casa a lo lejos? Sentía tanto calor que notaba fuego en la garganta y más sed que un hombre en el desierto. Sin embargo, a pesar de estar mareado por la pérdida de sangre, se obligó a continuar, pues sabía que si se detenía perdería cualquier esperanza de sobrevivir. Si no lo encontraban los animales salvajes, lo harían los vigilantes.

Pierce cayó de rodillas. Lo atravesó un horrible dolor. Quería acostarse, cerrar los ojos y olvidar aquel sufrimiento, deseaba dejarse llevar por la inconsciencia. Luchó contra el impulso de darse por vencido mientras la casa adquiría forma en la oscuridad. Parpadeó. No era un espejismo, había un edificio delante de él, a no más de cien metros.

La luz que se derramaba por las ventanas guio a Pierce como un faro. Utilizó sus últimas energías para alcanzar el porche delantero, tambaleándose sin detenerse hasta conseguir su objetivo. Cuando se detuvo a recobrar el aliento, se dio cuenta de que no estaba usando el sentido común; no debía llamar a la puerta de unos desconocidos sin saber si podía confiar en ellos. Necesitaba agua y descanso para lograr recuperarse lo suficiente y evaluar la situación con cierta lógica.

Vio que había una bomba en el patio y se acercó despacio a ella. No había nadie a su alrededor, lo que le pareció extraño en un rancho de aquel tamaño. Recurrió a sus últimas fuerzas para bombear y se arrodilló para recibir el primer chorro en la boca. Cuando decidió que ya había bebido lo suficiente, se dirigió casi a rastras a la parte trasera de la casa en busca de un cobertizo o de algún edificio anexo donde poder refugiarse. Pero vio algo mejor: la entrada a un sótano.

Hizo palanca en la puerta y bajó los escalones a trompicones. Una vez dentro, volvió a cerrar la puerta. Se encontró en una oscuridad absoluta. Usó el sentido del tacto para localizar un saco de patatas y se apoyó en él. Exhausto, después de aquel último alarde de fuerzas, se dejó caer y, finalmente, se abandonó a una bendita inconsciencia.



La sensación más dolorosa de sus veintiocho años de vida lo despertó. La boca le sabía a sangre, y parecía como si una manada de caballos salvajes corriera en estampida dentro de su cabeza. No tenía palabras para describir el dolor que sentía en la espalda. Era lo suficientemente listo como para saber que, si la bala no había salido, el envenenamiento de la sangre terminaría por matarlo.

Algunos afilados rayos de luz captaron su atención, y levantó la vista hacia las tablas del techo que conformaban el suelo de la habitación que había sobre su cabeza, percibiendo breves retazos de lo que ocurría arriba. La claridad era muy fuerte, por lo que dedujo que ya era de día y que había permanecido inconsciente durante toda la noche y parte de la mañana. Volvía a tener sed y estaba todavía más débil que la noche anterior. Entonces oyó ruido de pasos en las tablas y agudizó la atención.

El sonido de voces se filtró hasta donde estaba. Intentó escuchar y, a duras penas, logró entender algunas palabras. Las voces pertenecían a un hombre y una mujer.

—Ya empiezo a aburrirme de tantos aplazamientos, Zoey. Como no fije pronto la fecha de nuestra boda, daré orden para que mi banco embargue su propiedad.

—Como sabe de sobra, señor Willoughby, el Circle F no está hipotecado. Mi padre se ocupó de que tanto el rancho como las tierras estuvieran libres de cargas. Si posee una hipoteca, es falsa.

—¿Está insinuando que soy un embustero? —se regodeó Willoughby.

No se escuchó nada durante un buen rato, y Pierce se preguntó si el tal Willoughby habría acobardado a la mujer y conseguido que se callara. Pero pronto resultó evidente que ella tenía más temple del que él le suponía.

—Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo, Samson Willoughby. Es usted un mentiroso y un tramposo, y no me casaría con usted ni por todo el oro del mundo. Además, estoy profundamente enamorada de mi prometido. Pronto nos casaremos. Él se ocupará de poner fin a este juego que usted se trae entre manos.

—Un prometido —repitió Willoughby con desprecio—. No me lo creo. ¿Dónde vive? ¿Por qué no ha aparecido todavía por aquí? Zoey, es usted una embustera

—Le dijo la sartén al cazo… —replicó la mujer.

—No intente engañarme, querida. He deseado que sea mía desde el primer momento en que la vi. Al principio era su padre quien se interponía en nuestro camino, pero su muerte ha cambiado las cosas. Usted quiere conservar el rancho, ¿verdad? Eso está bien, me gusta. Nuestras tierras son colindantes, las suyas tienen hermosos prados y el agua que a las mías les falta. Al casarnos poseeremos una enorme porción del territorio de Montana. Como su querido prometido no aparezca pronto por aquí, será mejor que vaya pensando en casarse conmigo para no perder sus tierras. —Se llevó la mano al sombrero—. Buenos días, querida.

Después de que Samson Willoughby saliera, Zoey Fuller cerró la puerta con la fuerza suficiente como para hacer rechinar los goznes. ¡Le quedaban dos semanas! Llevaba seis meses dándole largas a ese individuo, justo desde que murió su padre. Sabía que el banquero mentía sobre la hipoteca, pero aunque llevaba todo aquel tiempo buscando la escritura del rancho, no había logrado encontrarla. Debía estar en algún sitio, pero ¿dónde?

Los documentos de la hipoteca que le había mostrado parecían auténticos, pero estaba segura de que su padre no hubiera empeñado el rancho sin decírselo. Puede que no tuvieran mucho dinero, pero siempre habían salido adelante en tiempos difíciles sin necesidad de sacrificar las tierras.

A sus veintidós años, Zoey Fuller no comprendía el efecto devastador que tenía en los hombres. Era rubia y de ojos azules, y sus muchos pretendientes decían que poseía una peculiar belleza que, sin embargo, ella no percibía. Su padre, Robert Fuller, le había dado mucha libertad después de que su madre muriera, cuando ella tenía doce años, y durante todo ese tiempo había desarrollado ideas propias, una mente aguda y un temperamento en consonancia, por lo que no tenía ganas de atarse a nadie. Se encontraba igual de cómoda con una camisa de franela que con un vestido, y, desde la muerte de su padre, había administrado el rancho sin más ayuda que la de Cully, un viejo y brusco vaquero que llevaba trabajando para ellos toda la vida.

El anciano, que, si respondía a otro nombre, jamás se lo había dicho a nadie, era su único apoyo. El resto de los vaqueros o bien habían abandonado o bien habían sido ahuyentados por los hombres de Willoughby. Cada dos por tres aparecían partidas de cuatreros para robarles el ganado, algo que la estaba llevando al borde de la ruina. Además, tras la muerte de su padre, había comprobado en carne propia que a los vaqueros no les gustaba demasiado trabajar para una mujer.

Como los demás rancheros de la zona ofrecían mejores salarios, ella se encontraba con el agua al cuello y sentía el aliento de Willoughby en el cogote; se le acababa el tiempo. Cuando descubriera que no estaba comprometida con nadie, le arrebataría sus tierras, pero casarse con él era una opción que ni siquiera era capaz de considerar. No quería tener nada que ver con ese tramposo ni por todo el oro del mundo.

La joven abandonó la casa con la moral por los suelos. Había mucho trabajo que hacer y poco tiempo para llevarlo a cabo. Era casi imposible sacar adelante el rancho en esas condiciones. Sabía que lo mejor sería acercarse al pueblo un poco más tarde para contratar algunos vaqueros, pero las últimas dos veces que lo intentó había resultado una pérdida de tiempo. Willoughby había hecho correr el rumor de que estaban al borde de la ruina y que cualquier trabajo en el Circle F sería temporal.

Se dirigió al establo y comenzó a remover el heno del altillo, reparando en que Cully había pasado antes por allí y había soltado a los caballos para que salieran a pastar. Trabajó sin descanso hasta que le dolieron los brazos y el estómago le rugió de hambre. Aquella mañana solo había picoteado algo en el desayuno y ya era hora de almorzar. Sospechaba que el anciano también estaría deseando comer algo.

Mientras se dirigía hacia la casa, recordó que no le quedaban patatas en la cocina y que tendría que bajar a por más. Dobló la esquina del edificio y vio que la puerta del sótano estaba ligeramente entreabierta, pero no le dio importancia. Aunque era pesada, ella estaba acostumbrada a realizar tareas duras y la movió con facilidad haciendo palanca. Bajó con cuidado los escalones en medio de la penumbra.

Recordó que el saco con las patatas estaba en una de las esquinas más alejadas. Atravesó el recinto a tientas en medio de la oscuridad y casi se cayó cuando tropezó accidentalmente contra un obstáculo que encontró en su camino, un bulto que no debía estar allí, que no estaba allí el día anterior. Cayó de rodillas y sus manos chocaron contra algo caliente y suave…, algo que parecía humano. Se apartó alarmada. Santo Dios, ¿por qué no había llevado una linterna?

Contuvo un grito cuando el bulto se movió bajo sus dedos. Con suma precaución, palpó y encontró un montón de tela. Pero aquella tela cubría músculos, músculos duros y un pecho ancho y… y una cara cubierta de áspera barba. ¡Un hombre! Se echó hacia atrás y clavó los ojos en aquel individuo. Llena de horror, se preguntó por qué estaba tan quieto y qué hacía en su sótano.

De repente, el hombre le rodeó la muñeca y ella lanzó un grito. Un momento después, apareció una luz en la entrada al sótano.

—¿Está usted ahí abajo, señorita Zoey?

Cully se había detenido en lo alto de las escaleras y sostenía una linterna.

—Oh, Cully, gracias a Dios. Baja aquí. ¡Rápido!.

—La he oído gritar. ¿No se habrá tropezado con una rata? —preguntó, comenzando a bajar las escaleras—. Coloqué algunas trampas el otro día, cuando vi que se estaban comiendo las patatas y las zanahorias.

—No es una rata —dijo Zoey, zafándose de la mano del desconocido—. Es un hombre.

El intruso emitió un gemido y Cully se acercó con la linterna en alto. Entonces, Zoey y él pudieron echar un vistazo al hombre que había en el sótano.

—Bueno, que me aspen. ¿Qué le pasa?

—No lo sé, Cully. Pero parece que está inconsciente. Quizá esté enfermo.

En ese momento, ella vio el charco de sangre que tenía debajo y palideció.

—Deja la linterna en el suelo y gíralo lentamente —ordenó a Cully.

El anciano la obedeció, y soltó una maldición por lo bajo cuando vio la cantidad de sangre que empapaba la tierra.

—Ha perdido mucha sangre, señorita Zoey.

La joven levantó la chaqueta, el chaleco y la camisa del hombre con sumo cuidado y vio la herida de bala que tenía debajo del omóplato.

—Ha recibido un disparo y parece que la bala todavía está dentro. Si no se le saca pronto, morirá por la infección. —Cogió el pañuelo del desconocido y se lo apretó sobre la herida.

—En Rolling Prairie no hay un médico decente desde que el viejo Doc Tucker se dio a la bebida —dijo Cully—. No conseguiremos traer un médico a tiempo, este desgraciado pasaría a mejor vida antes de que llegara.

Zoey sintió una punzada de compasión por aquel individuo. Jamás se había considerado una mujer particularmente sensible, no podía permitirse el lujo de serlo, pero había algo en ese desconocido que provocaba en ella una emoción extraña.

—¿Podrías intentar sacarle tú la bala?

Cully se rascó el pelo canoso y se encogió de hombros.

—Puedo probar, señorita Zoey, pero no sé si así impediremos que muera. De todas maneras podemos intentarlo. ¿Está segura de que es eso lo que quiere? Podría tratarse de un individuo peligroso, incluso es probable que lo persiga la ley. Si es así, tendríamos un montón de problemas.

Zoey bajó la mirada hacia el extraño descubriendo, con cierta alarma, que era realmente guapo. Sí, podría ser justo la clase de hombre que Cully acababa de describir, pero ella, por alguna razón, no lo creía así.

—Estoy segura, Cully. Levántalo por los hombros, yo me ocuparé de los pies. Entre los dos nos las arreglaremos perfectamente para llevarlo arriba.